13. El último día

En su sueño febril, en la fría oscuridad de la polvorienta habitación, Agat habló en voz alta algunas veces, y en cierta ocasión en que ella estaba dormida, él la llamó en sueños, alargando su mano a través del abismo tenebroso, repitiendo su nombre cada vez más en la lejanía. Sus voces interrumpieron el sueño de ella, que se despertó. Aún estaba oscuro.

Pronto llego la mañana. La luz penetró por los lados de las mesas levantadas, y unas rayas blancas cruzaron el techo. La mujer que había estado allí cuando ellos entraron la pasada noche, aún dormía, exhausta; pero la otra pareja, que había dormido sobre una de las mesas para evitar las corrientes, se despertó. Agat se incorporó, miró a su alrededor y dijo con voz ronca y cara afligida:

—La tormenta ha terminado…

Apartando un poco una de las mesas, atisbaron fuera y vieron el mundo de nuevo: la pisoteada Plaza, barricadas semicubiertas por la nieve, las grandes fachadas con persianas, de los cuatro edificios; más allá, tejados cubiertos por la nieve, y un poco de mar. Un mundo blanco y azul, claro y brillante, sombras azules y todas las puntas tocadas por un sol tempranero aparecían bañadas de un blanco deslumbrador.

Era muy hermoso; pero era como si las murallas que los protegían hubieran sido desgarradas durante la noche.

Agat estaba pensando en lo mismo que ella, porque le dijo:

—Será mejor que nos vayamos a la Sala antes de que ellos se den cuenta de que pueden subirse a los tejados y utilizarnos como blanco de sus tiros.

—Podemos emplear los túneles de los sótanos para ir de un edificio a otro —dijo uno de los presentes.

Agat se mostró de acuerdo.

—Eso haremos —dijo—. Pero las barricadas han de ser guarnecidas…

Rolery dio largas un rato, hasta que los otros se hubieron ido, y entonces logró persuadir al impaciente Agat para que le dejara echar un nuevo vistazo a su herida de la cabeza. Había mejorado o al menos no había empeorado. En su rostro aún había las señales de la paliza que le habían propinado sus parientes; las propias manos de ella estaban llagadas de acarrear piedras y tirar de cuerdas, y llenas de úlceras que el frío había empeorado. Descansó sus magulladas manos sobre la magullada cabeza de él, y se echó a reír:

—¡Cómo dos viejos guerreros! —exclamó—. ¡Oh, Jakob Agat! Cuando vayamos al país bajo el mar, ¿tendrás de nuevo tus dientes perdidos?

Él alzó la vista para mirarla, sin comprender, y trató de sonreír, pero no pudo.

—Quizá cuando un lejosnato muere vuelva a las estrellas…, a los otros mundos —añadió ella, cesando de sonreír.

—No —replicó él, levantándose—. Nos quedamos aquí. Ven, esposa mía.

A pesar de la brillantez del sol, del cielo y de la nieve, el aire del exterior era tan frío que hacía daño al respirar. Al cruzar corriendo la Plaza hasta las arcadas de la Sala de la Liga, un ruido tras ellos les hizo volverse. Agat y Rolery se agacharon, sacando su lanzadardos y se prepararon para echar a correr. Una extraña figura que emitía agudos chillidos pareció traspasar la barricada de un salto y precipitarse de cabeza al otro lado, a pocos metros de ellos: era un gaal, con dos lanzas clavadas entre sus costillas. Los guardianes que había en las barricadas miraron atónitos y gritaron, los arqueros cargaron sus ballestas y alzaron la mirada para ver a un hombre que les gritaba desde una ventana con persianas en la parte este del edificio que se elevaba ante ellos. El gaal muerto boca abajo en la sangrienta nieve pisoteada, en la sombra azul de la barricada.

Uno de los guardianes se acercó corriendo a Agat, gritándole:

—¡Alterra! ¡Debe de ser la señal para un ataque!

