Capitulo 7

– ¡Colmillos! -gritó Francesca-. ¿Por qué tiene que llevar Fletcher colmillos?

Sally llevaba en la mano los odiosos objetos hechos de marfil.

– Él hace de vampiro, dulzura. ¿Qué esperas que lleve… un TANGA?

Francesca se sentía como si estuviera en alguna horrible pesadilla. Marchándose lejos de Fletcher Hall, se encaró con Byron.

– Me has mentido! -gritó-. ¿Por qué no me dijiste que esto era una pelicula de vampiros? Esto es lo más miserable, y más podrido… Dios mio, te demandaré por esto; te demandaré y que quitare lo que has ganado en tu ridícula vida. ¡Si piensas por un momento que permitiré que mi nombre aparezca en…en…

No podía decir la palabra otra vez, no podía, absolutamente, no! Una imagen de Marisa Berenson llenó su mente, una exquisita Marisa estaba enterándose de lo sucedido a la pobrecilla Francesca Day, y riéndose hasta que arroyos de lágrimas hicieran surcos en sus mejillas de alabastro.

¡Apretando los puños, Francesca gritaba.

– ¡Me dices en este momento exactamente de que se trata esta odiosa pelicula!

Lloyd sorbió por la nariz, claramente ofendido.

– Es una historia acerca de la vida y la muerte, la transferencia de sangre, la esencia especial del paso de la vida de una persona a otra. Los acontecimientos metafísicos de los que tú aparentemente no sabes nada -él empezó poco a poco a tener un acceso de furia.

Sally dio un paso adelante y cruzó sus brazos, gozándo de la situación, obviamente.

– La película va acerca de un puñado de azafatas que alquilan una mansión que se supone está maldita. A una tras otra el dueño anterior les chupa la sangre… Fletcher un viejo bueno, que se pasa el último siglo vagando por ahí por su amor perdido, Lucinda. Hay un argumento secundario con una vampiro femenina y un stripper masculino, pero eso está casi al final.

Francesca no esperó a oír más. Lanzándoles una mirada furiosa a todos ellos, se marchó del decorado. El ruedo de su falda se mecía de lado a lado y la sangre le hervía en las venas cuando salió de la mansión y fue hacia los remolques en busca de Lew Steiner.¡

¡La habían hecho hacer el tonto! ¡ Había vendido sus mejores vestidos y viajado al otro lado del mundo para tener un papel secundario en una película de vampiros!

Temblando por la rabia, encontró a Steiner sentado en una mesa de metal bajo los árboles cerca del camión de la comida. Su ruedo se inclinó hacia arriba en la espalda cuando se paró de repente, golpeando contra la pata de la mesa.

– ¡Acepté este trabajo porque oí que el Sr. Byron tenía una reputación como director de calidad! -le dijo de sopetón, dando un puñetazo el aire con un gesto duro dirigido hacia la casa de la plantación.

El miró por encima de un bocadillo de jamón con pan de centeno.

– ¿Quién te dijo eso?

Una imagen de la cara de Miranda Gwynwyck, pagada de sí misma y satisfecha de sí misma, se presentó ante sus ojos, y todo llegó a estar cegadoramente claro.

Miranda, que se suponía era una feminista, había saboteado a otra mujer en una tentativa equivocada para proteger a su hermano.

– ¡Él me dijo que hacía peliculas con temática espiritual! -exclamó-. ¡Esto que hace no tiene nada que ver con temas espirituales… ni con la fuerza de la vida ni con Fellini, por amor de Dios!

Steiner sonrió burlonamente.

– ¿Por qué piensas que le llamamos Lord Byron? El hace del sonido de la basura poesía. Por supuesto, sigue siendo basura cuando lo ha terminado, pero no se lo decimos. Es barato y trabaja rápido.

El alma optimista de Francesca intentaba agarrarse a cualquier cosa, alguna equivocación, lo que fuese.

– ¿Qué tal la Palma Dorada?

– ¿La qué Dorada?

– Palma -se sentía como una tonta-. El Festival Cinematográfico de Cannes.

Lew Steiner la miró fijamente por un momento antes de soltar una carcajada, escupiendo un trocito de jamón.

– Cariño, lo único que Lord Byron haría en ese sitio sería limpiar los asientos. La última pelicula que él hizo para mí fue Masacre Mixta, y antes de esa, La Prisión de Mujeres de Arizona. Se vendió realmente bien en los autocines.

