Capítulo 26

Francesca se sentía entumecida cuando volvió a la casa de Dallie. Cuando salió fatigosamente del coche, se encontró pegando de nuevo los añicos y los pedazos del encuentro en la cantera. La mayor parte de los hombres estarían contentos de haberse ahorrado la carga de un niño no deseado. ¿Por qué ella no podía haber escogido a uno de ellos?

– Uh. ¿Señorita Day?

El corazón de Francesca se hundió cuando oyó la voz jóven femenina que venía cerca de los árboles al lado del camino. No esta noche, pensó. No ahora, cuando sentía como si llevara mil kilos sobre sus hombros. ¿Cómo siempre lograban encontrarla?

Incluso antes de que se diera la vuelta en dirección a la voz, sabía que encontraría una cara desesperadamente jóven, resistente y triste, ropa barata indudablemente encabezada por pendientes llamativos.

Hasta sabía la historia que oiría. Pero esta noche no escucharía. Esta noche tenía demasiados problema que nublaban su propia vida para fijarse en la de los demás.

Una muchacha vestida con vaqueros y una chaqueta sucia rosada dio un paso justo al borde de un charco de luz que brillaba débilmente por la ventana de la cocina. Llevaba demasiado maquillaje, y su pelo separado por raya en el centro caía como una puerta de dos batientes sobre su cara.

– Yo… uh… yo te ví antes en la gasolinera. Al principio no creí que fueras tú…uh… tuve noticias por una muchacha que me encontré hace mucho tiempo que…tú sabes… tú podrías, uh…

La vid de los fugitivos. La había seguido de Dallas a San Louis, luego a Los Angeles y Nueva York.

La precedía su reputación como la imbécil más grande del mundo y hasta se había extendido a pequeñas ciudades como Wynette. Francesca pensó en volverse y alejarse. Lo pensó, pero sus pies no se movían.

– ¿Cómo me has encontrado?

– Yo…uh…Yo he preguntado por ahí. Alguien me dijo que quizás estuvieras aquí.

– Díme tu nombre.

– Dora-Doralee -la muchacha levantó el cigarrillo que tenía entre sus dedos y dió una calada.

– ¿Podrías ponerte a la luz para que pueda verte?

Doralee hizo como le pidió, moviendose de mala gana, como si el levantar sus botas de lona rojas requiriera un esfuerzo sobrehumano. No podía tener más de quince años, pensó Francesca, aunque ella insistiera que tenía dieciocho. Acercándose más, estudió la cara de la muchacha.

Sus pupilas no estaban dilatadas; su hablar había sido entrecortado, pero no había pronunciado mal. En Nueva York, si ella sospechaba que una muchacha estaba enganchada con las drogas, la llevaba a los viejos brownstone en Brooklyn controlados por las monjas que estaban especializados en la ayuda a adolescentes adictos.

– ¿Cuánto tiempo hace que no has tenido algo decente para comer?

– Yo como -dijo la muchacha insolentemente.

Chocolatinas, adivinó Francesca. Y pastelitos Styrofoam rellenos con sustancías químicas. A veces los niños de la calle reunían dinero y se atracaban de comida basura. -¿Quieres venir dentro y conversar?

– De acuerdo -la muchacha encogió sus hombros y tiró el cigarrillo hacía el camino.

Cuando Francesca le condujo hacia la puerta de la cocina, pensó que ya podría oír a Holly Grace con voz desdeñosa burlándose de ella: "¡Tú y tus putas adolescentes! Deja al gobierno que cuide a estos niños como se supone que debe hacerlo. Juro por Dios, que no tienes más sentido ahora que el dia que naciste".

Pero Francesca sabía que el gobierno no tenía bastantes refugios para cuidar de todas estas niñas. Ellos simplemente las devolvian con sus padres donde, con frecuencia, los problemas comenzaban una vez más.