Otro hombre, saliendo de pronto por la puerta del Colegio, le interrumpió:

—¡No! ¡Yo lo he visto, lo estaba persiguiendo, por eso gritaba de esa manera…!

—¿Qué has visto?

—¡Corría, tratando de salvar su vida! ¿No lo habéis visto los que estabais en la barricada? No me extraña que gritara. Es blanco y corre como un hombre, con un cuello como… ¡Dios mío! ¡Así, Alterra! Ha bordeado la esquina, tras él, y luego ha dado media vuelta.

—Un demonio de las nieves —dijo Agat, y se volvió hacia Rolery para que ésta se lo confirmara. Ésta, que había oído las cosas que contaba Wold, asintió:

—Blanco y alto, y la cabeza yendo de un lado para otro…

Ella lo imitó al modo horrible como hacía Wold, y e hombre que lo había visto desde la ventana gritó:

—¡Así es!

Agat se subió a la barricada por si podía echar un vistazo al monstruo. Ella se quedó abajo, observando al muerto, quien había estado tan aterrorizado que había corrido hacia las lanzas de sus enemigos para escapar. Ella no había visto nunca a un gaal tan de cerca, porque no se hacían prisioneros, y había estado prestando servicio en el sótano, con los heridos. El cuerpo era corto y delgado, frotado con grasa hasta que la piel, más blanca aún que la suya, brillaba como si fuera tocino; el grasiento cabello estaba entrelazado con plumas rojas. Mal vestido, con andrajos de fieltro como chaqueta, el muerto yacía con los miembros extendidos debido a su muerte violenta, su rostro oculto como si aún se escondiera de la bestia blanca que le había dado caza. La chica se quedó inmóvil junto a él, en la brillante y helada sombra de la barricada.

—¡Allí! —le oyó gritar a Agat, por encima de ella, en la inclinada y escalonada cara interna del muro, construido con piedras del pavimento y rocas de los acantilados. Él bajó hasta donde estaba ella, sus ojos centelleándole, y se la llevó apresuradamente hasta la Sala de la Liga—. Lo he visto por un segundo mientras cruzaba la calle Otake. Corría y balanceó su cabeza hacia nosotros. ¿Sabes si vienen en manadas?

Ella no lo sabía; sólo lo que le contó Wold de una vez que había matado a un demonio de las nieves con una sola mano, entre las míticas nieves del último Invierno. Ellos llevaron la noticia y plantearon la cuestión en el refectorio que estaba lleno de gente. Umaksuman aseguró que los demonios de las nieves a menudo venían en manadas, pero que los lejosnatos no querrían hacer caso a lo que decía un hilfo, y querrían mirar en sus libros. Y en efecto trajeron un libro que decía que los demonios de las nieves habían sido vistos después de la primera tormenta del Noveno Invierno, corriendo en una manada de doce a quince ejemplares.

—¿Cómo lo dicen los libros? ¿No hacen ningún sonido? ¿Es como el lenguaje mental con que me habláis?

Agat se la quedó mirando. Estaban sentados ante una larga mesa en la Sala de Asamblea, bebiendo la caliente y clara sopa de hierbas que tanto gustaba a los lejosnatos; ti, como la llamaban.

—No… Bueno, sí, un poco. Escucha, Rolery, voy a salir fuera dentro de un minuto. Tú vuelve al hospital. No hagas caso a Wattock. Es un viejo y está cansado. Pero sabe mucho. No cruces la Plaza si tienes que ir a otros edificios. Ve por los túneles. Entre los arqueros gaales y esas criaturas… —Soltó una especie de risa—. ¿Y ahora qué? —le preguntó.

—Jakob Agat, quiero preguntarte…

En el breve tiempo que ella lo conocía, nunca había estado segura de cuántas eran las partes de que se componía su nombre, y qué partes debería usar.

—Escucho —le contestó él con gravedad.

—¿Por qué no habláis mentalmente a los gaales? Decidles que… se vayan. Como tú me dijiste, en la playa, que corriera hacia el Rimero. Como vuestros pastores dicen a los hannes…

—Los hombres no son hannes —repuso él; y a ella se le ocurrió pensar que él era el único de los lejosnatos que había hablado de los tevaranos, de los lejosnatos y de los gaales, denominando a todos como hombres.

