Capitulo 8

Dallie era el primero en admitir que no siempre trataba bien a las mujeres. A veces era culpa de él, pero otras veces era de ellas. Le gustaban las mujeres del sur, mujeres alegres, mujeres viles. Le gustaban las mujeres con las que podía beber, las mujeres que podían decir chistes sucios sin bajar sus voces, que se beberían sin ningún problema una jarra de cerveza, que se pusiese la servilleta arriba y pusiera a Waylon Jennings en la máquina de discos…

Le gustaban las mujeres que no se movían a su alrededor con lágrimas y argumentos porque él pasaba todo su tiempo golpeando cien pelotas con su madera-tres en el campo de practicas en lugar de llevarla a un restaurante que sirviera caracoles. Le gustaban las mujeres, de hecho, que tuvieran gustos similares a los hombres. Sólo que hermosas. Porque, más que nada, Dailie amaba a las mujeres hermosas. Las modelos falsamente hermosas, con toda esa constitución y esos cuerpos huesudos de chicos, pero atractivamente hermosas.

Le gustaban los pechos y las caderas, los ojos chispeantes y los labios sonrientes. Le gustaban las mujeres que él podía adorar y dejarlas marchar. Así es como él era, y era raro que no consiguiera a la mujer por la que tenía interés. Pero Francesca Day sería la excepción. Ella hacía que la mirara simplemente porque estába allí.

– ¿Ves esa gasolinera? -preguntó Skeet, sonando feliz por primera vez en kilómetros.

Francesca miró hacia adelante y rezó una silenciosa oración de acción de gracias cuando Dallie aminoró la velocidad. No es que hubiera creído realmente ese cuento acerca del atraco a la tienda de licores, pero tenía que ir con cuidado.

Se pararon delante de un edificio de madera desvencijado pelado de pintura y con un letreo escrito a mano "Live Bate" con un signo inclinado contra un surtidor oxidado. Una nube de polvo entró por la ventanilla del coche cuando las llantas hicieron crujir la grava. Francesca sentía como si hubiera viajado por siglos; tenía una tremenda sed, se estaba muriendo de hambre, y tenía que utilizar el retrete.

– Fin de trayecto -dijo Dallie, apagando el motor-. Habrá un teléfono dentro. Puedes llamar a uno de tus amigos desde aquí.

– Ah, no llamaré a un amigo -contestó ella, extrayendo un bolso pequeño de piel de becerro de su bolso cosmético-. Llamaré a un taxi para que me lleve al aeropuerto de Gulfport.

Un gemido fuerte llegó desde atrás. Dallie se desplomó hacia abajo en su asiento e inclinó su gorra sobre sus ojos.

– ¿Pasa algo malo? -preguntó ella.

– No sé ni por donde empezar -murmuró Dallie.

– No digas ni una palabra -dijo Skeet-. Apenas se baje, pon en marcha el motor del Riviera, y vámonos. El tipo de la gasolinera puede encargarse. Te lo advierto, Dallie. Sólo un tonto embarcaría dos veces a un duende a propósito.

– ¿Pasa algo malo? -preguntó Francesca de nuevo, comenzando a sentirse alarmada.

Dallie se levantó la gorra con el dedo pulgar.

– Para empezar, Gulfport está a dos horas hacía el otro lado. Ahora estamos en Louisiana, a medio camino de Nueva Orleans. ¿Si querías ir a Gulfport, por qué ibas hacía el oeste en vez de hacía el este?

– ¿Cómo debía suponer cual era el oeste? -contestó ella indignadamente.

Dallie golpeó las palmas de las manos contra el volante.

– ¡Porque el maldito sol estaba delante de tus ojos, por eso!

– Ah -Ella pensó por un momento. No había razón para asustarse; llegaría simplemente sin ayuda-. ¿No tiene Nueva Orleans un aeropuerto? Puedo volar desde allí.