La primera vez que Francesca se había implicado con un fugitivo fue en Dallas después de haber hecho uno de sus tempranos programas de televisión. El tema había sido la prostitución infantil, y Francesca había quedado horrorizada ante el poder que los "chulos" ejercían sobre las muchachas, que eran, después de todo, todavía niñas.

Sin saber exactamente como ocurrió, se había encontrado llevando a dos de ellas a su casa y luego atormentando al sistema de asistencia social para que fomentaran casas de acogida para ellas.

El boca a boca había funcionado, y cada pocos meses desde entonces se encontraba con un fugitivo en sus manos.

Primero en Dallas, luego en Los Angeles, después en Nueva York, volvía del trabajo de noche para encontrarse alguien esperándola fuera del edificio, que había oído en las calles que Francesca Day ayudaba a muchachas que estaban en problemas.

Con frecuencia solamente querían comida, otras veces un lugar para ocultarse de sus "chulos". Raras veces hablaban mucho; habían sufrido demasiados rechazos. Ellas solamente se sentaban con los hombros caídos delante de ella como esta muchacha, fumando un cigarrillo o mordiendose las uñas y esperando que Francesca Day estendiera que era su última esperanza.

– Tengo que llamar a tu familia -anunció Francesca mientras calentaba un plato de restos en el microondas y se lo ofreció, con una manzana y un vaso de leche.

– A mi madre le importa una mierda lo que me pase -dijo Doralee, sus hombros cayeron hacía adelante y las puntas de su pelo casi tocaron la mesa.

– Aún así tengo que llamarla -contestó Francesca firmemente. Mientras Doralee empezaba a comer Francesca llamó al número de Nuevo México que la muchacha de mala gana le había dado. Era tal como había dicho. A su madre no le importaba una mierda.

Después que Doralee terminó de comer, comenzó a responder a las preguntas de Francesca. Había estado haciendo autostop cuando vio el coche de Francesca en la estación de servicio pidiendo la dirección de la cantera.

Ella había vivido en las calles de Houston un tiempo y había pasado algún tiempo en Austin. Su "chulo" la golpeba porque no ganaba bastante dinero. Y comenzaba a preocuparse por el SIDA.

Francesca lo había oído tantas veces antes… estas pobres niñas, tristes, salían demasiado jóvenes al mundo. Una hora más tarde, metió a la muchacha en la pequeña cama plegable en el cuarto de costura y luego con cuidado despertó a la Señorita Sybil para contarle lo que había pasado en la cantera.

La Señorita Sybil se quedó con ella durante varias horas hasta que Francesca insistió para que volviera a la cama. Francesca sabía que ella no podría dormir, y volvió a la cocina donde enjuagó los platos sucios de la cena de Doralee y los metió en el lavavajillas.

Forró los cajones de la cocina con papel nuevo que encontró en la alacena. A las dos por la mañana, comenzó a cocer al horno. Algo para hacer que las largas horas de la noche pasaran más rápido.

– ¿Qué es eso de ahí, Skeet? -Teddy saltó en el asiento trasero e indicó la ventana del coche-. ¡Ahí! ¡Esos animales por las colinas!

– Pensé que te había ordenado ponerte el cinturón de seguridad -dijo Dallie detrás del volante-. ¡Joder!, Teddy, no te quiero brincando alrededor así cuando conduzco.Te pones el cinturón de seguridad ahora mismo o paro inmediatamente el coche.

Skeet miró con ceño fruncido a Dallie y luego por encima de su hombro a Teddy, que fruncía el ceño detrás del cuello de Dallie exactamente del mismo modo que Skeet había visto poner a Dallie con la gente que no le gustaba.

– Esas son cabras de angora, Teddy. La gente por aquí las cría para sacar mohair y hacer suéteres de lujo.

Pero Teddy había perdido el interés por las cabras. Se rascaba el cuello y jugueteaba con el final del cinturón de seguridad abierto.

– ¿Te lo has puesto?

– Uh-huh -Teddy aseguró el cinturón tan despacio como se atrevió.

