2. En la tienda roja

—Estas gachas están frías —refunfuñó él, apartándolas a un lado.

Viendo la paciente mirada de la anciana Kerly, mientras ella tomaba el cuenco para recalentarlo, se llamó a sí mismo viejo idiota. Pero ninguna de sus esposas (sólo le quedaba una), ninguna de sus hijas, ninguna de las mujeres era capaz de preparar un cuenco de gachas de harina de bhan como Shakatany lo había hecho. ¡Qué buena cocinera había sido! ¡Y qué joven! Su última esposa joven. Y había muerto, allá en los terrenos de pasto del este, había muerto tan joven mientras él había seguido viviendo y viviendo, esperando a que llegara el duro Invierno.

Entró una muchacha llevando una túnica de cuero estampada con la marca trifoliada de su linaje, una de sus nietas, probablemente. Se parecía un poco a Shakatany. Él le habló, aunque no se acordaba de su nombre:

—¿Fuiste tú, parienta, la que viniste la pasada noche?

Él la reconoció por el modo de volver la cabeza y por su sonrisa: era a la que embromaba de continuo, la chica indolente, imprudente, dulce, solitaria; la niña nacida fuera de temporada. ¿Cómo demonios se llamaba?

—Te traigo un mensaje, Abuelo.

—¿Qué mensaje?

—De uno que tiene un nombre muy largo. Creo que me dijo Jakat-abat-bolterra. No me acuerdo bien.

—¿Alterra? Así es como los lejosnatos llaman a sus jefes. ¿Dónde has visto a ese hombre?

—No es un hombre, Abuelo, es un lejosnato. Te envía saludos, y el mensaje es que vendrá hoy a Tevar para hablar con el mayor.

—¿Eso te ha dicho? —respondió Wold, asintiendo ligeramente y admirando su desfachatez—. ¿Y tú eres la portadora del mensaje?

—Me habló de manera casual…

—¿Sabes, parienta, que entre los hombres de Pernmek se castiga que una mujer que no lleve velo hable con un lejosnato?

—¿Se la castiga cómo?

—No importa.

—Los hombres de Pernmek son un hatajo de comedores de kloob, y se afeitan las cabezas. Y ¿qué saben ellos de los lejosnatos? Nunca se han acercado a la costa… Una vez oí decir en una tienda que el mayor de mi linaje tuvo una esposa lejosnata. En otros tiempos.

—Y es cierto. En otros tiempos.

La chica aguardó, y Wold se quedó absorto, como si mirara hacia otra época, al pasado, la Primavera. Colores y fragancias hacía mucho desvanecidos, plantas que no habían florecido durante cuarenta fases lunares, el casi olvidado sonido de una voz.

—Ella era joven —prosiguió el anciano—. Murió joven. Antes de que llegara el Verano —al rato añadió—: Además, eso no tiene nada que ver con que una chica sin velo hable a un lejosnato. Hay una diferencia, pacienta.

—¿Qué diferencia?

Aunque impertinente, ella se merecía una respuesta:

—Hay varias razones, y algunas son mejores que otras, Y la principal es ésta: un lejosnato toma una sola esposa, así que una verdadera mujer que se case con él no le dará hijos.

—¿Por qué no Abuelo?

—¿Es que las mujeres ya no hablan en la tienda de las hermanas? ¿Es que eres tan ignorante? ¡Porque humanos y lejosnatos no pueden concebir juntos! ¿Nunca habías oído decir eso? O una coyunda estéril o bien abortos, monstruos deformes que se malogran. Mi esposa, Arilia, que era lejosnata, murió al abortar un hijo. Su pueblo no tiene reglas como el nuestro; sus mujeres son como hombres, se casan con quien quieren. Pero entre los Seres Humanos hay leyes: las mujeres se acuestan con hombres, se casan con hombres, dan a luz criaturas humanas.

