– ¡Me alegra ver que todavía me reconoces debajo de toda esta mierda! -Macro sonrió y le dio una palmada en el hombro a su optio, con cuidado de no darle en el lado herido.
Cato contempló en silencio el espectáculo que tenía ante él. La cabeza y el pecho del centurión estaban cubiertos de sangre seca y manchados de barro; tenía el aspecto de un muerto viviente. A decir verdad, para Cato, cuya reciente ferocidad había sido inducida por el dolor causado por la muerte de su centurión, la visión de Macro con vida y sonriendo delante de sus narices era demasiado impactante para poderla aceptar. Atontado por el agotamiento y la incredulidad, se limitó a mirar fijamente sin comprender nada, boquiabierto.
– ¿Cato? -El rostro de Macro se arrugó en un gesto de preocupación. El optio se balanceó, con la cabeza caída y el brazo con el que manejaba la espada colgando sin fuerzas a un lado. Por todo alrededor se extendían los cuerpos retorcidos de romanos y britanos. El río manchado de sangre lamía suavemente la costa, su superficie rota por los brillantes montículos de cadáveres. Por encima de sus cabezas, el sol caía de lleno sobre la escena. Reinaba una abrumadora sensación de calma que en realidad era una lenta adaptación después del terrible estruendo del conflicto. Hasta el trino de los pájaros sonaba extraño a oídos de los hombres que acababan de emerger de la intensidad de la batalla. De pronto Cato fue consciente de que estaba cubierto de mugre y de sangre de otros hombres y la náusea le subió desde la boca del estómago. No pudo contenerse y devolvió, salpicando el suelo con su vómito delante de Macro antes de que al centurión le diera tiempo a apartarse. Macro hizo una mueca pero rápidamente alargó los brazos para agarrar al muchacho por los hombros cuando a Cato le fallaron las piernas. Lentamente ayudó al optio a ponerse de rodillas.
– Tranquilo, chico -dijo con suavidad-. Cálmate. Cato vomitó otra vez, y otra, hasta que no le quedó nada dentro y entonces le vinieron arcadas y el estómago, el pecho y la garganta se le contrajeron espasmódicamente, la boca abierta, hasta que al fin se le pasó y pudo recuperar el aliento. Un fino hilo de baba describía una curva hacia abajo a través del ácido hedor entre sus manos extendidas. Toda la fatiga y la tensión de los últimos días habían encontrado una vía de escape y su cuerpo ya no pudo más. Macro le dio unas palmaditas en la espalda y lo observó con incómoda preocupación, deseoso de reconfortar al muchacho pero demasiado cohibido para hacerlo delante de los demás soldados. Al final, Cato se sentó y apoyó la cabeza entre las manos, con la suciedad de su rostro salpicada de sangre. Su delgado cuerpo temblaba con el frío del completo agotamiento; no obstante, una última reserva de fuerza mental lo mantenía despierto.
Macro movió la cabeza en señal de total comprensión. Todos los soldados llegaban a este punto en algún momento de sus vidas. Sabía que finalmente el muchacho había sobrepasado el límite de resistencia física y emocional. Ya no serviría de nada que lo exhortaran a cumplir con su deber.
– Descansa, chico. Yo me encargaré de los muchachos. Pero ahora tú debes descansar.
Por un breve instante pareció que el optio quería protestar. Al final asintió con la cabeza y lentamente se tumbó en la orilla del río cubierta de hierba, cerró los ojos y se quedó dormido casi enseguida. Macro lo observó un momento y luego desabrochó la capa del cuerpo de un britano y la puso sobre Cato con cuidado.
– ¡ Centurión Macro ¡ -retumbó la voz de Vespasiano-. Me habían dicho que estaba muerto.
Macro se puso en pie y saludó. -Le informaron mal, señor. -Eso parece. Explíquese. -No hay mucho que explicar, señor. Me tiraron al suelo, me llevé a uno de ellos por delante y nos dieron por muertos a ambos. En cuanto pude regresé a la legión. Llegué justo a tiempo de saltar en uno de los barcos del segundo grupo. Pensé que Cato y los muchachos podrían necesitar ayuda, señor.
Vespasiano bajó la mirada hacia la acurrucada figura del optio.
– ¿El chico está bien? Macro asintió con la cabeza.