A Francesca apenas le salían las palabras de la boca.

– ¿Y él realmente espera que yo aparezca en una pelicula de vampiros?

– ¿Estás aquí, no es cierto?

Ella se puso a pensar.

– ¡No por mucho tiempo! Mi maleta y yo nos marcharemos exactamente en diez minutos, y espero que tengas un cheque para cubrir mis gastos así como un conductor para llevarme al aeropuerto. Y si utilizas un solo plano de lo que me habeis filmado hoy, te empaparé en sangrientas demandas que darán color a tu vida inútil.

– Firmaste un contrato, así que no tendrás mucha suerte.

– Firmé un contrato con engaños.

– Sandeces. Nadie te mintió. Y puedes ir olvidándote de cualquier dinero mientras no termines tus tomas.

– ¡Te demandaré por no pagarme lo que me debes! -se sentía como una espantosa pescadera negociando en una esquina-. Me tienes que abonar el viaje. ¡Tenemos un acuerdo!

– No verás un centavo hasta mañana, cuando hayas filmado la última escena -él rastrilló sus ojos sobre ella desagradablemente-. Y eso será después de rodar el desnudo que necesita Lloyd. Desflorando la inocencia, lo llama.

– ¡Lloyd me verá desnuda el mismo día que gane la Palma Dorada!

Girando los tacones, comenzó a alejarse sólo para ver como la odiosa falda se había quedado enganchada en un rincón de la mesa metálica. Dió un tirón para liberarla, rompiéndola en el proceso.

Steiner se levantó de un salto.

– ¡Oye, ten cuidado con ese vestido! ¡Esas cosas me cuestan dinero!

Ella cogió la botella de mostaza de la mesa y apretó una gran chorro abajo en la falda.

– Que espanto. ¡Parece que necesita que la laven!

– ¡Tú, zorra! -chilló después de ver que ya se alejaba-. ¡Nunca trabajarás otra vez! Me aseguraré que nadie te contrate ni para tirar la basura.

– ¡Super! -se volvió ella-. ¡Porque he tenido toda la basura que puedo soportar!

Con los puños agarró la voluminosa falda y se la subió hasta las rodillas, y atravesando el cesped se dirigió al gallinero de pollos. Nunca, absolutamente nunca en su vida entera había sido tratada tan andrajosamente.

Haría pagar a Miranda Gwynwyck por esta humillación aunque fuera la última cosa que hiciera. ¡Cuando volviera a casa se casaría con Nicholas Gwynwyck con un vestido ensangrentado!

Cuándo alcanzó su cuarto, estaba pálida por la rabia, y el ver la cama deshecha abasteció de combustible su furia. Agarrando una fea lámpara verde del tocador, la lanzó a través del cuarto, donde se rompió contra la pared. La destrucción no la ayudó; se sentía todavía como si alguien la hubiera golpeado en el estómago.

Arrastrando su maleta hasta la cama, metió las pocas ropas que se había molestado desembalar la noche antes, sentándose encima para cerrarla bien. Mientras manipulaba las correas y la cremallera, sus rizos cuidadosamente arreglados se habían aflojado y tenía el pecho húmedo de sudor. Entonces recordó que llevaba todavía el atroz vestido rosa.

Casi gimió por la frustración cuando abrió la maleta otra vez. ¡Esto era todo por culpa de Nicky! ¡Cuándo volviera a Londres, se marcharía a la Costa del Sol, se tumbaría en una sangrienta playa a idear cientos de maneras de hacerle la vida miserable! Con los brazos hacía atrás, empezó a luchar con los ganchos que mantenían el corpiño unido, pero los habían puesto en una fila doble, y el material era tan fuerte que no podía tirar y aflojarlo.

Se retorció un poco más, soltando una maldición especialmente asquerosa, pero los ganchos no se movían. En el momento que pensó en pedir ayuda, recordó la expresión de odio en la cara grasienta de Lew Steiner cuando echó la mostaza sobre la falda del vestido. Casi rió en voz alta. Veamos con cuanto odio me mira cuando vea su precioso vestido desaparecer de su vista, pensó en un instante de alegría maliciosa.

No había nadie alrededor para ayudarla, así que tenía que llevar la maleta ella misma. Arrastrando su maleta de Vuitton en una mano y su bolso cosmético en la otra, luchó hacia abajo el sendero que llevaba a los vehículos, sólo para descubrir cuando llegó que allí absolutamente nadie la llevaría a Gulfport.

