Capítulo 28

Aunque Dallie hizo varias tentativas indiferentes de suavizar su relación con Teddy, los dos se parecían al aceite y el agua. Cuando su padre estaba alrededor, Teddy chocaba con los muebles, rompía platos, y estaba continuamente enfurruñado. Dallie era rápido para criticar al niño, y su relación seguía siendo escabrosa y dificil.

Francesca intentó actuar como conciliadora, pero tanta tensión había aumentado entre ella y Dallie desde la tarde del baile en el Roustabout que se sentía algo acorbadada.

La tarde de su tercer y último dia en Wynette, ella se enfrentó a Dallie en el sótano después de que Teddy había entrado corriendo en la casa y enfadado había pateado una silla en la cocina.

– ¿No podrías sentarte y hacer un rompecabezas con él o leer un libro juntos? -le exigió-. ¿Cómo crees que puede aprender a lanzarse a la piscina, contigo todo el rato gritándole?

Dallie miró airadamente la pieza que estaba arreglando sobre la mesa.

– No le gritaba, y no te metas en esto. Te marchas mañana, y eso no me da mucho tiempo para compensar nueve años de demasiada influencia femenina.

– Una influencia sólo parcialmente femenina -replicó ella-. No olvides que Holly Grace pasó mucho tiempo con él, también.

Sus ojos se estrecharon.

– ¿Y que demonios se supone que quieres decir con esa observación?

– Quiero decir que ella ha sido para Teddy mucho mejor padre de lo que tú alguna vez serás.

Dallie se alejó unos pasos, cada músculo de su cuerpo tenso con la agresividad, sólo para acercarse de nuevo a ella.

– Y otra cosa. Pensaba que hablarías con él… que le explicarías que soy su padre.

– Teddy no está preparado para esas explicaciones. Es un niño inteligente. Te aceptará como su padre cuando está listo.

Sus ojos rastrillaron su cuerpo con una insolencia deliberada.

– ¿Sabes cúal es el verdadero problema contigo? ¡Creo que eres todavía una niña inmadura que se enfada si no se hacen las cosas a su manera!

Ella a su vez también le miró de arriba a abajo.

– ¡Y yo creo que tú eres un deportista estúpido que no vale un pimiento sin un tonto palo de golf en las manos!

Se lanzaron palabras enfadadas el uno al otro como misiles teledirigidos, pero hasta cuando la hostilidad entre ellos era tan evidente, Francesca tenía la ligera sensación que nada de lo que decían daba en el blanco.

Sus palabras eran simplemente una ineficaz cortina de humo que hacía poco para ocultar el hecho que el aire entre ellos ardía sin llamas con lujuria.

– No me extraña nada que no te hayas casado. Eres la mujer más fría que me he econtrado en toda mi vida.

– Hay un buen número de hombres que discreparían. Hombres de verdad, no guaperas que llevan sus vaqueros tan apretados que tienes que preguntarte que intentan demostrar.

– Eso solamente muestra donde has estado poniendo tus ojos.

– Eso solamente muestra cuanto me he aburrido -las palabras volaban alrededor de sus cabezas como balas, y subían para arriba aún bullendo de frustración, poniéndo a los demás al borde de su aguante.

Finalmente Skeet Cooper había tenido bastante.

– Tengo una sorpresa para vosotros -les dijo, asomando la cabeza por la puerta del sótano-. Acompañarme un momento.

Sin mirarse, Dallie y Francesca subieron con él a la cocina. Skeet esperaba por la puerta de atrás sosteniendo sus chaquetas.

– La Señorita Sybil y Doralee van a llevar a Teddy a la biblioteca. Vosotros venís conmigo.

– ¿Dónde vamos? -preguntó Francesca.

– No estoy de humor -chasqueó Dallie.

Skeet lanzó un corta-vientos rojo al pecho de Dallie.

– Me importa un bledo si estás de humor o no, porque creo que vas a tener que arreglarte tú sólo con la bolsa de palos, si no estás dentro de este coche en los próximos treinta segundos.