– Se encuentra bien, señor. Sólo está exhausto. Por encima del hombro del legado, los lozanos tribunos y otros oficiales de Estado Mayor se mezclaban con los cansados legionarios que habían sobrevivido al asalto del río. La presencia del legado de-pronto hizo que Macro frunciera el ceño preocupado.
– De momento el chico está acabado, señor. No puede hacer nada más hasta que haya descansado.
– ¡Tranquilo! -se rió Vespasiano-. No tenía intención de asignarle otra tarea. Sólo quería cerciorarme de que estaba bien. Esta mañana ese joven ha hecho mucho por su emperador.
– Sí, señor. Sí lo ha hecho. -Asegúrate de que descanse todo lo necesario. Y ocúpate de tu centuria. Se han portado magníficamente bien. Deja que descansen. La legión tendrá que arreglárselas sin ellos durante el resto del día. -Vespasiano intercambió una sonrisa con su centurión-. Sigue con tu trabajo, Macro. ¡Me alegro de tenerte de vuelta!
– Sí, señor. Gracias, señor. Vespasiano saludó, se dio la vuelta y se fue a organizar la defensa de la cabeza de puente. Los oficiales del Estado Mayor se separaron para dejarle pasar y luego se apresuraron a seguirle.
Con una última mirada para asegurarse de que su optio seguía descansando plácidamente, Macro se marchó para ocuparse de reconfortar a los soldados de su centuria que había sobrevivido. Caminó con cuidado por entre los cuerpos tendidos en el suelo y gritó la orden para que la sexta centuria se reuniera.
Cato se despertó con un sobresalto y se incorporó, bañado en un sudor frío. Había estado soñando que se ahogaba, atrapado por un guerrero enemigo en un río de sangre. La imagen se disipó poco a poco y fue sustituida por el color azul que se desvanecía en el naranja. A sus oídos llegaron los crujidos y traqueteos de la cocina de campaña. Un acre aroma de estofado le inundó el olfato.
– ¿Estás mejor ahora? -Macro se inclinó sobre él. Macro estaba vivo. Cato se incorporó como pudo y se quedó reclinado. Anochecía el sol acababa de ponerse y bajo la tenue luz vio que la legión estaba acampada a lo largo de la orilla del río. Se habían llevado los cadáveres y unas ordenadas hileras de tiendas se extendían por todas partes. A lo lejos, la silueta del terraplén y la empalizada señalaba el lugar donde se habían levantado fortificaciones alrededor del campamento.
¿Quieres algo de comer? Cato miró en torno de él y vio que estaba tendido cerca de una pequeña fogata sobre la cual una gran olla de bronce se aguantaba sobre unos trébedes. Un débil borboteo acompañaba al vapor que suavemente flotaba sobre el borde y el aroma le hizo sentir de pronto un apetito voraz.
– ¿Qué es? -Liebre -contestó Macro. Con un cucharón sirvió un poco en el plato de campaña de Cato-. Este lugar está lleno. Nunca en mi vida había visto tantas. Los muchachos se han pasado la tarde disparándoles al azar. Aquí tienes.
– Gracias, señor. -Cato dejó el plato sobre la hierba a su lado. Tomó la cuchara que Macro le ofrecía y empezó a remover la humeante comida, impaciente por empezar a comer. Al mismo tiempo, había una pregunta que necesitaba que le contestaran. _Señor, ¿cómo lo hizo?
Macro se reclinó en su asiento, se rodeó las rodillas con los brazos y sonrió. Se había quitado la sangre y la inmundicia que le habían dado un aspecto tan siniestro unas horas antes y estaba sentado descalzo y vestido con su túnica.
– Me preguntaba cuándo me ibas a interrogar. Tuve suerte, supongo. La Fortuna debe de haberme echado el ojo. La verdad es que creí que todo había terminado. Sólo quería matar a todos los cabrones que pudiera antes de que acabaran conmigo. Conseguimos retenerlos durante un rato. Entonces algunos de ellos lograron meterse entre los escudos y pillaron a uno de los muchachos. En cuanto cayó, se nos echaron encima en un momento. Uno de ellos saltó sobre mí, de un golpe me mandó la espada a un lado y caímos sobre los arbustos que había junto al camino. Conseguí sacar mi daga y se la clavé en la garganta. ¡Casi me ahogo con la sangre de ese hijo de puta!