– ¿Cómo piensas llegar hasta allí? ¡Y si vuelves a menciona un taxi otra vez, juro por Dios que desparramaré esas maletas de "Louie Vee-tawn" sobre ese pinar! ¿Estás en medio de ningún parte, lady, no entiendes eso? ¡No hay ningún taxi fuera de aquí! ¡Esto es el campo de Louisiana, no París, Francia!

Ella se incorporó más derecha y se mordió el labio inferior.

– Ya veo -dijo lentamente-. Bien, quizás te podría pagar por llevarme el resto del camino. Echó un vistazo en su bolso, frunciendo la frente con preocupación. ¿Cuánto dinero efectivo tenía? Llamaría mejor a Nicholas en seguida para que pudiera tener el dinero preparado en Nueva Orleans.

Skeet abrió la puerta y dio un paso fuera.

– Voy dentro a comprar una botella de Dr.Pepper mientras solucionas esto, Dallie. Pero te digo una cosa… si ella está todavía en este coche cuando vuelva, puedes empezar a buscar a alguien que te lleve tus Spauldings el lunes por la mañana.

Cerró la puerta con fuerza.

– Es un hombre imposible -dijo Francesca con un suspiro.

Miró a Dallie. Él realmente no la dejaría, o sí lo hacía, ¿sería porque ese amigo suyo horrible no la quería? Se volvió hacia él, su tono comedido.

– Permíteme apenas hacer una llamada telefónica. Me llevará un minuto.

Salió del coche tan elegantemente como pudo y, el ruedo del vestido oscilando, entrando dentro del edificio desvencijado. Abrió su bolso, sacó su cartera y contó rápidamente el dinero.

No le tomó mucho tiempo. Algo incómodo resbalaba por la base de su espina dorsal. Sólo tenía dieciocho dólares…Dieciocho dólares entre ella y el hambre.

El teléfono estaba pegajoso con tierra, pero no prestó atención cuando lo cogió y marcó el 0. Cuándo finalmente fue conectada con un operario para el extranjero, dio el número de Nicholas y solicitó cobro revertido.

Mientras esperaba la llamada, trató de distraerse de su intranquilidad creciente mirando a Dallie salir del coche y dirigirse al dueño del lugar, que cargaba algunas llantas viejas en la parte de atrás de una camioneta ruinosa y miraba a todos ellos con interés. Qué desperdicio, pensó, desviándo sus ojos por la espalda de Dallie… que un rústico ignorante tenga ese aspecto.

Finalmente le dieron noticias en casa de Nicholas, pero sus esperanzas de rescate fueron efímeras cuando no se puso él, anunciando la criada que su señor estaba de viaje por varias semanas.

Miró fijamente al aparato y entonces colocó otra llamada, ésta a Cissy Kavendish. Pero corrió la misma suerte que en casa de Nicholas. ¡Esa ramera atroz! Francesca gimió cuando la línea se cortó.

Comenzando a sentirse genuinamente asustada, corrió mentalmente por su lista de conocidos para darse cuenta de que no había acabado en el mejor de los términos con la mayoría de sus leales admiradores en los últimos meses.

La única persona que quizás le prestara dinero era David Graves, y estaba lejos, en Africa rodando en algún lugar una película. Rechinando los dientes, colocó una tercera llamada a cobro revertido, ésta a Miranda Gwynwyck. Para su sorpresa, la llamada se aceptó.

– Francesca, cuán agradable es oirte, aunque sea después de medianoche y estuviera profundamente dormida. ¿Cómo va tu carrera cinematográfica? ¿Te trata Lloyd bien?

Francesca casi podría oír su ronronear, y apretó el receptor más fuerte.

– Todo va super, Miranda; No puedo darte suficientemente las gracias… pero parezco tener una pequeña emergencia, y necesito ponerme en contacto con Nicky. ¿Me das su número, de acuerdo?

– Lo siento, querida, pero está actualmente ilocalizable con una vieja amiga… una matemática rubia gloriosa que lo adora.

– No te creo.

– Francesca, Nicky tiene sus límites, y yo creo que tú finalmente los sobrepasaste. Pero dáme tu número y le diré que te llame cuando vuelva dentro de dos semanas, y así él te podrá decir lo mismo.

