14. El primer día

El frío se hizo más intenso en cuanto llegó la noche. La nieve, que se había derretido bajo el sol, se congeló, formándose un hielo muy resbaladizo. Ocultos en los tejados cercanos o en las buhardillas, los gaales arrojaban sus flechas con las puntas untadas, que al salir disparadas y atravesar la fría atmósfera vespertina parecían pájaros. Los tejados de los cuatro edificios sitiados eran de cobre, los muros de piedra, por lo tanto en ellos no ardía el fuego. Los ataques contra las barricadas cesaron, y ya no fueron arrojadas más flechas o tizones encendidos. De pie ante una barricada, Jakob Agat miró hacia las calles cada vez más oscuras que estaban solitarias entre los sombríos edificios.

Al principio los hombres que estaban en la Plaza aguardaron un ataque nocturno, porque los gaales estaban ya francamente desesperados; pero cada vez iba haciendo más y más frío. Al final Agat ordenó que se mantuviera sólo la mínima vigilancia, y permitió que la mayoría de los hombres fueran a que les curaran sus heridas, comieran y descansaran. Si ellos estaban exhaustos, también lo debían de estar los gaales, y ellos por lo menos estaban vestidos contra el frío, mientras que los gaales no. Ni siquiera la desesperación lanzaría a los nórdicos en esta horrible noche iluminada sólo por las estrellas, con sus escasos andrajos de piel y fieltro. Así que los defensores pudieron dormir, muchos en sus puestos, o acurrucados en las salas y junto a las ventanas de edificios calientes. Y los sitiadores, sin alimentos, se apretujaban alrededor de las hogueras encendidas en habitaciones de piedra de altos techos; y sus muertos yacían rígidos sobre la costra de hielo delante de las barricadas.

Agat no tenía ganas de dormir. No podía entrar en los edificios, dejando la Plaza donde ellos habían estado luchando durante todo el día en defensa de su vida, y que ahora estaba tan tranquila bajo las constelaciones de Invierno: el Árbol, la Flecha, y el Carril de las Cinco Estrellas, así como la Estrella de Invierno orgullosas por encima de los tejados allá por la parte del este: las estrellas del Invierno. Parecían cristales encendidos en la profunda y fría negrura de lo alto.

Él sabía que ésta sería la última noche, su propia última noche, o la de su ciudad, o la última noche de lucha, de lo que fuera, eso él no lo sabía. Conforme fueron pasando las horas, y la Estrella de Nieve se elevó, y un silencio total reinó en la Plaza y en las calles que la rodeaban, empezó a sentir una especie de gozo. Todos dormían, todos los enemigos que había dentro de los muros de la ciudad, y parecía como si él fuera el único que estuviera desvelado; como si la ciudad, con todos sus durmientes y muertos perteneciera a él solo. Ésta era su noche.

Y no quería pasarla en una trampa dentro de una trampa. Dando aviso al adormilado guardián, se subió a la barricada de la calle Esmit, y saltó al otro lado.

—¡Alterra! —le llamó alguien con un murmullo ronco; él se volvió e hizo gesto de que mantuvieran una cuerda lista para él para que cuando volviera pudiese subir por ella, y prosiguió, justo por el centro de la calle. Tenía una convicción de su invulnerabilidad, y de que discutirla habría sido señal de mala suerte. Él la aceptaba, y caminó calle arriba entre sus enemigos como si estuviera dando un paseo después de cenar.

