CAPÍTULO LI

La luz del sol poniente entraba a raudales por los faldones de la entrada de la tienda del tribuno y adornaba una parte de su contenido con un intenso brillo anaranjado a la vez que proyectaba unas oscuras sombras alargadas en el otro lado. Lavinia acurrucó la cabeza en el hombro del tribuno y deslizó los dedos por los negros rizos de su torso, en el que cada uno de los cabellos reflejaba la luz del sol crepuscular. El aroma de su sudor le inundó el olfato con el penetrante olor de su masculinidad y respiró al ritmo del suave movimiento ascendente y descendente de su pecho. Aunque el tribuno tenía los Ojos cerrados, ella sabía que estaba despierto por el ligero roce de un dedo en la curvada hendidura entre sus nalgas mientras él trazaba sus contornos.

– ¡Mmmm, qué bien! -Ella respiró suavemente junto a su oído-. No te detengas aquí.

– Eres verdaderamente insaciable -dijo Vitelio entre dientes-. Tres veces en una tarde es más de lo que cualquier hombre puede aguantar.

Lavinia deslizó la mano por su pecho y su estómago, y tomó entre sus finos dedos la carne blanda y maleable de su pene, que empezó a masajear lentamente.

– ¿Estás del todo seguro? Vitelio levantó su otra mano y extendió el dedo índice, el gesto con el que un gladiador vencido apelaba a la multitud.

– Suplico clemencia.

– No acepto la rendición de ningún hombre. -Lavinia soltó una risita mientras continuaba con su intento de provocar una reacción.

– ¿Ni siquiera de ese chico con el que tenías relaciones? El tono de aquel comentario era algo más que frívolo, y Lavinia retiró la mano y se dio la vuelta, alzó la cabeza apoyándose en un codo y lo miró.

– ¿Qué pasa? ¿Estás celoso? -Lavinia aguardó una respuesta, pero Vitelio le devolvió la mirada en silencio-. ¿Cómo puedes estar celoso de un chico joven?

– No tan joven como para no saber abrirse camino, según parece.

– Pero lo bastante joven como para tener que detenerse a preguntar de vez en cuando.

– ¿A una mujer aún más joven que él? -¡Ah! -Lavinia sonrió-. Yo le llevaba ventaja. Gracias a ti, mi tribuno particular. -Bajó la cabeza y lo besó en la boca, luego, lentamente, rozó el vello de su pecho con los labios y le dio un beso en el ojo y otro en la frente antes de volver a reclinarse apoyada en el codo-. Me alegro mucho de que volvamos a estar juntos. No sabes cuánto he echado de menos estar contigo así. Creo que nunca me había sentido tan feliz.

– ¿Ni siquiera con ese chico? -preguntó Vitelio en voz baja-. ¿Estás completamente segura?

– ¡Claro que sí, tonto! Ya te lo dije, ocurrió después de que Plinio me echara cuando nos pilló juntos aquella vez. ¿Te acuerdas?

– ¡Nunca lo olvidaré! -Vitelio sonrió-. Ese idiota pomposo se lo tenía merecido.

– Plinio no era mala persona. Cuidaba bien de mí. Tengo muchas cosas que agradecerle. En realidad, después me dio mucha pena, al menos durante un tiempo. Y luego Cato se enamoró de mí. _¿Qué diablos viste en él?

Lavinia hizo un mohín mientras pensaba sobre su atracción hacia el joven optio.

– Supongo que es guapo de alguna manera. Es alto y flaco, no hay duda, pero tiene unos ojos preciosos. Muy expresivos. Y también había algo muy triste en él. Siempre parecía estar preocupado por cómo lo veían los demás, nunca se sentía cómodo consigo mismo. Tal vez me dio lástima.

– No es precisamente un motivo adecuado para acostarse con él -protestó Vitelio.

– ¡Oh, vamos! -Lavinia le dio un golpecito con el puño en el pecho-. ¿Por qué no tendría que dormir con él? Me gustó. Y no tenía muchas oportunidades de verte mientras vivía con mi señora Flavia. ¿Qué se suponía que debía hacer?

– Esperar hasta que yo encontrara una manera de sacarte de allí.

– Entonces hubiera tenido que esperar para siempre. Si ahora estoy aquí únicamente es porque conseguí zafarme de mi señora. Si supiera dónde estoy me daría una paliza que no olvidaría en mucho tiempo.

– ¿Estás segura de que no sabe que estás aquí? -Claro que no. Le diré que fui a dar un paseo y que a la vuelta me perdí. Sospechará, pero dudo mucho que adivine la verdad.

– ¿Aunque nos viera juntos el otro día? Lavinia le presionó el pecho con el dedo.

– Le conté que me habías abordado y que yo te había dicho que me dejaras en paz porque amaba a Cato.