»Bueno, me quedé quieto mientras el resto se amontonaba encima. Debieron de pensar que estaba muerto y estaban impacientes por encargarse de ti y los demás muchachos. Cuando estuve seguro de que se habían ido, me quité de encima al britano y me deslicé dentro del pantano. Me mantuve alejado de los caminos y me dirigí hacia el río y luego seguí hacia abajo. De todos modos tuve que tener cuidado porque todavía había muchos de ellos por ahí. Al final me uní a algunos muchachos de la séptima cohorte y regresamos con la legión justo a tiempo de ver como vosotros arremetíais contra los britanos al otro lado del río. La verdad es que no tienes ningún respeto por la centuria de otro hombre, ¿no es cierto? Apenas te nombran centurión interino que ya pones a los muchachos bajo la muela.
Cato dejó de soplar la cuchara de estofado y levantó la vista,
– Los chicos querían hacerlo, señor. -Eso es lo que dicen. Pero yo creo que ya hemos tenido bastantes heroicidades por ahora. Otro combate como ése y ya no quedará centuria.
– ¿Hemos tenido muchas bajas? -preguntó Cato con aire de culpabilidad.
– Unas cuantas. Los fondos funerarios se van a resentir de mala manera -añadió el centurión-. Esperemos que al menos podamos compensar el déficit cuando lleguen los reemplazos.
– ¿Reemplazos? -Sí. Me lo ha dicho uno de los administrativos del Estado Mayor. Hay una columna en camino desde la Galia. Con un poco de suerte obtendremos algunos soldados de la octava. Pero la mayoría son nuevos reclutas que han mandado de los centros de instrucción de la legión. -Sacudió la cabeza-. Un puñado de malditos reclutas a los que hacerles de niñera en medio de una campaña. ¿Puedes creerlo?
Cato no dijo nada. Bajó la vista hacia su plato de campaña y siguió comiendo. Cuando se había unido a la segunda legión, lo último que se esperaba era que antes de un año estaría con las águilas luchando por su vida en tierras bárbaras. Técnicamente él todavía era un recluta; su instrucción básica había terminado pero todavía tenía que llegar el primer aniversario del día en que se había incorporado a la segunda legión. Su embarazoso silencio no pasó desapercibido.
– ¡Ah, tú eres bueno, Cato! Puede que no seas nada del otro mundo con la instrucción y todavía tienes que aprender a nadar, pero se te da bien la batalla. Lo conseguirás.
– Gracias -murmuró él, no del todo seguro de la mejor manera de encajar el hecho de ser condenado por tan vagos elogios. No es que le importara, puesto que poseía un temperamento que siempre le hacía sospechar de cualquier alabanza de que era objeto. En-cualquier caso, el estofado estaba delicioso, ya había terminado el plato de campaña y apuraba el fondo con la cuchara.
– Hay mucho más, muchacho. -Macro metió de nuevo el cucharón en la olla y lo hundió bien para asegurarse de darle a Cato mucha carne-. Hártate mientras puedas. En el ejército nunca está garantizada la próxima comida. A propósito, ¿cómo van tus quemaduras? -Por instinto, Cato se llevó la mano al vendaje de su costado y descubrió que se lo habían cambiado, le habían envuelto el pecho con una banda de tela limpia, lo bastante sujeta como para que no se cayera y al mismo tiempo no tan apretada como para que le molestase. Habían hecho un buen trabajo y Cato levantó la mirada agradecido.
– Gracias, señor. -No me des las gracias a mí. Lo hizo el cirujano Niso. Parece ser que lo han asignado al cuidado de nuestra centuria y tú te has encargado de tenerle ocupado.
– Bueno, ya le daré las gracias en algún momento. -Puedes hacerlo ahora. -Con un gesto de la cabeza Macro señaló por encima del hombro de Cato-. Ahí viene.
Cato giró la cabeza y vio la enorme mole del cirujano que surgía de entre las sombras de las tiendas. Levantó la mano para saludarle.
– ¡Cato! Al fin te has despertado. La última vez que te vi bajabas por el Leteo. Apenas murmuraste cuando te cambié el vendaje.
– Gracias. Niso se dejó caer al lado del fuego entre Cato y su centurión y olisqueó la olla.