– Sí, señor -reprendió Dallie-. Cuando hables con adultos, dices ' señor 'y' señora '. Solamente porque vives en el Norte no significa que no puedes tener algunos modales. ¿Me entiendes?

– Uh-huh.

Dallie giró hacia el asiento trasero.

– Sí, señor -masculló Teddy ásperamente. Y luego miró hacía Skeet-. Cuanto falta antes de que llegue al sitio dónde está mi mamá?

– No demasiado tiempo -contestó Skeet-. ¿Por qué no buscas en esa nevera de allí y ves si puedes encontrar una Dr. Pepper?

Cuando Teddy empezó a buscar en la nevera, Skeet encendió la radio y subió el sonido para los altavoces traseros de modo que no pudiera oír Teddy su conversación. Acercándose un poco a Dallie, comentó:

– Estás actuando como un hijo de perra, ¿lo sabes no?

– No te metas en esto -replicó Dallie-. Todavía no entiendo porqué te he llamado para encontrarnos.

Se calló un momento, y apretó más sus nudillos sobre el volante.

– ¿No ves lo que ha hecho de él? Va por ahí tan tranquilo hablando de su coeficiente intelectual y sus alergias. Y la cara que puso en el motel cuando intenté lanzarle un balón de fútbol para jugar un poquito. Es el niño más torpe que he visto en toda mi vida. Si no puede manejar algo del tamaño de un balón de fútbol, imagínate lo que hará con una pelota de golf.

Skeet pensó esto durante un minuto.

– Los deportes no lo son todo.

Dallie bajó la voz.

– Lo sé. Pero el crío parece listo. No puedes saber lo que está pensando detrás de esas gafas, y se sube los pantalones hasta los sobacos. ¿Qué clase de niño lleva los pantalones así?

– Probablemente tiene miedo de que se le caigan. Sus caderas no son mucho más anchas que su muslo.

– ¿Sí? Bien, eso es otra cosa. Está esmirriado. Recuerdas como era Danny de grande, desde chiquitín.

– La madre de Danny era mucho más alta que la de Teddy.

La mandíbula de Dallie era una línea dura, directa, y Skeet no dijo más.

En el asiento trasero, Teddy cerró un ojo y miró detenidamente abajo a las profundidades de su Dr. Pepper con el otro. Se rascó la erupción sobre su estómago debajo de su camiseta.

Aunque no pudiera oír lo que decían, sabía que hablaban de él. Tampoco le preocupaba. Skeet era buen tipo, pero Dallie era un idiota grande. Una gran comadreja babosa.

Las profundidades de Dr. Pepper le nublaron la visión, y empezó a sentir como si tuviera una rana grande verde fangosa en su garganta. Ayer finalmente había dejado de fingir que todo estaba bien, porque sabía que no lo estaba.

No creyó que su mamá le hubiera dicho a Dallie que se lo llevara de Nueva York así, cómo Dallie dijo. Pensó que tal vez Dallie lo había secuestrado, e intentaba no estar asustado. Pero sabía que algo estaba mal, y quería a su mamá.

La rana se hinchó en su garganta. Tenía unas ganas locas de ponerse a llorar como un bebé, entonces echó un vistazo hacia el asiento delantero. Cuando quedó satisfecho que la atención de Dallie estaba en la conducción, sus dedos se arrastraron a la hebilla de cinturón de seguridad.

Silenciosamente, la desenganchó. Ninguna comadreja babosa iba a decirle a Lasher El Grande que hacer.

Francesca soñó con el trabajo de ciencia de Teddy. Estaba en una jaula de cristal con insectos por todas partes junto a ella, y alguien usaba un alfiler gigantesco, intentando coger los bichos para pincharlos. Ella era la siguiente. Y luego vio la cara de Teddy al otro lado del cristal, llamándola. Ella intentó llegar hasta él, alcanzarlo…

– ¡Mamá! ¡Mamá!

Se despertó. Con la mente todavía brumosa por el sueño, sentía una pequeña mosca sólida a través de la cama con ella, enredándose en las sábanas y la falda de su camisón.