– Señorita Day lo siento, pero nos han dicho que necesitan todos los coches -murmuró uno de los hombres, sin mirarla a los ojos.

Ella no lo creyó ni por un momento. ¡Esto era obra de Lew Steiner, su último ataque insignificante contra ella!

Otro miembro del equipo fue más útil.

– Hay una gasolinera no demasiado lejos bajando por la carretera -le indicó la dirección moviendo la cabeza-. Allí podrás hacer una llamada telefónica y conseguir que alguien te recoja.

Pensó que andar hacia el camino de entrada intimidaba bastante, cuanto más tener que andar completamente sola hasta una gasolinera. En ese momento se dió cuenta que tenía que tragarse su orgullo y volver al gallinero para quitarse el vestido, Lew Steiner salía en ese momento de una de las caravanas con aire acondicionado y la miró, sonriéndole de forma desagradable.

Ella decidió que moriría antes de retirarse un centímetro. Dándole la espalda, agarró su maleta y su bolso y se dirigió a través del césped hacia el camino de entrada.

– ¡Oye! ¡Para ahora mismo ahí! -gritó Steiner, andando tras ella-. ¡No das otro paso más hasta que no te hayas quitado ese vestido!

Ella se encaró con él.

– ¡Como me pongas una mano encima, te denuncio por asalto!

– ¡Y yo te denunciaré a tí por robo! ¡Ese vestido me pertenece!

– Y estoy segura que estarías encantador con el puesto -ella deliberadamente le golpeó en las rodillas con su bolso cosmético cuando se dio la vuelta para marcharse. El aulló de dolor, y ella sonrió para sí misma, deseando haberle golpeado más fuerte.

Sería su último momento de satisfacción en muchísimo tiempo por venir.


* * *

– Te has equivocado -le decía Skeet a Dallie desde el asiento trasero del Buick Riviera-. Diríjete a la ruta noventa y ocho, te dije. De la noventa y ocho a la cincuenta y cinco, de la cincuenta y cinco a la doce, entonces directamente estás a las puertas de Baton Rouge.

– Si me lo hubieras dicho hace una hora, y no hubieras estado durmiendo, no lo hubiera pasado -se quejó Dallie.

Llevaba una gorra nueva, azul oscuro con una bandera Americana en la frente, pero no le protegía lo suficiente contra el sol de media tarde, así que cogió sus gafas de sol espejadas del salpicadero y se las puso. Cantidad de pinos se extendían a lo largo de la carretera de dos carriles.

No había visto nada más que unos pocos coches oxidados para chatarra en kilómetros, y el estómago le había empezado a retumbar.

– A veces pareces un inútil -murmuró.

– ¿Tienes Juicy Fruits? -preguntó Skeet.

Una mancha de color a lo lejos llamó de repente la atención de Dallie, un remolino tambaleante de rosa brillante andaba lentamente por el lado de la carretera. Cuando se iban acercando, la forma llegó a ser gradualmente más clara.

Se quitó las gafas de sol.

– No lo creo. ¿Estás viendo eso?

Skeet se inclinó hacía adelante, el antebrazo descansando en la espalda del asiento de pasajero, y se hizo sombra para los ojos.

– ¿Qué crees que es? -se rió.

Francesca iba empujando, andando con paso muy lento, y luchando para respirar contra el torniquete de su corsé. El polvo rayaba sus mejillas, las cimas de sus pechos brillaban de sudor, y unos quince minutos antes, había perdido un botón. Justo como un corcho que sale a la superficie de una ola, había hecho estallar el escote de su vestido.

Había puesto en el suelo su maleta y la iba empujando apoyada en ella. Si pudiera volver hacía atrás y cambiar algo de su vida, pensó por centésima vez en muchos minutos, volvería al momento en que había decidido marcharse de la plantación Wentworth llevando este vestido.

El ruedo ahora se parecía a una salsera, saliendo en la frente y la espalda y emitiendo chorros en los lados por la presión combinada de la maleta en su mano derecha y el bolso cosmético en su izquierda, haciéndola sentirse como si fueran a arrancarle los brazos de los hombros.

Con cada paso, respingaba. Sus diminutos zapatos franceses de tacón le estaban produciendo ampollas en los pies, y cada soplo rebelde de palabrería mandaba otra onda de polvo volando a su cara.

Quería sentarse en el arcén de la carretera y llorar, pero no estaba segura de ser capaz de volver a levantarse otra vez. Si no estuviera tan asustada, las molestias físicas serían más fáciles de soportar.