Mascullando improperios, Dallie empujó a Francesca dentro del Ford de Skeet.

– Tú métete en el asiento trasero -le dijo Skeet-. Francie que pase aquí delante conmigo.

Dallie se quejó un poco más, pero hizo lo que le pedía.

Francesca hizo todo lo posible para contrariar a Dallie durante el paseo charlando amigablemente con Skeet, dejándolo fuera de la conversación deliberadamente.

Skeet ignoró las preguntas de Dallie preguntando hacía dónde iban, diciendo sólo que tenía la solución al menos a uno de sus problemas. Estaban ya a unos veinte kilometros fuera de Wynette en una carretera que le era vagamente familiar, cuando Skeet echó el coche al arcén.

– Tengo algo verdaderamente interesante en el maletero del coche que quiero que echeis un vistazo -inclinándose sobre una cadera y aún sentado, se sacó una llave del bolsillo y se la lanzó a Dallie-. Ve con él a mirarlo, Francie. Creo que esto hará que os sintaís mucho mejor.

Dallie lo miró con desconfianza, pero abrió la puerta y salió. Francesca se cerró la chaqueta y salió también.

Caminaron cada uno por un lado del coche hasta llegar a la parte de atrás, y Dallie se inclinó hacia la cerradura del maletero con la llave. Antes de que pudiera tocarlo, sin embargo, Skeet pisó el acelerador y el coche salió despedido, dejándolos de pie en el lado de la carretera.

Francesca miró fijamente al coche que desaparecía rápidamente con aturdimiento.

– Que…

– ¡Hijo de puta! -gritó Dallie, sacudiendo el puño al aire-. ¡Voy a matarlo! Cuando consiga ponerle las manos encima, va a lamentar el día que nació. Me lo tenía que haber imaginado… que este cabrón haría algo parecido.

– No entiendo -dijo Francesca-. ¿Qué hace? ¿Por qué nos deja aquí?

– ¡Porque no puede seguir soportando oírte discutir más, por eso!

– ¡A mí!

Hubo una corta pausa antes de que él la agarrara del brazo.

– Venga, vámonos.

– ¿A dónde?

– A mi casa. Está cerca, a un kilómetro más o menos.

– Que conveniente -dijo ella secamente-. ¿Estás seguro que no habéis planeado esto juntos?

– Créelo -gruñó, comenzando a andar otra vez-. Lo que menos me apetece en este mundo es estar en esa casa contigo. Ni siquiera hay teléfono.

– Considera la parte positiva -contestó sacásticamente-. Con esas reglas de Goody que has impuesto, no podemos discutir dentro de la casa.

– Sí, bien, y más te vale que te atengas a esas reglas si no quieres ver tu lindo trasero pasando la noche en el porche delantero.

– ¿Pasar la noche?

– No creerás que va a venir a buscarnos antes de mañana, verdad?

– Estás de broma.

– ¿Te parece que bromeo?

Caminaron juntos, y sólamente para fastidiarlo, ella comenzó a tararear el Pitilín Nelson "Sobre El Camino Otra vez".

Él paró y la miró airadamente.

– Ah, no seas tan subceptible -le regañó ella-. Tienes que admitir que cuando menos es ironicamente divertido.

– ¡Divertido! -otra vez cerró sus manos de golpe abajo sobre sus caderas-. Me gustaría saber que es tan condenadamente divertido. Tienes que ser consciente de lo que puede ocurrir entre nosotros en esa casa esta noche.

Un camión pasó a su lado, sacudiendo el pelo de Francesca contra su mejilla. Ella sintió su pulso saltando en su garganta.

– No sé que quieres decir -contestó ella con altanería.

Él le dirigió una mirada desdeñosa, diciéndole sin palabras que pensaba que ella era la hipócrita más grande del mundo. Ella lo miró airadamente y luego decidió que la mejor defensa era un buen ataque.

– Incluso si tuvieras razón, que no la tienes, no tienes que comportarte como si fueras a ir a una operación a corazón abierto.

