8. En la Ciudad Extraña

Lo más raro de todo dentro de la rareza de esta casa, era la pintura que había sobre la pared de la gran habitación de abajo. Cuando Agat se fue y en las habitaciones reinó un silencio de muerte, ella se quedó mirando la pintura hasta que le pareció que se había convertido en el mundo y ella era la pared. Y el mundo era una red: una profunda red, como las ramas entrelazadas en el bosque, como las corrientes de agua que se mezclaban, plata, gris, negro, tornasolados de verde, rosa, y un amarillo como el sol. Y al observar esta profunda red se veía en ella, entre ella, tejida en ella y tejiéndola, pequeños y grandes dibujos y figuras, animales, árboles, hierbas, hombres y mujeres y otras criaturas, algunas como lejosnatos y otras diferentes; y formas extrañas, cajas apoyadas sobre piernas redondeadas, pájaros, hachas, lanzas plateadas y plumas de fuego, caras que no eran caras, piedras con alas y un árbol cuyas hojas eran estrellas.

—¿Qué es eso? —preguntó a la mujer lejosnata a quien Agat le había pedido que la cuidara, su parienta; y ella, a su manera, esforzándose por ser amable, replicó:

—Es una pintura, un cuadro. Tu gente hace pinturas, ¿no?

—Sí, un poco, ¿y qué significa?

—Se refiere a otros mundos y al nuestro. ¿Ves sus habitantes…? Fue pintada hace mucho tiempo, en el primer Año de nuestro exilio, por uno de los hijos de Esmit.

—¿Qué es aquello? —señaló Rolery a prudente distancia.

—Un edificio. La Gran Sala de la Liga en el mundo llamado Davenant.

—¿Y aquello?

—Un erkar.

—Escucho otra vez —dijo Rolery cortésmente, quien ahora procuraba emplear sus mejores modales en todo momento; pero como Seiko Esmit pareciera no comprender la formalidad, ella le preguntó—: ¿Qué es un erkar?

La mujer lejosnata apretó sus labios un poco y contestó con indiferencia:

—Una cosa para montarse en ella, como…, bueno, vosotros no empleáis ruedas, ¿cómo puedo explicártelo? ¿No has visto nuestras carretillas? ¿Sí? Bueno, pues éste era un carro para montarse en él, pero que volaba por el cielo.

—¿Y vuestro pueblo ya no puede hacer esos carros ahora? —preguntó Rolery asombrada; pero Seiko interpretó mal la pregunta, y replicó rencorosa:

—No. ¿Cómo íbamos a conservar esas habilidades aquí, cuando la Ley nos mandaba no elevarnos sobre vuestro nivel? ¡Durante seiscientos años tu pueblo no ha logrado aprender el uso de las ruedas!

Sintiéndose triste en este extraño lugar, exiliada de su pueblo, y ahora sola sin Agat, Rolery tenía miedo de Seiko Esmit y de todas las personas y cosas con que se encontraba. Pero no quería que se burlara de ella una mujer celosa, una mujer vieja. Y le replicó:

—Pregunto para aprender. Pero no creo que vuestro pueblo haya estado aquí seiscientos años.

—Seiscientos años de nuestro planeta que son diez años de aquí. —Al cabo de un rato, Seiko Esmit prosiguió—: Ya ves, no lo sabemos todo acerca de los erkars y muchas otras cosas que fueron propias de nuestro pueblo, porque cuando nuestros antepasados vinieron aquí, habían jurado obedecer una ley de la Liga, que les prohibía utilizar muchas cosas diferentes de las cosas que usaban los nativos. A esto se le llamaba el Embargo Cultural. Con el tiempo nosotros os habríamos enseñado cómo hacer cosas, como carros con ruedas. Pero la Nave se marchó. Aquí quedamos pocos, y no recibimos noticias de la Liga, y encontramos muchos enemigos entre vuestras naciones en aquellos tiempos. Fue difícil para nosotros observar la Ley y también atenernos a lo que teníamos y sabíamos. Así que quizá olvidamos muchas habilidades y conocimientos. No lo sabemos.

—Era una ley extraña —murmuró Rolery.

—Fue hecha en favor de vosotros, no de nosotros —dijo Seiko con su voz apresurada, con aquel acento duro y claro como el de Agat—. En los Cánones de la Liga, que estudiamos de niños, está escrito: «No se hará proselitismo de ninguna Religión o Ideal, no se enseñará ninguna técnica o teoría, no se exportará ningún modelo cultural, ni se enseñará el idioma paraverbal a ninguna forma de vida de alta inteligencia no comunicante, o a cualquier planeta colonial, hasta que se considere por el Consejo del Área, con el consentimiento del Pleno, que tal planeta está preparado para el Control o para ser elegido miembro» Eso quiere decir, ya ves, que habíamos de vivir exactamente como vosotros vivís En lo que no lo hemos hecho, hemos quebrantado nuestra propia Ley.