Pasó junto a su casa, pero no se volvió para mirarla. Las estrellas se eclipsaban tras las negras agujas de los tejados y reaparecían, sus reflejos reluciendo en el hielo que había a sus pies. Cerca del extremo superior de la calle, ésta se estrechaba y volvía un poco entre casas que habían estado deshabitadas desde antes que Agat naciera, y luego se abría de improviso a una plazuela bajo la Puerta de Tierra. Las catapultas seguían estando allí, en parte destruidas y desmanteladas por el fuego que les prendieron los gaales, cada una de ellas con un montón de piedras a su lado. El alto portalón había sido abierto y luego vuelto a cerrar, y ahora parecía atrancado. Agat subió las escaleras de una de las torres de la puerta hasta un puesto de guardia en la muralla; recordó que él había mirado hacia abajo desde aquel sitio poco antes de que empezara a nevar, en el momento culminante de la batalla contra el conjunto de los gaales, una rugiente marea de hombres parecida a la marea que subía allá en la playa. De haber tenido más escaleras, los gaales habrían acabado con todos ellos aquel día… Ahora nada se movía; nada hacía el menor ruido. Nieve, silencio, luz de estrellas sobre la ladera y los muertos, árboles cargados de nieve que la coronaban.

Miró hacia atrás en dirección oeste, contemplando en su conjunto la Ciudad de Exilio; un pequeño racimo de tejados que descendían desde este alto puesto en la muralla hasta el acantilado marino. Sobre aquel puñado de piedras las estrellas se movían lentamente hacia el oeste. Agat se quedó inmóvil, sintiendo frío a pesar de su vestimenta de cuero y pieles gruesas, tarareando bajito una jiga.

Finalmente sintió los efectos del cansancio del día, y descendió de aquel punto elevado. Los escalones estaban helados. Resbaló en el penúltimo y no cayó al suelo porque se agarró a la rugosa piedra del muro, y aún tambaleándose se dio cuenta de que algo se había movido al otro lado de la plazuela.

En el negro abismo de una calle que se abría entre dos filas de casas, algo blanco se movió, un ligero movimiento ondulante como una ola vista en la oscuridad. Agat se quedó mirando perplejo, aturdido. Luego aquello salió al gris confuso de la luz de las estrellas: una figura alta, delgada y blanca que corría hacia él rápidamente como un hombre corre, la cabeza sobre el cuello largo y curvado balanceándose un poco de un lado a otro. Y al acercarse hizo un ruido como de un resuello, como gorjeante.

Él no había dejado de tener en sus manos su lanzadardos, pero su mano estaba rígida por la herida de ayer, y el guante le estorbaba: disparó y el dardo hizo blanco, pero aquel monstruo ya había caído sobre él, los cortos antebrazos terminados en garras, alargados, la cabeza hacia delante con su movimiento cambiante y oscilante, una boca redonda muy abierta que enseñaba los dientes. Él se agachó rápidamente en un esfuerzo para hurtar su cuerpo a la primera arremetida de aquel monstruo y de su mordedura; pero éste fue más rápido que él y se agachó también agarrándole, y él sintió las garras de aquellos bracitos de apariencia débil que desgarraban el cuero de sus vestiduras y cayó al suelo sin poderse librar de aquella sujeción. Una terrible fuerza le echó hacia atrás la cabeza, dejando al descubierto su garganta, y vio a las estrellas arremolinarse en el cielo muy por encima de él y apagarse.

Y luego trató de incorporarse en manos y rodillas, sobre piedras heladas, junto al grande y ensangrentado bulto de piel blanca que se crispaba y temblaba. Cinco segundos necesitó el veneno de la punta del dardo para actuar, y casi había sido un segundo de más. La boca redonda aún se cerraba y abría, las piernas, con sus pies anchos y planos que parecían raquetas bombeaban como si el fantasma de las nieves siguiera andando. Los demonios de las nieves cazaban en manadas, recordó Agat de repente, mientras trataba de recobrar el aliento y dominar sus nervios. Los demonios de la nieve cazaban en manadas… Volvió a cargar su arma torpe, aunque metódicamente, y, cuando la tuvo lista, emprendió el camino calle Esmit abajo, no corriendo, no fuera a resbalar en el hielo, ni andando a zancadas. La calle seguía solitaria, y serena, y le pareció muy larga.