Ella pareció sentirse un poco enferma y afligida. Luego, mirando hacia el ajetreo bullicioso que había en las murallas de la Ciudad de Invierno, dijo:

—Una buena ley para mujeres que tienen hombres con quienes acostarse…

Parecía tener unas veinte fases lunares de edad, lo que significaba que era la que había nacido fuera de temporada, justo en plena barbechera de Verano, cuando no nacían niños. Los hijos de la Primavera serían ahora dos o tres veces mayores que ella en edad, estarían casados, se habrían vuelto a casar, eran prolíficos; los otoñatos eran todos niños aún. Pero algún primaverato la tomaría a ella por tercera o cuarta esposa; ella no tenía por qué quejarse. Quizás él dispusiera su matrimonio, aunque eso dependía de las afiliaciones de ella.

—¿Quién es tu madre, parienta?

Ella se quedó mirando al broche del cinturón de él, y contestó:

—Shakatany fue mi madre. ¿Es que la ha olvidado usted?

—No. Rolery —replicó el anciano al cabo de un rato—. No la he olvidado. Y ahora escucha, hija, ¿dónde hablaste con ese Alterra? ¿Se llama Agat?

—Esa palabra forma parte de su nombre.

—Yo conocí a su padre y a su abuelo. Es pariente de la mujer…, de la lejosnata de que hablamos. Puede que sea el hijo de su hermana o hijo de un hermano.

—Entonces es sobrino de usted. Mi primo —dijo la chica, echándose a reír de repente.

Wold hizo también una mueca ante la lógica grotesca de este parentesco.

—Me encontré con él cuando fui a ver el océano —explicó ella—. Allá en la arena. Antes había visto a un heraldo que venía del norte. Ninguna de las mujeres lo sabe. ¿Hay noticias? ¿Es que va a empezar la Marcha hacia el Sur?

—Quizá —repuso Wold. Él se había vuelto a olvidar del nombre de la chica—. Y ahora corre, hija, ve a ayudar a tus hermanas en los campos —le dijo.

Y olvidándose de ella y del cuenco de gachas de bhan que había estado esperando, se levantó con dificultad y dio una vuelta fuera de su tienda para ver a las cuadrillas de trabajadores sobre las madrigueras y las murallas de la Ciudad de Invierno, y más allá de ellas, hacia el norte.

Esta mañana, por aquella parte de septentrión el cielo se veía muy claro y azul, y se adivinaba frío sobre las desnudas colinas.

Con toda claridad recordó la vida en las madrigueras excavadas en las cimas: los cuerpos amontonados de cien durmientes, las ancianas despertándose para ir a reavivar los fuegos que enviaban calor y humo a todos sus poros, el olor a hierba de Invierno hervida, el ruido, el hedor, el calor que en Invierno daba la proximidad a aquellos refugios subterráneos construidos bajo el suelo helado. Y la fría y limpia quietud del mundo de arriba, azotado por el viento o cubierto por la nieve, cuando él y otros jóvenes cazadores llegaban hasta muy lejos de Tevar a la caza de pájaros de nieve y korios, y de los gordos wespries que seguían el curso de los ríos helados desde el norte más remoto. Y por encima de todo, al otro lado del valle, desde una mancha de pasto invernal, la aparición de la blanca cabeza colgante de un demonio de las nieves… Pero antes, antes de la nieve, el hielo y las bestias blancas del Invierno, hubo una vez una atmósfera brillante como ésta, un día soleado de viento dorado y cielo azul, frío por encima de las colinas. Y él, que aún no era un hombre, sino sólo un crío entre otros críos y mujeres, al mirar hacía arriba sólo veía caras blancas y planas, plumas rojas, capas muy raras, pieles grises emplumadas; voces que parecía que ladraban como animales con palabras que él no entendía, mientras que los hombres de su linaje y los Mayores de Askatevar respondían con voz firme, ordenando a los caras planas que no prosiguieran. Y aún antes de eso hubo un hombre que vino corriendo desde el norte con un lado de su cara quemado y sangrando, gritando:

—¡Los gaales! ¡Los gaales! ¡Vienen cruzando nuestro campamento de Pekna!

Y mucho más claro que cualquier voz actual, él oyó aquel ronco grito que resonó a lo largo de toda su vida, las sesenta fases lunares que había entre él y aquel chiquillo que miraba fijamente y escuchaba con atención en aquel brillante día. ¿Dónde estaba Pekna? Perdida bajo las lluvias, y las nieves; y los deshielos de la Primavera habían arrastrado los huesos de las víctimas de la matanza, las tiendas de campaña podridas, el recuerdo, el nombre.

