El ruido fuerte y sordo de piedra golpeada sobre piedra resonó entre los tejados y murallas inacabadas de la Ciudad de Invierno, y llegó hasta las altas tiendas rojas levantadas alrededor de ella. Los gritos de ak ak ak ak se oyeron largo tiempo, hasta que de repente un segundo golpeteo se unió a él como contrapunto, kadak ak ak kadak. Le siguió otro en una nota más elevada, con un ritmo rápido, y otro, y otro más, hasta que se perdió toda medida en el estruendo confuso del ruido constante, una avalancha de choques de piedras contra piedras en el cual el ritmo de cada golpeteo particular quedaba sumergido y no era distinguible.
Conforme aquel fragor de ruidos prosiguió incesante y aturdidor, el Hombre Mayor de los Hombres de Askatevar caminó lentamente desde su tienda entre las filas de tiendas y fuegos encendidos para cocinar de los cuales se elevaba el humo a través de la luz tenue del anochecer de un Otoño tardío. Rígido y grave, el anciano recorrió solo el campamento de su pueblo y entró por la puerta de la Ciudad de Invierno por un tortuoso sendero entre los tejados de madera de las casas, que se asemejaban a tiendas, pues no tenían paredes laterales sobre el suelo, y llego a un espacio abierto en medio de aquellos techos puntiagudos. Allí había un centenar de hombres sentados, las rodillas contra el mentón, golpeteando piedras contra piedras, machacando, en una percusión que parecía un trance hipnótico carente de tono. Wold se sentó, completando el circulo. Tomó la más pequeña de las dos pesadas piedras desgastadas por el agua que había frente a él, y con una fuerza satisfactoria la golpeó contra la mayor: ¡Klak! ¡Klak! ¡Klak! A derecha e izquierda de él prosiguió el estruendo, un rugido rechinante de ruidos al azar en medio del cual podía oírse de vez en cuando un fragmento de cierto ritmo. El ritmo desaparecía, se repetía, una concatenación de ruidos casuales. Cuando se repitió, Wold se sumó a él, lo dejó cuando cesó de nuevo y lo mantuvo al volver otra vez. Ahora para él dominaba el estruendo. Ahora lo marcaba su vecino de la izquierda, sus dos piedras levantándose y cayendo a la vez; ahora su vecino de la derecha. Ahora lo estaban marcando otros al otro lado del circulo, golpeteando al unísono. Se distinguió claro entre el ruido, lo dominó, y forzó a todo ruido distinto a someterse a su ritmo simple e incesante, el concordante y fuerte latir de los Hombres de Askatevar, golpeteando, golpeteando, golpeteando.
Esta era toda su música, toda su danza.
Al final un hombre se levanto de un salto y se dirigió hacia el centro del anillo. Llevaba el torso desnudo, y tenía pintadas rayas negras en sus brazos y piernas; el pelo era una nube negra que enmarcaba su cara. El ritmo se aligeró, disminuyo, se extinguió. Se hizo silencio.
—El heraldo que vino del norte nos ha traído la noticia de que los gaales siguen el sendero de la costa y vienen en gran número. Han llegado a Tlokna. ¿Habéis oído esto? Un rumor de asentimiento.
—Y ahora escuchad al hombre que ha convocado este Golpeteo de Piedras —dijo el heraldo-hechicero.
Wold se levantó con dificultad. Se quedó de pie en su sitio, su mirada fija hacia adelante, macizo, cicatrizado, inmóvil, una anciana figura de hombre.
—Un lejosnato ha venido a mi tienda —declaró al final con su voz profunda, debilitada por los años— Es el jefe de los de Landin, Dijo que los lejosnatos han crecido poco y pidió la ayuda de los hombres.
Surgió un rumor de todos los cabezas de clanes y de familias, que siguieron sentados inmóviles, con las rodillas contra el mentón, en el círculo. Y sobre el círculo, sobre los puntiagudos tejados de madera que había encima de ellos, levantándose muy altos hacia la luz dorada y fría, un ave blanca giró, anunciadora del Invierno.