– ¿Liebre? -¿Qué otra cosa podría ser? -respondió Macro. -¿Os sobra un poco? -Sírvete tú mismo. Niso se desenganchó el plato de campaña del cinturón y, haciendo caso omiso del cucharón, hundió el plato en el estofado y lo sacó lleno hasta casi el borde. Con una ávida mirada ansiosa se humedeció los labios.
– Por favor, estás en tu casa -dijo Macro entre dientes, Niso metió la cuchara en la superficie del guiso, sopló un momento y sorbió con cuidado.
– ¡Delicioso! Centurión, algún día serás una buena esposa para alguien.
– ¡Vete a la mierda! -Y qué, Cato, ¿cómo tienes hoy las quemaduras? El optio se tocó el vendaje con mucha delicadeza y al instante hizo un gesto de dolor.
– Me duelen. -No me sorprende. No les has dado ni un momento de respiro. Algunas de las heridas están abiertas y podrían haberse infectado si no las hubiese limpiado cuando te cambié las vendas. En serio, vas a tener que cuidarte un poco más. Es una orden, por cierto.
– ¿Una orden? -protestó Macro-. ¿Y quién diablos os creéis que sois vosotros los médicos?
– Estamos cualificados para cuidar de la salud de las tropas del emperador, eso es lo que somos. El legado me dijo que me asegurara de que Cato descansaba. Está exento de servicio y fuera de la línea de batalla hasta que yo lo diga.
– ¡No puede hacer eso! -protestó Cato. Macro le lanzó una mirada severa y Cato se calmó al darse cuenta de la estupidez de su objeción.
– Más vale que lo aproveches al máximo, muchacho, puesto que la orden viene del legado -dijo Macro con brusquedad.
Niso asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza y volvió a su estofado. Macro alargó la mano para coger uno de los leños mal cortados y lo colocó con cuidado entre las llamas. Una pequeña nube de chispas se elevó en forma de remolino y Cato las siguió con la mirada hacia el cielo aterciopelado hasta que su brillo se apagó y se perdieron contra las deslumbrantes lucecitas de las estrellas. A pesar de haber dormido durante la mayor parte del día, Cato todavía sentía que el agotamiento le pesaba 'en todos los nervios de su cuerpo y hubiera estado temblando de frío de no ser por la hoguera.
Niso se terminó el estofado, dejó el plato en el suelo y se tumbó de lado, mirando a Cato.
– Bueno, optio. Así que vienes de palacio. -Sí.
– ¿Es cierto que Claudio es tan cruel e incompetente como todos sus predecesores?
Macro soltó un resoplido. -¿Qué clase de pregunta es ésa para que la haga un buen romano?
– Una bastante razonable -replicó Niso-. Además, yo no soy romano de nacimiento. Resulta que soy africano, aunque con un poco de sangre griega también. De ahí mi ocupación y mi presencia aquí. El único lugar del que las legiones pueden conseguir experiencia médica decente es de Grecia y las provincias orientales.
– ¡Malditos extranjeros! -exclamó Macro con desdén-.
Los vences en la guerra y se aprovechan de nosotros en época de paz.
– Así ha sido siempre, centurión. Las compensaciones por haber sido conquistados.
Pese a la frivolidad de los comentarios, Cato intuyó un dejo de amargura detrás de las palabras del cirujano y tuvo curiosidad.
– ¿De dónde eres pues? -De una pequeña ciudad en la costa africana. Cartagonova. Supongo que nunca has oído hablar de ella.
– Creo que sí. ¿No es allí donde se encuentra la biblioteca de Arquelónides?
– ¡Vaya! Sí. -El rostro de Niso se iluminó de placer-. ¿La conozco.
– Sé algo sobre ella. Está construida sobre los cimientos de una ciudad cartaginesa, creo.
– Sí. --Niso asintió con la cabeza-. Así es. Sobre los cimientos. Todavía se ven las líneas de la antigua muralla de la ciudad y los trazos de algún conjunto de templos y astilleros. Pero eso es todo. La ciudad fue completamente arrasada al final de la segunda guerra patriótica.
– El ejército romano no hace las cosas a medias -dijo Macro con cierto orgullo.
– No, supongo que no.
– ¿Y estudiaste medicina allí? -preguntó Cato, tratando de desviar la discusión hacia un terreno más seguro.