—A nosotros no nos hizo ningún daño —comentó Rolery—; pero a vosotros no os hizo mucho bien.

—Tú no puedes juzgarnos —repuso Seiko con aquella rencorosa frialdad; luego, controlándose otra vez, dijo—: Bueno, ahora hay trabajo que hacer. ¿Quieres venir?

Sumisa, Rolery siguió a Seiko. Pero antes de salir se volvió para echar una última mirada a la pintura. Era más grande que cualquier otro objeto que ella hubiera visto. Su sombría, plateada y desconcertante complejidad en cierto modo la afectaban, lo mismo que la presencia de Agat; y cuando él estaba con ella, ella le temía; pero fuera de él. A nada ni a nadie.

Los luchadores de Landin se habían ido. Tenían cierta esperanza de que, por medio de ataques de guerrilla y emboscadas, pudieran hostilizar a los gaales empujándolos hacia el sur en busca de víctimas menos agresivas. Era una esperanza muy débil, y las mujeres estaban trabajando para preparar a la ciudad a resistir un sitio. Seiko y Rolery se presentaron en la Sala de la Liga de la gran plaza, y allí se les asignó la tarea de ayudar a reunir los grandes rebaños de hannes que había en los extensos campos al sur de la ciudad. Fueron veinte mujeres, y a cada una al salir de la Sala se le entregó un paquete con pan y cuajada de leche de hann, porque estarían fuera todo el día. Como el forraje era cada vez más escaso, los rebaños habían estado pastando mucho más al sur entre la playa y las colinas costeras. Las mujeres caminaron algunos kilómetros hacia el sur y luego retrocedieron zigzagueando de acá para allá, reuniendo y arreando a aquellos pequeños, silenciosos y peludos animales cada vez en mayor número.

Rolery vio ahora a las mujeres lejosnatas a una nueva luz. Le habían parecido delicadas, infantiles, con sus vestidos suaves y ligeros, sus voces y sus mentes rápidas. Pero aquí estaban en las rastrojeras de las colinas, rodeadas de hielo, arreando a los lentos y peludos rebaños contra el viento del norte, trabajando juntas, de un modo inteligente y decidido. Eran maravillosas tratando animales, pareciendo dirigirles más que empujarles, como si tuvieran algún dominio sobre ellos. Subieron por la carretera hasta la Puerta del Mar después de que el sol se hubiera puesto, un puñado de mujeres en un mar hirsuto de bestias trotonas y jibosas. Cuando las murallas de Landin aparecieron a la vista, una mujer alzó la voz y cantó. Rolery no había oído nunca a una voz jugar a este juego de entonación y tiempo. Esto hizo parpadear sus ojos y doler su garganta, y en la carretera a oscuras sus pies siguieron el ritmo de la música. El canto fue de voz en voz, carretera abajo; cantaban evocando una patria perdida que no habían conocido jamás, sobre paños tejidos que tenían joyas cosidas, sobre guerreros muertos en la guerra; había una canción acerca de una chica que se volvió loca de amor y se tiró al mar. «¡Oh, las olas balancean lejos antes de la marea…!» Con sus voces dulces, convirtiendo la pena en canción, se acercaron con sus rebaños, veinte mujeres que caminaban en la ventosa oscuridad. La marea había subido, y era una susurrante negrura sobre las dunas a su izquierda. Las antorchas sobre las altas murallas ardieron llameantes ante ellas, convirtiendo a la Ciudad del Exilio en una isla de luz.

En Landin ahora todos los alimentos estaban estrictamente racionados. La gente comía de modo comunal en uno de los grandes edificios que rodeaban la plaza, o si lo preferían se llevaban sus raciones a su casa. Las mujeres que habían estado recogiendo el ganado llegaron tarde. Después de una cena apresurada en un extraño edificio llamado Thiatr, Rolery fue con Seiko Esmit a la casa de Alla Pasfal. Ella habría preferido ir a la casa vacía de Agat y estar allí sola; pero hacía todo lo que le pedían que hiciera. Ya no era una doncella, ni tampoco era libre, era la esposa de un alterrano, y una prisionera del sufrimiento. Por primera vez en su vida obedecía.

Ningún fuego ardía en el hogar, y sin embargo la alta habitación estaba caliente; lámparas sin pabilos ardían en jaulas de cristal que había en la pared. En esta casa, tan grande como la casa de un linaje en Tevar, sólo vivía una mujer anciana. ¿Cómo soportaban ellos la soledad? ¿Y cómo mantenían el calor y la luz del Verano dentro de los muros? Y durante todo el Año vivían en estas casas, todas sus vidas, sin salir jamás, sin vivir nunca en tiendas en el campo, en las amplias tierras del Verano, en forma nómada… Rolery irguió su vacilante cabeza y miró de reojo a la vieja, a Pasfal, para ver si ésta se había dado cuenta de que estaba adormilada. Se había fijado en ello. La vieja veía todo, y odiaba a Rolery.

