11. El asedio de la ciudad

Durante el primer día de asedio, Rolery estuvo ocupada con otras mujeres en mantener aprovisionados a los hombres que había en murallas y tejados, con lanzas —inacabadas fibras de hierbaholn—, grandes y toscas con un extremo acabado en una larga punta, que pesaban unos ochocientos gramos. Apuntando bien, con ellas se podía matar, e incluso en manos inexpertas una lluvia de ellas eran un buen disuasivo contra un grupo de gaales que tratara de colocar una escalera sobre la curva muralla de la parte de tierra. Ella había llevado manojos de esas lanzas subiendo escaleras interminables, y las fue pasando como una más de la cadena de personas que se las pasaban a otras en otras escaleras, corrió con ellas por las calles azotadas por el viento, y aún tenía clavadas en la mano astillas pegajosas tan finas como un cabello. Pero ahora, desde que amaneció, había estado subiendo piedras para las catapultas, aquellas cosas que arrojaban piedras como si fueran hondas enormes, que habían sido colocadas en la Puerta de Tierra. Cuando numerosos gaales acudieron a la puerta para emplear sus arietes, aquellas enormes piedras que caían zumbando y golpeando entre ellos, los dispersaban y los volvían a dispersar. Sin embargo, para mantener en marcha las catapultas hacían falta enormes montones de piedras. Los muchachos no paraban de arrancar adoquines de las calles cercanas, y su equipo le mujeres llevaban corriendo ocho o diez a la vez en una especie de caja de patas redondas hasta los hombres que manejaban las catapultas. Ocho mujeres tiraban a mismo tiempo, con su arreo de cuerdas. La pesada caja cargada con tanta piedra parecía inamovible, hasta que al final, conforme ellas tiraban, las patas redondas giraban repentinamente, y con ella traqueteando y dando tumbos detrás, la subían colina arriba hasta la puerta de la muralla en una carrera agotadora, la descargaban, se detenían jadeantes un minuto y se apartaban los cabellos de sus ojos, y luego arrastraban la ahuecada y vacía carretilla en busca de más. Habían estado haciendo esto toda la mañana. Las piedras y cuerdas habían levantado ampollas en las duras manos de Rolery. Ella arrancó cuadriles de su fina falda de cuero y se los ató en las palmas de sus manos con correas de sandalia; ello le fue muy bien y las otras la imitaron.

—Ojalá no hubieran olvidado ustedes como hacer erkars —gritó ella a Seiko Esmit en una ocasión en que avanzaban traqueteando calle abajo con aquella carretilla difícil de manejar tras ellas.

Seiko no le contestó, quizá no la había oído. Ella continuaba con este trabajo agotador (parecía no haber personas débiles entre los lejosnatos); pero el esfuerzo al que estaban sometidas pudo con Seiko; ésta trabajaba como si estuviera en trance.

En una ocasión, a medida que ellas se acercaban a la puerta, los gaales empezaron a arrojar tizones que caían humeantes sobre las piedras y los tejados. Seiko se había esforzado tirando de las cuerdas como una bestia en una trampa, acobardándose conforme caían aquellos objetos humeantes.

—Ya se van, esta ciudad no puede arder —le dijo Rolery en voz baja.

Pero Seiko, volviendo la cara, contestó:

—Tengo miedo del fuego, tengo miedo del fuego.

Pese a ello, cuando un joven ballestero que estaba allá arriba en la muralla, golpeado en la cara por una honda gaal, cayó de espaldas desde la repisa del paramento, se estrello con brazos y piernas abiertos al lado de ellas, derribó a dos de las mujeres enganchadas a la carretilla, y salpicando sus faldas con su sangre y cerebro, fue Seiko la que se acercó a él, y colocó aquella destrozada cabeza sobre sus rodillas, susurrando unas palabras de adiós al muerto.

—¿Era pariente tuyo? —le preguntó Rolery cuando Seiko volvió a engancharse a la correa y prosiguieron su trabajo.

La mujer alterrana le contestó:

—Todos somos parientes en la Ciudad. Él era Jonkendy Li, el más joven del Consejo.

Un joven luchador en la arena de aquella gran plaza, brillando de sudor y gozoso por el triunfo, diciéndole que ella fuera por donde quisiera en su ciudad. Fue el primer lejosnato que le había hablado.