– Posiblemente eso sea mucho menos doloroso.

Por fin una de sus pullas dió en el blanco, y fue ella ahora quién dejó de andar.

– ¿Realmente piensas eso? -preguntó realmente dolida.

Él metió una mano en el bolsillo de su corta-vientos y dio patadas a una piedra con su pie.

– Desde luego que lo pienso.

– No te creo.

– Pues créelo.

Su cara debía parecer tan desolada, porque su expresión se ablandó y dio un paso hacia ella.

– ¡Ah! Francie…

Antes de que cualquiera de ellos supiera lo que sucedía, ella estaba en sus brazos y él con lentitud bajaba su boca a la suya. El beso comenzó suave y dulce, pero estaban tan hambrientos el uno del otro que eso cambió casi inmediatamente.

Sus dedos se movían por su pelo, peinándolo atrás de sus sienes para coger la cara en sus manos. Ella envolvió sus brazos alrededor de su cuello y, de puntillas, separó los labios para dar la bienvenida a su lengua.

El beso los sacudió. Se parecía a un gran tifón que arrastraba todas sus diferencias con su fuerza. Una de sus manos bajó a sus caderas, levantándola del suelo. Sus labios se movían de la boca al cuello y de nuevo a su boca.

Su mano encontró la piel desnuda donde su chaqueta y suéter se habían elevado encima de sus pantalones, y la acarició hacia arriba a lo largo de su columna. En pocos segundos, estaban acalorados y sudorosos, maduros, listos para comerse el uno al otro por completo.

Un coche pasó a su lado, tocando el claxon, y silbando por la ventana. Francesca quitó los brazos de su cuello.

– Para -gimió-. No podemos… Ah, Dios…

Él la bajó despacio al suelo. La piel le ardía.

Despacio, Dallie retiró su mano de debajo de su suéter y la dejó ir.

– La cosa es -dijo él, su voz ligeramente sin aliento-. Cuando este tipo de cosas pasa entre la gente, esta clase de química sexual, pierden el sentido común.

– ¿Este tipo de cosas te pasa a menudo? -dijo ella, de repente tan nerviosa como un pavo viéndo panderetas.

– La última vez fue cuando tenía diecisiete años, y me prometí que aprendería una lección de ello. Maldita sea, Francie, tengo treinta y siete años, y tú cuantos, ¿treinta?

– Treinta y uno.

– Somos bastante mayores para esto, pero aquí estamos, actuando como un par de adolescentes calientes -sacudió su cabeza rubia con repugnancia-. Será un milagro si no terminas con un estúpido chupetón en el cuello.

– No me culpes a mí -replicó ella-. Llevo tanto tiempo sin catarlo que hasta tú ahora me pareces bueno.

– Pensé que tú y el Príncipe Stefan…

– Lo haremos. Sólo que aún no ha llegado el momento.

– Estando así seguramente no puedas postergarlo más.

Comenzaron a andar otra vez. Poco después, Dallie tomó su mano y le dio un apretón apacible. Su gesto debería haber sido amistoso y consolador, pero esto envió hilos de calor viajando por el brazo de Francesca. Decidió que el mejor modo de disipar la electricidad entre ellos era usar la voz fría de la lógica.

– Todo ya es tan complicado para nosotros. Esta atracción sexual va a hacerlo todavía más imposible.

– Hace diez años podías besar de primera, cariño, pero desde entonces te has movido en las grandes ligas.

– No hago esto con todos -contestó ella con irritación.

– No te ofendas, Francie, pero recuerdo que cuando hace diez años comenzamos a acostarnos, tú tenias muchas carencías…y eso que aprendías realmente rápido. ¿Me dices por qué tengo la sensación que has practicado mucho desde entonces?

– ¡No es cierto! Soy terrible con el sexo. Esto… estropea mi pelo.

Él rió entre dientes.

– No me parece que te preocupes demasiado por tu peinado ahora, aunque lo llevas precioso, ni de tu maquillaje, también, a propósito.