No habría matanzas esta vez cuando los gaales vinieran al sur a través de los campos de Askatevar. Él ya se había cuidado de eso. Había algo de bueno en vivir mucho tiempo y recordar males pasados. Ni un solo clan o familia de los Hombres de todo este linaje fue dejado en las Tierras de Verano para que fuera sorprendido sin advertirlo los gaales o la primera ventisca. Todos estaban aquí. Eran veinte cientos con los pequeños otoñatos numerosos como hojas arremolinándose alrededor de sus pies, y mujeres charlando y espigando en los campos como bandadas de aves emigrantes, y hombres reunidos en cuadrillas para construir las casas y murallas de la Ciudad de Invierno con las viejas piedras de los viejos cimientos, o cazando los últimos animales emigrantes; hachando y almacenando montones interminables de leña de los bosques y turba del Pantano Seco, recogiendo todas las cabezas de hannes y metiéndolas en grandes establos, y dándoles pienso hasta que volviera a crecer la hierba de Invierno. Todos ellos, en estas tareas que ya les habían ocupado media fase lunar, le habían obedecido, y él había obedecido las viejas leyes del Hombre. Cuando los gaales llegaran, ellos cerrarían las puertas de la ciudad: cuando las ventiscas comenzaran, ellos cerrarían las aberturas de las madrigueras, y así sobrevivirían hasta la Primavera. Sobrevivirían.

Se sentó en el suelo detrás de su tienda, acomodándose con dificultad, alargando sus nudosas piernas cicatrizadas hacia la luz del sol. Un sol que parecía pequeño y blanquecino, aunque el cielo mostraba un azul impoluto; aparentaba tener la mitad del tamaño del gran sol del Verano, más pequeño aún que la Luna. «Cuando el sol se encoge más que la luna, el frío pronto nos importuna…» El suelo estaba empapado por las continuas lluvias que les habían atormentado durante toda esta fase lunar, y marcando aquí y allá por los pequeños surcos dejados por los piesraíces emigrantes. ¿Que era lo que la muchacha le había preguntado sobre los lejosnatos, y acerca del heraldo? ¡Ah, ya! Aquel individuo vino jadeando ayer, ¿fue ayer?, contando que los gaales habían atacado la Ciudad de Invierno de Tlokna, situada al norte, cerca de las Montañas Verdes. Ese cuento podría ser una mentira o un producto del pánico. Los gaales nunca atacaban ciudades amuralladas. Los bárbaros de nariz plana, con sus plumas y suciedad, que corrían hacia el sur como animales sin madriguera cuando se aproximaba el Invierno, eran capaces de tomar una ciudad. Y además, Pekna era sólo un pequeño campamento de caza, no una ciudad amurallada. El corredor había mentido. Todo iba bien. Ellos sobrevivirían. ¿Dónde estaba aquella mujer loca con su desayuno? Aquí, ahora, hacía calor, aquí al sol…

La octava esposa de Wold subió penosamente con un cuenco de bhan humeante, vio que él estaba dormido, suspiró rezongando, y bajó penosamente de nuevo dirigiéndose hacia el fuego de cocinar.

Aquella tarde, cuando el lejosnato llegó a su tienda, rodeado de guardianes melancólicos, y seguido de un montón de chiquillos andrajosos que lo miraban de reojo y se mofaban de él, Wold recordó riéndose lo que la chica le había dicho: «Tu Sobrino. Mi primo». Se levantó como pudo y se quedó de pie para saludar al lejosnato evitando mirarle a la cara y alargándole la mano en el saludo entre iguales.

Y sin vacilar, el forastero le saludó como un igual. Ellos tenían siempre esa arrogancia, ese aire de saberse tan buenos como los hombres, lo creyeran o no realmente. Este individuo era alto, bien proporcionado, aún joven; andaba como un jefe. Exceptuando su tez morena y sus ojos negros y espectrales, podría haber sido tomado por un humano.

—Soy Jakob Agat, Mayor.