—Este lejosnato dijo que la Marcha hacia el Sur no se hace por clanes y tribus, sino que todos juntos forman una horda; son muchos miles dirigidos por un gran jefe.
—Y ¿cómo lo sabe él? —preguntó alguien con voz ronca. El protocolo no era muy estricto en los Golpeteos de Piedras de Tevar, ya que Tevar no había sido nunca gobernada por sus hechiceros como otras tribus.
—Dijo que los gaales sitian las Ciudades de Invierno y se apoderan de ellas. Aseguró que al menos eso le había ocurrido a Tlokna. El lejosnato dice que los guerreros de Tevar deben unirse a los de Landin y con los hombres de Pernmek y Allakskat ir hasta el norte de nuestros terrenos de caza y desviar la Marcha hacia el Sur en dirección al Sendero de las Montañas. Estas cosas dijo, y yo las oí. ¿Habéis oído?
El asentimiento fue desigual y turbulento, y un jefe de clan se puso de pie en seguida.
—¡Mayor! De tu boca hemos oído siempre la verdad. Pero, ¿cuándo dijo la verdad un lejosnato? ¿Cuándo han escuchado los hombres a los lejosnatos? Yo no oí nada de lo que ese lejosnato dijo. ¿Y qué si su ciudad perece en la Marcha hacia el Sur? Allí no viven hombres. Que perezcan y entonces los hombres podremos apoderarnos de sus tierras.
El orador Walmek, era un hombre alto y oscuro de mucha verborrea. A Wold nunca le había sido simpático, y el disgusto influyó en su réplica:
—Ya he oído a Walmek. Y no por primera vez. ¿Son los lejosnatos hombres o no lo son? ¡Quién sabe! Puede que bajaran del cielo como dice la leyenda. Puede que no. Nadie bajó del cielo este Año… Se parecen a los hombres, luchan como los hombres. Sus mujeres son como las mujeres, ¡eso puedo asegurarlo! Tienen alguna sabiduría. Es mejor escucharles.
Su referencia a las mujeres lejosnatas hizo que todos ellos hicieran muecas mientras permanecían sentados en su círculo solemne; pero él se arrepintió de haberlo dicho. Era estúpido recordarles sus antiguos lazos con los forasteros. Y era una equivocación… Ella había sido su esposa, al fin, y al cabo…
Se sentó, confundido, dando a entender que no hablaría más.
Algunos de los otros hombres, sin embargo, se sintieron lo suficientemente impresionados por la noticia traída por el heraldo, y la advertencia de Agat, para discutir con aquellos que no hacían caso o desconfiaban de las noticias. Uno de los hijos primaveranatos de Wold, el llamado Umaksuman, al que le gustaban las incursiones y las correrías, habló claramente en favor del plan de Agat de marchar hacia los límites.
—Es un truco para sacar de aquí a nuestros hombres y alejarlos al norte de los terrenos de pastos, para que los sorprendan las primeras nieves, mientras que los lejosnatos nos roban nuestros rebaños y mujeres y se aprovechan de nuestros graneros. Ellos no son hombres. ¡No hay nada bueno en ellos! —despotricó Walmek, quien rara vez había encontrado un tema tan bueno para hablar pestes.
—Eso es lo que siempre han querido, ¡nuestras mujeres! No me extraña que ellos sean cada vez menos y se estén extinguiendo. Todo lo que traen al mundo son monstruos. Quieren nuestras mujeres para tener hijos humanos que puedan considerar suyos —esta vez quien habló fue un joven cabeza de familia, que estaba muy excitado.
—¡Aagh! —refunfuñó Wold ante esta mezcolanza de creencias erróneas; pero permaneció sentado y dejó que Umaksuman replicara a aquel individuo.
—¿Y qué si el lejosnato dijo la verdad? —prosiguió Umaksuman—. ¿Y qué pasará si todos los gaales invaden nuestras tierras, y vienen por miles? ¿Estamos listos para combatir con ellos?