—Esa anciana, Pasfal, ella escuchó a los gaales, cuando el gran ejército se puso en marcha hacia el sur.

—Sí. La gente que tiene ese don y está entrenada puede escuchar, aun a distancia, sin que la mente del otro lo sepa. Eso es un poco como ocurre cuando una persona está entre una muchedumbre, que siente su temor o alegría; y hay más lectura mental que otra cosa, aunque sin palabras. Pero el lenguaje mental y su recepción es diferente. Un individuo no entrenado si tú le hablas, cerrará su mente antes de que sepa que ha oído algo. Especialmente si lo que oye no es lo que él desea o cree Por lo general los no-comunicantes tienen defensas paralelas. De hecho, aprender la comunicación paraverbal es en principio aprender a quebrantar esas defensas.

—¿Pero los animales oyen?

—Hasta cierto punto. Eso es otra de las cosas que se hace sin palabras. Algunas personas tienen el hábito de proyectarse a los animales. Es muy útil para pastores y cazadores. ¿No has oído nunca decir que los lejosnatos eran muy buenos cazadores?

—Sí, por eso los llamamos brujos. Pero entonces, ¿yo soy como un hann? Te he oído.

—Sí, y tú me hablaste a mí una vez, en mi casa. Eso ocurre a veces entre dos personas: no hay barreras, no hay defensas. —Él apuró su taza y alzó la mirada, meditando con tristeza sobre aquel motivo decorativo representaba el sol y los enjoyados mundos circundantes en la larga pared que formaba uno de los lados de la habitación—. Cuando eso ocurre, es necesario que se amen entre sí. Necesariamente… Yo no puedo enviar mi temor u odio contra los gaales. Ellos no me oirían. Pero si lo volviera contra ti, podría matarte. Y tú a mí, Rolery…

Luego vinieron a decirle que lo necesitaban en la plaza, y él tuvo que dejar a Rolery, quien se dirigió a cuidar a los tevaranos que había en el hospital, que era el trabajo que le habían asignado, y también para ayudar al muchacho lejosnato herido: una muerte horrible, cuya agonía se prolongó todo el día. El viejo curandero dejó que cuidara al muchacho. Wattock estaba amargado y furioso, viendo que todos sus conocimientos eran inútiles.

—¡Nosotros los humanos no morimos de vuestra fétida muerte! —exclamó impaciente en cierta ocasión—. ¡Este muchacho nació con algún defecto en la sangre!

Ella no hizo caso a lo que él decía. Ni tampoco el muchacho, que murió entre grandes dolores, agarrándose a su mano.

Trajeron nuevos heridos a aquella grande y tranquila habitación, de uno en uno y a veces de dos en dos. Sólo por esto sabían ellos que arriba se estaba desarrollando una lucha enconada, allá donde el sol brillaba sobre la nieve. Bajaron a Umaksuman, que había sido derribado y quedó inconsciente por una piedra lanzada con honda por un gaal. Con sus largos miembros, yacía allí majestuoso, y ella se lo quedó mirando con un confuso orgullo: un guerrero, un hermano. Ella creyó que estaba muerto; pero al cabo de un rato él se incorporó, meneando su cabeza, y luego se levantó:

—¿Qué sitio es éste? —preguntó, y ella casi se echó a reír al contestar. Los del linaje de Wold eran duros de morir. Él le contó que los gaales estaban atacando a todas las barricadas, un empuje incesante, como el gran ataque contra la Puerta de Tierra cuando ellos, con todas sus fuerzas, trataron de escalar las murallas subiendo unos a hombros de otros—. Son guerreros estúpidos —explicó, frotándose el gran chichón que tenía sobre su oreja—. Si se suben a los tejados que rodean esta plaza y empiezan a tirarnos flechas, pronto no nos quedarán hombres para defender las barricadas. Lo único que saben es venir corriendo todos a la vez, gritando… —se frotó la cabeza de nuevo, y preguntó—: ¿Qué han hecho con mi lanza? —y volvió a la lucha.

