9. Las guerrillas

La temperatura era más cálida de nuevo, después de la primera nevada. Lució el sol, llovió poco, sopló viento del noroeste, y hubo ligeras heladas de noche, más o menos como en la última fase lunar de Otoño. El Invierno no era tan diferente a la estación anterior. Era difícil creer en los anales anteriores, que hablaban de nevadas de tres metros de altura, y fases lunares enteras en que el hielo nunca se derretía. Puede que eso viniera más tarde. El problema ahora eran los gaales…

Prestando poca atención a las guerrillas de Agat, aunque habían infligido algunas desagradables pérdidas a los flancos de su ejército, los norteños habían proseguido en gran número su rápida marcha a través del territorio de Askatevar, acamparon al este del bosque, y ahora en el tercer día estaban asaltando la Ciudad de Invierno. Sin embargo no la estaban destruyendo; evidentemente estaban tratando de salvar del fuego los graneros, los rebaños y quizás a las mujeres. Sólo mataban a los hombres. Quizá, tal como se había informado, iban a dejar una guarnición en aquel lugar compuesta de algunos de sus hombres. Cuando viniera la Primavera, los gaales que regresaran del sur podrían marchar de ciudad en ciudad de un Imperio.

«No son como los hilfos», pensó Agat, que estaba echado en el suelo, oculto bajo un inmenso árbol caído, en espera de que su pequeño ejército tomara posiciones para su propio asalto a Tevar, Él había estado en campo abierto, luchando y escondiéndose, desde hacía dos días y dos noches. Una de las costillas que le habían resquebrajado durante la paliza que recibió en el bosque, le dolía a pesar de estar bien vendada, así como una ligera herida en el cuero cabelludo que le había causado ayer un gaal con una honda; pero gracias a la inmunidad contra la infección, las heridas cicatrizaban muy rápidamente, y Agat prestaba poca atención a todo lo que no fuera una arteria cortada. Sólo había sido derribado una vez de un golpe. Estaba sediento en aquel momento y se sentía un poco agarrotado; pero su mente estaba atenta y sintió alivio por este breve y forzado descanso. Esta planificación anticipada no se parecía en nada a lo que hacían los hilfos. Los hilfos no consideraban ni el tiempo ni el espacio del modo lineal e imperialista de su propia especie. El tiempo para ellos era un farol iluminado un paso antes, un paso después; el resto era una oscuridad en la que no se distinguía nada. El tiempo era este día, este único día del Año inmenso. Ellos no tenían vocabulario histórico, simplemente había un hoy y un «tiempo pasado». Miraban hacia delante a lo máximo hasta la próxima estación. No miraban al tiempo sino como la lámpara en la noche, como el corazón en el cuerpo. Y lo mismo les pasaba con el espacio: el espacio para ellos no era una superficie sobre la cual trazar límites, sino un territorio, una tierra núcleo, centrada en sí y en el clan y la tribu. Alrededor del territorio había áreas que se abrillantaban cuando uno se aproximaba a ellas, y se oscurecían cuando uno las dejaba; contra más lejanas, más desmayadas. Pero no había líneas, ni límites. Esta planificación anticipada, este intento de aferrarse a un sitio conquistado a través del espacio y del tiempo no era típico de ellos; mostraba… ¿qué? ¿Un cambio autónomo en el modelo de cultura hilfa, o un contagio de las viejascolonias septentrionales y correrías del Hombre?

«Sería la primera vez —pensó Agat sardónicamente—que ellos aprendieran una idea de nosotros. En seguida a nosotros se nos pegarán los resfriados de ellos, y eso nos matará, y nuestras ideas puede que los maten a ellos…»

Había en él una profunda y casi total amargura inconsciente contra los tevaranos que le habían aplastado la cabeza y las costillas, y habían roto su acuerdo; y a los que ahora tenía que contemplar cómo los mataban en su estúpida y pequeña ciudad de adobe. Había sido impotente para luchar contra ellos, y ahora era casi impotente para luchar por ellos. Los detestaba por haberle impuesto tal impotencia.

En aquel momento (justo cuando Rolery iniciaba el regreso hacia Landin detrás de los rebaños), se oyó un roce entrelas hojas secas y polvorientas que había en un hueco detrás deél. Antes de que el sonido hubiera cesado, él ya tenia su lanzadardos cargado apuntando contra el hueco.

Los explosivos habían sido prohibidos por el Embargo Cultural, que se había convertido en la ética básica de losExiliados; pero algunas tribus nativas, en los primeros Años delucha, habían utilizado lanzas y dardos envenenados. Como ellos estaban libres de los tabúes, los doctores de Landín había desarrollado nuevos venenos efectivos que aún figuraban en el repertorio de caza y guerra. Había aturdidores, paralizadores, mortíferos lentos y rápidos; éste era letal y empleaba cinco segundos en convulsionar el sistema nervioso de un animal grande, como un gaal. El mecanismo de estelanzadardos era curioso y sencillo, y servía para hacer puntería hasta poco más de cincuenta metros.