Y también la odiaban todos los alterranos, esos Mayores lejosnatos. La odiaban porque amaban a Jakob Agat con un amor celoso; porque había tomado a ella por esposa, porque era humana y ellos no.

Uno de ellos estaba diciendo algo sobre Tevar, algo muy extraño que ella no creyó. Bajó la mirada, pero el temor debió de haberse mostrado en su rostro, porque uno de los hombres, Dermat Alterra, dejó de escuchar a los otros y dijo:

—Rolery, ¿no sabías que Tevar se ha perdido?

—Escucho —susurró ella.

—Nuestros hombres estuvieron acosando a los gaales durante todo el día desde el oeste —explicó el lejosnato—. Cuando los guerreros gaales atacaron Tevar, nosotros atacamos su línea de porteadores de equipaje y los campamentos que sus mujeres estaban levantando al este del bosque. Eso distrajo a algunos de ellos, y algunos de los tevaranos pudieron escapar, aunque ellos y nuestros hombres se han dispersado. Algunos han vuelto ya, pero no sabemos exactamente qué está haciendo el resto, y como es una noche tan fría y ellos están allá en las colinas…

Rolery permaneció sentada y en silencio. Estaba muy cansada, y no comprendió. La Ciudad de Invierno había sido tomada, destruida. ¿Podía ser eso cierto? Ella había dejado a su pueblo; ahora todos los suyos estaban muertos o sin hogar en las colinas en la fría noche de Invierno. Había quedado sola. Aquellos extraños hablaban y hablaban con sus voces duras. Por un instante Rolery tuvo una ilusión, que ella sabía que era una ilusión, pues le pareció ver una fina película de sangre sobre sus manos y muñecas. Se sintió ligeramente enferma; pero ya no estaba adormilada. De vez en cuando le parecía que estaba entrando en las afueras, en la primera etapa de la Ausencia por un minuto. Los brillantes y fríos ojos de la vieja, la bruja Pasfal, la miraban fijamente. Ella no podía moverse. No había un sitio donde ir. Todo el mundo estaba muerto.

Entonces hubo un cambio. Era corno una lucecita lejos en la oscuridad. Y ella dijo en voz alta, aunque tan suavemente que sólo los que estaban cerca de ella la oyeron:

—Agat viene hacia aquí.

—¿Te está hablando? —le preguntó Alla Pasfal con sequedad.

Rolery miró por un momento a la vieja que ella temía, como si no la viera.

—Viene hacia aquí —repitió.

—Probablemente no está enviando, Alla —dijo el llamado Pilotson—. Ellos están en constante relación.

—Tonterías, Huru.

—¿Por qué han de ser tonterías? Él nos contó que envió a ella con gran fuerza y estableció contacto. Ella debe de ser una Natural. Y eso estableció una relación. Ya ha ocurrido antes.

—Entre parejas humanas, sí —dijo la anciana—. Una chica no entrenada no puede recibir ni enviar un mensaje paraverbal, Huru; una Natural es cosa de lo más raro en el mundo. Y ésta es una hilfa, no una humana.

Rolery mientras tanto se levantó, se salió del círculo y se dirigió hacia la puerta. La abrió. Fuera había la vacía oscuridad y el frío. Ella miró calle arriba, y en un instante pudo distinguir a un hombre que bajaba fatigado y a paso lento. Él llegó al chorro de luz amarillenta que salía de la puerta abierta, y alargando su mano para tomar la de ella. Casi sin aliento, la llamó por su nombre. Su sonrisa mostró que había perdido tres dientes; había un vendaje ennegrecido alrededor de su cabeza, por debajo de su gorro de piel; él estaba grisáceo por la fatiga y el dolor. Había estado en las colinas, desde que los gaales habían entrado en el territorio de Askatevar, durante tres días y dos noches.

—Dame un poco de agua para beber —dijo a Rolery con suavidad, y entonces penetró en la luz, mientras que los otros se acercaban y lo rodeaban.

Rolery halló la sala de cocinar y en ella la caña de metal con una flor encima a la que se había de dar una vuelta para que el agua saliera de la caña; en la casa de Agat había también uno de esos artificios. Como ella no viera cuencos ni tazas colocadas en ninguna parte, recogió el agua en un hueco del borde suelto de su túnica de cuero, y así la llevó a su esposo que estaba en la otra habitación. Él, gravemente, bebió en la túnica. Los otros se quedaron mirando boquiabiertos y Pasfal dijo secamente:

—Hay tazas en la alacena.

Pero ella ya no era una bruja, su malicia caía como una flecha gastada. Rolery se arrodilló al lado de Agat y oyó su voz.

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