Ya no traían aquí a los muertos, sino que los dejaban en un cobertizo abierto que había en la Plaza hasta que pudieran ser quemados. Si mataban a Agat, ella no se enteraría ahora. Cuando los camilleros venían con un nuevo paciente, ella alzaba la mirada con una secreta esperanza: si traían a Agat herido, era señal de que no estaba muerto. Pero nunca se trataba de él. Se preguntó si podría enviarle un grito a su mente antes de que él muriese, si lo mataban, y si ese grito la mataría también a ella.

A última hora de aquel día interminable trajeron a la anciana llamada Alla Pasfal. Con otros ancianos y ancianas de los lejosnatos, ella había pedido la peligrosa tarea de llevar armas a los defensores de las barricadas, lo cual significaba atravesar corriendo la Plaza expuesta a los disparos del enemigo. Una lanza gaal le atravesó la garganta de lado a lado. Wattock pudo hacer muy poco por ella. Allí, pequeña, ennegrecida, la vieja mujer yació moribunda entre hombres jóvenes. Atraída por su mirada, Rolery se acercó a ella, llevando en sus manos una jofaina llena de vómitos de sangre. Aquellos ojos envejecidos la miraron oscuramente, con dureza, tan impenetrables como una roca, y Rolery le devolvió la mirada, aunque eso no era una cosa que su pueblo hiciera.

La vendada garganta habló con débil ronquera, la boca se retorció.

Romper las propias defensas…

—¡Escucho! —le dijo Rolery en voz alta, con la frase formal de su pueblo, con voz temblorosa.

«Se irán —dijo en su mente la voz cansada y débil de Alla Pasfal—. Tratarán de seguir a los otros que van camino del sur. Nos temen a nosotros, a los demonios de las nieves, y a nuestras casas y calles. Tienen miedo. Se irán después de este ataque. Dile a Jakob que puedo oír, que puedo oírles. Dile a Jakob que se irán… mañana…»

—Se lo diré —contestó Rolery, echándose a llorar. Inmóvil, callada, la moribunda se la quedó mirando con ojos que parecían piedras negras.

Rolery volvió a su tarea, porque los heridos necesitaban ser atendidos y Wattock no tenía otros ayudantes. Y ¿de qué serviría salir en busca de Agat allá entre la nieve manchada de sangre, con tanto ruido y apresuramiento, para decirle, antes de que lo mataran, que una vieja loca había asegurado que ellos sobrevivirían?

Siguió trabajando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Uno de los lejosnatos, gravemente herido pero aliviado por la maravillosa medicina que Wattock empleaba, una bolita que, tragada, hacía que el dolor disminuyera o cesara, le preguntó:

—¿Por qué lloras?

Se lo preguntó somnoliento, con curiosidad, como un niño se lo preguntaría a su madre.

—No lo sé —respondió Rolery—. Procura dormir.

Pero ella sabía, aunque vagamente, que estaba llorando porque la esperanza era tan intolerablemente dolorosa, que quebrantaba la resignación con la cual ella había vivido durante días; y el dolor, puesto que ella era sólo una mujer, le hacía llorar.

No había manera de saberlo aquí abajo, pero el día debería de estar terminando, porque Seiko Esmit vino trayendo una bandeja con comida caliente para ella y Wattock y aquellos heridos que podían comer. Seiko esperó para llevarse de nuevo los cuencos, y Rolery le dijo:

—Aquella anciana, Pasfal Alterra, ha muerto.

Seiko se limitó a asentir con un movimiento de cabeza. Su cara estaba rígida y tenía un aspecto extraño, y dijo en voz alta:

—Están disparando tizones y arrojando objetos ardiendo desde los tejados. No han podido irrumpir, de modo que van a quemar los edificios y los almacenes y entonces todos moriremos de hambre con el frío. Si la Sala se incendia quedaréis atrapados aquí. Moriréis quemados vivos.