– ¡Mamá!

Durante unos segundos, estuvo entre el sueño y la realidad, y luego sintió sólo un momento penetrante de alegría.

– ¿Teddy? ¡Ah, Teddy! -cogió su pequeño cuerpo y se lo puso encima, riendo y llorando-. Ah, mi niño…

Sentía su pelo frio contra su mejilla, como si acababa de entrar de fuera. Le dio la vuelta en la cama y cogió su cara entre las manos, besándolo una y otra vez.

Se emocionó ante el sentimiento familiar de sus finos brazos alrededor de su cuello, su cuerpo apretado contra el suyo, aquel pelo fino, su olor de niño pequeño. Quería lamer sus mejillas, justo como una gata a su cachorro.

Ella era vagamente consciente de que Dallie estaba apoyado en el marco de la puerta del dormitorio mirándolos, pero sentía demasiada alegria por tener de nuevo a su hijo en los brazos que no le preocupaba.

Una de las manos de Teddy estaba en su pelo. Él había enterrado su cara en su cuello, y podía sentirlo temblar.

– Todo está bien, mi niño -le susurró, con lágrimas corriendo por sus propias mejillas-. Todo está bien.

Cuando levantó la cabeza, sus ojos sin querer… se encontraron con los de Dallie. Vio tanta tristeza y soledad en ellos que, durante un segundo, tuvo el impulso loco de ofrecer su mano y llamarlo para unirse a los dos sobre la cama. Él se dió la vuelta para alejarse, y ella sintió repugnancia de sí misma.

Pero entonces olvidó a Dallie cuando Teddy reclamó toda su atención. Pasó un momento antes de que cualquiera de ellos pudiera hablar. Ella notó que Teddy estaba cubierto de manchas rojas, y él siguió rascándose con sus uñas rechonchas.

– Has comido ketchup -le regañó con cuidado, subiéndole la camiseta para acariciarle la espalda-. ¿Por qué has comido ketchup, mi niño?

– Mamá -murmuró él -quiero ir a casa.

Dejó caer las piernas al lado de la cama, todavía sujetando su mano. ¿Cómo iba a hablarle a Teddy sobre Dallie?

Anoche mientras ella había estado limpiando cajones y cociendo tartas al horno, había decidido que sería lo mejor esperar hasta que estuvieran en Nueva York y los acontecimientos hubieran vuelto a la normalidad. Pero ahora, mirando su pequeña cara, cautelosa, supo que el aplazamiento no era posible.

En todos estos años criando a Teddy, se había prometido no tratar de engañarlo con las pequeñas mentiras que la mayoría de madres decían a sus hijos para tener ellos mismos paz. Hasta no había sido capaz de manejar la historia de Papá Noel con algún grado de convicción. Pero ahora había sido pillada cometiendo una falta en una mentira que le había dicho, y era monstruosa.

– Teddy -dijo, cogiéndole las manos entre las suyas-. Hemos hablado mucho sobre lo importante que es decir la verdad. A veces, es difícil para una madre decirla, especialmente cuando su hijo es demasiado jóven para entender.

Sin advertencia, Teddy sacó sus manos y saltó de la cama.

– Tengo que ir a ver a Skeet, -dijo-. Le dije que bajaría a verlo. Tengo que irme ahora.

– ¡Teddy! -Francesca se levantó de un salto y cogió su brazo antes de que él pudiera alcanzar la puerta-. Teddy, necesito hablar contigo.

– No quiero.

Él sabe, pensó Francesca. En algún lugar de su subconsciente, él sabe que voy a decirle algo que él no quiere enterarse. Le puso las manos en sus hombros.

– Teddy, es sobre Dallie.

– No quiero saberlo

Ella lo sostuvo más apretado, susurrando en su pelo.