—Bienvenido a mi tienda y a las tiendas de mi linaje, Alterra.

—He oído con mi corazón —contestó el lejosnato.

Ante lo cual Wold hizo una pequeña mueca, pues no había oído a nadie decir eso desde los tiempos de su padre. Era extraño cómo los lejosnatos recordaban siempre los antiguos modales y sacaban a relucir cosas ya enterradas en el pasado. ¿Cómo podía conocer este individuo joven una frase que sólo Wold y quizás un par de los hombres más ancianos de Tevar recordaban? Ello formaba parte de la extrañeza de los lejosnatos, que era llamada brujería, y que hacía que la gente temiera a aquellas gentes morenas. Pero Wold nunca les había temido.

—Una mujer noble de tu linaje moró en mis tiendas, y yo pasé muchas veces por las calles de vuestra Ciudad en Primavera. Lo recuerdo. Por ello digo que ningún hombre de Tevar rompa la paz entre nuestros pueblos mientras yo viva.

—Ningún hombre de Landin la romperá mientras yo viva.

El anciano jefe se había sentido conmovido por su breve discurso; había lágrimas en sus ojos, y se sentó en su arca de cuero pintado carraspeando y parpadeando. Agat siguió de pie, muy erguido, vestido con capa negra, ojos oscuros en un rostro moreno. Los jóvenes cazadores que le guardaban se inquietaron, los niños atisbaron susurrando y empujándose a la puerta de la tienda. Con un gesto, Wold los echó a todos fuera. La cortina de la puerta fue bajada, la anciana Kerly avivó el fuego, y luego salió apresuradamente, y él se quedó a solas con el forastero.

—Siéntese —le dijo.

Agat no se sentó, y repuso:

—Escucharé.

Y siguió de pie. Si Wold no le pedía que se sentara, delante de otros humanos, él no se sentaría cuando nadie le viera. Wold no pensó en ello ni tomó ninguna decisión, simplemente lo percibió a través de una piel vuelta sensible por sus muchos años de jefatura y de mando sobre personas.

Suspiró y llamó:

—¡Mujer! —con su voz baja y cascajosa. La anciana Kerly reapareció, y le miró con fijeza—. ¡Siéntate! —dijo Wold a Agat, quien se sentó con las piernas cruzadas, junto al fuego—. ¡Vete! —refunfuño Wold a su esposa, que desapareció.

Silencio. Despacio y trabajosamente, Wold deshizo los lazos de una pequeña bolsa de cuero que colgaba del cinturón de su túnica, sacó un diminuto terrón de aceite de gesina solidificado, partió de él un fragmento aún más pequeño, lo volvió a guardar en la bolsa, ató de nuevo ésta y puso el fragmento sobre un carbón encendido al borde del fuego. Un pequeño rizo de un humo acre y verdoso se elevó; Wold y el forastero inhalaron profundamente y cerraron los ojos. Wold se apoyó contra el gran orinal recubierto de pez y dijo:

—Te escucho.

—Mayor, hemos tenido noticias del norte.

—Nosotros también. Ayer vino un heraldo.

«Fue ayer», pensó.

—¿Te habló de la Ciudad de Invierno de Tlokna?

El anciano se quedó mirando al fuego durante un rato, aspirando profundamente, como si quisiera una última vaharada de gesina, mordiéndose la parte interior de sus labios, su cara (como él bien sabía) tan embotada como un pedazo de madera, inexpresiva, senil.

—No me gustaría ser portador de malas noticias —dijo el forastero con su voz tranquila y grave.

—Y no lo eres, pues ya hemos oído decir eso. Es muy difícil, Alterra, saber la verdad por historias que vienen de muy lejos, de otras tribus, de otros terrenos de pastos. Incluso un heraldo tarda ocho días en ir de Tlokna a Tevar, y el doble si va con tiendas y hannes. ¿Quién sabe? Estaremos preparados para cerrar las puertas de Tevar inmediatamente cuando se produzca la Marcha hacia el Sur. Y vosotros, en vuestra ciudad que nunca dejáis, ¿no necesitáis reparar las puertas?