¿Cómo le podía haber sucedido esto a ella? Llevaba andando varios kilómetros y no había visto ni rastro de la gasolinera. O no existía o se había equivocado de dirección, porque no había visto más que una casucha de madera anunciando una tienda de comestibles que nunca se había realizado.

Pronto sería oscuro, estaba en un país extranjero, y no quería ni pensar en las manada de fieras horribles que había al acecho en esos pinos del lado de la carretera. Se obligó a mirar directamente hacía adelante. Lo único que evitaba que volviera a Wentworth era la certeza absoluta que no podría recorrer de nuevo esa distancia.

Seguramente esta carretera llevaba a algún sitio, se dijo. En América no construirían carreteras que no iban a ningún sitio, ¿no es cierto? Pensaba que estaba tan asustada que empezó a hacer juegos mentales para no desmoronarse. Cuando rechinó los dientes contra el dolor en varias partes de su cuerpo, imaginó sus lugares favoritos, todos ellos a años luz de las polvorientas carreteras perdidas de Misisipí.

Se imaginó que estaba en Liberty en Regent Street con sus tesoros de joyeria arabe maravillosa, los perfumes de Sephora en la rue du Passy, y sobre todo en Madison Avenue con Adolfo y Yves Saint Laurent. Una imagen saltó en su mente de un vaso helado de Perrier con una rodaja de lima. Siguió imaginándoselo, la imagen era tan nitída que sentía como si pudiera alcanzar el vaso, y sentir el frio cristal mojado en la palma de la mano. Comenzaba a tener alucinaciones, se dijo, pero la imagen era tan agradable que no trató de hacer que se fuera.

El Perrier con lima se vaporizó de repente en el aire caliente de Misisipí cuando advirtió el sonido de un automóvil que se acercaba por detrás y entonces el chirrido suave de los frenos. Antes de que pudiera equilibrar el peso de las maletas para poder darse la vuelta hacía el sonido, oyó una voz arrastrada, suave que le llegaba desde el otro lado de la carretera.

– Oye, querida, ¿no te ha dicho nadie que Lee ya se ha rendido?

La maleta le dió de lleno en las rodillas y su aro botó hacia arriba en la espalda cuando se giró hacia la voz. Equilibró su peso y entonces parpadeó dos veces, incapaz de creer la visión que se había realizado directamente delante de sus ojos.

A través del camino, inclinándose fuera de la ventana de un automóvil verde oscuro con el antebrazo que descansaba a través de la cima del entrepaño de la puerta, había un hombre tan increiblemente guapo, tan tremendamente guapo, que por un momento pensó que realmente era otra alucinación como el Perrier con lima.

Cuando el asa de su maleta se clavó en la palma, ella aceptó las líneas clásicas de su cara, los moldeados pómulos y la mandíbula delgada, nariz recta, absolutamente perfecta, y sus ojos, que como los de Paul Newman eran de un azul brillante y unas pestañas tan espesas como las suyas propias. ¿Cómo podía tener un hombre mortal esos ojos? ¿Cómo podía tener un hombre esa boca increíblemente generosa y parecer tan masculino?

El pelo rubio, como desteñido y espeso se rizaba arriba sobre los bordes de una gorra azul con una bandera Americana. Ella podía ver la cima de un par formidable de hombros, los músculos bien formados del moreno antebrazo, y por un momento irracional sentió una puñalada loca de pánico.

Finalmente había encontrado a alguien tan hermoso como ella.

– ¿Llevas algún secreto Confederado debajo de esas faldas? -dijo el hombre con una mueca que revelaba la clase de dientes que aparecían en las páginas de las revistas.

– Los yanquis le han cortado la lengua, Dallie.

Por primera vez, Francesca advirtió a otro hombre, que estaba inclinándose fuera de la otra ventanilla. Cuando vió su cara siniestra y sus ojos entrecerrados, fuertes alarmas sonaron en su cabeza.

– O tal vez ella es una espía del Norte -siguió el-. Ninguna mujer del sur estaría callada tanto tiempo.

– ¿Eres una espía yanqui, querida? -preguntó el Sr. Magnífico, destellando esos dientes increíbles-. ¿Abrirás con una palanca los secretos Confederados con ésos bonitos ojos verdes?

Ella era de repente consciente de su vulnerabilidad… la carretera desierta, el dia oscureciéndose, dos hombres extraños, el hecho que ella estaba en América, no segura en casa en Inglaterra.