– Hace mucho tiempo, Dallie y yo nos conocimos, mi amor… Nos quisimos mucho -hizo una mueca ante esta mentira adicional, pero pensó que esto era mejor que confundir a su hijo con detalles que no entendería-. Las cosas no salieron bien entre nosotros, cariño, y tuvimos que separarnos.

Se arrodilló delante de él para poder verle la cara, sus manos deslizándose hacia abajo por sus brazos para coger sus pequeñas muñecas porque todavía intentaba soltarse.

– Teddy, sobre lo que te conté de tu padre… como lo conocí en Inglaterra, y que murió…

Teddy sacudió su cabeza, su cara pequeña, enrojecida retorcida con la rabia.

– ¡Tengo que irme! ¡Déjame ir, mamá! ¡Tengo que ir! ¡Dallie es un idiota! ¡Lo odio!

– ¡Teddy…!

– ¡No! -usando toda su fuerza, soltó sus manos y antes de que ella pudiera cogerlo, había salido del cuarto. Oyó sus rápidas pisadas, enfadadas bajar la escalera.

Ella se sentó sobre sus talones. Su hijo, a quien gustaba cada macho adulto que alguna vez había encontrado en su vida, no quería a Dallie Beaudine.

Por un instante sintió una pequeña punzada de satisfacción, pero entonces, en un destello de perspicacía, comprendió que no importaba cuanto pudiera odiarlo, Dallie estaba obligado a hacerse un sitio en la vida de Teddy.

¿Qué efecto tendría sobre su hijo el tener aversión al hombre que, tarde o temprano, tenía que comprender que era su padre?

Pasándose las manos por el pelo, se levantó y cerró la puerta para poder vestirse. Mientras se ponía unos pantalones y un suéter, vió de nuevo en su mente la cara de Dallie cuando los miraba.

Había algo familiar en su expresión, algo que la recordaba a las muchachas perdidas que la esperaban en el exterior del estudio por la noche.

Frunció el ceño al espejo. Era demasiado imaginativa.

Dallie Beaudine no era un fugitivo adolescente, y rechazaba malgastar su compasión con un hombre que era poco mejor que un delincuente común.

Después de echar una ojeada al cuarto de costura para asegurarse que Doralee estaba todavía dormida, se tomó unos minutos para hacer una llamada telefónica y establecer una cita con uno de los trabajadores sociales.

Después, fue a buscar a Teddy. Lo encontró sentado sobre un taburete al lado de un banco de trabajo en el sótano donde Skeet trataba de arreglar un palo de golf. Ninguno de ellos hablaba, pero el silencio parecía ser sociable más que hostil. Vio unas rayas sospechosas sobre las mejillas de su hijo y deslizó el brazo alrededor de sus hombros, su corazón sufriendo por él.

No había visto a Skeet en diez años, pero él cabeceó hacía ella como por accidente, como si no se vieran desde hacía diez minutos. También le saludó con la cabeza. El conducto de la calefacción encima de su cabeza sonaba.

– Teddy va a ser mi ayudante mientras intento ensamblar estos hierros aquí -anunció Skeet-. La mayoria de las veces ni se me ocurriría tener a un niño como ayudante, pero Teddy es el muchacho más responsable que he visto nunca. Él sabe cuando hablar, y cuando mantener la boca cerrada. Me gusta eso en un hombre.

Francesca podría haber besado a Skeet, pero ya que no podía hacer eso, presionó sus labios en la cima de la cabeza de Teddy en cambio.

– Quiero ir a casa -dijo bruscamente Teddy-. ¿Cuándo podemos irnos?

Y luego Francesca lo sintió tensarse.

Ella sintió que Dallie había entrado en el taller detrás de ellos antes de que oyera su voz.

– Skeet, ¿por que no subes con Teddy a la cocina y le das un poco de tarta de chocolate?

Teddy saltó del taburete con una rapidez que ella sospechaba era más por su deseo de alejarse de Dallie que de su ansia por la tarta de chocolate. ¿Qué había ocurrido entre ellos para hacer a Teddy tan desgraciado?