—Pero las murallas aún no han sido acabadas, las puertas no han sido levantadas, la última cosecha aún no ha sido almacenada —objetó un anciano. Esto, más que la desconfianza hacia los forasteros, era el meollo de la cuestión. Si los hombres capacitados marchaban hacia el norte, ¿podrían las mujeres, niños y ancianos terminar la obra de construcción de la Ciudad de Invierno antes de que el Invierno se les echara encima? Posiblemente no. Era correr un riesgo muy grande y sólo por lo que había dicho un lejosnato.
El propio Wold no había lomado una decisión, y trataba de atenerse a lo que decidieran los Mayores. A él le caía simpático el lejosnato Agat, y no creía que quisiera engañarles ni que fuera un embustero; pero era imposible asegurarlo. Si a veces ni siquiera se podía tener confianza en los propios hombres, que se portaban de modo hostil. No había manera de saberlo. Puede que fuera verdad que los gaales venían formando un ejército. Ciertamente el Invierno se acercaba. ¿Con cuál enemigo enfrentarse primero?
Los Mayores hicieron un movimiento de vaivén sin decidirse a nada; pero la facción de Umaksuman impuso sus puntos de vista, hasta lograr que se enviaran corredores a los dos territorios vecinos, Allakskat y Pernmek, para sondearlos sobre el proyecto de una defensa conjunta. Ésa fue la única decisión que tomaron; el hechicero soltó al huesudo hann que había traído para el caso de que se acordara ir a la guerra, y se debiera proceder al rito de su lapidación, y los Mayores se dispersaron.
Wold estaba sentado en su tienda con hombres de su linaje, ante un buen cuenco de bhan caliente, cuando afuera se produjo una conmoción. Umaksuman salió a ver que pasaba, gritó a todo el mundo que se fuese y volvió a entrar en la tienda detrás del lejosnato Agat,—Bienvenido, Alterra —dijo el anciano, y dirigiendo una mirada furtiva a sus dos nietos, añadió—: ¿Quiere sentarse con nosotros y comer?
Le gustaba escandalizar a la gente: siempre lo había hecho. Por eso en los viejos tiempos siempre se había escapado para irse con los lejosnatos. Y este gesto lo liberaba mentalmente de esa vaga vergüenza que sentía desde que habló ante los otros hombres de la chica lejosnata que ya hacía tantos años fue su esposa.
Agat tranquilo y grave como antes, aceptó y comió lo suficiente para demostrar que aceptaba la hospitalidad en serio; espero hasta que todos hubieran terminado de comer y la esposa de Ukwet hubo retirado los restos. Entonces dijo:
—Mayor, te escucho.
—No hay mucho que oír — replico Wold, que eructó—, Hemos enviado mensajeros a Pernmek y Allkskat. Pero hay pocos que estén por la guerra. Cada día hace más frío, y la segundad está detrás de las murallas, bajo los tejados. En los tiempos antiguos, nosotros no fuimos grandes caminantes, como lo fuisteis vosotros; pero sabemos como ha sido siempre la Manera del Hombre, y nos atenemos a ella.
—La Manera de vosotros es buena —contestó el lejosnato—, bastante buena, y quizá los gaales la han aprendido. En pasados Inviernos ustedes fueron más fuertes que los gaales porque los clanes de ustedes se unieron contra ellos. Ahora también los gaales han aprendido que la fuerza está en el número.
—Si es verdadera la noticia —terció Ukwet, que era uno de los nietos de Wold, aunque mayor que el hijo de Wold, Umaksuman.
Agat se lo quedo mirando en silencio. Ukwet volvió la cara ante aquella oscura mirada que se fijaba en él directamente.
—Si no es cierta, entonces, ¿por qué los gaales se están dirigiendo tan tarde hacia el sur? —preguntó Umaksuman—. ¿Qué les detiene? ¿Es que antes esperaban a que las cosechas estuvieran almacenadas?
—¿Quién sabe? —dijo Wold—. El Año pasado vinieron mucho antes de que saliera la Estrella de las Nieves, lo recuerdo. Pero ¿quién recuerda lo que pasó hace dos Años?