– ¡Dentro de dos semanas no me sirve! Tengo que hablar con él ahora.

– ¿Por qué?

– Es privado.

– Lo siento, pero no te puedo ayudar.

– ¡No hagas esto, Miranda! Debo absolutamente…

La línea telefónica se cortó, y en ese momentó entró el dueño de la gasolinera por la puerta y encendió una radio de plástico, blanca y grasienta. La voz de Diana Ross llenó de repente los oidos de Francesca, preguntándose si sabía donde iba.

– Ay, Dios.

Y entonces vió como Dallie daba la vuelta al coche y se disponía a entrar en el lado del conductor.

– ¡Espera! -dejó caer el teléfono y corrió hacía la puerta, el corazón le golpeaba contra las costillas, aterrorizada que él se fuera y la dejara.

El se paró donde estaba y se recostó contra el coche, cruzando los brazos sobre el pecho.

– No me digas -dijo-. No había nadie en casa.

– Bien, sí… no. Pues verás, Nicky, mi novio…

– No hace falta que me cuentes nada -se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo-. Te llevaré hasta el aeropuerto. Sólo me tienes que prometer que no hablarás durante el trayecto.

Ella se indignó, pero antes de tener tiempo de contestar, él abrió la puerta del pasajero.

– Entra. Skeet quería estirar las piernas, así que le recogeremos más abajo en la carretera.

Tenía que utilizar el lavabo antes de ir a ningún sitio, y moriría si no lograba quitarse ese repugnante vestido.

– Necesito unos pocos minutos -dijo ella-. Estoy segura que no tienes inconveniente en esperar. Como no estaba segura para nada de semejante cosa, le miró con la fuerza completa de su arsenal…ojos verdes de gato, boca suave, una mano pequeña e impotente en su brazo.

La mano fue un error. El miró hacia abajo como si hubieran puesto una serpiente allí.

– Tengo que decirte, Franci…que esto que estás intentado conmigo, no te llevará a ninguna parte.

Ella quitó rápidamente la mano.

– ¡No me llames eso! Mi nombre es Francesca. Y ni por un momento pienses que me he enamorado de ti.

– Yo no me imagino que estés enamorada de nadie, excepto de tí misma -él sacó un trozo de chicle del bolsillo de su camisa-. Y del Sr. Vee-tawn, por supuesto.

Le dirigió una mirada furibunda y fue a la puerta trasera para sacar su maleta, porque absolutamente nada…ni la mayor miseria, ni la traición de Miranda, ni la insolencia de Dallie Beaudine…la harían permanecer en el vestido-tortura rosa ni un minuto más.

El desenvolvió lentamente el trozo de chicle mientras la miraba luchar con la maleta. -Si la mueves un poco, Francie, pienso que será más fácil de sacar.

Ella cerró los dientes con fuerza para mantenerlos unidos y no llamarle por los peores epítetos que saldrían de su boca, dándo un fuerte tirón a la maleta, haciéndole un largo rasguño en el cuero cuando golpeó en el asidero de la puerta.

Lo mataré, pensó, arrastrando la maleta hacia una señal oxidada, azul y blanca del baño. Lo mataré y pisaré con fuerza su cadáver.

Agarrando un pomo de porcelana astillado que colgaba flojo, empujó la puerta, pero se negó a moverse. Empujó más fuerte antes de que la puerta se abriera poco a poco, chirriando sus bisagras. Y entonces entró.

El cuarto era horrible. Manchas de cal por la caída del agua en el lavabo, baldosas rotas en el suelo, y la débil luz de una bombilla unida al techo con una cuerda. El water con una increible suciedad incrustada, sin tapa superior, y lo que quedaba estaba roto por la mitad.

Cuando se puso a mirar ese espacio repugnante, las lágrimas que habían estado amenazando todo el día finalmente se soltaron. Tenía muchísima hambre y estaba sedienta, tenía que utilizar el water, no tenía dinero y quería irse a casa.

