5. Crepúsculo en los bosques

El lejosnato salió de la tienda de Umaksuman y permaneció un minuto hablando con el joven jefe, los dos mirando hacia el norte, semicerrando los ojos ante el azote del viento. Agat movió su mano extendiéndola como si hablara de las montañas. Un ramalazo de viento llevó una o dos palabras de las que estaba diciendo hasta Rolery, que se hallaba, observándoles, en el sendero que subía hacia la puerta de la ciudad. Cuando ella lo oyó hablar, un temblor le sacudió todo el cuerpo, un ligero temor, una flojedad recorrió sus venas, haciéndole recordar cómo aquella voz había hablado en su mente, en su carne, cuando él la llamó.

Tras ello, como un eco distorsionado en su memoria, vino la seca voz de mando como una bofetada, cuando en el sendero del bosque él se volvió hacia ella, diciéndole que se fuera, que escapara de él.

De repente ella soltó las cestas que llevaba. Hoy se estaban mudando de las tiendas rojas de su infancia nómada a la madriguera de tejados picudos, salas subterráneas, túneles y callejuelas de la Ciudad de Invierno, y todas sus primas, hermanas, tías y sobrinas, se apresuraban gritando, subían y bajaban por los senderos, y entraban y salían de tiendas y puertas con pieles y cajas, y ramas que desgarraban sus vestidos y se enredaban en su capucha. Dejó las cestas junto al sendero, y empezó a caminar hacia el bosque.

—¡Rolery! ¡Rolery! —vociferaron chillonas las voces que siempre estaban gritando tras ella, acusándola, llamándola.

Siguió su camino sin volverse. Tan pronto como pudo internarse en el bosque, echó a correr. Cuando todas las voces dejaron de oírse en el silencio de aquel bosque lleno de los susurros y gemidos de los árboles agitados por el viento, y nada le hizo recordar el campamento de los suyos excepto un débil y acre olor a humo de leña quemada que traía el aire, ella aminoró el paso. En algunos tramos, grandes troncos caídos obstaculizaban el sendero y había que pasar por encima o por debajo de ellos. Las rígidas ramas secas desgarraban su vestido, tirando de su capucha. El bosque no era un lugar seguro con este viento, y en aquel preciso instante, en algún lugar cercano a la cumbre, oyó el crujido de un árbol que se desplomaba ante el empuje del viento. Pero no le importó. Tenía ganas de volver otra vez a aquellas grises arenas y quedarse allí quieta, completamente quieta, para ver la espumosa muralla de nueve metros de agua cayendo sobre ella… Y tan de improviso como se había puesto en marcha, se detuvo, y se quedó de pie en el sendero iluminado por el crepúsculo.

El viento sopló, cesó de soplar y volvió a ráfagas. Un cielo calinoso se contorneo y abatió sobre la red de ramas sin hojas. Ya casi reinaba la oscuridad. La rabia y la determinación la habían dejado agotada; ahora sentía una especie de temeroso estupor y encorvaba los hombros contra el viento. Algo blanco cruzó vertiginosamente ante ella. Soltó un grito, pero no se movió. De nuevo aquel movimiento blanco paso ante sus ojos, y luego se detuvo de repente por encima de ella en una rama tronchada: una gran ave o animal alado, completamente blanco, con labios cortos y ganchudos que se abrían y cerraban, y ojos fijos plateados. Agarrándose a la rama con cuatro garras desnudas, aquel bicho se la quedó mirando, y ella se irguió, ambos sin moverse. Los ojos plateados no parpadearon. De pronto unas grandes alas blancas se abrieron, más anchas que la altura de un hombre, y se agitaron entre las ramas, rompiéndolas. Aquel bicho aleteó y gritó, y luego, aprovechando una ráfaga de viento, se echó a volar alejándose pesadamente entre las ramas y las rápidas nubes.

—Es un Ave de las Tormentas —fue Agat quien habló, apareciendo en el sendero, a unos pasos tras ella—. Se dice que anuncian las ventiscas.

El gran animal plateado la había dejado aturdida. Y el pequeño aflujo de lágrimas que acompañaba a los de su raza en las sensaciones fuertes la cegó por un momento. Ella había querido quedarse para burlarse, para mofarse, pues se había dado cuenta de que la arrogancia de Agat ocultaba el resentimiento de cuando el pueblo de Tevar lo menosprecio, lo trató como lo que era, un ser de clase inferior. Pero aquel bicho blanco, el Ave de las Tormentas, la había asustado, y ella no pudo contenerse, mirándolo fijamente:

—Te odio, ¡no eres un hombre! ¡Te odio!