– Ah, Dios – gimió-. Tal vez deberíamos fingir que nada de esto ha pasado, y dejar las cosas como estaban.

Él metió su mano, con la suya, en el bolsillo de su anorak.

– Cariño, tú y yo hemos estado rondándonos desde que nos hemos vuelto a encontrar, oliéndonos y gruñendo como un par de perros en celo. Si no dejamos a las cosas que tomen su curso natural pronto, vamos a terminar totalmente chiflados -hizo una pausa un momento-. O ciegos.

En vez de discrepar con él, como debería hacer, Francesca se encontró diciendo:

– Suponiendo que decidamos seguir adelante con esto, ¿cúanto tiempo crees que nos llevará terminar con ello?

– No lo sé. Somos completamente diferentes. Mi opinión es que si lo hacemos dos o tres veces, el misterio se irá, y pondremos punto y final.

¿Él tenía razón? Ella se preguntó. Desde luego él tenía razón. Esta clase de química sexual era como una llamarada… era poderosa y rápida, pero no duraba demasiado.

Una vez más hacía un problema demasiado grande del sexo. Dallie actuaba con completa normalidad y ella lo haría también. Era una oportunidad perfecta de sacarlo de su sangre sin perder la dignidad.

Caminaron el resto del camino hacía la finca en silencio. Cuando entraron, él realizó todos los rituales del perfecto anfitrión colgando sus chaquetas, ajustando el termostato para que la casa fuera cómoda, llenando unos vasos de vino de una botella que había traído de la cocina. El silencio entre ellos había comenzado a ser opresivo, y ella se refugió en el sarcasmo.

– Si esa botella tiene tapón de rosca, no creo que me guste.

– He sacado el corcho con mis propios dientes.

Ella reprimió una sonrisa y se sentó sobre el canapé, sólo para descubrir que estaba demasiado nerviosa para quedarse quieta. Se levantó.

– Voy a usar el cuarto de baño. Y, Dallie… no he… no he traido ninguna protección. Se que es mi cuerpo, y me siento responsable de el, pero no he planeado acabar en tu cama, todavía no he decidido si lo haré, pero si lo hago, si lo hacemos…si tú no has traído nada tampoco, será mejor que me lo digas ahora mismo.

El sonrió.

– Tomaré precauciones.

– Será lo mejor -le miró poniendo su ceño más feroz, porque todo se movía demasiado rápido para ella. Sabía que se preparaba a hacer algo que luego lamentaría, pero no parecía tener la voluntad para pararse. Era porque había estado célibe durante un año, razonó. Esta era la única explicación.

Cuando volvió del cuarto de baño, él estaba sentado en el sofá, con una bota atravesando su rodilla, bebiendo un vaso de jugo de tomate. Ella se sentó en el lado opuesto del canapé, no apoyada contra el brazo, precisamente, pero tampoco demasiado cerca de él.

Él la observó con interés.

– Santo Dios, Francie, relájate un poquito. Comienzas a ponerme nervioso.

– No te creo -replicó-. Están tan inquieto como yo. Sólo que tú lo ocultas mejor.

Él no lo negó.

– ¿Quieres que tomemos una ducha juntos para calentarnos?

Negó con la cabeza.

– No quiero quitarme la ropa.

– Eso va a ser bastante dificil.

– Creo que no. Únicamente me quitaré la ropa, si es que decido desnudarme, cuando considere que estoy tan caliente que ya no lo soporte.

Dallie sonrió abiertamente.

– ¿Sabes una cosa, Francie? Me estoy divirtiendo mucho estando aquí sentado hablando contigo. Casi lamento comenzar a besarte.

Entonces ella comenzó a besarlo a él, porque simplemente ya no podía aguantarse más.

Ese beso era aún mejor que el de la carretera. Su esgrima verbal les había puesto a ambos al límite y había una brusquedad en sus caricias que parecieron exactamente apropiadas para un encuentro que ambos sabían que era una insensatez.

