7. La Marcha hacia el Sur

La estrella cuya aparición anunciaba la llegada del Invierno, brillaba sobre los tejados con la misma fría brillantez con que Wold la recordaba de cuando era un muchacho, hacía sesenta fases lunares. Incluso la tenue y delgada luna creciente que estaba en la otra parte del cielo parecía más pálido que la Estrella de la Nieve. Una nueva fase lunar había empezado, y una nueva estación. Pero no con buenos presagios.

¿Era cierto lo que los lejosnatos solían decir, que la luna era un mundo como Askatevar y los otros territorios, aunque sin criaturas vivientes, y que las estrellas también eran mundos, donde vivían hombres y animales y había Veranos e Inviernos?… ¿Qué clase de hombres vivirían en la Estrella de la Nieve? Seres terribles, blancos como la nieve, con bocas pálidas sin labios y ojos feroces, que acechaban furtivos en la imaginación de Wold. Él meneó su cabeza y trató de prestar atención a lo que los otros Mayores. Los exploradores habían regresado después de cinco días trayendo diversos rumores del norte; y los Mayores habían encendido una hoguera en el gran patio de Tevar para celebrar un Golpeteo de Piedras. Wold había llegado tarde y cerrado el círculo, porque ningún otro hombre se atrevía a hacerlo; pero eso ya no tenía ninguna significación y para él era humillante. Porque la guerra que él había declarado no iba a tener lugar, los hombres que él había enviado no habían ido, y la alianza que él había hecho estaba rota.

A su lado, tan silencioso como él, estaba sentado Umaksuman. Los otros gritaban y disputaban, sin llegar a ninguna conclusión. ¿Qué esperaban ellos? Ningún ritmo había surgido del Golpeteo de Piedras, y sólo había habido estruendo y conflicto. Después de eso, ¿podía esperarse que se pusieran de acuerdo en algo? «Locos, locos», pensó Wold, mirando ceñudo al fuego que estaba demasiado lejos para calentarlo. Los otros eran en su mayoría jóvenes, podían mantenerse calientes gracias a su juventud y gritándose unos a otros. Pero él era viejo y las pieles no le calentaban bajo la fulgurante Estrella de Nieve, con el viento del Invierno. Sus piernas le dolían ahora por el frío, su pecho le hacía daño, y él no sabía ni le importaba por qué estaban discutiendo.

Umaksuman se puso de pronto de pie:

—¡Escuchad! —dijo.

Y el trueno de su voz («Eso lo ha heredado de mí», pensó Wold) les hizo callarse, aunque aún fueron audibles murmullos y risas burlonas.

Hasta ahora, aunque todo el mundo tenía una idea bastante completa de lo que había sucedido, la causa inmediata o pretexto de su disputa con Landin no había sido discutida fuera de las paredes de la Casa del linaje de Wold; simplemente se había anunciado que Umaksuman no iba a dirigir la expedición, que no habría tal expedición, y que podría producirse un ataque de los lejosnatos. Los de las otras casas que no sabían nada de lo de Rolery y Agat, sabían muy bien lo que estaba en realidad pasando: una fuerte lucha entre facciones del clan más poderoso. Y esto es lo que estaba encubierto tras cada discurso de los pronunciados ahora en el Golpeteo de Piedras, el tema del cual era, nominalmente, si los lejosnatos habían de ser tratados como enemigos cuando se les encontrara más allá de las murallas.

Ahora fue Umaksuman el que habló:

—¡Escuchad, Mayores de Tevar! Decís esto o aquello, y no habéis dejado nada por decir. Los gaales vienen hacia aquí, dentro de tres días habrán llegado. Guardad silencio e id a afilar vuestras espadas, id a cerrar vuestras puertas y muros, porque el enemigo se acerca, avanzan contra nosotros, ¡mirad! —esgrimió su arma hacia el norte, y muchos se volvieron para mirar hacia donde él apuntaba como esperando que las hordas de la Marcha hacia el Sur irrumpieran a través de la muralla en aquel mismo momento, tan convincente era la retórica de Umaksuman.

—¿Por qué no cuidaste de la puerta por donde salió tu parienta, Umaksuman?

Ya estaba dicho.

—También es parienta tuya, Ukwet —le replicó Umaksuman, iracundo.