Seiko no había visto a Jakob Agat desde anteanoche, porque cada persona, humana o lejosnata que se había quedado en Landin tenía su tarea y lugar, y Agat estaba en todas partes, defendiendo una ciudad de mil quinientos contra una fuerza de quince mil. Y en el transcurso del día el cansancio y el hambre disminuyeron sus fuerzas, ella empezó a verlo también caído de bruces sobre unas piedras manchadas de sangre, allá abajo en el otro principal punto de ataque, la Puerta del Mar sobre los acantilados. Su grupo de mujeres paró de trabajar para comer pan y fruta seca traídos por un animoso muchacho que arrastraba una carreta de patas redondas llena de provisiones; una muchachita muy seria que llevaba un pellejo lleno de agua les dio de beber. Rolery cobró ánimos. Estaba segura de que todos morirían, porque ella había visto, desde los tejados, cómo el enemigo ennegrecía las colinas; parecían interminables, a pesar de que apenas habían empezado el sitio. También lo estaba de que no matarían a Agat, y como que él viviría, ella viviría también. ¿Qué tenía que hacer la muerte con él? Él era la vida, la vida de ella. Se sentó en los guijarros de la calle poniéndose cómoda para masticar su pan duro. La mutilación, la violación, la tortura y el horror estaban sólo a tiro de piedra de distancia por todos lados; pero allí siguió ella comiendo su pan. Mientras ellos lucharan con todas sus fuerzas y pusieron todo su corazón en ello, tal como estaban haciendo, al menos estaban a salvo del temor.

Pero no mucho después vinieron malos momentos. Cuando arrastraban su pesada carga hacia la puerta, el ruido de la traqueteante carretilla y todos los sonidos fueron ahogados por un increíble alarido procedente de fuera de la puerta, un rugido como el de un terremoto, tan profundo y resonante como para sentirlo en los huesos más que para oírlo. Y la puerta saltó de sus goznes de acero, estremeciéndose. Ella entonces vio a Agat, por un momento. Iba corriendo, dirigiendo un numeroso grupo de arqueros y saeteros en la parte baja de la ciudad, gritando órdenes a otro grupo que había en la muralla conforme corría.

Las mujeres se dispersaron, pues se les ordenó que se refugiaran en las calles cercanas al centro de la ciudad. ¡Jou, jou, jou!, era el grito multitudinario que se oía en la Puerta de Tierra, un ruido tan enorme que parecía que lo hacían las propias colinas, y que se iba a elevar para arrancar a la ciudad de los acantilados y arrojarla al mar. El viento era gélido. Su grupo de mujeres se había disuelto, y todo era confusión. Ella no tenía ningún trabajo al que echar mano. Oscurecía. Los días ya no eran como antes, pues no era hora de que oscureciera. De repente le pareció que se iba a morir, creyó en su muerte; se quedó quieta y gritó conteniendo el aliento, allá en una calle solitaria entre las altas casas vacías.

En una calle lateral unos muchachos arrancaban piedras y las transportaban para elevar las barricadas que habían sido construidas a través de las cuatro calles que llevaban a la plaza principal, reforzando las puertas. Se unió a ellos, para mantenerse caliente, por hacer algo. Trabajaron en silencio, cinco o seis en total, haciendo una labor que era demasiado pesada.

—Nieve —dijo uno de ellos, deteniéndose a su lado.

Ella alzó la mirada de la piedra que iba empujando calle abajo, y vio los blancos copos arremolinándose delante, cayendo cada vez más espesos. Todos se quedaron quietos. El viento había cesado de soplar, y aquella voz monstruosa que aullaba a la puerta se calló. La nieve y la oscuridad vinieron juntos, trayendo el silencio.

—¡Mirad! —exclamó un muchacho, maravillado. Ya no podían ver el final de la calle. Tenue, vacilante y amarillenta se veía la luz de la Sala de la Liga, que sólo estaba a una manzana de casas de distancia.

—Tenemos todo el Invierno para mirar eso —dijo otro muchacho—. Si vivimos para verlo. ¡Vamos! ¡Deben de estar sirviendo la cena en la Sala!