Entonces dejó de llorar, apartó la mirada y los dos se quedaron de pie y en silencio durante un buen rato.

—Rolery —dijo el con voz tranquila—. Mírame.

Ella no lo miró. El se adelantó y ella retrocedió a gritos:

—¡No me toques! —con una voz que se parecía al aullido del Ave de las Tormentas, con el rostro distorsionado.

—Contente un poco —murmuró él—. Ten, toma mi mano, ¡tómala!

Él la agarró mientras ella forcejeaba para separarse, y la retuvo sujetándola por ambas muñecas, Ella se quedo inmóvil de nuevo.

—Déjame ir —dijo ella al final con su voz normal. El la soltó en seguida.

La chica aspiró profundamente.

—Tú hablaste, te oí hablar dentro de mi. Allí en la arena. ¿Puedes volver a hacerlo?

Él la observaba, alerta y tranquilo Y asintió con un movimiento de cabeza.

— Sí; pero ya te dije que no lo querría hacer de nuevo.

—Aún oigo aquello. Siento tu voz —ella se llevó las manos a sus oídos.

—Lo se… y lo siento. Cuando te llame no sabía que eras una hilfa…, una tevarana. Eso va contra la ley. Y de todos modos no habría servido de nada.

—¿Qué es una hilfa?

—Así es como os llamarnos a vosotros, hilfos.

—¿Y cómo os llamáis a vosotros mismos?

—Hombres.

Ella se quedó mirando a su alrededor, al susurrante bosque crepuscular, las grises frondas, las nubes que pasaban veloces. Este mundo grisáceo en movimiento era muy extraño; pero ella ya había dejado de estar asustada. El tacto de la mano de él había cancelado la insistente e impalpable sensación de su presencia, le había dado calma, que fue aumentando mientras ellos prosiguieron su conversación. La chica se dio cuenta ahora que había estado medio fuera de juicio durante el día y la noche pasados.

— ¿Todos los de tu pueblo pueden hacer eso… hablar de esa manera?

— Algunos pueden. Es una habilidad que se debe aprender. Requiere práctica. Ven aquí, siéntate un momento, has pasado un mal rato.

El siempre era seco hablando, y sin embargo había ahora en su voz la insinuación de algo muy diferente: como si la urgencia con la que él la llamó en la arena se hubiera transmutado en un llamamiento contenido e inconsciente, un intento de establecer una especie de contacto. Se sentaron sobre un árbol basuk caído, a un par de metros del sendero. Ella se fijó en que él se movía y se sentaba dé un modo diferente a los hombres de su raza. El adiestramiento de su cuerpo, la suma de sus gestos, aunque ligeramente, no tenía nada de familiar. Ella se fijó sobre todo en la piel morena de sus manos, que él tenia entrelazadas entre sus rodillas. Y Agat prosiguió:

—Tu pueblo podría aprender el lengua mental si quisiera, pero nunca ha querido. Y lo llama brujería, según creo… Nuestros libros dicen que nosotros lo aprendimos de otra raza, hace mucho tiempo, en un mundo llamado Rokanan. Es una habilidad y también un don.

—¿Puedes leer mi mente cuando quieres?

—Eso está prohibido.

Él dijo eso de modo tan categórico que los temores de ella a ese respecto se disiparon.

—Enséñame esa habilidad —le pidió ella de repente en un arrebato infantil.

—Necesitaría todo el Invierno.

—¿Tú necesitaste todo el Otoño?

—Y parte del Verano también.

Él hizo una ligera mueca.

—¿Qué quiere decir hilfo?

—Es una palabra de nuestro antiguo lenguaje, significa «forma de vida altamente inteligente».

—¿Dónde hay otro mundo?

—Bueno, hay muchos de ellos. Lejos de aquí. Más allá del sol y de la luna.

—Entonces, ¿es verdad que bajasteis del cielo? ¿Para qué? ¿Cómo vinisteis desde más allá del sol hasta esta costa?

—Te lo explicaré, si quieres oírlo: pero no creas que es un cuento, Rolery. Hay muchas cosas que no comprendemos; pero lo que sabemos de nuestra historia es cierto.

—Escucho —susurró ella al modo ritual, impresionada, pero no del todo sumisa.