Uno de ellos era hijo de Wold, el otro su nieto; los dos hablaban de su hija. Por primera vez en su vida Wold sintió vergüenza, pura e impotente vergüenza ante todos los mejores hombres de su pueblo. Se quedó inmóvil, con la cabeza agachada.

—Sí, lo es; y por mi parte ninguna vergüenza cae sobre nuestro linaje. Mis hermanos y yo partimos la boca de la sucia cara del que se acostó con ella, y lo tiré al suelo para castrarle como los animales son castrados, pero tú nos detuviste, Umaksuman. Tú nos detuviste contando tus tonterías…

—Te detuve para que no tuviéramos que luchar contra los lejosnatos y los gaales a la vez, ¡loco! Ella está en edad de acostarse con el hombre que quiera, y esto no es…

—Él no es un hombre, pariente, y yo no estoy loco.

—Si, eres un loco, Ukwet, porque has aprovechado esto como una oportunidad para pelearte con los lejosnatos, y nos has hecho perder una ocasión de rechazar a los gaales.

—¡No quiero escucharte, mentiroso, traidor!

Se enfrentaron esgrimiendo sus hachas y soltaron un alarido en medio del círculo. Wold se levantó. Los hombres que estaban sentados a su lado alzaron la mirada esperando que él, como Mayor y jefe del clan, detuviera la pelea. Pero no lo hizo. Se apartó del círculo roto y en silencio, con su rígido y poderoso arrastrar de pies, descendió por la calleja, entre los altos techos inclinados, bajo aleros saledizos, en dirección a la casa de su linaje.

Bajó torpemente por las escaleras de tierra hacia la sofocante, humeante calidez de la enorme habitación excavada. Los muchachos y mujeres se acercaron a él preguntándole si el Golpeteo de Piedras había terminado, y por qué venía solo.

—Umaksuman y Ukwet se están peleando —contestó para librarse de ellos, y se sentó junto al fuego, con sus piernas rectas hacia el hoyo de la hoguera. Nada bueno saldría de esto. Nada bueno saldría de nada nunca más. Mujeres llorosas le trajeron el cuerpo de su nieto Ukwet, dejando un gran rastro de sangre que iba cayendo del cráneo partido por el hacha. Él se quedó mirándolo sin moverse ni hablar.

—Umaksuman lo ha matado. Mató a su pariente, a su hermano —gritaron las esposas de Ukwet, sin que Wold levantara la cabeza.

Finalmente se las quedó mirando con la pesadez de un animal viejo acosado por los cazadores, y dijo con voz pastosa:

—Callaos… ¿No podéis callaros?

Al día siguiente volvió a nevar. Enterraron a Ukwet, el primer muerto del Invierno, y la nieve cayó sobre el rostro del cadáver antes de que la sepultura hubiera sido cubierta. Wold pensó en Umaksuman, que ahora era un proscrito, solo en las colinas, entre la nieve. ¿Cuál de los dos estaba en mejores circunstancias?

Se le había hinchado la lengua, y a él no le gustaba hablar. Se quedó junto al fuego y por momentos no estuvo seguro de si afuera era de día o de noche. No durmió bien, se despertó muchas veces. Precisamente fue en una de ellas cuando el ruido empezó fuera, por encima del suelo.

Las mujeres llegaron chillando de las habitaciones laterales, trayendo agarrados a sus críos otoñonatos.

—¡Los gaales! ¡Los gaales! —gritaron agudamente. Otras se mantuvieron tranquilas como convenía a mujeres de una gran casa, pusieron en orden aquel sitio, y se sentaron a esperar.

Ningún hombre vino a buscar a Wold.

Él sabía que ya no era un jefe; pero ¿es que ya no era un hombre? ¿Debía de quedarse con los bebés y las mujeres junto al fuego, en un agujero del suelo?

Había soportado la vergüenza pública; pero no podría soportar la pérdida de su propia estimación, y temblando un poco se levantó y empezó a buscar su chaqueta de cuero y su pesada lanza en su viejo cofre pintado, la lanza con la que había matado a un fantasma de las nieves con una sola mano, hacía ya mucho tiempo. Ahora se sentía rígido y pesado y todas las estaciones brillantes habían pasado desde entonces; pero él era el mismo hombre, el mismo que había matado con aquella lanza en la nieve de otro Invierno. ¿Es que no era el mismo hombre? No debían haberlo dejado aquí junto al fuego, cuando el enemigo venía.