En América las personas se encerraban con los fusiles hasta en las iglesias, y los criminales vagaban por las calles libremente.

Miró nerviosamente al hombre del asiento de atrás. El se parecía a alguien que atormentaría animales pequeños por diversión. ¿Qué debía hacer ella? Nadie la oiría si gritaba, y no tenía manera de protegerse.

– Déjala, Skeet, la espantas. Mete esa fea cara para adentro, ¿vale?

La cabeza de Skeet se metió, y el hombre magnífico de nombre extraño que casi no había entendido levantó una ceja perfecta, esperando que ella dijese algo. Ella decidió afrontarlo… ser valiente, la situación era la que era, y sobre todo no podía permitir que notaran lo desesperada de se sentía.

– Estoy terriblemente asustada porque me he metido en un pequeño lio -dijo ella, poniendo abajo su maleta-. Parece que me he perdido. El fastidio es espantoso, por supuesto.

Skeet volvió a sacar la cabeza por la ventana. El Sr. Magnífico sonreía.

Ella se mantuvo tenazmente firme.

– Quizás usted me podría decir cuán lejos estoy de la próxima gasolinera. O dondequiera que yo encuentre un teléfono, quizás.

– ¿Eres inglesa, no es cierto? -preguntó Skeet-. ¿Dallie, oyes la chistosa manera como habla? Es una dama inglesa, eso es lo que ella es.

Francesca vió como el Sr. Magnífico, ¿como podía alguien llamarse realmente Dallie?, deslizaba su mirada hacia abajo sobre la banda de encaje rosa y blanco de la falda del vestido.

– Estoy seguro que tienes una historia increible que contar, dulzura. Venga súbete. Te llevaremos al teléfono más cercano.

Ella vaciló. Subirse a un coche con dos hombres desconocidos no era la decisión más recomendable para tomar, pero no parecía haber una alternativa. Ella se quedó quieta, el polvo golpeándole el rostro y la maleta a sus pies, mientras una desconocida combinación de temor e incertidumbre la hacían sentirse mareada.

Skeet se inclinó completamente fuera de la ventana e inclinó la cabeza para mirar Dallie.

– Ella tiene miedo de que seas un vil violador preparado para arruinarla -él se volvió hacía ella-. Tomate tu tiempo para mirar la cara bonita de Dallie, Señora, y entonces me dices si piensas que un hombre con esa cara tiene que recurrir a forzar mujeres no dispuestas.

Definitivamente eso era un punto a su favor, pero de cualquier forma Francesca no se sintió aliviada. El hombre que se llamaba Dallie no era realmente la persona que a ella le preocupaba.

Dallie pareció leer su mente, que, debido a las circustancias, no era demasiado difil.

– No te preocupes por Skeet, dulzura -dijo-. Skeet es un auténtico misógino de pura cepa, eso es lo que es.

Esa palabra, viniendo de la boca de alguien que, a pesar de su belleza increíble, tenía el acento y las maneras de un funcional analfabeto, la sorprendieron.

Ella vacilaba todavía cuando la puerta del coche se abrió y un par de botas polvorientas de vaquero se pusieron en el suelo. Estimado Dios… Ella tragó con dificultad y miró hacía arriba… bastante arriba.

Su cuerpo era tan perfecto como su cara.

Llevaba una camiseta azul marino que reflejaban los músculos del pecho, perfilando bíceps y tríceps y todo tipo de otras cosas increíbles, y de unos vaqueros desteñidos, casi blancos por todas partes menos en las costuras raídas. Su estómago plano, las caderas estrechas; él era delgado y patilargo, varios centímetros por encima del 1,85, y quitaba absolutamente el aliento.

Debe ser verdad, pensó ella desenfrenadamente, lo que todos decían acerca de las píldoras de vitaminas americanas.

– El maletero va lleno, así que voy a meter tus cosas en el asiento de atrás con Skeet.

– Esto es poca cosa. En cualquier parte cabrá.

Cuando él anduvo hacia ella, le lanzó una brillante sonrisa. No podía ayudarle; la respuesta era automática, estaba programada en sus genes Serritella. No estaba en las mejores condiciones para conocer a un hombre tan espectacular, aunque él fuera un campesino de un lugar remoto, y eso de repente le pareció más doloroso que las ampollas de sus pies.