– ¿Y te creyó? -Vitelio parecía escéptico.

– ¿Por qué no iba a hacerlo? Y ahora, ¿podemos hablar de otra cosa? Esta preocupación que tenéis los hombres por la lealtad física de vuestras mujeres es tediosa. Es como si vosotros vivierais según otros principios.

– Muy bien, de acuerdo -respondió Vitelio al tiempo que tiraba de ella para ponerla sobre su cuerpo y la besaba con una apasionada intensidad que sorprendió a Lavinia. Ella cerró los ojos y se abandonó a ese momento, inhaló su aroma y casi se marcó del deseo que le provocaba tal proximidad física. Cuando se apartó de su rostro y abrió los ojos, notó la dureza de su pene contra el muslo.

– Creí que habías dicho que no te sentías con fuerzas. -Sabes cómo despertar el deseo en un hombre. -Vitelio sonrió y deslizó la mano hacia el interior de los muslos de Lavinia-. Veamos qué se puede hacer.

Más tarde, después de la puesta de sol, un esclavo entró en la tienda y encendió las lámparas en silencio antes de desaparecer. Bajo la pálida luz de los candiles Lavinia se levantó de la cama y bostezó al tiempo que estiraba sus esbeltos brazos por encima de la cabeza. El movimiento hizo que sus pechos se levantaran y Vitelio alargó el brazo y rodeó uno de ellos con la mano, maravillándose ante su suave tersura. Lavinia le permitió continuar un momento antes de apartarlo de un manotazo.

– ¡Eh, tú, ya está bien! Tengo que volver a mi tienda. -¿Cuándo volveré a verte?

– Mañana, después del banquete del César, nos encontraremos aquí.

– ¿Seguro que asistirás al banquete? -preguntó Vitelio. -Sí, para servir a mi señora y al legado. Pero me muero de ganas de ver los entretenimientos que ha preparado el emperador. Seguro que es todo un espectáculo. -Lavinia recogió su túnica del suelo, donde había caído en los primeros momentos y se la pasó por la cabeza. Vitelio la observó con sus ojos oscuros y fríos y la cabeza apoyada en una almohada cilíndrica de seda.

– Lavinia, necesito que me hagas un favor.

La cabeza de la muchacha asomó por la parte superior de la túnica y ella tiró de los mechones de su cabellera para sacarlos del escote.

– ¿Qué clase de favor? -Es una sorpresa para el emperador. Necesito que mañana por la noche lleves algo al banquete para mí.

– ¿Qué es? -Está allí, encima de aquella mesa -dijo tranquilamente al tiempo que señalaba hacia una mesa baja, negra y con la superficie de mármol que había en una esquina en el otro extremo de la tienda. Lavinia fue hacia allí y cogió un objeto que, al alzarlo, brilló bajo la luz que proyectaban las lámparas de aceite. Era una daga, metida en una vaina de plata con incrustaciones de oro con unos arremolinados diseños célticos entre los cuales había engastados unos rubíes rojos como la sangre. El mango de la daga era de color negro azabache y tan bruñido que brillaba intensamente, con un enorme rubí engarzado en el oro del extremo del pomo.

– ¡Es preciosa! -se maravilló Lavinia-. Nunca he visto nada parecido. Nunca. ¿Dónde la conseguiste?

– Me la mandó mi padre. Es un regalo para el emperador. Me dijo que se la entregara en cuanto hubiésemos capturado Camuloduno. Tráela aquí.

Lavinia volvió hacia la cama llevando la daga con reverencia.

– ¡Qué cosa tan bonita! Al emperador le encantará. -Eso es lo que mi padre espera. Y yo creo que es la clase de regalo que es mejor ofrecer en una ocasión especial. Así que pensé que podría dárselo al emperador en el punto álgido de las celebraciones de mañana, ante todos sus invitados, para que vean la reacción de Claudio ante la muestra de lealtad y afecto de mi padre.

– Se morirán de celos. -Eso es exactamente lo que pensé -dijo Vitelio-. Por eso necesito que me hagas un favor.

– ¿Qué clase de favor? -Necesito que lleves esto al banquete por mí. No está permitido llevar ningún tipo de arma en presencia del emperador. Su escolta registrará a todos los invitados formales, pero puedes entrar en el banquete por la cocina. Lo único que tienes que hacer es esconderla así. -Le metió la mano por debajo de la túnica y apretó la vaina contra el interior de su muslo. Lavinia dio un grito ahogado y se rió-. Tendrás que sujetarla para que no se caiga. Nadie sabrá que está ahí.

Lavinia volvió a coger la vaina y la contempló con una expresión preocupada.

– ¿Qué ocurre? -¿Qué pasa si me registran y me la encuentran? -No te preocupes, Lavinia. Yo estaré ahí cerca. Si pasa algo parecido antes de que puedas dármela, intervendré y lo explicaré todo.