—Bueno, hubo muchos mundos entre las estrellas, y muchas clases de hombres que vivían en ellos. Construyeron naves que podían surcar la oscuridad entre los mundos, y fueron viajando, comerciando y explorando. Se aliaron en una Liga, como vuestros clanes se alían entre sí para aprovechar un territorio. Pero hubo un enemigo de la Liga de Todos los Mundos. Un enemigo venido de muy lejos. No sé de que lejanías. Los libros fueron escritos para hombres que sabían más que nosotros…

El siempre estaba empleando palabras que sonaban como palabras, pero que no significaban nada: Rolery se preguntó qué sería una nave, y que era un libro. Pero el tono grave y ansioso de voz con que él contó su historia causó impresión en ella, y la dejó fascinada.

—Durante mucho tiempo, la Liga se preparó para luchar contra aquel enemigo. Los mundos más fuertes ayudaron a los más débiles a armarse, a prepararse. Más o menos como nosotros estamos tratando de hacer aquí para enfrentarnos a los gaales. Y el lenguaje mental fue una de las habilidades que ellos enseñaron, y había armas, los libros dicen fuegos, que podían incendiar planetas enteros y hacer estallar las estrellas… Bueno, durante esa época mi pueblo vino de su planeta originario hasta este en que nos encontramos. No eran muchos. Deseaban trabar amistad con vuestros pueblos y ver si querían ser un mundo más de la Liga, y unirse contra el enemigo. Pero el enemigo vino. La nave que trajo a mi pueblo regresó al sitio de donde había venido, para combatir en la guerra, y algunas de las personas se fueron con ella, llevándose el parlante lejano con que aquellos hombres se podían hablar unos a otros de un mundo a otro. Algunos de los individuos de mi pueblo se quedaron aquí tratando de ayudar a este mundo si el enemigo venía, o bien no pudieron regresar. Los documentos de sus archivos dicen sólo que la nave se marchó. Era como una espada blanca de metal, más grande que una ciudad, que se elevaba sobre una pluma de fuego. Tenemos imágenes de ella. Creo que pensaban volver pronto… Eso fue hace diez Años.

—¿Y cómo terminó la guerra contra el enemigo?

—No lo sabemos. Ignoramos todo lo que ocurrió desde el día en que la nave se fue. Algunos de nosotros se figuran que debimos de perder la guerra y otros creen que la ganamos, pero con mucha dificultad, y los pocos hombres que quedamos aquí fuimos olvidados en los años de lucha. ¿Quién sabe? Si sobrevivimos, algún día lo descubriremos; si no viene nadie, construiremos una nave e iremos a averiguarlo.

Dejó escapar un suspiro irónico.

A Rolery la cabeza la daba vueltas con esos torbellinos de tiempo, espacio e incomprensión.

—Es muy duro vivir así—dijo ella al cabo de un rato.

Agat se echó a reír, como sobresaltado.

—No, eso es lo que constituye nuestro orgullo. Lo que es duro es mantenerse vivo en un mundo al que tú no perteneces. Hace cinco Años éramos un pueblo muy numeroso. Ahora, míranos.

—Dicen que los lejosnatos nunca están enfermos. ¿Es verdad eso?

—Si. A nosotros no se nos contagian vuestras enfermedades, y no trajimos ninguna de las nuestras. Pero sangramos cuando nos cortamos, ya sabes… Y nos hacemos viejos, nos morimos…, como los humanos.

—Bueno, claro—dijo ella, disgustada.

Él dejó de ser sarcástico.

—Lo malo es que no tenemos bastantes hijos. Hay muchos abortos o niños que nacen muertos. Muy pocos logran sobrevivir.

—Ya he oído decir eso, y he pensado en ello. Es que sois tan extraños. Concebís niños en cualquier época del Año, incluso durante la Barbecho de Invierno… Y eso ¿porqué?

—No podemos evitarlo, somos así —él volvió a reírse. mirándola; pero ella estaba muy seria ahora.

—Yo nací fuera de estación, en la Barbecho de Verano —explicó ella—. Eso ocurre entre nosotros muy raramente; y ya ves cuando el Invierno termine seré demasiado vieja para tener un niño de Primavera. Nunca tendré un hijo. Cualquier de estos días algún anciano me tomará como quinta esposa, pero la Barbecho de Invierno ha empezado y cuando llegue la Primavera seré vieja… Es por ello que moriré estéril. Para una mujer, es mejor no haber nacido fuera de estación, como nací yo… Y otra cosa, ¿es verdad eso que dicen de que un lejosnato sólo toma una esposa?

