10. El viejo jefe

El viejo jefe era duro. Había sobrevivido a los golpes, las caídas, el agotamiento, la exposición y el desastre con su voluntad intacta, conservando casi totalmente su inteligencia.

Había algunas cosas que no comprendía, y otras a veces las olvidaba. De todos modos estaba contento de haber salido de la sofocante oscuridad de la Casa del linaje, donde el estar sentado junto al fuego le había hecho sentirse como una mujer; eso estaba claro para él. Le gustaba (siempre le había gustado) esta ciudad de los lejosnatos fundada sobre las rocas, iluminada por el sol, barrida por los vientos construida antes de que ninguno de los vivientes hubiera nacido y que aún permanecía desafiante en el mismo lugar. Era una ciudad mucho mejor construida que Tevar. Sobre Tevar él no tenía siempre ideas claras. A veces recordaba los gritos, los techos ardiendo, los cadáveres despedazados y despanzurrados de sus hijos y nietos. A veces no. La voluntad de sobrevivir era muy fuerte en él.

Poco a poco fueron llegando otros refugiados, algunos de las Ciudades de Invierno saqueadas en el norte; en conjunto había ahora unos trescientos miembros de la raza de Wold en la ciudad lejosnata. Era extraño ser pocos, ser débiles, vivir de la candad de los parias, y algunos tevaranos, particularmente entre los hombres de mediana edad, no pudieron soportarlo. Se sentaron en Ausencia con las piernas cruzadas, los ojos semicerrados, como si se los hubieran estado frotando con aceite de gesina. También algunas de las mujeres, que habían visto cómo despedazaban a sus hombres en las calles y casas de Tevar, o que habían perdido hijos, lloraban afligidas sintiéndose enfermas. Mas para Wold el colapso del mundo tevarano era sólo parte del colapso de su propia vida. Sabiendo que su muerte se aproximaba, miraba con gran benevolencia a cada día y a los jóvenes, humanos o lejosnatos: eran los que tenían que seguir luchando.

La luz del sol brillaba ahora en las calles de piedra, relucía en las fachadas pintadas de las casas, aunque había como una vaga y sucia mancha en el cielo, por encima de las dunas del norte. En la gran plaza, enfrente de la casa llamada Thiatr, donde habían sido albergados todos los humanos, Wold fue saludado por un lejosnato. Tardó un rato en reconocer a Jakob Agat. Luego soltó una risita y dijo:

—¡ Alterra! Tú solías ser un mozo muy guapo. Te pareces a un hechicero de Pernmek sin dientes en la boca. ¿Dónde está… —se había olvidado del nombre de ella—, dónde está mi parienta?

—En mi casa. Mayor.

—Eso es una vergüenza —dijo Wold.

No le importaba si ello ofendía a Agat. Éste era ahora su señor y jefe, por supuesto; pero quedaba el hecho de que era vergonzoso mantener una querida en la tienda o la casa de uno. Lejosnato o no. Agat debía observar las reglas fundamentales de la decencia.

—Ella es mi esposa. ¿Qué hay de malo en ello?

—He oído mal; mis oídos son viejos —respondió Wold cauteloso.

—Que ella es mi esposa.

Wold alzó la mirada, encontrándose por primera vez directamente con los ojos de Agat. Los ojos de Wold eran de un amarillo pálido como el sol invernal, y ningún blanco se mostraba bajo los sesgados párpados. Los ojos de Agat eran negros, con iris y pupila oscura con ángulo blanco en la cara morena: ojos extraños para mirarlos de frente, sobrenaturales. Wold apartó la mirada. Las grandes casas de piedra de los lejosnatos se elevaban todo alrededor de él, limpias, brillantes y antiguas a la luz del sol.

—Yo tomé una esposa de vosotros, lejosnato —dijo al final—; pero nunca pensé que tú tomarías una de mí. La hija de Wold casada entre los falsoshombres, sin poder tener hijos.

—No tiene por qué lamentarse —le contestó el joven lejosnato impasible y firme como una roca— Yo soy tu igual, Wold En todo, excepto en la edad. Tú tuviste una esposa lejosnata una vez. Ahora tienes un yerno lejosnato. Si quisiste a una, bien puedes tragarte al otro.

—Es duro —dijo el anciano con triste sencillez. Hubo una pausa— No somos iguales, Jakob Agat. Mi pueblo esta muerto o quebrantado. Tú eres un jefe, un señor. Yo no lo soy. Pero yo soy un hombre y tú no lo eres. ¿Qué semejanza hay entre nosotros?

—Por lo menos que no haya inquina ni odio entre nosotros —repuso Agat, aun inconmovible.

Wold miró a su alrededor y al final, lentamente, se encogió de hombros con aire ausente.

—Bien, entonces podemos morir juntos —dijo el lejosnato con aquella risa suya sorprendente. Nunca se sabe cuándo un lejosnato se iba a echar a reír—. Creo que 1os gaales nos atacarán dentro de unas horas, Mayor.