Su loco mujerío empezó a soltar chillidos alrededor de él, y él se sintió a la vez harto y enfadado. Pero la vieja Kerly las echó a todas fuera, le volvió a entregar la lanza que una de ellas le había quitado y abrochó en su cuello la capa de piel de korio gris que le había hecho en Otoño. Quedaba una que sabía qué clase de hombre era él. Ella se lo quedó mirando en silencio, apenada y orgullosa, y él se dio cuenta de aquellos sentimientos, entonces caminó muy erguido. Una vieja malhumorada y un viejo chiflado, a los que sólo quedaba el orgullo. El trepó hasta salir al frío y brillante mediodía, oyendo más allá de las murallas los gritos de voces extranjeras.

Los hombres se habían reunido en la plaza-plataforma sobre el ahumador de la Casa de la Ausencia. Le dejaron paso cuando él apareció al final de la escalera. Estaba jadeando y temblando, así que al principio no pudo ver nada. Luego vio. Por un instante lo olvidó todo ante aquella vista increíble.

El valle que serpenteaba de norte a sur al pie de la colina de Tevar hasta el este del bosque estaba lleno como el río en tiempo de crecida, hormigueante, cubierto totalmente de gente. Aquella masa se dirigía hacia el sur. Un indolente, confuso y oscuro flujo, que se alargaba y contraía, que se detenía y ponía en marcha, con alaridos, gritos, llamadas, chirridos y crujidos de látigos, los broncos rebuznos de los hannes, los lloriqueos de bebés, el monótono cántico de los arrastradores de parihuelas; la nota de color de una rojiza tienda de fieltro enrollada, las ajorcas pintadas de una mujer, una pluma, una punta de lanza; el hedor, el ruido, el movimiento, siempre el movimiento hacia el sur, la Marcha hacia el Sur. Pero nunca en los tiempos pasados había habido una Marcha hacia el Sur como ésta, con tantos participantes a la vez. Hasta donde alcanzaba la vista, por el valle que se ensanchaba hacia el norte, seguían viniendo más, y detrás más, y tras éstos, otros todavía. Y éstos no eran más que las mujeres y los niños y el tren de equipaje… Al lado del lento torrente de personas, la Ciudad de Invierno de Tevar no era nada. Un guijarro al borde de un río desbordado.

Al principio Wold se sintió enfermo; luego cobró ánimos, y dijo:

—Esto es algo maravilloso.

Y lo era, esta emigración de todas las naciones del norte. Se alegraba de haberlo visto. El hombre que estaba a su lado, un Mayor, Anweld, del linaje de Siokman, se encogió de hombros y contestó tranquilo:

—Pero es nuestro fin.

—Si se detienen aquí.

—Esos no se detendrán. Pero los guerreros vienen detrás.

Eran tan fuertes, se sentían tan seguros por su número, de que sus guerreros venían detrás…

—Harían falta todas nuestras reservas y ganados para alimentar a ésos esta noche —prosiguió Anweld—. En cuanto éstos pasen, atacarán.

—Entonces manda a nuestras mujeres y nuestros niños a las colinas del oeste. Esta ciudad no es más que una trampa contra fuerza semejante.

—Escucho —dijo Anweld encogiéndose de hombros en señal de asentimiento.

—Pero date prisa, antes de que los gaales nos rodeen.

—Eso ya ha sido dicho y oído. Pero otros dicen que no podemos enviar a nuestras mujeres para que se defiendan solas, mientras nosotros nos quedamos al abrigo de las murallas.

—¡Pues entonces vayamos con ellas! —refunfuñó Wold—. ¿Es que los Hombres de Tevar no pueden decidir nada?

—No tienen jefe —repuso Anweld—. Siguieron a este o aquel y al final a nadie. —Decir más habría parecido reprochar a Wold y su linaje, sólo añadió—: Así que esperamos aquí a ser destruidos.

—Yo voy a mandar fuera a mi mujerío —dijo Wold, molesto por aquella fría desesperanza de Anweld, y se alejó del imponente espectáculo de la Marcha hacia el Sur, para bajar por la escalera e ir a decir a sus parientes que se salvaran mientras había una posibilidad. El pensaba irse con ellos, ya que era inútil luchar con tanta desventaja, y por lo menos algunos de los habitantes de Tevar debían de sobrevivir.

Pero los hombres más jóvenes de su clan no estuvieron de acuerdo y no obedecieron sus órdenes. Se quedarían y lucharían.