Él asintió, y ella se encogió de hombros.

—¡No me extraña que cada vez seáis menos!

El hizo una mueca, pero ella insistió:

—Muchas esposas, muchos hijos. Si tú fueras tevarano, ya tendrías cinco o seis hijos. ¿Tienes alguno?

—No, soy soltero.

—Pero, ¿no se ha acostado nunca con una mujer?

—Bueno, sí —contestó él, y ya más afirmativamente—: ¡Pues claro! Pero cuando queremos hijos, nos casamos.

—Si tú fueras uno de los nuestros…

—Pero no soy uno de los vuestros —replicó él.

Se hizo un silencio. Finalmente, el dijo muy amable:

—No son las maneras y costumbres lo que hace la diferencia. No sabemos en dónde está el mal; pero está en el semen. Algunos doctores creen que se debe a que este sol es diferente al sol bajo el cual nació nuestra raza. Nos afecta, cambia nuestro semen poco a poco. Y ese cambio mata.

De nuevo se hizo el silencio entre ellos.

—¿Cómo era el otro mundo…, el vuestro?

—Hay canciones que explican cómo era —repuso el, pero cuando ella le pregunto con timidez qué era una canción, él no contestó; al cabo de un rato dijo—: En nuestro lugar de origen el mundo estaba más cercano a su sol, y el año no tenía siquiera la duración de una fase lunar de aquí. Eso dicen los libros. Fíjate, todo el Invierno duraba noventa días…

Esto hizo reír a los dos.

—¡No tendrían tiempo de encender un fuego! —se burló Rolery.

La oscuridad sustituía poco a poco a la penumbra del bosque. El sendero corría indistinto frente a ellos, una débil abertura entre árboles que conducía por la izquierda a la ciudad de ella, y por la derecha a la de él. Pero aquí solo había viento, penumbra y soledad. La noche se acercaba rápidamente. Noche, Invierno y guerra, tiempo de morir.

—Yo tengo miedo al Invierno —dijo ella en voz baja.

—Todos se lo tenemos —contesto él—. ¿Cómo será?… Solo hemos conocido la luz del sol.

Ella no había conocido nunca a nadie, entre los suyos, que hubiera roto su temeraria y descuidada soledad mental; como no tenía compañeros de su edad, y también por propia elección, siempre había estado sola, yendo a lo suyo, y preocupándose muy poco de las demás personas. Pero ahora, cuando el mundo se volvía grisáceo, y nada prometía algo mas allá de la muerte, ahora que sentía temor por primera vez, había conocido a él, la figura morena junto a la torrerroca que se levantaba sobre el mar, y había oído una voz que habló en su sangre.

—¿Por qué nunca me miras? — le pregunto él.

—Te miraré—contesto ella—, si tú quieres que lo haga.

Pero no lo hizo, aunque sabia que él la estaba mirando con aquellos extraños ojos sombríos. Al final, ella alargo su mano y él se la tomó.

—Tus ojos son dorados —le dijo él—. Quiero…, quiero… ¡Si supieran que estamos juntos ahora!

—¿Los tuyos?

— No, los tuyos. A los míos no les importa.

—Y los míos no tienen por qué enterarse.

Los dos hablaron casi en susurros, pero ansiosamente, sin pausas.

—Rolery, me marcho para el norte dentro de dos noches.

—Ya lo sé.

—Cuando vuelva…

—Pero, ¿y si no vuelves? —gritó la chica, bajo la presión del terror que se había apoderado de ella por el fin del Otoño, el miedo al frío y la muerte.

Él la sostuvo contra sí, asegurándole, con voz tranquila, que él volvería.

Y mientras Agat hablaba, ella sintió el latido del corazón de él y el latido de su propio corazón.

—Quiero quedarme contigo —dijo Rolery.

—Quiero quedarme contigo —repitió él.

Se había hecho la oscuridad alrededor de ellos. Cuando se levantaron caminaron lentamente por la grisácea lobreguez. Ella le siguió hacia la ciudad de él.

—¿Dónde podemos ir? —preguntó él con una especie de risa sarcástica—. Esto no es como un amor de Verano… Hay un refugio de cazadores allá por la loma… Pero te van a echar de menos en Tevar.

—No —susurró ella—. No me echarán de menos.

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