—¿Vienes? —le preguntó el más joven a Rolery.

—Los míos están en la otra casa, en el Thiatr, creo.

—No, comemos todos en la Sala, para ahorrar trabajo, ¡vamos!

Aquellos chicos eran tímidos y bruscos, la trataban como a un camarada. Y se fue con ellos.

Se hizo de noche muy pronto y amaneció muy tarde. Ella se despertó en la casa de Agat, al lado de él, y vio una luz grisácea en las paredes grises, rajas mortecinas que se filtraban a través de las persianas que ocultaban los cristales de las ventanas. Todo estaba tranquilo, completamente tranquilo. Dentro de la casa y fuera de ella no se oía ningún ruido. ¿Cómo podía una ciudad sitiada estar tan en silencio? Pero el asedio y los gaales parecían estar muy lejos, apartados por esta extraña quietud matinal. Ella se quedó inmóvil.

Alguien llamó abajo, aporreando la puerta. Se oyeron voces. El encanto se rompió; el mejor momento pasó. Llamaban a Agat. A ella le costo mucho trabajo despertarlo, y al final, medio adormilado, él se levantó, descorrió la persiana y abrió la ventana, dejando entrar la luz del día.

El tercer día de asedio, el primero de tormenta. La nieve tenía ya una altura de más de treinta centímetros en las calles, y seguía cayendo sin cesar, a veces densa y tranquila, pero siempre empujada por un fuerte viento del norte. Todo había sido silenciado y transformado por la nieve. (Colinas, bosque, campos, todo había desaparecido; no había cielo. Sólo nieve caída y nieve cayendo, al final tan espesa que no se podía distinguir nada.

En dirección oeste, la marea subía y subía entre la silenciosa tormenta. La calzada se curvaba sobre el vacío. No se veía el Rimero. No había cielo ni mar. La nieve había cubierto los oscuros acantilados y ocultado la arena de la playa.

Agat cerró la ventana con pestillo y corrió la persiana. Su rostro aún estaba relajado por el sueño, su voz era ronca:

—No pueden haberse ido —susurró.

Precisamente para decirle eso lo habían llamado desde la calle:

—Los gaales se han ido, se han retirado, corren hacia el sur.

No había nada que decir. Desde las murallas de Landin no se podía ver más que la tormenta. Pero un poco más allá, entre la tormenta, podría haber instaladas mil tiendas de campaña para aguantar el mal tiempo; o puede que no hubiera ninguna.

Algunos exploradores descendieron por el otro lado de la muralla, empleando cuerdas. Tres regresaron diciendo que habían ido hasta la loma del bosque y no habían visto a ningún gaal; pero habían vuelto porque no podían ver la ciudad a cien metros de distancia. Uno no regresó, ¿había sido capturado, o se perdió en la tormenta?

Los alterranos se reunieron en la biblioteca de la Sala; como era costumbre, cualquier ciudadano que lo deseara podía venir a escuchar y deliberar con ellos. El Consejo Alterranos estaba ahora compuesto de ocho miembros, no de diez. Jonkendy Li había muerto, así como Haris, o sea el más joven y el de más edad. Sólo había siete presentes, porque Pilotson estaba de guardia. Pero la sala estaba llena de oyentes silenciosos.

—No se han ido… No están cerca de la ciudad… Algunos… Algunos están…

Alla Pasfal habló con voz pastosa, el pulso le palpitaba en las venas de su cuello, su cara se había vuelto de un color gris barroso. Ella era la mejor entrenada de todos los lejosnatos en lo que ellos llamaban lenguaje mental: podía oír los pensamientos de los hombres más lejos que nadie, y escuchar una mente ignorante de que ella la estaba escuchando.

«Eso está prohibido», había dicho Agat hacía tiempo, ¿hacía una semana?, y se había mostrado opuesto a esta tentativa de descubrir si los gaales seguían acampados cerca de Landin.

—Nunca habíamos quebrantado esa ley —dijo Agat—. Nunca, en todo el Exilio. Sabremos dónde están los gaales en cuanto las nieves desaparezcan; mientras tanto, nos mantendremos vigilantes.