Salió y dejando caer la maleta al suelo, se sentó encima y empezó a llorar. ¿Cómo podía estar sucediéndole esto a ella? ¡Ella era una de las diez mujeres más hermosas de Gran Bretaña!

Un par de botas de cowboy aparecieron en el polvo a su lado. Ella empezó llorar más fuerte, enterrando su cara entre las manos y sollozando de tal manera que parecía estremecerse hasta la punta de los pies. Las botas dieron unos pocos pasos, y golpearon impacientemente la tierra.

– ¿Este jueguecito que te traes te va a llevar más tiempo, Francie? Quiero recoger a Skeet antes de que se lo coman los caimanes.

– Salí con el Príncipe de Gales -dijo ella con un sollozo, mirándole finalmente-. ¡Él se enamoró de mí!

– Uh-huh. Bien, dicen que hay mucha endogamia…

– ¡Podía haber sido reina! -La palabra era un gemido mientras las lágrimas goteaban por las mejillas y los senos-. Él me adoraba, todos lo sabían. Fuimos al ballet y a la ópera…

El bizqueó contra el sol deslumbrante.

– ¿Te puedes saltar esta parte e ir al grano?

– Tengo que ir al retrete! -lloró, señalando con dedo inestable hacia la mohosa señal, azul y blanca.

El se marchó un momento y reapareció poco después.

– Creo que se lo que quieres decir. Sacó dos kleenex del bolsillo y los dejó caer en su regazo-. Pienso que será mejor que te vayas detrás del edificio.

Ella miró hacia abajo a los kleenex y de nuevo a él y empezó sollozar otra vez.

El estuvo un momento mascando su chicle.

– Ese rímel doméstico tuyo es cierto que no da la talla.

Se levantó de la maleta, dejando los kleenex caer al suelo, se puso a gritarle:

– Piensas que todo esto es divertido, no es verdad? Encuentras histéricamente chistoso que esté atrapada en este vestido atroz y que no me pueda ir a casa y Nicky se haya ido con una matemática espantosa, Miranda dice que es gloriosa…

– Uh-huh.

Su maleta cayó hacia adelante bajo la presión de la punta de la bota de Dallie. Antes de que Francesca tuviera oportunidad de protestar, él se había arrodillado y había abierto la maleta.

– Esto es un lío horrible -dijo cuando vio el caos adentro-. ¿Tienes unos pantalones vaqueros aquí dentro?

– Debajo del Zandra Rhodes.

– ¿Qué es un zanderoads? Qué más da, ya encontré los vaqueros. ¿Que tal una camiseta? ¿Llevas camisetas, Francie?

– Hay una blusa -ella hipó-. Color chocolate ajustada…de Halston. Y un cinturón de Hermes con una hebilla de art decó. Y mis sandalias de Bottega Veneta.

El puso un brazo en su rodilla y la miró desde abajo.

– ¿Empiezas a provocarme otra vez, no es cierto, cariño?

Con la mano intentando llegar a la espalda para inrtentar desabrocharse el vestido, ella se le quedó mirando, no teniendo la más remota idea acerca de lo que él hablaba. El suspiró y se puso de pie.

– Quizá encontrarás mejor tu sóla lo que quieres. Me marcho al coche y te espero allí. Y no te tomes demasiado tiempo. El viejo Skeet estará más caliente que un tamal deTexas.

Cuando él giró para marcharse, ella hipó y se mordió el labio.

– ¿Sr. Beaudine?

Él se volvió. Ella se clavó las uñas en la palma.

– ¡Sería posible… -Dios, que humillación!-. Esto, quizás podrías… Realmente, necesitaría…

¿Qué le estaba pasando?¿Cómo había logrado un rústico ignorante intimidarla hasta tal punto que parecía ser incapaz de formar una frase sencilla?

– Escúpelo, dulzura. Tal vez termines de contármelo para cuando se encuentre una curación para el cancer, o para cuando ya esté retirado sentado con una cerveza fria y un perrito con chile viendo a juniors de hoy golpeando pelotas sobre cesped artificial.