—Puede que sigan el Sendero de las Montañas —opinó el otro nieto—, y que no atraviesen para nada las tierras de Askatevar.
—El mensajero dijo que se habían apoderado de Tlokna —terció Umaksuman con sequedad— y Tlokna está al norte de Tevar en el Sendero de la Costa. ¿Por qué no creer en esa noticia, por que esperamos para actuar?
—Porque los hombres que van a la guerra en Invierno no viven hasta la Primavera —refunfuño Wold.
—Pero si vienen…
—Si vienen, lucharemos.
Hubo una pequeña pausa. Agat esta vez no miró a ninguno de ellos, y mantuvo baja su mirada oscura, como un humano.
—La gente dice que los lejosnatos tienen poderes extraños —observó Ukwet con un dejo burlón, dándose cuenta de su triunfo—. Yo no se nada de eso, pues nací en las Tierras de Verano y nunca vi lejosnatos antes de esta fase lunar, y mucho menos me senté a comer con uno. Pero si son brujos y tienen tales poderes, ¿por qué necesitan nuestra ayuda contra los gaales?
—¡No quiero escucharte! —grito Wold, su rostro encendido y sus, ojos acuosos. Ukwet se abofeteó la cara. Furioso por esta insolencia hacia un huésped de su tienda, y por su propia confusión e indecisión que le hacían discutir contra ambas partes, Wold se sentó jadeante, mirando con ojos inflamados al joven, que mantenía oculta su cara.
—Yo hablo —dijo Wold al final, su voz aún fuerte y profunda, libre por un instante del tono cascado de la ancianidad—. Yo hablo: ¡Escuchad! Irán mensajeros por el Sendero de la Costa hasta que encuentren la Marcha hacia el Sur, Y tras ellos, a dos días de marcha, pero no más allá del límite de nuestro territorio, los seguirán guerreros, todos los hombres nacidos entre Mediados de Primavera y el Barbechado de Verano. Si los gaales vienen en gran número, los guerreros los rechazarán hacía el este en dirección a las montañas; si no, volverán a Tevar.
Umaksuman rió estentóreamente y declaró:
—Mayor, ¡ningún hombre es capaz de dirigirnos más que tú!
Wold refunfuñó, eructó y se acomodó.
— Pero tú conducirás a los guerreros —dijo a Umaksuman con hosquedad.
Agat, que no había hablado durante un rato, manifestó con su modo tranquilo:
—Mi pueblo puede enviar trescientos cincuenta hombres, iremos por la antigua carretera de la playa, y nos reuniremos con vuestros hombres en el limite de Askatevar.
Se levantó y alargó su mano. Enfurruñado por haber sido arrastrado a este compromiso, y aún conmovido por sus emociones, Wold no le hizo caso.
Umaksuman se levantó con gran rapidez, y apoyó su mano contra la del lejosnato. Estuvieron así por un momento a la luz del fuego como el día y la noche. Agat oscuro y sombrío. Umaksuman de piel blanca y ojos claros, radiante.
La decisión estaba tomada, y Wold sabía que podía imponérsela a los otros Mayores. Sabía también que era la última decisión que tomaría. Él podía enviarlos a la guerra, pero Umaksuman volvería, como jefe de los guerreros, y por lo tanto el dirigente más fuerte de los Hombres de Askatevar. El acto que acababa de realizar Wold era su propia abdicación, Umaksuman sería el jefe joven. El cerraría el círculo del Golpeteo de Piedras, él dirigiría a los cazadores en Invierno, las correrías en Primavera, los grandes vagabundos de los largos días de Verano. Su Año estaba justamente empezando…
—¡Vamos! —refunfuñó Wold a todos—. Convoca el Golpeteo de Piedras para mañana, Umaksuman. Di al hechicero que ate un hann a una estaca, un hann que sea gordo y que tenga un poco de sangre.
No quiso hablar a Agat. Todos se marcharon, todos los jóvenes altos. El se sentó en cuclillas sobre sus rígidas corvas junto a su fuego, mirando fijamente a las llamas amarillas como si fueran el corazón de una perdida brillantez, el calor irrecuperable de un Verano.