Pero los otros no estuvieron de acuerdo con él, e impusieron su voluntad. Rolery se sintió confusa e inquieta cuando vio que él se retiraba, aceptando la voluntad de la mayoría. Él había tratado de explicarle a ella por qué debía hacer eso; le explicó que él no era el jefe de la ciudad o del Consejo, y que había diez alterranos elegidos quienes gobernaban conjuntamente; pero eso carecía de sentido para Rolery. O bien el era su jefe o no lo era, y si no lo era, estaban perdidos.

Ahora la anciana mujer se retorció, mirando sin ver, tratando de expresar, con palabras que para ella eran impronunciables, semiatisbos en mentes extrañas cuyos pensamientos eran en lengua extranjera; su breve e inarticulado «lo tengo» de lo que las manos de otro ser tocaban.

—Lo tengo… lo tengo…, línea…, cuerda… —balbuceó.

Rolery se estremeció, asustada y disgustada: Agat, que estaba sentado, se apartó de Alla.

Al final Alla se quedó inmóvil, y permaneció un buen rato con la cabeza inclinada.

Seiko Esmit sirvió a los siete alterranos y a Rolery la tacita ceremonial de ti; cada uno de ellos, apenas tocándola con los labios, se la fue pasando a su compañero, y éste a otro hasta que quedó vacía. Rolery miró fascinada al cuenco que Agat le entregaba, antes de beber y pasarlo. Azul, frágil como una hoja, la luz la atravesaba como si fuera una joya.

—Los gaales se han ido —dijo Alla Pasfal en voz alta, elevando su rostro demacrado—. Ahora se han puesto en movimiento, en algún valle entre dos sierras… Eso lo he recibido muy claro.

—El valle de Giln —murmuró uno de los hombres—. A unos diez kilómetros al sur de los Bogs.

—Huyen del Invierno. Las murallas de la ciudad están a salvo.

—Pero la ley ha sido quebrantada —insistió Agat, su voz ronca cortando entre el murmullo de esperanza y júbilo—. Las murallas pueden ser reparadas. Bueno, ya veremos…

Rolery bajó con él la escalera y ambos cruzaron la vasta Sala de la Asamblea, llena de caballetes y mesas, porque el comedor comunal estaba ahora bajo los relojes dorados y los modelos en cristal de los planetas circundando sus soles.

—Vayamos a casa —le dijo él.

Y poniéndose los grandes abrigos de piel con capucha que habían sido proporcionados a todos en los almacenes situados bajo la Sala Vieja, caminaron juntos entre el viento cegador hasta la Plaza.

No habían andado diez pasos cuando salió de la ventisca una figura grotesca embadurnada con rayas rojas sobre blanco, que se paró ante ellos gritando:

— ¡La Puerta del Mar! ¡Están dentro de las murallas! ¡La Puerta del Mar!

Agat echo una rápida mirada a Rolery y desapareció entre la tormenta. En un instante el estruendo de metal sobre metal retumbó en la torre de arriba, el fuerte ruido ahogado por la nevada. Ellos llamaban a ese gran ruido la campana, y antes de que el asedio comenzara, todos habían aprendido sus señales. Cuatro, cinco campanadas, luego silencio, luego cinco de nuevo, y otra vez más: todos los hombres a la Puerta del Mar, a la Puerta del Mar…

Rolery apartó a un lado al mensajero, llevándoselo bajo las arcadas de la Sala de la Liga, antes de que los hombres salieran en tropel por la puerta, sin peto, o poniéndoselo de prisa mientras corrían, armados o desarmados, apresurándose entre la nieve arremolinada, desapareciendo en ella antes de haber cruzado la Plaza.

No vinieron más. Ella pudo oír algún ruido en la dirección de la Puerta del Mar, parecía muy remoto debido al sonido del viento y el apaciguamiento de la nieve. El mensajero se apoyó sobre ella, bajo la protección de la arcada. Estaba sangrando de una profunda herida en el cuello, y habría caído si ella no lo hubiera sujetado Reconoció su cara: era el alterrano llamado Pilotson, y ella lo llamó por su nombre para animarlo y ayudarlo a caminar mientras trataba de meterlo dentro del edificio. Él se tambaleó por la debilidad, y murmuró como si aun tratara de comunicar su mensaje:

—Han irrumpido, están dentro de las murallas…

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