– ¡Para! -ella estampó el pie en la tierra-. ¡Paras ahora mismo! ¡ No tengo ninguna idea de lo que hablas, e incluso un idiota ciego podría ver que no puedo salir de este vestido por mi misma, y si me lo preguntas, la persona que habla demasiado por aquí eres tú!

El sonrió, y ella se olvidó de repente de su miseria bajo la fuerza devastadora de esa sonrisa, arrugando los rincones de la boca y los ojos. Su diversión parecía venir de un lugar profundo adentro, y cuando lo miró ella tuvo el sentimiento absurdo de que un mundo entero de diversión había logrado de algún modo esquivarla.

La idea la hizo sentirse más desarreglada que nunca.

– ¿Puedes desabrocharme la parte de arriba? -pidió-. Apenas puedo respirar.

– Date la vuelta, Francie. Desnudar mujeres es uno de mis mayores talentos. Aún mejor que mi golpe de salida de bunker.

– No me vas a desnudar -farfullo ella, cuando giró su espalda a él-. Lo haces parecer sórdido.

Las manos se detuvieron en los ganchos de la parte posterior de su vestido.

– ¿Exactamente cómo lo llamas tú?

– Realizar una función útil.

– ¿Algo que hace una criada? -la fila de ganchos comenzó a aliviarla al abrirse.

– Algo así, sí -Ella tenía el inquieto sentimiento que había dado un gigantesco paso en falso. Oyó una corta risita malévola que confirmaba lo que ella se temía.

– Eres el tipo de persona que me hace aprender, Francie. No a menudo la vida te da la oportunidad de encontrar la historia viva.

– ¿La historia viva?

– Seguro. La Revolución francesa, la vieja Maria Antoineta. Todo lo que permitió que ellos se comieran el pastel.

– ¿Cómo -preguntó ella, cuando el último de los ganchos se abrió- alguién como tú conoce a Maria Antoineta?

– Hasta hace apenas una hora -contestó él- no mucho.

Recogieron a Skeet cerca de dos kilómetros por delante en la carretera, y como Dallie había predicho, no era feliz. Francesca se encontró desterrada al asiento de atrás, donde se bebió una botella de algo llamado Yahoo, soda de chocolate, que había cojido de la nevera de poliestireno sin esperar invitación.

Bebió y se replegó, quedándose silenciosa, como había pedido él, completamente hasta Nueva Orleans. Ella se preguntó qué diría Dallie si supiera que no tenía para el billete de avión, pero se negó a considerar decirle la verdad. Despegando el rincón de la etiqueta de Yahoo con la uña del pulgar, contempló el hecho que no tenía a su madre, ni dinero, ni un hogar, ni un novio.

Todo lo que le quedaba era un pequeño resto de orgullo, y pidió desesperadamente poder salvarlo por lo menos una vez ese dia. Por alguna razón, el orgullo llegaba a ser cada vez más importante para ella cuando estaba con Dallie Beaudine.

Si solamente él no fuera tan imposiblemente magnífico, y además de que obviamente no estaba impresionado con ella. La enfurecía… Y era irresistible. Nunca se había marchado de un desafío en cuanto a un hombre concernía, y le reventaba tener que marcharse de éste.

El sentido común la dijo que tenía problemas más grandes para preocuparse, pero su lado visceral le decía que si ella no podía lograr atraer la admiración de Dallie Beaudine es que habría perdido un trozo de si misma.

Cuando terminó su soda de chocolate, pensó cómo obtener el dinero que necesitaba para su billete a casa. ¡Por supuesto! La idea era tan absurdamente sencilla que debería haber pensado en ello en seguida. Miró su maleta y frunció el entrecejo al ver el rasguño en el lado.

Esa maleta había costado algo así como ciento dieciocho libras cuando la compró hacía menos de un año. Abrió el neceser, rebuscó para encontrar una sombra de ojos aproximadamente del mismo color que el cuero. Cuándo lo encontró, destornilló la tapa y suavemente tapó ligeramente el rasguño. Era todavía débilmente visible, pero se sentía satisfecha que sólo una inspección cercana revelaría el desperfecto.