Lavinia lo miró de hito en hito. -¿Y si no lo haces?

La expresión en el rostro de Vitelio se transformó en una mezcla de dolor y enojo.

– ¿Por qué iba a querer meterte en problemas? -No lo sé.

– Exactamente. No es muy probable que ponga en peligro a la mujer que amo, ¿no es cierto? -La rodeó con sus brazos, la acercó hacia su pecho y esperó a sentir la relajación de su cuerpo para continuar hablando-. Una vez estés dentro sirviendo a Flavia y a Vespasiano, vendré y recuperaré la daga tan rápidamente como pueda.

– ¡Espero que no de una forma demasiado pública! -Claro que no. No sería correcto que un miembro de mi clase fuera visto manoseando a una esclava a la vista de todos.

– Gracias por preocuparte por mi reputación -replicó Lavinia con resentimiento.

– Sólo bromeaba, cariño. Tendremos que encontrar algún lugar tranquilo para que pueda recuperarla. -La estrechó cariñosamente entre sus brazos-. ¿Lo harás por mí? Significará mucho para mi padre, y me ayudará en mi carrera.

– ¿Y yo qué saco con ello? -En cuanto tenga mi parte del botín de guerra te prometo que te compraré a Flavia. Después nos encargaremos del asunto de tu manumisión.

– Muy buena idea. ¿Pero por qué iba a querer venderme Flavia?

– No creo que fuera muy sensato negármelo -respondió Vitelio en voz baja-. Además, puedo presentarte al emperador durante el banquete y pedirle que te convierta en mi recompensa por haber salvado a la segunda legión de Togodumno. Vespasiano no podría negarse a ello. Parecería terriblemente desagradecido por su parte. Tú espera a que te haga una señal y entonces ven directamente hacia mí.

– Lo tienes todo calculado, ¿no es cierto? -dijo Lavinia con el ceño fruncido.

– Oh, sí. -¿Y después que?. -preguntó Lavinia, en cuyos ojos brillaba la esperanza.

– ¿Después? -Vitelio tomó su mano, se la llevó a la boca y besó su piel suave-. Después podríamos causar un poco de escándalo y casarnos.

– Casarnos… -susurró Lavinia. Le echó los brazos al cuello y lo apretó contra ella con todas sus fuerzas-. ¡Te quiero!

Te quiero tanto que haría cualquier cosa por ti. ¡Cualquier cosa!

– ¡Cálmate, casi no puedo respirar! -exclamó riéndose Vitelio-. Todo lo que te pido es este pequeño favor y que consientas en ser mi esposa en cuanto podamos hacer que eso sea posible.

– ¡Oh, sí! -Lavinia le plantó un beso en la mejilla y se apartó enseguida-. Ahora debo irme. -Cogió la daga.

– Toma, envuélvela con esto. -Vitelio alargó la mano hacia un lado de la cama y le dio su pañuelo-. Será mejor que la lleves contigo, bien escondida, hasta el banquete. Es de esa clase de cosas por las que algunas personas podrían llegar a matar.

– Conmigo estará segura. Te lo prometo. -Sé que lo estará, cariño. Ahora tienes que irte. Cuando Lavinia hubo abandonado la tienda, Vitelio se tumbó en la cama con una petulante expresión de satisfacción. Después de todo, no había sido tan difícil arreglarlo. Cuando la esclava fuera presentada al emperador, los semblantes que pondrían Vespasiano y su esposa serían algo digno de verse.

Era una pena que no pudiera dejar con vida a Lavinia.

Era una amante consumada y demostraba una sofisticación en las más esotéricas artes del amor más elevada de lo esperable por su edad adolescente. Podría haber quedado bien, de su brazo, de vuelta a Roma; un trofeo para exhibirlo frente a sus iguales y un instrumento para comprar favores. Pero al ser ella la que introduciría la daga en el banquete, Vitelio se dio cuenta de que sabría demasiado y podría colocarlo en una posición peligrosa. Si su plan tenía éxito, ella se daría cuenta enseguida de que la había utilizado. Todavía no conocía la identidad del asesino que Carataco había encontrado para hacer el trabajo, todo gracias a ese idiota de Niso. Aún podría ser que Carataco le hiciera llegar un mensaje, pero si no lo hacía, a Vitelio sólo le quedaba esperar que el asesino se diera a conocer, de manera que pudiera darle la daga. En caso de que eso fallara, el cuchillo se ofrecería como obsequio de todas formas. Pero una cosa era segura, con o sin asesinato: no se podía permitir que Lavinia supiera todo lo que sabía y viviera para contar la historia.

Debía morir en cuanto le hubiera servido para su propósito. Lamentaría perderla, pero se consoló Vitelio- ya habría otras mujeres.

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