En ese momento hubiera dado todo lo que tenía por poder pasarse media hora delante del espejo con su bolso cosmético y llevar el vestido de lino blanco de Mary Mcfadden que ahora colgaría en alguna percha de la tienda de segunda mano de Picadilly junto a su maravilloso pijama azul.

El se paró a su lado y miró fijamente hacia abajo de ella.

Por primera vez desde que dejó Londres, ella se sentía como si hubiera llegado a territorio conocido. La expresión en su cara le confirmó un hecho que había descubierto hacía mucho tiempo… los hombres eran hombres en cualquier parte del mundo.

Ella miró hacia arriba con ojos inocentes y resplandecientes.

– ¿Algo va mal?

– ¿Siempre haces eso?

– ¿Hago qué? -el hoyuelo en la mejilla se profundizó.

– Hacerle proposiciones a un hombre menos de cinco minutos después de conocerlo.

– ¡Proposiciones! -ella no podía creer lo que había oído, y exclamó indignadamente-, ciertamente no te estoy haciendo proposiciones.

– Dulzura, si esa sonrisa no era una proposición, entonces no se lo que es -él recogió los bultos y los llevó al otro lado del coche-. Normalmente yo no tengo inconveniente en, ya sabes, pero me indigna esta actitud tuya tan temeraria de darme tus encantos cuando estás en medio de ningúna parte con dos hombres extraños que quizás sean unos pervertidos, y no lo puedes saber.

– ¡Mis encantos! -ella dió un pisotón fuerte con el pie en el suelo.- ¡Vuelve a poner esas maletas en el suelo en este momento! No me iría contigo a ninguna parte aunque mi vida dependiera de ello.

El echó un vistazo alrededor a los pinos y la carretera desierta.

– El paisaje es bonito, y seguramente podrías pasar la noche por aquí.

Ella no sabía que hacer. Necesitaba ayuda, pero su conducta era insufrible, y odiaba la idea de degradarse entrando en el coche. El tomó la decisión por ella cuando abrió la puerta trasera y empujó bruscamente el equipaje con Skeet.

– Ten mucho cuidado con eso -pidió ella, llegando hasta el coche-. ¡Son Louis Vuitton!

– Has recogido a una miembro de la realeza esta vez, Dallie -murmuró Skeet desde detrás.

– No me lo digas, lo sé -contestó Dallie. El subió detrás del volante, cerró de golpe la puerta, y asomó la cabeza por la ventanilla para mirarla-. Si quieres conservar tu equipaje, dulzura, más vale que subas rápido, porque en exactamente diez segundos arranco este viejo Riviera y me pongo en camino, y en breves instantes no serás más que un recuerdo lejano.

Francesca dio la vuelta al coche cojeando y abrió la puerta del copiloto, luchando por contener las lágrimas. Se sentía humillada, asustada, y, además de derrotada, impotente. Una horquilla se deslizó hacia abajo por su nuca y cayó en la tierra.

Desgraciadamente, su frustración empezaba apenas. El ruedo de su falda, descubrió rápidamente, no había sido diseñada para entrar en un automóvil moderno.

Se negó a mirar a cualquiera de sus rescatadores para ver cómo ellos reaccionaban ante sus dificultades, finalmente metió el trasero en el asiento y reunió el volumen poco manejable de la falda en su regazo como mejor pudo.

Dallie liberó la palanca de cambios de un derrame de miriñaques.

– ¿Siempre te vistes de esta forma tan cómoda?

Ella le miró, abriendo la boca para darle unas de sus famosas e ingeniosas replicas sólo para descubrir que no tenía nada que decir. Viajaron durante un tiempo en silencio mientras ella miraba fijamente hacía adelante, sus ojos apenas se separaban de la cima de su montaña de faldas, con el permanente corpiño clavado en la cintura.

A pesar de tener que estar agradecida por tener en descanso los pies, su posición hacía la constricción del corsé aún más intolerable. Trató de respirar hondo, pero los senos subieron de modo tan alarmante que se conformó con inspiraciones superficiales en su lugar.

Si estornudara, sería un auténtico espectáculo.

– Soy Dallas Beaudine -dijo el hombre detrás del volante-. La gente me llama Dallie. El de atrás es Skeet Cooper.

– Francesca Day -contestó ella, permitiendo que su voz sonara con un pequeño y leve deshielo. Tenía que recordar que los americanos eran notoriamente informales. Conductas que en Inglaterra se considerarían groseras eran normales en Estados Unidos. Además, no se podía resistir a poner a este pueblerino magnífico por lo menos parcialmente de rodillas. Era algo en lo que era buena, algo que seguramente no le fallaría en este dia que todo se había deshecho.

