CAPÍTULO XL

Ya había pasado un buen rato desde que en el campamento de la orilla derecha la gente se hubiera acomodado para pasar la noche, cuando alguien levantó la portezuela de los aposentos de Flavia. Una sombra oscura entró con cautela y sin hacer ruido se acercó sigilosamente a la cama de viaje. Vespasiano se colocó con cuidado bajo la tenue luz de la única lámpara de aceite que seguía ardiendo sobre un soporte cercano y bajó la mirada hacia su esposa, maravillándose ante su perfección en reposo. La piel de Flavia era tersa bajo aquel suave resplandor anaranjado y, con los labios entreabiertos, respiraba profundamente a un ritmo regular que sonaba como el lejano océano. Oscuros mechones de su cabello caían sobre la almohada cilíndrica de seda y Vespasiano se inclinó para olerlos, sonriendo ante el familiar aroma. Al enderezarse, dejó que su mirada se deslizara hasta su pecho, que se elevaba y descendía suavemente con cada respiración, y luego se fijó en las ondas de seda que, con unas curvas más pronunciadas, se ceñían al contorno de su cuerpo.

Por un momento se abandonó al puro amor que sentía por ella. La tenía tan cerca que casi era carne de su carne, tan cándida en su sueño que le pareció la misma mujer de la primera época, ardiente y vertiginosa de su pasión. Sabía que realmente el fruto de aquella pasión estaba acostado en la habitación de al lado.

Había mirado a Tito antes de acercarse a su mujer. El chico estaba tendido boca arriba, con un brazo levantado por encima de la cabeza y la boca abierta, con su oscura mata de pelo suave al tacto. Muchos de los rasgos de su madre se reproducían en él como en una angelical miniatura y, aun así, Vespasiano había sentido una punzada de furia hacia su mujer por estropear el momento.

Se quedó un rato de pie contemplando a su esposa y luego se deslizó lentamente sobre el blando colchón. Hubo un leve susurro de la seda al rozar contra la lana más basta de la túnica militar y un desplazamiento de la cómoda posición que el cuerpo de ella había adoptado mientras dormía. Flavia dio la vuelta y se quedó de lado, con lo que alteró el ritmo de su respiración y un fuerte chasquido en la parte posterior de la garganta dio paso a un resoplido. Sus ojos parpadearon,Se abrieron, se cerraron un momento y volvieron a separarse de nuevo, mucho más esa vez. Sonrió.

– Creí que no vendrías nunca.

– Ahora ya estoy aquí. -Eso ya lo veo. Sólo me preguntaba dónde te habías metido.

– Tenía trabajo que hacer.

Flavia levantó la cabeza y la recostó en su mano.

– ¿Tan importante era que no podías venir a verme primero?

Vespasiano asintió con un movimiento de la cabeza.

– Sí, tan importante como eso, me temo. Ella se lo quedó mirando fijamente un momento y de pronto le pasó el brazo por el cuello y lo atrajo hacia sí. Sus labios se encontraron. Suaves y vacilantes al principio, y luego con la reconfortante firmeza de una larga y afectuosa relación. Vespasiano se echó hacia atrás y llevó la mirada a sus ojos cerrados.

– No sabes cuánto lo necesitaba -susurró ella-. ¿No hay más de lo mismo?

– Después. -¿Después? -Tenemos que hablar. No puedo esperar. -¿Hablar? -Flavia sonrió-. ¡No puede ser! Deslizó la mano hacia el dobladillo de la sábana de seda y la bajó, dejando al descubierto su cuerpo desnudo; cual sinuosa serpiente que mudara la piel, pensó Vespasiano. La inquietante comparación le hizo volver a pensar en lo que debía hacer En aquel preciso momento. Sin más dilación. Le agarró la mano con dulzura y volvió a subir la sábana hasta cubrirle el pecho. Sus movimientos pausados asombraron a Flavia. Estaba ofendida y frunció el ceño.

– ¿Qué ocurre? Dímelo, querido. Vespasiano clavó en ella unos ojos fríos, sin atreverse a hablar antes de que pudiera controlar sus emociones.

Flavia ya estaba preocupada y rápidamente se echó hacia atrás y se incorporó, de manera que se quedó sentada frente a su marido.

– No me quieres. Se trata de eso. ¿No es verdad? -Sus ojos almendrados se abrieron asustados y le temblaron los labios. Apretó la mandíbula para detenerlos.

Eso no era lo que Vespasiano había previsto, que tuviera que convencerla de que la amaba antes de acusarla de traición. Dijo que no con la cabeza.

– ¿Entonces qué pasa? ¿Por qué estás tan frío conmigo, esposo?

En esos momentos había miedo reflejado en su rostro' y una mirada que Vespasiano se resistía a interpretar como una de sospecha de que se habían descubierto sus intrigas. Afortunadamente, no era eso.