—¿De unas horas?

—Pronto. Puede que cuando el sol esté alto.

Estaban de pie junto a la arena, ahora vacía. Un disco ligero yacía abandonado a sus pies. Agat lo tomó del suelo y, sin proponérselo, como un muchacho, lo arrojó al otro lado del palenque. Mirando a dónde cayó, dijo:

—Ellos son veinte por cada uno de nosotros. Así que, si saltan las murallas o atraviesan la puerta… voy a enviar a todos los niños otoñonatos y sus madres al Rimero. Con los puentes levadizos alzados es imposible tomarlo, y allí hay agua y alimentos para quinientas personas que les durará por lo menos una fase lunar. Tiene que haber algunos hombres con las mujeres. ¿Por qué no escoge usted a tres o cuatro de sus hombres, y toma a todas las mujeres con sus niños y los leva allí? Deben de tener un jefe. ¿Le parece bien este plan?

—Sí, pero yo me quedaré aquí —manifestó el anciano.

—Muy bien, Mayor —respondió Agat sin la menor entonación de protesta, impasible su rostro áspero y cicatrizado—. Por favor, escoja a los hombres que han de ir con las mujeres y niños. Deben de irse cuanto antes. Kemper conducirá a nuestro grupo.

—Yo iré con ellas —declaró el anciano, exactamente en el mismo tono.

Y Agat pareció un poco desconcertado. Así que era posible desconcertarlo. Pero se mostró de acuerdo inmediatamente. Su deferencia hacia Wold era un cortés fingimiento, por supuesto. ¿Qué razones tenía él para mostrarse deferente con un anciano moribundo que incluso entre su propia tribu ya no era un jefe? Pero siguió manteniendo esta actitud, por muy tontamente que Wold le replicara. Era verdaderamente una roca. No había muchos hombres como él.

—Mi señor, mi hijo, mi igual —dijo el anciano, haciendo la mueca y poniendo sus manos sobre el hombro de Agat—. Mándame donde quieres que vaya. Ya no sirvo de nada, Todo lo que puedo hacer es morir. Vuestra roca negra parece un mal sitio para morir; pero yo lo haré si lo deseas…

—De todos modos mande que algunos hombres se queden con las mujeres —dijo Agat—. Que sean resueltos para evitar que el pánico haga presa en las mujeres. Ahora tengo que ir a la Puerta de Tierra, Mayor, ¿quiere venir?

Agat, ágil y rápido, se marchó. Apoyándose en una lanza lejosnata de metal brillante, Wold subió lentamente las calles y escalones. Pero cuando estaba sólo a mitad de camino tuvo que detenerse a tomar aliento, y entonces comprendió que debía regresar y enviar a las jóvenes madres y sus críos a la isla, como Agat le había pedido. Se volvió y empezó a bajar. Cuando vio cómo arrastraba los pies por las piedras comprendió que debía obedecer a Agat e ir con las mujeres a la isla negra, porque aquí no haría más que estorbar.

Las brillantes calles estaban vacías, exceptuando a algún lejosnato que de vez en cuando pasaba apresuradamente para ir a alguna parte. Todos estaban ya preparados o terminando sus preparativos, en sus puestos o cumpliendo su deber. Si los hombres de los clanes de Tevar se hubieran preparado, si hubieran marchado hacia el norte para salir al encuentro de los gaales, si hubieran mirado hacia el futuro del modo como Agat parecía mirar… No era de extrañar que la gente llamara brujos a los lejosnatos. Pero había sido culpa de Agat que ellos no se hubieran puesto en marcha. Había permitido que una mujer se interpusiera entre aliados. Si él, Wold, hubiera sabido que la chica iba a hablar de nuevo con Agat, la habría matado tras las tiendas, y habría arrojado su cuerpo al mar, y Tevar seguiría en pie…

En ese momento ella salió por la puerta de una casa de piedra. Al ver a Wold se detuvo.

Él se dio cuenta de que aunque ella se había atado atrás su pelo, como hacían las mujeres casadas, seguía llevando la túnica de cuero y pantalones estampados con la flor del día trifoliada, la marca del clan de su Linaje.

No se miraron el uno a la otra a los ojos.

Ella no habló. Wold le preguntó al final, porque lo pasado estaba pasado, y él había llamado a Agat «hijo»:

—¿Te marchas a la isla negra o te quedas aquí, parienta? —Me quedo aquí, Mayor.

—Agat me envía a la isla negra —explico él en tono vago e irguiéndose un poco en su rigidez mientras permanecía, allí a la fría luz del sol, con sus pieles manchadas de sangre, apoyándose en la lanza.

—Creo que Agat teme que las mujeres no quieran irse a menos que las dirija usted o Umaksuman. Y Umaksuman se halla al frente de nuestros guerreros, que guardan la muralla norte.