Siempre le habían gustado las historias de Holly Grace. ¿Qué le había hecho Dallie para enajenarlo tan completamente?

– Ven también, mamá -dijo, agarrando su mano-. Vamos a ir a comer tarta. Venga, Skeet. Vamos.

Dallie tocó el brazo de Teddy.

– Subid Skeet y tú sólos. Quiero hablar con tu mamá un minuto.

Teddy apretó la mano de Francesca más fuerte y se giró hacía Skeet.

– ¿Tenemos que arreglar esos palos, verdad? Dijiste que teníamos que hacerlo. Vamos a comenzar ahora mismo. Mi mamá puede ayudarnos.

– Puedes hacerlo más tarde -dijo Dallie más bruscamente-. Quiero hablar con tu mamá.

Skeet dejó el palo que sostenía.

– Ven conmigo, muchacho. Tengo algunos trofeos de golf que quiero enseñarte de todos modos.

A pesar que a Francesca le habría gustado aplazarlo, sabía que no podía posponer la confrontación. Con cuidado soltándose del apretón de Teddy, cabeceó hacia la puerta.

– Sube con Skeet, mi amor. Te alcanzaré en un minuto.

La mandíbula de Teddy se tensó tercamente. Él la miró y luego a Dallie. Comenzó a alejarse, arrastrando los pies, pero antes de que llegara a la puerta, se giró y con ira se encaró con Dallie.

– ¡Mejor no le hagas daño! -le gritó-. ¡Si le haces daño, te mataré!

Francesca estaba aterrada, pero Dallie no dijo una palabra. Él solamente estaba de pie mirando a Teddy.

– Dallie no va a hacerme daño -dijo ella rápidamente, apenada por el arrebato de Teddy-. Él y yo somos viejos amigos.

Las palabras le salían a duras penas de su garganta, pero logró acompañarlas de una sonrisa indiferente. Skeet cogió el brazo de Teddy y lo llevó hacia la escalera, pero no antes de que su hijo lanzara una mirada de forma amenazadora por encima del hombro.

– ¿Qué le has hecho? -exigió Francesca en el momento que Teddy ya no podía oírlos-. Nunca lo he visto actuar así con nadie.

– No intento ganar una competición de popularidad con él -dijo Dallie con frialdad-. Quiero ser su padre, no su mejor amigo.

Su respuesta la enfureció tanto que la asustó.

– Tú no puedes entrar a la fuerza en su vida después de nueve años y esperar que te acepte como su padre. En primer lugar, él no te quiere. Y en segundo lugar, yo no lo permitiré.

Un músculo brincó en su mandíbula.

– Como te dije en la cantera, Francesca… podemos resolver esto nosotros, o podemos dejar a las sanguijuelas hacerlo. Los padres tienen derechos ahora, ¿o tú no lees los periódicos? Y puedes ir olvidándore de salir de aquí en los próximos dias. Necesitamos algún tiempo para arreglar todo esto.

En algún lugar de su subconsciente ella había llegado a la misma conclusión, pero ahora lo miró con incredulidad.

– No tengo ninguna intención de permanecer aquí. Tengo que llevar a Teddy a la escuela. Abandonamos Wynette esta tarde.

– No pienso que eso sea una idea buena, Francie. Tú has tenido sus nueve años. Ahora me debes unos días.

– ¡Lo has secuestrado! No te debo un sangriento…

Él apuñaló el aire con su dedo como un coronel enfadado.

– Si no estás dispuesta a concederme unos dias para intentar llegar a un arreglo, entonces supongo que todo lo que me dijiste en la cantera sobre saber qué es lo importante en la vida era un embuste, verdad?

Su belicosidad la puso furiosa.

– ¿Por qué haces esto? No te preocupa nada sobre Teddy. Solamente usas a un niño para devolverme el golpe por apuñalar tu ego masculino.

– No intentes practicar tu psicología barata conmigo, señorita Pantalones de Lujo -le dijo con frialdad-. Tú no tienes la menor idea de que me preocupa.

