CAPÍTULO XI

– ¿Por qué no atacamos?

– Porque no nos lo han ordenado -replicó Macro con aspereza--. Y esperaremos hasta que no nos digan lo contrario. Pero, señor, mírelos. A la novena la están masacrando.

– Puedo ver perfectamente lo que pasa, muchacho, pero no está en nuestras manos.

Tendidos boca abajo sobre la alta hierba que crecía a lo largo de la cima de la colina, la línea de escaramuza de la sexta centuria observaba, sin poder hacer nada, cómo los britanos frenaban el ataque de la novena. Para el inexperto optio aquello suponía una insoportable agonía. A una distancia de apenas kilómetro y medio sus compañeros estaban siendo víctimas de una matanza mientras intentaban tomar por asalto los terraplenes. Y, a menos de cien metros detrás de él, los hombres de la segunda legión permanecían sentados entre las sombras de los árboles en silencioso ocultamiento. Con una sencilla orden podrían bajar rápidamente por la cuesta, atrapar a los britanos entre las dos legiones y aplastarlos completamente. Pero la orden no se había dado.

– Aquí llega el legado. -Con un gesto de la cabeza, Macro señaló hacia atrás, hacia la pendiente que conducía a los árboles. Vespasiano se acercaba a ellos a toda prisa, con el casco bajo el brazo. A pocos metros de la línea de avanzada, el legado se echó al suelo y fue arrastrándose junto a Macro.

– ¿Cómo le va a la novena, centurión? -Parece que no muy bien, señor. -¿Cualquier señal de movimiento por parte de las reservas enemigas?

– Ninguna, señor. Tras las líneas británicas había unos cuantos miles de hombres que esperaban con calma la orden de entrar en acción. A pesar de todo, Vespasiano esbozó una sonrisa de admiración ante la frialdad del general enemigo. Carataco conocía el valor de mantener disponible una reserva de refresco y tenía un firme control sobre su coalición de tropas tribales. En otros tiempos, la egoísta búsqueda de la gloria tribal había conducido a la destrucción de más de un ejército celta. Carataco se había resistido incluso a morder el anzuelo de los bátavos que le había lanzado Plautio. Tan sólo habían utilizado los hombres necesarios para repeler a los auxiliares romanos y frenar su avance más allá del río. Allí, a lo lejos, bastante más allá de los terraplenes que defendían el vado, un agitado remolino de hombres y caballos ponía de manifiesto la difícil situación de los bátavos.

Vespasiano se dio la vuelta para apartar de sus ojos aquel espectáculo. La compasión por sus camaradas le instaba a ordenar a su legión que cargara para auxiliarlos. Pero esa tentación había sido prevista por Aulo Plautio y el general había recalcado que sus órdenes debían seguirse al pie de la letra. La segunda tenía que permanecer oculta hasta que Carataco hubiera asignado sus reservas a la defensa de las fortificaciones. Lanzarían la señal para el ataque los trompetas concentrados en el cuartel general de Plautio situado en la orilla ocupada por los romanos. Sólo cuando todos los britanos estuvieran enzarzados en la lucha se le permitiría a Vespasiano lanzar su ataque. Sólo entonces.

Vespasiano se dio cuenta de que el optio lo miraba con amargura, y para hacer hincapié en ello, el chico, con un movimiento de la cabeza casi imperceptible, señaló cuesta abajo. Aquel insubordinado gesto fue completamente deliberado, pero era comprensible, y Vespasiano se obligó a dejarlo correr.

– Veo que tienes ganas de atacar, ¿verdad, joven Cato? -Sí, señor. Tan pronto como podamos, señor. -¡Buen chico! -Vespasiano le dio unas palmaditas en el hombro antes de volverse hacia el centurión-. El puesto de mando está justo en el interior de aquel bosque de allí. -Señaló hacia el lugar donde los abanderados de la legión trataban, sin lograrlo, de pasar inadvertidos en la linde de los árboles-. Si surge algo río abajo, mándame un mensajero de inmediato.

Mientras el legado volvía a bajar con dificultad por la pendiente, sintió los ojos de toda la sexta centuria que lo seguían con el resentimiento que todo soldado raso siente por los oficiales superiores que parecen sacrificar a sus hombres sin ninguna necesidad. Por supuesto no era justo; Vespasiano obedecía órdenes y no podía hacer nada al respecto. Compartía la furiosa impotencia de Cato y le hubiera encantado explicar el plan de batalla del general y demostrar así por qué los hombres de la segunda tenían que sentarse y observar mientras sus compañeros morían. Pero compartir tales confidencias con un optio era algo inconcebible.