Con ese problema resuelto y el aeropuerto a la vista, ella volvió sus pensamientos a Dallie Beaudine, tratando de entender su actitud hacia ella. El verdadero problema, la única razón de que todo iba tan mal entre ellos, era que él era tan guapo. Esto temporalmente lo había puesto en una posición superior.

Ella permitió que los párpados se le cerraran y conjugara en su mente una fantasía en la que ella aparecería bien descansada, el pelo frescamente arreglado en rizos brillantes castaños, vestida impecable, con ropa maravillosa. Ella lo tendría a sus pies en segundos.

La discursión actual, en lo que parecía ser una conversación progresiva entre Dallie y ese compañero horrible suyo, la distrajo de su ensueño.

– Yo no se por que estás tan empeñado en llegar a Baton Rouge esta noche -Skeet se quejó-. Hemos planificado todo el día para llegar mañana a Lake Charles con tiempo para tu ronda el lunes por la mañana. ¿Qué diferencia hace una hora extra?

– La diferencia es que no quiero pasar ningún tiempo más en conducir el domingo.

– Conduciré yo. Es sólo una hora extra, y está ese agradable motel donde permanecimos el año pasado. ¿No tienes ningún perro ni algo que verificar allí?

– ¿Desde cuándo este maldito interés tuyo por mis perros?

– ¿Un perro callejero pequeño mono con una lunar negro sobre un ojo, no era ese? Creo que tenía una pata mala.

– Ese estaba en Vicksburg.

– ¿Estás seguro?

– Por supuesto que estoy seguro. Escucha, Skeet, si quieres pasar esta noche en Nueva Orleans para pasarte por el Blue Choctaw y ver a esa camarera pelirroja, por qué no lo dices de una vez, y dejas de marear la perdiz, hablando de perros y patas malas como un maldito hipócrita.

– Yo no he dicho nada acerca de una camarera pelirroja ni de querer ir al Blue Choctaw.

– Sí. Bien, yo no voy contigo. Ese lugar es una invitación a la pelea, especialmente el sábado por la noche. Las mujeres se parecen a las luchadoras en el barro y los hombres son peores. No me rompieron una costilla de milagro la última vez que estuve allí, y he tenido suficiente bronca por un día.

– Te dije que la dejaras con el tipo de la gasolinera, pero no me escuchaste. Tú nunca me escuchas. Como el jueves pasado. Te dije que la distancia hasta el green era de ciento treinta y cinco metros; lo había medido bien, y te lo dije, pero me ignoraste y cojiste el hierro-ocho como si no hubieras oído de lo que te decía una palabra.

– ¿Quieres hacer el favor de callarte, si? ¡Ya te dije entonces que me había equivocado, y también te lo repetí el dia siguiente, y me lo recuerdas dos veces al dia desde entonces, así que ya cállate!

– Eso es una artimaña de novato, Dallie, no confiar en tu caddy para el metraje. A veces pienso que pierdes los torneos deliberadamente.

– ¿Francie? -dijo Dallie por encima del hombro-. ¿No te gustaría contarme otra historia fascinante sobre el rimmel en este momento?

– Lo siento -dijo dulcemente-. No me apetece. Además, no se me permite hablar. ¿Recuerdas?

– Supongo que es lo mejor -suspiró Dallie, dirigiéndose a la terminal principal del aeropuerto. Con el motor en marcha todavía, él salió del coche y le abrió su puerta.

– Bien, Francie, no puedo decir que no ha sido interesante-. Después que ella dio un paso fuera, él alcanzó en el asiento de atrás sus maletas y las dejó a su lado en la acera.

– Buena suerte con tu novio, con el príncipe y con todos esos otros derrochones que corren a tu alrededor.

– Gracias -dijo ella tensamente.

El masticó varias veces su chicle y sonrió.

– Buena suerte con esos vampiros, también.