– Sí. Durante unos años. Lo que se puede aprender en una pequeña ciudad comercial es limitado. Así que me fui al este, a Damasco, y trabajé para adquirir práctica ocupándome de la amplia variedad de dolencias que los ricos mercaderes y sus esposas imaginaban sufrir. Bastante lucrativo, pero aburrido. Me hice amigo de un centurión allí acuartelado. Cuando lo trasladaron a la segunda hace unos meses me fui con él.
No puedo decir que no haya sido emocionante, pero echo de menos el estilo de vida de Damasco.
– ¿Es tan bueno como dicen? -preguntó Macro con el entusiasmo propio de los que creen que el paraíso debe de existir en algún lugar en esta vida-. Es decir, las mujeres tienen bastante fama, ¿no es cierto?
– ¿Las mujeres? -Niso arqueó las cejas-. ¿Es lo único en lo que pensáis los soldados? En Damasco hay cosas más importantes que sus mujeres.
– No me cabe duda. -Macro trató de ser refinado por un momento-. ¿Pero es cierto lo de las mujeres?
El cirujano suspiró. -Las legiones que guarnecían la ciudad ciertamente así lo creían. Dirías que nunca habían visto una mujer. Montones de babosos borrachos tambaleándose de un burdel a otro. No tanto en busca de la paz romana como a la caza de una pieza para los romanos.
Niso se quedó mirando fijamente al fuego y Cato vio que sus labios se quedaban inmóviles y trazaban una apretada y amarga línea. Macro también tenía la mirada clavada en el fuego, pero las perezosas llamas dejaban ver una sonrisa en su rostro mientras su mente se concentraba en los exóticos placeres de un destino oriental.
La diferencia entre aquellos dos representantes de la raza dominante y la conquistada preocupaba a Cato. ¿Qué valor tenía un mundo gobernado por zafios mujeriegos que trataban con prepotencia a sus mejor educadas razas sometidas? Macro y Niso no eran un ejemplo característico, por supuesto, y la comparación tal vez fuera injusta, pero, ¿siempre se daba el caso de que la fuerza triunfaba sobre el intelecto? Sin duda los romanos habían triunfado sobre los griegos, sobre toda su ciencia, arte y filosofía. Cato había leído lo suficiente para conocer la gran cantidad de cosas del patrimonio griego de las que se habían apropiado los romanos posteriormente. A decir verdad, el destino de Roma dependía de su habilidad para arrollar sin piedad a otras civilizaciones y subsumirlas. La idea era muy inquietante y Cato dirigió la mirada hacia el río.
No había duda de que los britanos eran unos bárbaros.
Aparte de tener el aspecto adecuado para serlo, la falta de ciudades y la ciencia para proyectarlas, carreteras de grava y las cosechas organizadas en fincas agrícolas evidenciaba claramente una calidad de existencia inferior. Los britanos, decidió Cato, carecían del refinamiento necesario para poder ser considerados civilizados. Si se tenía que dar crédito a las historias traídas de las islas neblinosas por mercaderes y comerciantes, los nativos malvivían encima de enormes yacimientos de plata y oro. Parecía algo típico de la caprichosa naturaleza de los dioses que a las gentes más primitivas se les concediera la posesión de los recursos más valiosos; recursos que ellos poco sabían apreciar y de los que las razas más avanzadas, como los romanos, podían hacer mucho mejor uso.
Además, estaba la siniestra cuestión de los druidas. No se sabía mucho sobre ellos y todo lo que Cato había leído describía el culto en unos términos escabrosos y horripilantes. Se estremeció al recordar el bosquecillo que él y Macro habían descubierto pocos días antes. Aquel lugar era oscuro y frío, y lleno de amenaza. Aunque no sirviera de otra cosa, la conquista de las islas neblinosas conduciría a la destrucción del oscuro culto druídico.
El asco que de pronto sintió hacia los britanos hizo que Cato detuviera esa línea de pensamiento. Como argumentos que justificaban la expansión del Imperio, parecían simples y verosímiles. Tanto era así que Cato no podía evitar desconfiar de ellos. Según su experiencia, aquellas cosas de la vida que se consideraban verdades simples y eternas sólo lo eran debido a una deliberada limitación del pensamiento. Se le ocurrió que todo lo que había leído en latín siempre había presentado a la cultura romana con los mejores términos posibles y como infinitamente superior a todo lo que producía cualquier otra raza, ya fuera «civilizada», como los griegos, o «bárbara», como aquellos britanos. Tenía que haber otro aspecto de las cosas.