—Sal —gritó Agat a quien estuviera en el silencioso y sus hinchados labios se alargaron en una mueca.

Considerando todo, estaba listo para matar a otro hilfo.

—¿Alterra?

Un hilfo se levantó hasta mostrar toda su estatura de entre los matorrales grises y secos del hueco, sus brazos, a los lados. Era Umaksuman.

—¡Demonios! —grito Agat, bajando su arma, aunque no del todo.

La violencia reprimida lo sacudió por un momento con un estremecimiento espasmódico.

—Alterra —dijo el tevarano con voz ronca—, en la tienda de mi padre éramos amigos.

—¿Y luego…, en el bosque?

El nativo permaneció de pie, silencioso. Era una figura alta y pesada, su pelo rubio sucio, su rostro demacrado por el hambre y el agotamiento.

—Oí tu voz, con la de los otros. Si querías vengar el honor de tu hermana, podíais haberlo hecho uno a uno.

El dedo de Agat seguía en el gatillo; pero cuando Umaksuman le contestó, su expresión cambió. El no había esperado una respuesta.

—Yo no estaba con los otros. Sólo los seguí, y los detuve. Hace cinco días maté a Ukwek, mi sobrino-hermano, que era el que los dirigía. He estado en las colinas desde entonces.

Agat desamartilló el arma y apartó la mirada.

—Ven aquí —le dijo al cabo de un rato.

Sólo entonces los dos se dieron cuenta de que habían estado de pie y hablando en voz alta en esta colina llena de exploradores gaales. Agat se rió silenciosamente mientras Umaksuman se deslizaba con él hacia la especie de nicho que había bajo el tronco.

—Amigo, enemigo, ¡qué demonios! —dijo—. Toma —y entregó al hilfo un pedazo grande de pan que sacó de su cartera—, Rolery es mi esposa desde hace tres días.

En silencio, Umaksuman tomó el pan, y se lo comió como un hambriento.

—Cuando nos silben desde allá arriba, a la izquierda, hemos de ir todos juntos, dirigiéndonos hacia aquella brecha en la muralla, en el ángulo norte, para emprender una rápida carrera a través de la ciudad, y recoger a todos los tevaranos que podamos. Los gaales nos están buscando por los pantanos, que es donde estuvimos esta mañana, y no aquí. Es la única vez que nos vamos a dirigir a la ciudad. ¿Quieres venir?

Umaksuman asintió.

—¿Estás armado?.

Umaksuman levantó su hacha. Uno al lado del otro, sin hablarse, se agacharon contemplando los tejados que ardían, los recovecos y señales de movimiento en las destrozadas callejuelas de la pequeña ciudad, desde la colina que las dominaba. Un cielo gris estaba poniendo término a la luz del sol; el humo era acre en el viento.

A su izquierda sonó un silbato agudo. Las laderas al oeste y al norte de Tevar brotaron a la vida con hombres, pequeñas figuras diseminadas que corrían agazapadas hacia el valle y cuesta arriba, juntándose para saltar sobre la muralla derruida y penetrar en las ruinas y la confusión de la ciudad.

Cuando los hombres de Landin se encontraron en la muralla, se reunieron formando patrullas de cinco a veinte hombres, y estas patrullas se mantuvieron unidas, bien para atacar a grupos de gaales saqueadores con lanzadardos, bolos y cuchillos, bien para recoger a todas las mujeres y niños tevaranos que encontraron, dirigiéndose a la puerta con ellos. Fueron tan rápidos y seguros como si hubieran ensayado la incursión; los gaales, ocupados en acabar con la última resistencia en la ciudad, fueron sorprendidos.

Agat y Umaksuman fueron juntos, y un grupo de ocho o diez se incorporó a ellos cuando cruzaban corriendo la Plaza del Golpeteo de Piedras, y luego bajaron por una callejuela-túnel hasta llegar a una plazoleta, e irrumpieron en una de las grandes Casas del linaje. Uno tras otro bajaron de un salto la escalera de tierra hasta el oscuro interior. Hombres de rostro blanco y plumas rojas enroscadas en su mechón de pelo se acercaron a gritos y esgrimiendo hachas, en defensa de su botín. El dardo del arma de Agat alcanzó de lleno la boca abierta de uno de ellos; vio cómo Umaksuman arrancaba el brazo de un gaal desde el hombro lo mismo que un leñador corta una rama de un árbol. Luego se hizo el silencio. Mujeres sentadas en cuclillas y sin atreverse a hablar en la semioscuridad. Un bebé lloriqueó.