Rolery comió su ración de alimento y no contestó. Las gachas de bhan calientes habían sido sazonadas con jugo de carne y yerbas troceadas. Los lejosnatos sufriendo un asedio eran mejores cocineros que su pueblo en medio de la abundancia de Otoño. Ella acabó su cuenco, y también la mitad del contenido de otro cuenco que había dejado un herido, y un par de restos, y devolvió la bandeja a Seiko, lamentando que no hubiera habido más.

Nadie bajó durante mucho rato. Los hombres dormían y gemían en su sueño. La atmósfera era cálida; el calor de las llamas de gas se elevaba a través de las rejillas que hacían aquel lugar tan cómodo como una tienda campaña calentada por el fuego. Y entre la respiración de los hombres, Rolery podía oír el tic, tic, tic de aquellas cosas redondas que había en las paredes, y éstas, así como las cajas de cristal apoyadas contra la pared, y las altas filas de libros, arrancaban destellos dorados y castaños a la luz suave y continua de las llamaradas de gas.

—¿Le has dado el analgésico? —le preguntó en voz baja Wattock: y ella se encogió de hombros queriendo decir que sí, levantándose de al lado de uno de los hombres.

El viejo curandero parecía medio Año más viejo de lo que era, mientras se sentaba en cuclillas junto a Rolery frente a una mesa para cortar vendas, de las cuales ya andaban escasos. A Rolery le parecía que era un gran doctor. Para complacerle en vista de su fatiga y desánimo le preguntó:

—Mayor, si no es el «demonio del arma» el que hace que una herida se pudra, ¿qué es entonces?

—¡Oh…, criaturas! Bestezuelas, animalitos demasiado pequeños para que se los pueda ver. Sólo podría enseñártelos con ayuda de un cristal especial, como aquel que hay en aquella caja. Viven casi en todas partes; están en las armas, en el aire, en la piel. Si se meten en la sangre, el cuerpo los resiste y la batalla es lo que causa la hinchazón y todo eso. Es lo que dicen los libros. No es que me haya importado nunca a mi como médico.

—¿Y por qué esas criaturas no muerden a los lejosnatos?

—Porque no les gustan los extranjeros. —Wattock soltó un bufido ante este pequeño chiste—. Somos extranjeros, ya lo sabes. Ni siquiera podemos digerir el alimento aquí a menos que tomemos periódicamente dosis de ciertos enzimoides. Tenemos una estructura química que es ligeramente diferente a la forma orgánica local, y eso se muestra en el citoplasma. Tú no sabes lo que es eso. Bueno, significa que estamos hechos de una forma ligeramente diferente a los hilfos.

—¿Por eso ustedes tienen la piel oscura y nosotros clara?

—Bueno, eso no tiene importancia. Son variaciones completamente superficiales, el color y la estructura del ojo y todo ello. No, la diferencia se halla en un nivel inferior, y es muy pequeña, una molécula en la cadena hereditaria —explicó Wattock con agrado, animándose mientras hablaba—. Y ella no es causa de grandes divergencias con el tipo hominal común de vosotros, los hilfos, tal como escribieron los primeros colonos, y ellos estaban bien enterados. Pero eso significa que nosotros no podemos cruzarnos con vosotros, o digerir el alimento orgánico local sin ayuda, o reaccionar a vuestros virus… Aunque la verdad es que todo eso del enzimoide tiene algo de exageración. Es parte del esfuerzo por hacer lo mismo que hizo la primera generación. Para algunos es pura superstición. Yo he visto personas que han vuelto de largas expediciones de caza, o a los refugiados de Atlantika la pasada Primavera, que no habían sido inyectados ni tomado una píldora de enzimoides en dos o tres fases lunares, y a pesar de ello digerían los alimentos. La vida tiende a adaptarse, al fin y al cabo.

Y al decir esto Wattock puso una expresión muy extraña, y la miró fijamente. Ella se sintió culpable, ya que no tenía la menor idea de lo que él le había explicando, pues ninguna de las palabras clave eran palabras de su idioma.