Cuando sus bocas se juntaron y sus lenguas se tocaron, Francesca otra vez tuvo la sensación que el resto del mundo había ido a la deriva.

Ella metió las manos bajo su camisa. En cuestión de segundos, su suéter era sacado y los botones de su blusa de seda abierta. Su ropa interior era hermosa… dos copas de seda color marfil cubrían sus senos.

Él retiró con reverencia una de ellas para encontrar el pezón y chuparlo.

Cuando no pudo soportarlo más, ella tiró de su cabeza y comenzó un ataque implacable sobre su labio inferior, perfilando la curva con su lengua, con cuidado mordiéndole con sus dientes. Finalmente ella resbaló sus dedos a lo largo de su espina dorsal y los metió dentro de la cinturilla de sus vaqueros.

Él gimió y la dejó de pie, quitandóle la ropa apresuradamente, primero los pantalones y luego los zapatos y los calcetines.

– Quiero verte -dijo él con voz ronca, liberando la blusa de seda de sus hombros. La tela parecía una caricia cuando se deslizó hacia abajo sobre sus brazos.

Dallie recobró el aliento.

– ¿Toda tu ropa interior se parece a esta, como sacada de una fantasia de lujo?

– Cada bit de ella -se elevó de puntillas para darle un mordisco en su oreja. Sus dedos juguetearon con las dos pequeñas cuerdas sobre su cadera que sostenía el diminuto triángulo de seda en su lugar, dejando la curva de su muslo desnudo. La carne de gallina se deslizó sobre su piel.

– Llévame arriba -susurró.

Él pasó su brazo bajo sus rodillas, la levantó, y la sostuvo cerca de su pecho.

– Pesas menos que una bolsa llena de palos, cariño.

Su dormitorio era grande y cómodo, con una chimenea al fondo y una cama metida bajo un techo inclinado. Él la puso con cuidado encima de la colcha y luego alcanzó hacia los delicados lazos en sus caderas.

– No, no -le apartó la mano y señaló hacia el centro del cuarto-. Actúa tú primero, soldado.

Él la miró con desconfianza.

– ¿Qué actúe?

– Tu ropa. Entreten a la tropa.

– ¿Mi ropa? -frunció el ceño-. Pensaba que tal vez querrías hacerlo tú por mí.

Ella negó con la cabeza y se apoyó atrás en un codo, dedicándole una sonrisa maliciosa.

– Empieza.

– Esto, escucha, Francie…

Levantando una lánguida mano, señaló otra vez hacia el centro del cuarto.

– Házlo muy despacio, guapo -ronroneó-. Quiero disfrutar cada minuto.

– ¡Ah!, Francie… -miró con ansia hacia las copas idénticas de su sujetador y luego hacía el pequeño triángulo de seda. Ella abrió ligeramente sus piernas para inspirarlo.

– No creo que sea un espectáculo muy interesante ver desnudarme -se quejó mientras se colocaba en el centro de la habitación.

Ella pasó los dedos con delicadeza sobre el triángulo de la seda.

– Eso no me parece muy adecuado. Por lo que a mi respecta, los hombres como tú fueron puestos en este mundo para entretener a mujeres como yo.

Sus ojos siguieron sus dedos.

– ¿Ah, sí?

Ella jugó con la pequeña cuerda.

– Fuerza física, ningún cerebro, ¿qué más sabes hacer bien?

Levantando su mirada fija, él le lanzó una sonrisa burlona perezosa y despacio comenzó a desabotonar sus puños.

– Bien, ahora, creo que estás a punto de averiguarlo.

Francesca sintió una oleada de flujo de calor por su sangre. El acto simple de desatar un puño de camisa de repente la golpeó como la cosa más erótica que alguna vez hubiera visto. Dallie debió notar que su respiración se aceleraba, porque una sonrisa parpadeaba en la esquina de su boca y luego desapareció cuando comenzó a mirarla en serio.

Se tomó su tiempo para desabrochar el resto de los botones de la camisa y luego dejarla colgar abierta por un momento antes de quitársela y echarla lejos. Separó los labios suavemente. Ella admiró sus músculos cuando se agachó para quitarse las botas y los calcetines.