– ¡Cerdo! -Le propinó un fuerte bofetón-. ¿Quién es,,,,ella? ¿Cómo se llama esa fulana? -¿Pero qué dices? -Vespasiano la agarró por la muñeca cuando su mano volvía a bajar dispuesta a asestar otro golpe-. -¡No hay ninguna otra mujer! ¡Se trata de ti!

– ¿De mí? -Flavia se quedó helada--. ¿Qué pasa conmigo? -Tengo que saber cosas de ti… y de tu relación con los Libertadores.

– No sé de lo que estás hablando. -Bajó las manos, las oyó en el pecho y se lo quedó mirando, respondiendo la mirada inquisidora con lo que parecía ser sinceridad.

– ¿Has oído hablar de los Libertadores, Flavia? -Por supuesto. Hace meses que circulan disparatados rumores acerca de ellos. ¿Pero eso qué tiene que ver conmigo?

Vespasiano bajó la mirada y cuando volvió a hablar, su voz tenía un timbre de gravedad.

– Flavia, sé que estuviste implicada en el complot contra el emperador. Sé que trabajabas con los que trataban de hacer que el ejército se amotinara antes de que empezara la invasión. Tú intentaste ocultármelo, pero ahora lo sé todo.

Conspirar con los llamados Libertadores ya era bastante grave pero, ¿cómo pudiste involucrar a Tito en tu traición? ¿Cómo pudiste? ¿A tu propio hijo? También sé que intentaste hacer que mataran a Narciso. ¿Y en qué andáis ahora tú y tus amigos libertadores? ¡En abastecer de armas a nuestros enemigos!

conspirar para asesinar al em…

– ¡Esto es ridículo! -exclamó Flavia bruscamente-. ¿De que locura proviene todo este veneno?

– De ti, mi esposa. -Estás loco.

– No, sólo ciego -dijo Vespasiano en voz baja--. Hasta hace poco.

Flavia se sentó muy erguida, dispuesta a reanudar sus protestas, pero Vespasiano le dio un golpe con el dedo, señalándola.

– ¡No! Déjame terminar. Nunca habría dudado de ti, nunca. Creía que éramos del mismo parecer, que teníamos el mismo propósito en la vida. Confiaba en ti hasta en el más mínimo detalle. Entonces, cuando me revelaron tus confabulaciones, pensé que las acusaciones eran ridículas. Pero cuando me obligué a reconstruir los pormenores, tu culpabilidad resultó incuestionable. ¡Oh, Flavia! ¡Si supieras el daño que me has hecho! _¿Quién te lo dijo? ¿Quién me acusa?

– Eso no importa. -Claro que importa. Y eres tan ingenuo de fiarte de la palabra de otra persona. Creerías a otro antes que a tu mujer.

– Creo a mi propio entendimiento. He tenido que considerarlo todo detenidamente por mí mismo.

– Esposo, ¿no se te ocurrió cuestionar los motivos de la persona que hizo que cuestionaras los míos? ¿Por qué querrían plantar tales semillas de duda en tu pensamiento? Si me revelas la fuente de esas falsas acusaciones, tal vez sea capaz de explicar su verdadero propósito.

La sinceridad de su expresión y de su voz hizo que Vespasiano se interrumpiera. ¿Era aquél el indicio de inocencia que él buscaba? ¿Podría estar realmente libre de culpa? ¿Podría ser que sus deliberaciones sobre la traición de Flavia estuvieran totalmente equivocadas después de todo?

– El nombre -insistió ella. ¿Por qué tenía tanto empeño en que le dijera el nombre?, se preguntó Vespasiano. Sin duda, si era inocente, aquel nombre importaba mucho menos que el contenido de las acusaciones. Entonces se le pasó por la cabeza que el verdadero motivo por el que quería conocer ese nombre podría ser la venganza, o la intención de acabar con la fuente de las acusaciones para proteger a aquellos que incriminaba.

– No hay ninguna necesidad de que sepas el nombre. -Sí que la hay, esposo. Ya te dije por qué. -Había pensado que tendrías más interés en convencerme de tu inocencia que de la culpabilidad de otra persona, lo que hubiera parecido lo más natural.

– Entiendo. -Flavia se echó hacia atrás, apartándose de él y contempló a su marido con frialdad mientras consideraba el paso siguiente-. ¿Crees que soy antinatural, una especie de monstruo? ¡El mismo monstruo que le dio la vida a tu hijo!

– ¡Ya es suficiente, Flavia! -Vespasiano estaba demasiado agotado como para seguir con una disputa de esa índole. Se apartaba demasiado del ámbito de la discusión que él había previsto

Se había forjado la ilusión de que conocía lo suficiente a Su esposa como para detectar cualquier falsedad. Él había planteado sus acusaciones y ella las había negado, pero seguía queriendo tener claro si estaba o no relacionada con los Libertadores.