Ella levantó la barbilla y lo miró airadamente.

– Todo lo que sé es que has logrado enajenar a un niño a quien le gusta absolutamente todo el mundo sobre todo si son de sexo masculino.

– ¿Sí? -Dallie se mofó-. Bien, eso no es ninguna sorpresa, porque yo nunca vi a un niño con tanta necesidad de la influencia de un hombre en mi vida. ¿Has estado tan ocupada con tu maldita carrera que no podías encontrar unas horas para apuntarle a algún deporte o algo así?

Una rabia helada llenó a Francesca.

– Eres un hijo de puta -silbó. Pasando por delante de él, se dirigió rapidamente hacía la escalera.

– ¡Francie!

No hizo caso a la llamada detrás de ella. Su corazón retumbaba en su pecho, se dijo que era una completa idiota por haber sentido un instante de compasión por él. Llegó arriba y empujó la puerta que conducía al pasillo trasero.

Él podía lanzar a todos los abogados sanguijuelas del mundo sobre ella, se prometió, pero nunca volvería a estar cerca de su hijo otra vez.

– ¡Francie! -oyó sus pasos sobre la escalera, y simplemente aceleró el paso. Pero enseguida la alcanzó, agarrándola del brazo para hacerla detenerse-. Escucha, Francie, no quise decir…

– ¡No me toques!

Intentó quitárselo de encima, pero él la sujetaba, determinado a que no escapara. Ella era vagamente consciente que él intentaba pedir perdón, pero estaba demasiado alterada para escucharlo.

– ¡Francie! -la cogió más firmemente por los hombros y bajó la vista hasta ella-. Lo siento.

Le volvió a empujar.

– ¡Déjame ir! No tenemos nada más que hablar.

Pero él no la soltaba.

– Voy a hacer que me escuches aunque tenga que amordazarte…

Se paró bruscamente cuando, de ninguna parte, un pequeño tornado se lanzó a una de sus piernas.

– Te dije que no tocaras a mi madre…-gritaba Teddy, dando patadas y puñetazos con todas sus fuerzas-. ¡Comadreja babosa! ¡Eres una comadreja babosa!

– ¡Teddy! -gritó Francesca, girando hacia él cuando instintivamente Dallie la soltó.

– ¡Te odio! -gritaba Teddy a Dallie, su cara rubicunda rabiosa, lágrimas bajándole por las mejillas cuando intensificó su ataque-. ¡Te mataré si la haces daño!

– No voy a hacerla daño-dijo Dallie, intentando distanciarse del vuelo de los puños de Teddy-. ¡Teddy! No voy a hacerla daño.

– ¡Para ya, Teddy! -gritó Francesca. Pero su voz era tan chillona que sólo hizo empeorar las cosas. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Dallie. Él parecía exactamente tan desvalido como ella.

– ¡Te odio! ¡Te odio!

– Bien, esto si que es una buena pelea -dijo una voz femenina arrastrando las palabras al final del pasillo.

– ¡Holly Grace! -Teddy dio un empujón a Dallie y corrió hacía uno de los pocos puertos seguros que sabía podía refugiarse en un mundo en el que se sentía cada vez más desorientado.

– ¡Eh!, Teddy -Holly Grace lo estrechó contra ella, ahuecando su pequeña cabeza con cuidado en su pecho. Entonces le dio un consolador abrazo a través de sus hombros estrechos-. Lo estabas haciendo realmente bien, cariño. Dallie es grande, pero tú le estabas dando bien duro.

Francesca y Dallie estallaron al unísono.

– ¿Qué demonios crees que haces, diciéndole algo así?

– ¡Exactamente, Holly Grace!

Holly Grace los miró fijamente por encima de la cabeza de Teddy, observando sus ropas arrugadas y sus rostros enrojecidos. Entonces sacudió la cabeza.

– Maldita sea. Me he perdido la mejor reunión sureña desde la de Sherman en Atlanta.

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