Los abanderados se movieron de una manera todavía más indiscreta hacia el borde de los árboles mientras se aproximaba su legado. -¿Qué diablos estáis haciendo? gritó enojado-. Volved atrás para que no os vean.

Cuando se hallaron de nuevo entre los árboles, el legado llamó a los oficiales superiores para que se acercaran a él.

– Quiero que la legión suba hasta situarse a unos veinte pasos de aquella cresta de allá. Tienen que formar dispuestos para la batalla y avanzar en el instante en que yo dé la orden. El grupo de abanderados vendrá conmigo.

Mientras los tribunos y los centuriones de más rango se dispersaban para transmitir la orden al resto de la legión, Vespasiano condujo a los abanderados hacia el lugar indicado y rápidamente se señaló una línea de combate con las pequeñas estacas de color rojo destinadas a tal efecto. El legado dejó que los oficiales del Estado Mayor cumplieran con sus obligaciones, se reunió con la sexta centuria y quedó horrorizado al ver los nuevos montones de cuerpos romanos que había desparramados al otro lado de las defensas del vado. En la otra orilla del río, otra legión, la decimocuarta, se dirigía rápidamente hacia el bajío para apoyar a la novena. Cuando su primera cohorte se adentró en la mansa corriente y se cruzó con la columna de heridos que regresaba en tropel a las líneas romanas, Cato se movió entre la alta hierba junto al legado y estiró el cuello para ver mejor.

– ¡Agáchate, idiota! Cato obedeció al instante y a continuación se volvió hacia su legado.

– ¡Señor! ¿Ha visto? El río cada vez es más profundo. -¿Más profundo? ¡Tonterías! A menos que la marea…

El legado levantó la vista rápidamente y miró con atención al río. El optio estaba en lo cierto, había más profundidad. Vespasiano vio que la subida de la marea amenazaba con hacer el vado infranqueable. Cuando la decimocuarta hubiera cruzado, el nivel del agua estaría tan alto que no permitiría la retirada. Con un frío terror se dio cuenta de que aquello era algo que nadie había tomado en consideración la noche anterior cuando el general había repasado su plan. En aquellos momentos seguramente debía de haberse dado cuenta.

Sin duda mandaría llamar a las tropas antes de que dos legiones romanas quedaran atrapadas en el terreno mortal de la ribera del río ocupada por los britanos. Pero no sonaba ninguna trompeta, ni se oía el agudo estruendo de las cornetas para evitar que los hombres de la decimocuarta corrieran la misma suerte que los de la novena. Por el contrario, la legión siguió adelante y vadeó el río, con el pecho en alto por encima de la corriente cada vez más rápida.

– ¡Pobres desgraciados! -exclamó Macro entre dientes-. Los van a crucificar.

Las desiguales filas de la decimocuarta avanzaron con dificultad a través del río. El agua agitada ya les llegaba entonces casi hasta el cuello y los que observaban desde la colina podían imaginarse perfectamente el miedo que debían de sentir aquellos hombres mientras cruzaban. Y seguía sin sonar la llamada.

Tras las líneas enemigas había corrido la voz de que una nueva amenaza se aproximaba a sus fortificaciones y las tribus se precipitaron hacia la cima de la cresta para observar cómo otra legión se acercaba. Cualquier sentido del orden que sus jefes se hubieran esforzado en mantener se esfumó rápidamente mientras los britanos atravesaban las toscas puertas en tropel y se dirigían hacia sus compañeros que defendían la empalizada.

Vespasiano observó cómo las densas columnas de sus hombres salían del bosque y ocupaban sus puestos. Unos momentos más y estaría todo dispuesto. Aguzó el oído a la espera del primer toque de trompetas que ordenara a la segunda entrar en acción. Pero los sonidos que llenaban el aire, y que ninguna trompeta rompía con su llamada, seguían siendo los de la batalla que se libraba más abajo. Cuando la segunda legión estuvo formada y lista para avanzar, a los defensores de la empalizada se les habían unido otros miles que gritaban para obtener su parte del prometido baño de sangre. Y seguían sin sonar las trompetas.

– Algo va mal.

– ¿Señor? -Macro se volvió hacia él. -A estas alturas ya tendríamos que haber oído las trompetas del cuartel general.

Entonces a Vespasiano se le ocurrió algo terrible. Tal vez le hubiera pasado por alto la señal. Quizá la orden ya se había dado y los hombres que estaban junto al río escudriñaban la cresta desesperados en busca de cualquier signo de auxilio.

– ¿Alguno de vosotros oyó algo mientras yo volvía al puesto de mando? ¿Alguna señal?

– No, señor -respondió Macro-. Nada.

Загрузка...