—¿La vida, qué…?—preguntó tímidamente.

—Se adapta. Reacciona. ¡Cambia! Si se le da la suficiente presión, y con las generaciones suficientes, la adaptación favorable tiende a prevalecer… Si la radiación solar actuara a la larga como una especie de norma bioquímica local…, todos los niños nacidos muertos y los abortos no serían entonces más que superadaptaciones o quizá la incompatibilidad entre la madre y un feto normalizado… —Wattock se detuvo agitando sus tijeras y se inclinó para trabajar de nuevo; pero en seguida alzó de nuevo el rostro para mirar con aquel modo extraño e intenso, murmurando—: ¡Extraño, extraño, extraño!… Eso implicaría, bueno, que el cruce fertilizador podría tener lugar.

—Escucho de nuevo —murmuró Rolery.

—¡Que de los matrimonios entre hombres e hilfas podrían nacer hijos!

Esto sí que lo comprendió ella al final, aunque no entendió si lo que él había dicho era un hecho, un deseo, o un sueño.

—Mayor —dijo—. Soy demasiado estúpida para oírle.

—Tú lo comprendes muy bien —dijo una voz débil allí cerca: la de Pilotson Alterra, que se había despertado—. ¿Así que crees que nos hemos convertido finalmente en la gota que queda en el cubo, Wattock?

Pilotson se había incorporado apoyándose en el codo. Sus ojos negros brillaban en un rostro demacrado, acalorado y sombrío.

—Si tú y algunos de los otros tenéis heridas infectadas, entonces ese hecho ha de tener una explicación.

—¡Maldita sea la adaptación, entonces! ¡Malditos el cruzamiento y la fertilidad! —exclamó el enfermo, y se quedó mirando a Rolery—. Mientras fuimos fieles a nosotros mismos, sólo nos cruzamos entre nosotros y fuimos Hombres. Exiliados, Alterranos, humanos. Fieles al conocimiento y las Leyes del Hombre. Ahora, si podemos cruzarnos con los hilfos, la gota de nuestra sangre humana se perderá antes de que pase otro Año. Diluida, disminuida hasta llegar a la nada. Nadie sabrá poner en funcionamiento estos instrumentos, o leer esos libros. Los nietos de Jakob Agat se sentarán para entrechocar dos piedras y gritar, hasta el fin de los tiempos… ¡Malditos seáis, bárbaros estúpidos! ¿No podéis dejarme a solas? ¿Dejarme en paz?

Estaba temblando por la fiebre y la furia. El viejo Wattock, que había estado manejando uno de aquellos pequeños dardos huecos, llenándolo, alargó la mano con su suave habilidad característica y pinchó al pobre Pilotson en el antebrazo.

—Échate, Huru —le dijo, y poniendo cara de aturdimiento el herido obedeció—.

A mí no me importa morir de vuestras sucias infecciones —prosiguió Pilotson, con voz cada vez más pastosa—; pero llevaos a vuestros sucios críos, lleváoslos fuera de aquí, lejos de la… ciudad.

—Esto lo mantendrá tranquilo por un rato —dijo Wattock, suspirando.

Se sentó en silencio mientras que Rolery continuaba preparando vendas. Ella era diestra y rápida haciendo tal trabajo. El anciano doctor la observó con cara melancólica.

Cuando ella se incorporó para estirar su espalda, vio que el anciano también se había quedado dormido, un oscuro bulto de piel y huesos acurrucado en un rincón tras la mesa. Ella siguió trabajando, preguntándose si había comprendido lo que él le dijo, y si lo habría dicho en serio: que ella podría tener un hijo de Agat.

Se había olvidado totalmente de que Agat muy bien pudiera estar ya muerto, tal como se iban desarrollando los acontecimientos. Permaneció allí sentada entre hombres heridos y durmientes, bajo las ruinas de una ciudad llena de muertos, y meditó en silencio sobre las cosas de la vida.

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