Miró a Niso y se fijó en la piel oscura, las facciones morenas, el pelo rizado, grueso y abundante y los amuletos de extraño diseño que llevaba en las muñecas. La ciudadanía romana que se le había otorgado al -alistarse a la legión era algo menos que superficial. Era una mera etiqueta legal que le confería una cierta posición social. Aparte de eso, ¿qué clase de persona era? _¿Niso?
El cirujano levantó la vista de las llamas y sonrió. -¿Puedo preguntarte algo personal? La sonrisa se desvaneció levemente y las cejas del cirujano se movieron, más cerca una de otra. Asintió con un movimiento de la cabeza.
– ¿Cómo es no ser romano? -La pregunta era delicada y directa y Cato se avergonzó de haberla hecho, pero la suavizó con un intento de explicarse-. Es decir, sé que ahora tú eres ciudadano romano. Pero, ¿cómo era antes? ¿Qué piensan de Roma los demás?
Niso y Macro le estaban mirando fijamente. Niso con el ceño fruncido y con suspicacia, Macro estupefacto sin más. Cato lamentó no haber mantenido la boca cerrada. Pero lo consumía un deseo de saber más, de distanciarse de la visión del mundo que le habían inculcado desde que nació. De no haber sido por los tutores de palacio, era una visión que hubiera aceptado sin dudar, sin la más mínima noción de que era parcial.
– ¿Qué piensan de Roma los demás? -repitió Niso. Consideró la pregunta durante un momento mientras se rascaba suavemente la espesa barba que le cubría el mentón-. Interesante pregunta. No es fácil de responder. Depende en gran medida de quién eres. Si resulta que eres uno de esos reyes clientes que se lo debe todo a Roma y que teme y odia a sus súbditos, entonces Roma es tu única amiga. Si eres un mercader de grano en Egipto que puedes sacar una fortuna de la distribución de trigo al pueblo de Roma, o un gladiador y proveedor de bestias que les facilita a los ciudadanos los medios para malgastar el tiempo, entonces Roma es la fuente de tu riqueza. Los productores de artículos de primera calidad y las fábricas de armas de la Galia, los comerciantes de especias, sedas y antigüedades, todos ellos obtienen su sustento de Roma.
Dondequiera que haya dinero que se pueda conseguir gracias al voraz apetito de Roma por los recursos, el entretenimiento y el lujo, entonces allí hay un parásito que alimenta la demanda. Pero en cuanto a todos los demás --Niso se encogió de hombros-, no sé qué decirte.
– ¿No sabes qué decir o no quieres decirlo? -intervino Macro con enojo.
– Centurión, soy un invitado en tu hoguera y sólo ofrezco mi punto de vista a petición de tu optio.
– ¡Estupendo! Entonces dinos cuál es. Dinos qué mierda es lo que piensan.
¿Lo que piensan? -Niso arqueó una ceja--. Yo no puedo hablar en nombre de los demás. Sé muy poco sobre los productores de grano del Nilo, obligados a renunciar a la mayor parte de su cosecha cada año sin que se tenga en cuenta el rendimiento real. No tengo ni idea de lo que significa ser un esclavo al que han capturado en la guerra y vendido a una cadena de presos de una mina de plomo, y que nunca volverá a ver a su esposa o a sus hijos. o de ser un galo cuya familia ha poseído una tierra durante generaciones y que ve cómo es dividida en centurias y puesta en manos de una muchedumbre de legionarios dados de baja.
– ¡Retórica barata! -dijo Macro bruscamente-. En realidad no lo sabes.
– No, pero puedo imaginarme cómo deben sentirse. Y tú también… si lo intentas.
– ¿Por qué tendría que intentarlo? Nosotros ganamos, ellos perdieron y eso demuestra que somos mejores. Si les molesta, entonces pierden el tiempo. No puede molestarte lo que es inevitable.
– Buen aforismo, centurión. -Niso se rió en señal de apreciación-. Pero no hay nada de inevitable en los impuestos que recauda el Imperio, o el grano, el oro y los esclavos que saca de sus provincias. Todo para mantener a las masas de miserables que viven en Roma. ¿Te extraña que a la gente le embargue la amargura y el resentimiento cuando mira a Roma?