Pero al acercarse a la barricada, iba silbando otra vez.

Estaba profundamente dormido en una habitación del Colegio, cuando el joven Shevik, su mejor arquero, vino a despertarle, susurrando de modo apremiante:

—Ven, Alterra, ven, despiértate. Tienes que venir…

Rolery no había venido durante la noche; los otros que estaban en la habitación seguían dormidos.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —preguntó Agat con voz entrecortada, levantándose y poniéndose apresuradamente su destrozado abrigo.

—Ven a la Torre —fue todo lo que Shevik le dijo.

Agat le siguió, al principio con docilidad, luego, ya despertado del todo, empezando a comprender. Cruzaron la Plaza, gris por la primera luz mortecina, subieron corriendo las escaleras circulares de la Torre de la Liga, y echaron un vistazo sobre toda la ciudad. La Puerta de Tierra estaba abierta.

Los gaales se habían reunido allí y estaban saliendo por ella. Era difícil verlos a la media luz de antes de la salida del sol; serían entre mil y dos mil, calcularon los hombres que observaron con Agat, aunque era difícil decirlo. Sólo eran manchas borrosas en movimiento bajo las murallas y sobre la nieve. Salieron por la puerta en fila india o en grupos, desapareciendo uno tras otro bajo la puerta y reapareciendo luego más allá, en la ladera de la colina, iban a paso ligero en una larga línea irregular, en dirección sur. Antes de que hubieran ido muy lejos, la débil luz y los pliegues de la colina los ocultaron; pero antes de que Agat cesara de observar, el horizonte hacia el este había empezado a ponerse brillante, y un frío resplandor alcanzó a la mitad del cielo.

Las casas y las empinadas calles de la ciudad estaban muy tranquilas bajo la luz de la mañana.

Alguien empezó a tocar la campana, justo encima de sus cabezas, en la torre que allí se elevaba, un constante y rápido clamor y estruendo de bronce sobre bronce que aturdía. Tapándose los oídos con las manos, los hombres que había en la torre bajaron corriendo, encontrándose con otros hombres y mujeres a mitad de camino. Todos rieron y gritaron detrás de Agat, y lo alcanzaron; pero éste bajó corriendo las escaleras de piedra, el insistente júbilo de la campana aún martilleándole, y se dirigió a la Sala de la Liga. En aquella enorme, atestada y ruidosa habitación donde los soles dorados flotaban en las paredes y los años y Años eran explicados en esferas de oro, él buscó al ser extraño, a la forastera, a su esposa. Finalmente la encontró, y tomando sus manos le dijo:

—¡Se han ido! ¡Se han ido! ¡Se han ido!

Todos le gritaban a él, y se gritaban entre sí, riendo y llorando. Al cabo de un minuto le dijo a Rolery:

—Ven conmigo. Vamos al Rimero.

Inquieto, exultante, aturdido, quería estar en movimiento, salir de la ciudad y asegurarse de que era de ellos otra vez. Nadie había salido de la Plaza todavía, y cuando ellos cruzaron la barricada del oeste, Agat sacó su lanzadardos.

—Corrí una aventura ayer noche —explicó a Rolery.

Y ella, mirando el rasgón en su abrigo, le dijo:

—Ya lo sabía.

—Lo maté.

—¿Un demonio de las nieves?

—Exacto.

—¿Tú solo?

—Sí. Sólo estábamos los dos, por suerte.

La mirada solemne de la cara de ella mientras se apresuraba por seguir el mismo paso que Agat hizo que él riera de placer.

Salieron a la calzada, corriendo contra el viento helado entre el cielo brillante y las aguas oscuras y espumosas.

La noticia, por supuesto, ya había llegado allí, por el sonido de la campana y el lenguaje mental, y el puente levadizo del Rimero fue bajado tan pronto como Agat se acercó a él. Hombres y mujeres, y niños soñolientos acurrucados en pieles, salieron corriendo a su encuentro, con más gritos, preguntas y abrazos.