Ella había perdido toda su ligereza, su cauterizante insolencia sin objeto; ahora se mostraba decidida y gentil. De repente él la recordó vividamente como una niña, la única que había habido en aquellas tierras de Verano, la hija de Shakatany, la nacida en el Verano.

—Así que eres la esposa de Alterra —le dijo.

Y esta idea acudiendo a su memoria y sobreponiéndose al recuerdo de ella como una niña risueña y voluntariosa le confundió de tal modo que no oyó lo que ella le respondía.

—¿Por qué no nos vamos todos los de la ciudad a la isla, si aquélla no puede ser tomada?

—No hay bastante agua, Mayor. Los gaales se vendrían a vivir a esta ciudad, y nosotros moriríamos en aquella roca.

Él pudo ver, más allá de los tejados de la Sala de la Liga, una parte de la calzada. La marea había subido. La marea había subido. Las olas relumbraban más allá del negro saliente del fuerte de la isla.

—Una casa construida sobre agua marina no es casa para hombres —dijo con voz fatigada—. Está demasiado cercana a tierra que hay bajo el mar… Y ahora escucha, había una cosa que yo quería decirle a Arilia…, a Agat. Aguarda. ¿Qué era? Lo he olvidado. No sigo el hilo de mis pensamientos…—Trató de recordar, pero no le vino nada a la memoria—. Bueno, no importa. Los pensamientos de los viejos son como polvo. Adiós, hija.

Prosiguió, cojeando y arrastrando los pies, pesado, y cruzó la Plaza hasta el Thiatr, donde ordenó a las jóvenes madres que reunieran a sus hijos y lo siguieran. Entonces dirigió su última expedición, un rebaño de mujeres acobardadas y de niños llorosos que le seguían, y los tres hombres jóvenes que él había escogido para que fueran con él, atravesando la vasta y vertiginosa carretera aérea hasta aquella casa negra y terrible.

Aquel lugar estaba silencioso y hacia frío dentro. En las altas bóvedas de las habitaciones no se oía nada más que el ruido del mar golpeando y bañando las rocas de más abajo. Sus gentes se amontonaron confusamente en una sola y gran habitación. Le hubiera gustado que la vieja Kerly estuviera allí, pues le habría servido de ayuda: pero ella yacía muerta en Tevar o en los bosques. Al final, dos mujeres valerosas consiguieron que las otras se pusieran a trabajar: hallaron grano para hacer gachas de harina de bhan, agua y leña para hacer hervir el agua. Cuando las mujeres y los niños de los lejosnatos vinieron con su guardia de diez hombres, las tevaranas les pudieron ofrecer comida caliente. Ahora había quinientas o seiscientas personas en el fuerte, por lo que éste estaba bastante lleno. El eco devolvía las voces; se veían niños por todas partes, casi como si fuera el lado de las mujeres en una Casa de Linaje en la Ciudad de Invierno. Pero desde las estrechas ventanas, a través de la piedra transparente que impedía el paso del viento, se podía mirar hacia abajo hasta el agua que chorreaba en las rocas al pie del acantilado, cuyas crestas pulverizaba el viento.

El viento estaba cambiando de dirección, y la mancha que había en el cielo se volvió calina en su parte norte, de modo que alrededor del pequeño y pálido sol se formó un gran círculo blancuzco: el círculo de nieve. Eso era, eso es lo que él había querido decir a Agat. Que iba a nevar. No como un pequeño espolvoreo de sal al igual que la última vez, sino una gran nevada invernal. La ventisca… Esta palabra, que él no había oído o dicho durante tanto tiempo, le sonó extraña. Morir, entonces. Debía volver a través del paisaje sombrío y constante de su juventud, debía reentrar en el mundo blanco de las tormentas.

Aún siguió junto a la ventana; pero no vio el agua ruidosa de más abajo. Estaba recordando el Invierno. Mucho bien haría a los gaales haber tomado Tevar, y Landin también. Esta noche y mañana ellos podrían saciarse de carne de hann y grano. Pero, ¿hasta dónde podrían llegar cuando la nieve empezara a caer? La nieve de verdad, la ventisca que nivelaba los bosques y llenaba los valles, y los vientos crudísimos que seguían. ¡Correrían cuando ese enemigo se les echara encima! Habían permanecido en el norte demasiado tiempo. Wold de repente soltó una risa aguda y sarcástica, y se apartó de la cada vez más oscura ventana. Había sobrevivido a su jefatura, a sus hijos, a su utilidad, y tenía que morir aquí en una roca sobre el mar; pero tenía grandes aliados, y le servían grandes guerreros, más grandes que Agat o cualquier otro hombre. La Tormenta y el Invierno luchaban a favor de él, y él sobreviviría a sus enemigos.

Andando pesadamente se dirigió hacia el hogar, desató su bolsa de gesina, soltó un pedacito sobre los carbones encendidos e inhaló profundamente tres veces. Tras ello gritó:

—¡Bueno, mujeres! ¿Están ya las gachas?

Le sirvieron dócilmente, y él comió satisfecho.

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