Vestido sólo con unos vaqueros y un ancho cinturón de cuero, se enderezó y metió un pulgar en la presilla del pantalón.

– Quítate el sujetador -dijo-. No me quito nada más hasta que no vea algo bueno.

Ella fingió pensarlo y entonces lentamente llevó las manos a la espalda para desenganchar el pequeño cierre. Los tirantes bajaron por sus hombros, pero mantuvo las copas sobre los senos.

– Quítate el cinturón primero -dijo con voz profunda y gutural-. Y luego desabrochalos.

Él sacó el cinturón de las presillas. Lo dejó colgar un momento, con la hebilla agarrada con el puño. Entonces la sorprendió tirándolo a la cama, dónde cayó al lado de sus tobillos.

– En caso de tener que usarlo -dijo con voz atractivamente traviesa.

Ella tragó con fuerza. Él empezó a bajar lentamente la cremallera de los vaqueros, revelando su abdomen plano.

Y luego dejó quieta la mano, esperando. Ella se quitó poco a poco el sostén, con delicadeza arqueando la espalda para que él tuviera una buena visión. Ahora fue él quien tragó con fuerza.

– Los vaqueros, soldado -susurró ella.

Él terminó de bajar la cremallera, metió sus pulgares dentro de la cinturilla, bajó los vaqueros con sus calzoncillos juntos, y se los quitó. Él finalmente estaba de pie desnudo ante ella.

Sin ninguna timidez, ella lo miró con fruicción. Él estaba duro y orgulloso, suave, brillante y hermoso. Ella se recostó de espaldas y puso la cabeza encima de la almohada, el pelo como una corona alrededor de ella, mirándolo mientras caminaba hacía la cama.

Alcanzando abajo con su índice, él acarició una línea larga desde su garganta a la cima del triángulo de sus bragas.

– Abre los lazos -le pidió.

– Hazlo tú.

Él se sentó sobre el borde de la cama y alcanzó una de las cintas de satén. Ella agarró su mano.

– Con la boca.

Él rió entre dientes, pero se inclinó a hacer lo que le pedía.

Cuando le quitó la sedosa prenda de entre las piernas, la besó y comenzó a acariciarla por dentro de los muslos. Ella comenzó a su vez una misión exploratoria, tocándolo con sus manos avaras. Después de unos minutos, él gimió y se separó para alcanzar el cajón de la mesita de noche. Cuando él le dio la espalda, ella se rió y se puso de rodillas para hocicar su cuello.

– Nunca envíes a un hombre para hacer el trabajo de una mujer -susurró. Moviéndose alrededor de él, asumió su tarea, perdiendo el tiempo y bromeando hasta que su piel estuvo húmeda de sudor.

– Maldita sea, Francie, -dijo con voz ronca-. Si sigues así y no vas a conseguir nada de este encuentro, salvo recuerdos aburridos.

Ella rió y cayó sobre las almohadas, separando sus piernas para él.

– Dudo eso, de todas maneras.

Él se aprovechó lo que ella le ofrecía, atormentándola con caricias expertas hasta que le suplicó que parara, y luego besos que la dejaban sin aliento.

Cuando finalmente entró en ella, ella clavó sus uñas en sus caderas y gritó. Él se encabritó, penetrándola más profundamente. Comenzaron a hablar en pequeñas palabras jadeantes.

– Por favor.

– Es tan bueno…

– Sí… más fuerte…

– Dulce…

Los dos estaban acostumbrados a que los consideraran grandes amantes, dar, pero siempre manteniendo el control.

Sin embargo ahora, estaban calientes y húmedos, absorbidos por la pasión, ajenos a todo salvo de ofrecer sus hermosos cuerpos al otro. Llegaron al clímax, con un segundo de diferencia, con un ruidoso abandono, llenando el aire con gemidos, gritos y obscenidades jadeantes.

Después, ningúno pudo decir quien era el más avergonzado.

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