—Mayor, esta vez harán falta puertas muy fuertes. Tlokna tenía murallas, y puertas, y guerreros. Y ahora ya no tiene nada. Y eso no es un rumor. Allá había hombres de Landin hace diez días; estaban vigilando las fronteras a la espera de los primeros gaales. Pero los gaales se han presentado todos de una vez…

—Alterra, yo te he escuchado… Ahora escúchame tú a mí. Los hombres a veces se asustan y huyen antes de que el enemigo llegue. Hemos oído contar que si esto, que si lo otro. Pero yo soy viejo. He visto dos Otoños, he visto venir el Invierno, he visto a los gaales venir hacia el sur. Yo te diré la verdad.

—Te escucho —dijo el forastero.

—Los gaales viven en el norte, más allá de las tierras más lejanas pobladas por los hombres que hablan nuestro lenguaje. Tienen allá ricas tierras herbosas de Verano, según cuentan, al pie de montañas con ríos de hielo en sus cimas. A mediados de Otoño el frío y los animales de la nieve empiezan a descender hacia sus tierras desde el norte más remoto donde siempre es Invierno, y, al igual que nuestros animales, los gaales se dirigen hacia el sur. Llevan con ellos sus tiendas; pero no construyen ciudades ni guardan grano. Atraviesan los terrenos de pastos de Tevar mientras las estrellas del Árbol aparecen con el crepúsculo, y antes de que salga la Estrella de Nieve, en la transición de Otoño a Invierno. Si encuentran familias que viajen sin protección, caza, rebaños o campos sin guardar, matan y roban. Si ven una Ciudad de Invierno construida, con guerreros en sus murallas, pasan esgrimiendo sus espadas y gritando, y nosotros disparamos algunos dardos contra las espaldas de los últimos… Prosiguen su marcha, y se detienen sólo en alguna parte muy al sur de aquí; algunos hombres dicen que es un sitio caliente donde ellos pasan el Invierno, pero, ¿quién sabe? Así es la Marcha hacia el Sur. Lo sé. Yo la he visto, Alterra, y también les he visto regresar al norte en el deshielo, cuando los bosques brotan. No atacan ciudades de piedra. Son como el agua que corre y hace ruido, pero a la que la piedra divide sin moverse. Y Tevar es de piedra.

El joven lejosnato inclinó su cabeza, meditando, lo suficiente para que Wold pudiera mirar directamente a su cara por un instante.

—Todo lo que usted dice, Mayor, es verdad, totalmente verdad, y siempre ha sido verdad en años pasados. Pero ahora… son otros tiempos… Yo soy uno de los dirigentes de mi pueblo, como usted es uno del suyo. He venido a hablar de jefe a jefe, en busca de ayuda. Créame, escúcheme, nuestros pueblos deben de ayudarse mutuamente. Ha surgido un gran hombre entre los gaales, un dirigente al que ellos llaman Kubban o Kobban. Ha unido todas sus tribus y creado un ejército con ellas. Los gaales ya no roban hannes extraviados a lo largo de su camino, ponen sitio y toman las Ciudades de Invierno en todos los terrenos de pastos a lo largo de la costa, matan a los primaveranatos, esclavizan a las mujeres, dejan en cada ciudad conquistada guerreros gaales para conservarla y gobernarla durante todo el Invierno. Cuando llegue la Primavera, los gaales, en vez de regresar otra vez al norte, se quedarán; estas tierras serán suyas, estos bosques y campos de cultivo y pastos de Verano, y ciudades, y todos sus habitantes…, lo que quede de ellos…

El anciano apartó la mirada por un momento y luego dijo gravemente, irritado:

—Tú hablas, pero yo no te escucho. Dices que mi pueblo será derrotado, aniquilado, esclavizado. Mi pueblo está formado por hombres y tú eres un lejosnato. ¡Guárdate tu negra charla para su propio negro destino!

—Si los hombres están en peligro, nosotros corremos más peligro aún. ¿Sabes cuántos de los nuestros hay ahora en Landin, Mayor? Menos de dos mil.

—¿Tan pocos? ¿Y qué pasa con las otras ciudades? Vuestro pueblo vivía en la costa hasta el norte cuando yo era joven.

—Desaparecieron. Los supervivientes se vinieron a vivir con nosotros.