Para un fatalista como Macro, todo aquello no era más que palabrería provocadora, y apretó los dientes. Si hubiera estado bebiendo, simplemente se hubiese hartado de la conversación y le hubiera clavado un puñetazo en toda la cara a ese tipo. Pero estaba sobrio y, en cualquier caso, Niso era su invitado, así que tuvo que soportar la charla.
– Entonces, ¿por qué convertirse en romano? -le cuestionó al cirujano-. ¿Por qué, si tanto nos odias?
– ¿Quién dijo que os odiara? Ahora soy uno de vosotros.
Reconozco que el hecho de ser romano me otorga una categoría especial dentro del Imperio pero, aparte de eso, no siento nada más por Roma.
– ¿Y qué hay de nosotros? -preguntó Cato con calma-.
¿Qué pasa con tus compañeros?
– Es distinto. Vivo con vosotros y lucho codo a codo con vosotros cuando es necesario. Eso crea un vínculo especial entre nosotros. Pero, si dejas mi ciudadanía y mi nombre romanos a un lado, soy otra persona. Alguien que lleva los recuerdos de Cartago arraigados en su sangre.
– ¿Tienes otro nombre? -Aquello era algo que Cato no había considerado.
– Claro que sí -dijo Macro-. Todo aquel que se une a las águilas y adopta la ciudadanía debe tomar un nombre romano.
– ¿Y cuál era el tuyo antes de que te convirtieras en Niso?
– Mi nombre completo es Marco Casio Niso -le dijo a Cato con una sonrisa-. Así es como se me conoce en el ejército y en cualquier documento legal y profesional. Pero antes de eso, antes de convertirme en romano, yo era Gisgo, de la saga de los Barca.
Cato alzó las cejas y un frío dedo le hizo cosquillas en los pelos de la nuca. Se quedó mirando fijamente al cirujano un momento antes de atreverse a hablar.
– ¿Eres un pariente suyo? -Un descendiente directo. -Ya veo -murmuró Cato mientras trataba aún de asimilar las implicaciones de esa afirmación. Miró al cartaginés-. Interesante.
Macro echó otro leño al fuego y rompió el hechizo.
– ¿Os importaría decirme qué demonios es tan interesante? ¿Que Niso tuviera un nombre curioso?
Antes de que Cato pudiera explicárselo, los interrumpieron. De la oscuridad surgió un oficial, con el bruñido peto reflejando la luz de la hoguera.
– Cirujano, ¿tú eres el que se llama Niso? Niso y Macro se levantaron de un salto y se pusieron en rígida posición de firmes ante el tribuno Vitelio. Cato fue más lento y se estremeció con el doloroso esfuerzo de ponerse en pie.
– Sí, señor. -Pues ven conmigo. Tengo una herida de la que necesito que te ocupes.
Sin decir una palabra más, el tribuno se dio la vuelta y salió dando grandes zancadas y apenas le dejó tiempo al cirujano para tirar los restos de su estofado, limpiar la cuchara en la hierba y volvérselo a sujetar todo al cinturón antes de salir corriendo para alcanzar al tribuno. Cato se dejó caer en el suelo mientras Macro se quedaba mirando cómo Niso desaparecía entre una hilera de tiendas.
– Un tipo extraño, ese Niso. No estoy del todo seguro de qué pensar de él, excepto que todavía no me gusta. Habrá que ver cómo nos llevamos tras unas cuantas copas.
– Si es que bebe -añadió Cato. -¿Qué? -Hay algunas religiones orientales que lo prohíben. -¿Por qué diablos van a querer perderse el vino? Cato se encogió de hombros. Estaba demasiado cansado para la especulación teológica. -¿Y qué eran todas esas gilipolleces sobre su nombre? Cato se apoyó para recostarse y miró por encima de la hoguera hacia Macro.
– Su familia desciende de los Barca.
– Sí, eso ya lo he oído -dijo Macro con marcado énfasis-, Barca. ¿Y?
– ¿Le dice algo el nombre de Aníbal Barca, señor? Macro se quedó callado un momento.
– ¿El mismísimo Aníbal Barca? -El mismo. Macro se puso en cuclillas junto al fuego y soltó un silbido.
– Bueno, eso contribuye en cierta medida a explicar su actitud hacia Roma. ¿Quién hubiera pensado que tendríamos a un heredero de Aníbal luchando con el ejército romano? -Se rió ante aquella ironía.
– Sí -dijo Cato en voz baja-. ¿Quién lo hubiera pensado?