—¡Venid con nosotros! —gritó Agat.

Algunas de las mujeres se dirigieron hacia él, pero al reconocerlo, se detuvieron.

Umaksuman sobresalió tras él en la pálida luz del portal, pesadamente cargado con un bulto que se había echado a la espalda.

—¡Venga, traed los niños! —exclamó enfurecido.

Y al sonido de su voz conocida, todas ellas se movieron. Agat las agrupó en las escaleras con sus hombres en fila para protegerlas, y luego dio una orden. Salieron de la Casa del Linaje y se dirigieron hacia la puerta. Ningún gaal detuvo en su carrera a aquel extraño grupo de mujeres, niños y hombres dirigidos por Agat, quien con un hacha gaal iba cubriendo a Umaksuman, el cual llevaba colgado de sus hombros un gran bulto, el viejo jefe, su padre, Wold.

Salieron por la puerta, sostuvieron una escaramuza con una tropa de gaales al pasar por el lugar donde antes se habían levantado las tiendas, y con otras patrullas de hombres de Landin que se retiraban y refugiados que llevaban por delante o los seguían por detrás, se dispersaron por el bosque. Toda la correría a través de Tevar había durado mas de cinco minutos.

No había seguridad en el bosque. Exploradores y soldados gaales merodeaban a lo largo del camino que llevaba a Landin. Los refugiados y sus salvadores se desplegaron hasta dispersarse de uno en uno o en pares, en dirección al sur, internándose en el bosque. Agat se quedó con Umaksuman, quien no podía defenderse al llevar a cuestas al anciano. Anduvieron con dificultad a través de los matorrales. Ningún enemigo les salió al encuentro entre las frondas grisáceas y los mogotes de tierra, los troncos caídos y la maraña de ramas secas y arbustos momificados. En alguna parte muy por detrás de ellos, una mujer gritó una y otra vez.

Necesitaron mucho tiempo para formar un semicírculo en direcciones sur y oeste a través del bosque, sobre las lomas, y luego de nuevo hacia el norte hasta llegar finalmente a Landin. Cuando Umaksuman ya no pudo seguir adelante, Wold caminó; pero sólo podía ir muy despacio. Cuando al final salieron de entre los árboles, vieron las luces de la Ciudad del Exilio centellear en la ventosa oscuridad por encima del mar. Medio arrastrando al anciano, bajaron con dificultad la ladera y llegaron a la Puerta de Tierra.

—¡Vienen hilfos! —gritaron los guardias antes de que ellos llegaran claramente a la vista, reconociendo el pelo rubio de Umaksuman. Luego vieron a Agat y exclamaron:

— ¡El Alterra! ¡El Alterra!

Salieron a su encuentro y lo entraron en la ciudad. Eran hombres que habían luchado a su lado, recibido sus órdenes, salvado su pellejo en aquellos tres días de guerra de guerrillas en los bosques y colinas.

Habían hecho todo lo posible, cuatrocientos contra un enemigo que formaba un enjambre que recordaba las migraciones de los animales, quince mil hombres, según había calculado Agat. Quince mil guerreros, entre sesenta o setenta mil gaales en total, todos con sus tiendas, sus potes de cocina, parihuelas, hannes, alfombras de pieles, hachas, brazaletes, cunas, y yescas, todas sus escasas pertenencias, su temor al Invierno y su hambre. Él había visto a las mujeres gaalas en sus campamentos recogiendo de los troncos secos los líquenes para comérselos. Parecía increíble que la pequeña Ciudad del Exilio todavía se mantuviera, y siguiera intacta ante el alud de violencia y hambre, con antorchas encendidas sobre sus puertas de hierro y madera tallada, y hombres que les dieran la bienvenida al regresar a casa.

Tratando de contar lo ocurrido en los últimos tres días, él dijo:

—Ayer por la tarde alcanzamos por detrás su línea de marcha. —Las palabras no tenían realidad; ni tampoco la tenía esta habitación caliente, los rostros de hombres y mujeres que él había conocido toda su vida, y que le estaban escuchando—: Cuando esa emigración pasa por uno de esos estrechos valles, deja un suelo que parece que ha sufrido un corrimiento de tierras. Pura basura. Nada. Todo pisoteado y reducido a polvo, aniquilado…

—¿Y cómo pueden seguir en su avance? ¿Qué es lo que comen? —susurró Huru.

—Los almacenes de Invierno de las ciudades que toman. El país está ahora arrasado, las cosechas se han agotado, los animales de caza mayor han huido hacia el sur. Tienen que saquear cada ciudad que encuentran en su camino y vivir de los rebaños de hannes, o morir antes de que salgan de las tierras nevadas.