—¿Guerra? ¿Enfermedades? Vosotros los lejosnatos no tenéis enfermedades.

—Es difícil sobrevivir en un mundo para el que no fuimos creados —dijo Agat con austera brevedad—. De todos modos nosotros somos pocos, débiles en número. Pedimos ser los aliados de Tevar cuando lleguen los gaales, que vendrán dentro de treinta días.

—Antes de eso, si ya están en Tlokna. Ya van retrasados, porque la nieve empezará a caer cualquier día de estos. Tendrán que darse prisa.

—No se dan prisa. Mayor. Vienen lentamente porque vienen todos juntos, ¡son cincuenta, sesenta, setenta mil!

De repente, y del modo más horrible, Wold vio lo que el otro estaba diciendo: vio la horda interminable desfilando a través de los pasos de montaña, dirigida por un alto jefe de cara plana, vio a los hombres de Tlokna (¿o eran los de Tevar?) yaciendo muertos bajo las murallas derribadas de su ciudad, formándose esquirlas de hielo sobre los charcos de sangre… Meneó su cabeza como para sacudirse estas visiones. ¿Qué era lo que se había apoderado de él? Permaneció sentado en silencio durante un rato mordiéndose la parte interior de sus labios.

—Bueno, ya te he oído, Alterra.

—No del todo. Mayor. —Esto era rudeza bárbara, pero aquel individuo era un forastero, y al fin y al cabo un jefe entre los suyos. Wold le permitió que siguiera hablando—: Tenemos tiempo para prepararnos. Si los hombres de Askatevar, y los de Allakskat y de Pernmek hacen una alianza, y aceptan nuestra ayuda, podremos crear un ejército propio. Si los aguardamos con todas nuestras fuerzas, preparados contra los gaales, en la frontera norte de vuestros tres terrenos de pastos, entonces la Marcha hacia el Sur en vez de enfrentarse contra todo ese poderío se desviará y descenderá por los senderos de montaña en dirección al este. Nuestras crónicas dicen que por dos veces en tiempos anteriores ellos tomaron ese camino oriental. Como ya es tarde y han comenzado los fríos, ya escasea la caza, los gaales pueden apartarse y alejarse apresuradamente si encuentran hombres dispuestos a luchar. Yo creo que ese Kubban no tiene otra táctica que la sorpresa y el número. Podemos rechazarle.

—Los hombres de Pernmek y de Allakskat están ahora en sus Ciudades de Invierno, como nosotros. ¿Es que aún no conoces las Costumbres de los Hombres? ¡Nosotros no nacemos la guerra en Invierno!

—¡Vaya a contarles eso a los Gales, Mayor! ¡Reúna a su propio consejo, pero crea en mis palabras!

El lejosnato se levantó, puesto de pie por la intensidad de su súplica y advertencia. Wold lo sintió por él, como a menudo lo sentía por los jóvenes, que no habían visto cómo la pasión y los planes no conducían a nada una y otra vez, cómo sus vidas y actos se desperdiciaban entre el deseo y el temor.

—Ya le he oído —dijo con impasible benignidad—. Los Mayores de mi pueblo también oirán lo que usted acaba de decir.

—Entonces, ¿puedo volver mañana para enterarme…?

—Mañana, al día siguiente…

—¡Treinta días, Mayor! ¡Nos quedan treinta días como máximo!

—Alterra, los gaales vendrán y se marcharán. El Invierno llegará y seguirá. ¿De qué le servirá a un guerrero victorioso regresar a una casa inacabada cuando la tierra esté cubierta de hielo? Cuando estemos preparados para resistir al Invierno nos ocuparemos de los gaales… Y ahora, vuelve a sentarte. —Volvió a meter la mano en su bolsa para buscar un nuevo trocito de gesina y aspirar otra vaharada—. Tu padre se llamaba también Agat. ¿verdad? Yo lo conocí cuando él era joven. Una de mis hijas más inútiles me dijo que se había encontrado contigo cuando paseaba por la arena.

El lejosnato le dirigió una rápida mirada, y contestó:

—Sí, nos encontramos en la arena antes de que subiera la marea.

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