– Mira, yo tengo que preguntártelo. Tengo que saber en qué andas metida. Si estás cooperando con los enemigos del Emperador, en la medida que sea, debes decírmelo. Haré cuanto pueda para protegerte de las consecuencias. No soy idiota, Flavia. Si hay alguna manera de ocultar el asunto a los agentes de Narciso, lo haré. Es mejor mantener en secreto la culpabilidad que exponerse peligrosamente. Pero debes jurarme que interrumpirás todo contacto con esos traidores y que nunca volverás a tratar con ellos. Cuéntamelo todo, júrame eso y nunca diré nada. -Se la quedó mirando fijamente para evaluar el efecto de sus palabras y esperó su respuesta.

Flavia le tomó la mano y se la llevó al pecho.

– Esposo, juro por mi vida que no tengo nada que ver con los Libertadores. Lo juro.

Vespasiano quería creerla. Lo deseaba con todas sus fuerzas pero, a pesar del juramento de Flavia, en el fondo, una pequeña reserva de duda lo inquietaba de forma misteriosa y no iba a quedarse convencido. _Muy bien. Aceptaré tu palabra. Y lo haré con mucho gusto. Pero, Flavia, si me estás tratando como a un estúpido y alguna vez lo descubro…

Las amenazas no eran necesarias. Se dio cuenta de que ella ya sabía cuáles iban a ser las consecuencias de un descubrimiento como aquél. Flavia le devolvió su perspicaz mirada un instante antes de asentir con un solemne movimiento de la cabeza.

– Entonces nos entendemos el uno al otro. -Vespasiano le apretó la mano para que estuviera segura de sus sentimientos, fuera lo que fuera lo que ocurriera entre los dos-. Y ahora, estoy cansado, muy cansado. ¿Hay sitio para dos en esta cama?

– Claro que sí, esposo. -Bien. No sabes cuánto he echado de menos dormir entre tus brazos.

– Lo sé -susurró Flavia. Vespasiano se quitó la túnica por la cabeza y se inclinó para desabrocharse los cordones de las botas. Mientras se desnudaba, Flavia le rozó la espalda con unos dedos vacilantes y se la acarició suavemente de esa manera que sabía que a él le gustaba. Pero aquella noche no habría pasión. Entre ellos había habido demasiada incertidumbre y dolor. Vespasiano se deslizó bajo la sábana y besó a su esposa en la frente con dulzura. Ella esperó por si hacía algo más, pero los ojos de Vespasiano se cerraron y pronto su respiración adquirió un ritmo profundo y acompasado.

Ella se lo quedó mirando un rato, luego se dio la vuelta y arqueó el cuerpo con delicadeza para acomodarlo en la curva del de su marido, sintió el áspero roce del vello de sus genitales contra la suave piel de sus nalgas. Pero no hubo placer en aquel reencuentro con su marido y, mucho después de que éste se hubiera quedado dormido, ella seguía despierta, sumamente preocupada. Le dolía haber engañado a su esposo, pero había realizado un juramento anterior por la vida de su hijo al que debía dar prioridad. Los Libertadores exigían un secreto absoluto y amenazaban con la más terrible de las venganzas con aquellos que no lo mantuvieran. Aunque los había servido fielmente durante dos años, al final, el terror diario a ser descubierta fue demasiado para poder soportarlo. Ya no colaboraba con los Libertadores y en eso había sido honesta con su marido. Aun así, se había enterado de lo suficiente para saber que el suministro de armas a los britanos lo habían organizado los Libertadores cuando el anterior emperador, el demente Calígula, había decidido invadir Britania. El plan siempre había sido poner trabas a cualquier campaña que pretendiera potenciar el prestigio imperial. Con cada una de las derrotas militares y todas las campañas de murmuraciones que se lanzaran a las calles de Roma se iría minando gradualmente la credibilidad de la familia imperial. Al final, la plebe le rogaría a la aristocracia que se hiciera con el control del Imperio. Ése sería el mayor logro de los Libertadores.

Flavia había terminado dándose cuenta de que aquel día estaba muy lejano. Las pocas personas que conocía que habían estado vinculadas a la organización secreta estaban muertas, y Flavia no quería compartir su suerte. Había dado un mensaje cifrado al punto de contacto habitual Romano: una caja numerada en la oficina de un agente de correos en el Aventino. Flavia sencillamente había escrito que ya no iba a colaborar más con su causa. Sabía que era poco probable que los Libertadores aceptaran su retirada con la misma facilidad con la que ella la había presentado. Tendría que mantenerse alerta.

A Flavia le causó una profunda consternación que Vespasiano hubiera descubierto su implicación con los Libertadores. Y si él lo había hecho, ¿quién más? ¿Narciso? Pero si el primer secretario lo supiera a esas alturas ya estaría muerta. A menos que el liberto estuviera llevando a cabo un Juego más intrincado y la utilizara como cebo para atraer a otros miembros de la conspiración.

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