—Pero moriréis —les dijo Wold—, y vuestras mujeres y niños podrían escapar si no se quedan aquí con vosotros…

Su lengua se le había hinchado de nuevo, y ellos no quisieron esperar a que terminara de hablar.

—Derrotaremos a los gaales —declaró uno de los nietos—. ¡Somos guerreros!

—Tevar es una ciudad fuerte, Mayor —dijo otro, persuasivo, halagador—. Usted nos dijo que la construyéramos bien y nos enseñó cómo hacerlo.

—Es fuerte para resistir el Invierno —explicó Wold—; pero no contra diez mil guerreros. Yo preferiría que mis mujeres murieran de frío en las colinas desnudas, antes que vivieran como prostitutas y esclavas de los gaales.

Pero no le escucharon, sólo esperaban que terminara de hablar.

Salió de nuevo, pero estaba demasiado cansado para trepar por la escalera y subir de nuevo a la plataforma. Halló un lugar donde aguardar, apartado de la vía de entrada y salida de las estrechas callejuelas: un nicho junto a un contrafuerte de apoyo de la muralla del sur, no lejos de la puerta. Si él pudiera subir por aquel inclinado contrafuerte de ladrillos de adobe, podría echar un vistazo a la muralla y contemplar el paso de la Marcha hacia el Sur; cuando el viento se le metiera por debajo de la capa, él podría sentarse en cuclillas, su mentón contra las rodillas, y refugiarse en el ángulo. Por un rato el sol brilló sobre él, allá donde estaba. Se acurrucó al calor y no pensó mucho. Un par de veces alzó la mirada hacia el sol, el sol de Invierno, viejo, débil en su ancianidad.

Hierbas invernales, las plantas de corta vida que se apresuraban a florecer, y que medrarían entre las ventiscas hasta mediado el Invierno cuando la nieve ya no se derritiera y ya nada viviera excepto la hierba de las nieves, que carecía de raíces, y que comenzaba a crecer en el suelo pisoteado por debajo de la muralla. Siempre vivía algo, cada criatura aguardaba su tiempo a través del gran Año, floreciendo y muriendo para esperar otra vez.

Las largas horas pasaron.

Se oyeron llantos y gritos en la esquina noroeste de las murallas. Unos hombres pasaron corriendo por las vías de la ciudad, callejuelas lo bastante anchas para que pasara un solo hombre bajo los saledizos aleros. Luego el estruendo de gritos le vino a Wold por detrás, desde fuera de la puerta que había a su izquierda. La alta puerta corrediza de madera, que se elevaba desde dentro por medio de largas poleas, rechinó en su marco. La estaban golpeando con un ariete. Wold se levantó con dificultad; se había quedado tan incomodo sentado allá en el frío, que no se sentía las piernas. Se apoyó un minuto sobre su lanza, luego avanzó un paso apoyado contra el contrafuerte y esgrimió la lanza, no para arrojarla, sino para utilizarla en corto alcance.

Los gaales debían de estar empleando escaleras, porque ya habían penetrado en la ciudad por su parte norte, según pudo deducir por el ruido. Una lanza se clavó en un tejado, arrojada de lejos. La puerta volvió a crujir. En tiempos antiguos los gaales no tenían escaleras ni arietes, y no venían por miles, sino como tribus andrajosas, bárbaros cobardes, que corrían hacia el sur antes de que llegaran los fríos, no se quedaban a vivir y morir en su propio territorio como hacían los hombres verdaderos… De pronto vino uno con una cara ancha y blanca, y una pluma roja en su mechón de pelo untado de pez, corriendo para abrir la puerta desde dentro. Wold avanzó un paso y le gritó:

—¡Quieto!

El gaal se volvió para mirar y el anciano le arrojó su lanza de hierro de metro ochenta de longitud, clavándosela en el lado, bajo las costillas. Aún estaba tratando de arrancarla del cuerpo convulso, cuando, tras él, la puerta de la ciudad empezó a ceder convertida en astillas. Era algo horrible de ver: la madera se despedazaba como si fuera cuero podrido, con el morro de un grueso ariete asomando por ella. Wold dejó su lanza clavada en el vientre del gaal y corrió calleja abajo, pesadamente, tropezando, hacia la Casa de su linaje. Delante de él todos los tejados de madera de la ciudad estaban ardiendo.

Загрузка...