Tras las mujeres de Landin, las mujeres de Tevar se quedaron rezagadas, temerosas y tristes. Agat vio que Rolery se dirigía a una de ellas, una joven con el pelo enmarañado y cara manchada de barro. Casi todas ellas se habían cortado el pelo y parecían desaliñadas y sucias, así como los pocos hombres hilfos que se habían quedado en el Rimero. Un poco disgustado por este desagradable espectáculo en esta brillante mañana de victoria, Agat habló a Umaksuman, que había venido para reunir a los de su tribu. Se detuvieron en el puente levadizo, bajo la pared vertical del fuerte negro. Hombres y mujeres hilfos se habían reunido alrededor de Umaksuman, y Agat alzó su voz para que todos le pudieran oír:

—Los hombres de Tevar defendieron nuestras murallas junto con los hombres de Landin. Sean bienvenidos e invitados a quedarse con nosotros o a irse si quieren, a vivir con nosotros o a dejarnos, como quieran. Las puertas de nuestra ciudad están abiertas para vosotros durante todo el Invierno. Sois libres de salir, pues, pero bienvenidos dentro de ellas.

—Escucho —dijo el nativo, inclinando su cabeza rubia.

—Pero, ¿dónde está Wold, el Mayor? Quería decirle…

Entonces Agat se fijó en las caras cubiertas de ceniza y las cortadas cabelleras, comprendiendo. Estaban de luto. Y entonces recordó la muerte de sus amigos, de sus parientes, y dejó de sentir la arrogancia de la victoria.

Umaksuman le dijo:

—El Mayor de mi Linaje pasó bajo el mar con sus hijos que murieron en Tevar. Ayer se fue. Estaban preparando el fuego del amanecer cuando oyeron la campana y vieron que los gaales se iban hacia el sur.

—Yo velaré este fuego —contestó Agat, pidiendo permiso a Umaksuman.

Los tevaranos vacilaron, pero un anciano que estaba a su lado dijo con firmeza:

—La hija de Wold es la esposa de éste: tiene el derecho del clan.

Lo dejaron acercarse, con Rolery y todos los que habían quedado de su pueblo, hasta una alta terraza en el exterior de una galería en la parte del Rimero que daba al mar. Allí sobre una pira de leña partida yacía el cadáver del anciano, deformado por la edad y poderoso, envuelto en un paño rojo, el color de la muerte. Un niño acercó la antorcha y las llamas se elevaron, rojas y amarillas, sacudiendo el aire, empalidecido por la fría primera luz del sol. La marea rechinaba al descender, atronando allá abajo en las rocas al pie de murallas negras cortadas a pico. Al este, sobre las colinas de la cordillera de Askatevar, y al oeste, sobre el mar, el cielo estaba claro; pero hacia el norte se veía una mancha azulina: el Invierno.

Cinco mil noches de Invierno, cinco mil días de lo mismo: el resto de su juventud y quizás el resto de sus vidas.

De nuevo aquella distante y azulada oscuridad en el norte indicaba que no había habido ningún triunfo. Los gaales parecían una pequeña fuga de sabandijas, ya ida, huyendo ante el verdadero enemigo, el verdadero señor, el señor blanco de las Tormentas. Agat permaneció de pie junto a Rolery frente al fuego que ya se extinguía, en aquel alto fuerte cercado por el mar, y a él le pareció que la muerte del anciano y la victoria del joven eran la misma cosa. Ni la pena ni el orgullo suponían tanto para ellos como el gozo, el gozo que temblaba en el viento frío entre el cielo y el mar, brillante y breve como el fuego. Éste era su fuerte, su ciudad, su mundo; éste era su pueblo. Él no era un exiliado aquí.

—Vamos —le dijo a Rolery mientras el fuego se apagaba en cenizas—. Vamos. Vayamos a casa.


Fin
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