Ella contrarestó su mirada divertida con una de helada dignidad.

– Adiós, Sr. Beaudine.

– Adiós, Señorita Francie Pants. (La traducción literal sería Pantalones de Francie, pero juega con las palabras y con el significado de Fancy Pants, Pantalones de Lujo)

Él había tenido la última palabra. Se paró delante de la terminal y encaró el hecho innegable que el magnífico paleto había ganado el punto final en un juego que ella había inventado.

Un analfabeto, probablemente ilegítimo, pueblerino de campo había aventajado, y ganado más puntuación que la incomparable Francesca Serritella Day.

Notó que su espíritu se rebelaba a tamaño natural, y levantó la mirada hacía él, con ojos que hablaban de los volúmenes en la historia de la literatura prohibida.

– Que pena que no nos hayamos encontrado en una situación diferente, su boca perfecta se curvó en una sonrisa malvada.

– Estoy segurísima que tendríamos toneladas de cosas en común.

Y entonces se alzó de puntillas, se apoyó en el pecho, y levantó sus brazos hasta rodearle el cuello, en ningún momento perdiendo de vista sus ojos. Inclinó hacía arriba su cara perfecta y ofreció su boca suave como un cáliz enjoyado.

Suavemente él bajó la cabeza con las palmas de ella en su pecho, ella colocó los labios sobre los suyos y entonces lentamente los abrió para que Dallie Beaudine pudiera tomar una bebida larga e inolvidable.

El lo hizo sin vacilar. Lo hicieron de una manera tan normal como si lo hicieran continuamente, uniendo la pericia que él había ganado con el paso de los años y con toda su experiencia.

El beso era perfecto, caliente y atractivo, dos profesionales demostrando lo que hacían mejor. Ellos eran demasiado experimentados para golpear dientes, aplastar narices o hacer cualquiera de esas otras cosas difíciles que hombres y mujeres con menos practica son propensos a hacer.

La Amante de la Seducción había encontrado al Maestro, y a Francesca sintió la experiencia más perfecta que había sentido jamás, completándose con la carne de gallina y una debilidad encantadora en las rodillas, un beso espectacularmente perfecto hecho aún más perfecto por el conocimiento que ella no pensaba un momento en las difíciles repercusiones de prometer implícitamente algo que luego no tenía intención de entregar.

La presión del beso se acabó, y ella deslizó la punta de la lengua por el labio inferior. Entonces lentamente se empezó a alejar.

– Adiós, Dallie -dijo suavemente, sus ojos de gato brillando traviesamente mientras le miraba-. Llámame la próxima vez que vayas a Cap Ferret (en la costa francesa, NdeT.).

Justo un momento antes de marcharse, ella tuvo el placer de ver una expresión levemente desconcertada en su magnífica cara.

– Debería estar ya acostumbrado -decía Skeet cuando Dallie se puso detrás del volante-. Debería estar acostumbrado, pero no lo estoy. Ellas caen continuamente encima de tí. Las ricas, las pobres, las feas, las extravagantes. Es igual. Están tras de tí como las palomas buscadoras que vuelan para posarse y dormir. Tienes lápiz de labios en la boca.

Dallie se pasó la mano sobre la boca y miró hacia abajo la pálida mancha.

– Definitivamente, importada -murmuró.

Apenas dentro de la puerta de la terminal, Francesca miró como el Buick se alejaba y suprimió una punzada absurda de pena. Tan pronto como el coche quedó fuera de su vista, recogió su maleta y comenzó a andar hacía una parada de taxis con un sólo coche amarillo.

El conductor salió y metió su maleta en el maletero, mientras ella se sentaba atrás. Cuando se puso detrás del volante, se volvió hacía ella.

– ¿Donde va, Señora?

– Sé que es tarde -dijo ella -¿pero usted cree que podría encontrar una tienda de segunda mano que esté todavía abierta?

– ¿Una tienda de segunda mano?

– Sí. Alguna dónde se revendan cosas elegantes…Y maletas realmente extraordinarias.

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