—Entonces vendrán aquí —dijo uno de los alterranos con voz calmosa.

—Eso creo. Mañana o al día siguiente.

Esto era cierto, pero tampoco era real. Él se pasó la mano por la cara, sintiendo la suciedad y la rigidez y las magulladuras de sus labios aún no curadas. Le había parecido que debía de venir a presentar su informe ante el gobierno de la ciudad, pero estaba tan cansado que no pudo decir nada más, y no oyó lo que los otros decían. Se volvió hacia Rolery, que estaba arrodillada en silencio al lado de él. Sin alzar sus ojos color ámbar, ella dijo con voz muy suave:

—Deberías irte a casa, Alterra.

El no había pensado en ella en todas aquellas interminables horas de lucha, de carreras, disparos y ocultación en el bosque. La conocía sólo desde hacia dos semanas; habría hablado con ella largamente como máximo tres veces; se había acostado con ella una vez, la había llevado como esposa a la Sala de la Ley a primeras horas de la mañana hacía tres días, y una hora más tarde tuvo que irse con las guerrillas. No sabía mucho de ella, y ella ni siquiera era de su especie. Y dentro de un par de días probablemente los dos estaría muertos. Él se rió a su manera silenciosa y puso su mano cariñosamente sobre la de ella.

—Sí, llévame a casa —le dijo.

Silenciosa, delicada, extraña, ella se levantó, y esperó que él se despidiera de los otros.

Él le había contado que Wold y Umaksuman, con unos doscientos más de su pueblo, habían escapado o sido rescatados de la violada Ciudad de Invierno y estaban ahora refugiados en Landin. Ella no le pidió ir a verlos. Mientras subían juntos por la empinada calle desde la casa de Alla a la de ellos, ella preguntó:

—¿Por qué entraste en Tevar para salvar a su gente?

A él le pareció una extraña pregunta.

—Porque no se habrían salvado ellos solos.

—Eso no es una razón, Alterra.

Ella parecía sumisa, la tímida esposa nativa que hacía la voluntad de su señor. Realmente, según él iba descubriendo era obstinada, voluntariosa y muy orgullosa; hablaba suavemente, pero decía lo que quería.

—Es una razón, Rolery. No puedes quedarte aquí sentado viendo cómo esos bastardos matan poco a poco a la gente. De todas formas, yo quiero luchar, responder a su ataque.

—Pero, si los gaales nos ponen sitio, o después, en pleno Invierno, ¿corno vais a alimentar a toda esta gente habéis traído a vuestra ciudad?

—Tenemos suficiente. Los alimentos no son nuestra preocupación. Lo que necesitamos son hombres.

Se tambaleó un poco debido al cansancio. Pero la clara y fría noche había despejado su cerebro, y él sentía con ligero brote de gozo que no había sentido en mucho tiempo. Tenía la sensación de que este pequeño alivio, esta ligereza de espíritu, era debido a la presencia de ella. Él había sido responsable de todo durante mucho tiempo. Ella, la extraña, la extranjera, de sangre y mentalidad ajenas, no compartía su poder o su conciencia o su conocimiento o su exilio. Ella no compartía nada con él, sino que lo había conocido y se había unido a él total e inmediatamente por encima del abismo de sus grandes diferencias: como si fuera tal diferencia, la disparidad entre ellos, lo que les había hecho conocerse y, al unirlos, los había liberado.

Entraron por la puerta de su casa que no estaba cerrada con llave. No había ninguna luz encendida en la alta y estrecha casa de piedra toscamente esculpida. Allí había estado durante trescientos Años, ciento ochenta fases lunares; su bisabuelo había nacido en ella, así como su abuelo, su padre, y el mismo. Para él le resultaba tan familiar como su propio cuerpo. Entrar con ella, la mujer nómada cuyo único hogar habría sido esta o aquella tienda en una ladera u otra, o las hormigueantes madrigueras bajo la nieve, le producía un placer particular. Sentía una ternura hacía ella que apenas sabía cómo expresar. Sin proponérselo dijo su nombre no en voz alta sino paraverbalmente. En seguida ella se volvió hacia él en la oscuridad del vestíbulo, y a oscuras se lo quedó mirando a la cara. La casa y la ciudad estaban en silencio alrededor de ellos. Mentalmente él oyó cómo ella decía su nombre, como un susurro en la noche, como un toque a través del abismo…

—Me has hablado —le dijo él de viva voz, desconcertado, maravillado.

Elia no respondió nada, pero una vez más él la oyó mentalmente, en su sangre y nervios, cómo la mente de ella lo alcanzaba: «Agat, Agat…»

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