– Le estoy muy agradecida por rescatarme -dijo, sonriéndole con coqueteria-. Lo siento, pero he estado rodeada de bestias estos ultimos dias.

– ¿Tienes inconveniente en decirnos que te ha ocurrido? -preguntó Dallie-. Skeet y yo hemos estado viajando muchos kilómetros últimamente, y nos cansamos de conversar el uno con el otro.

– Bien, es todo bastante ridículo, realmente. Miranda Gwynwyck, una mujer perfectamente odiosa, su familia es cervecera, sabes, me persuadió para salir de Londres y aceptar un papel en una película que estan rodando en la plantación de Wentworth.

La cabeza de Skeet subió arriba apenas detrás de su hombro izquierdo, y sus ojos se llenaron de curiosidad.

– ¿Eres una estrella de cine? -preguntó-. Hay algo en tí que me resulta familiar, pero no se exactamente dónde te he visto antes.

– No realmente -ella pensó acerca de mencionarle a Vivien Leigh, pero decidió no molestarse.

– ¡Ya lo tengo! -exclamó Skeet-. Sabía que te había visto en algún sitio. Dallie, nunca adivinarías quién es.

Francesca le miró cautelosamente.

– ¡Tenemos aquí a "La Inconsolable Francesca! -declaró Skeet con un ululato de la risa-. Sabía que te conocía. Te acuerdas, Dallie. La que salía con todas esas estrellas de cine.

– No bromees -dijo Dallie.

– Cómo… -empezo Francesca, pero Skeet la interrumpió.

– Oye, siento mucho lo que le pasó a tu mamá y ese taxi.

Francesca lo miró fijamente en silencio.

– Skeet es un lector compulsivo de tabloides -explicó Dallie-. Hasta hace no mucho yo también los leía, pero hacían que pensara demasiado en el poder de las comunicaciones masivas. Cuándo yo era un niño, sólo teníamos para leer un viejo libro azul de geografía, y el primer capítulo se llamaba 'Nuestro Mundo que se Encoge.' ¿Eso casi lo dice todo, no? ¿Tenías tú libros de geografía como ese en Inglaterra?

– Yo… no lo creo -contestó débilmente. Pasó un momento de silencio y ella tuvo la terrible sensación que ellos quizá estaban esperando que les contara detalles de la muerte de Chloe. El hecho de compartir algo tan íntimo con unos extranjeros la horrorizó, así que volvió rápidamente al tema del que hablaban antes como si no la hubieran interrumpido.

– Volé a través del mundo, pasé una noche absolutamente miserable en uno de los alojamientos más horribles que podais imaginar, y fuí obligada a llevar este vestido absolutamente horroroso. Entonces descubrí que había tergiversado el papel para mí.

– ¿Una peli porno? -preguntó Dallie.

– ¡Ciertamente no! -exclamó ella.

¿No se tomaban estos americanos rurales el más breve momento para pensar antes de abrir la boca?.

– Realmente, era uno de esas películas horribles acerca de…-se sentía enferma sólo de decir la palabra-. Vampiros.

– ¡Estás de broma! -la admiración de Skeet era evidente-. ¿Conoces a Vincent Price?

Francesca apretó sus ojos cerrados un momento y entonces los volvió a abrir.

– No he tenido el placer.

Skeet golpeó a Dallie en el hombro.

– ¿Recuerdas al viejo Vincent cuando hizo Hollywood Square's? A veces su esposa trabajaba con él. ¿Cual era su nombre? Era una de esas actrices inglesas extravagantes, también. Quizá Francie lo sepa.

– Francesca -chasqueó ella-. Detesto que me llamen de otra manera.

Skeet se echó hacía atrás en el asiento y ella se dio cuenta de que lo había ofendido, pero no le importó. Su nombre era su nombre, y nadie tenía el derecho a alterarlo, especialmente no hoy cuando su asidero en el mundo parecía tan precario.

– ¿Entonces, que planes tienes ahora? -preguntó Dallie.

– Volver a Londres tan pronto como me sea posible -pensó en Miranda Gwynwyck, en Nicky, en la imposibilidad de continuar como ella era-. Y me casaré.

Sin darse cuenta de ello, había tomado su decisión, lo hizo porque no podía ver otra alternativa. Después de lo que había aguantado durante las pasadas veinticuatro horas, verse casada con un cervecero rico no le parecía un destino tan terrible. Pero ahora que las palabras se habían dicho, se sentía deprimida en lugar de aliviada.

Otra horquilla se le cayó; ésta se quedó atascada en un rizo. Eso la distrajo de sus pensamientos sombríos pidiéndole a Skeet su bolso cosmético. El se lo pasó hacía adelante sin una palabra. Ella lo acomodó en los dobleces de su falda y abrió la tapa.

– Dios mio… -casi lloró cuando vio su cara.

¡Su maquillaje de ojos parecía grotesco en la luz natural, su lapiz de labios era inexistente, el pelo le caía de cualquier manera, y estaba sucia!

¡Nunca en todos sus veintiun años la había visto con ese aspecto un hombre que no fuera su peluquero, tenía que intentar recomponerse, hasta parecerse a la persona que era!

Asiendo una botella de loción limpiadora, se puso a trabajar para reparar el lío. Cuando el maquillaje pesado salió, sentía una necesidad de distanciarse de los dos hombres, para hacerlos entender que ella pertenecía a un mundo diferente.

– Honestamente, estoy horrible. Este viaje entero ha sido una pesadilla absoluta.

Se quitó las pestañas postizas, humedeció los párpados, y aplicó un marcador para quitar el polvo, junto con sombra gris y un toque suave de rímel.

– Normalmente utilizo un rímel alemán maravilloso llamado Ecarte, pero la criada de Cissy Kavendish, una mujer realmente imposible de las Antillas, se olvidó de empacarlo, así que me las arreglo con una marca inglesa.

Ella sabía que hablaba demasiado, pero no parecía ser capaz de parar. Cojió una brocha de Kent sobre un colorete color café y dio sombra el área tenuamente bajo sus pómulos.

– Daría todo por una buena limpieza facial en este momento. Hay un lugar maravilloso en Mayfair que utiliza calor térmico y todo tipo de cosas increíblemente milagrosas que combinan con el masaje. Lizzy Arden hace la misma cosa.

Perfiló rápidamente los labios con un lápiz, los llenó de brillo beige rosáceo, y verificó el efecto general. No era tremendo, pero por lo menos casi se parecía a ella misma otra vez.

El silencio creciente en el coche la hacía sentirse inquieta, así que se propuso hablar para llenarlo.

– Es siempre difícil cuando estás en Nueva York tratar de decidir entre Arden y Janet Sartin. Naturalmente, hablo acerca de Janet Sartin de la Avenida Madison. Pienso, que puedes ir a su salón en el Parque, pero no es exactamente lo mismo, ¿entendeis?

Todo era silencio.

Finalmente, Skeet habló.

– ¿Dallie?

– ¿Uh-huh?

– ¿Piensas que ya está hecha?

Dallie se quitó sus gafas de sol y las puso dobladas en el salpicadero.

– Tengo el presentimiento que le falta aún un hervor.

Ella le miró, avergonzada de su propia conducta y enojada con ellos. ¿No podían ver que tenía el día más miserable de su vida, y no podían intentar hacer las cosas un poco más fácil para ella?

Odiaba el hecho de que él no pareciera impresionado con ella, odiaba el hecho que él no tratara de impresionarla él mismo. De alguna manera extraña que ella no podía definir exactamente, su falta del interés parecía desorientarla más que todo lo demás que le había sucedido.

Ella volvió su atención al espejo y empezó a quitarse los alfileres del pelo, amonestándose silenciosamente por preocuparse de la opinión de Dallas Beaudine. En cualquier momento llegarían a la civilización.

Llamaría a un taxi para llevarla al aeropuerto de Gulfport y haría una reserva para el próximo vuelo a Londres. De repente recordó su avergonzante problema financiero y entonces, rápidamente, encontró la solución. Llamaría simplemente a Nicholas y que le envíe el dinero para su billete de avión.

Sentía la garganta abrasiva y seca, y tosió.

– ¿Podrías cerrar las ventanillas? Este polvo es espantoso. Y querría realmente algo de beber -miró una pequeña nevera de espuma de poliestireno detrás-. ¿Hay alguna posibilidad que lleve en esa bolsa una botella de Perrier de lima, bien fresca?

Un momento de embarazoso silencio llenó el interior del Riviera.

– Lo sentimos, Señora, nosotros estamos frescos ya -dijo Dallie finalmente-. Creo que el viejo Skeet terminó la última botella después que hicimos ese atraco en la tienda de licores de Meridian…

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