CAPÍTULO XXII

– ¡Optio! -siseó una voz.

Cato parpadeó y abrió los ojos. Una figura oscura se alzaba contra el cielo salpicado de estrellas. Una mano lo tenía agarrado del brazo ampollado al tiempo que lo sacudía y Cato estuvo a punto de soltar un aullido de dolor, pero consiguió contenerlo a tiempo. Se puso en pie de golpe, totalmente despierto.

– ¿Qué pasa? -susurró Cato-. ¿Qué ocurre? -El centinela informa de que hay movimiento. -La figura señaló hacia el extremo del claro, cerca del camino por el que habían entrado al anochecer-. ¿Deberíamos despertar al centurión?

Cato dirigió la mirada hacia el origen de los ronquidos. -Creo que será lo mejor. No sea que nos oigan antes de que nosotros podamos verlos a ellos.

Mientras que Cato se abrochaba el casco y recogía su equipo a toda prisa, el legionario despertó a Macro haciendo el menor ruido posible. No fue una tarea fácil debido al profundo sueño del centurión, e incluso cuando Macro volvió en sí parecía estar saliendo de un ensueño realmente impactante.

– ¡Porque esa maldita tienda es mía, mía! -refunfuñó el centurión-. ¡Por eso! -¡Señor! ¡Shhh!

– ¿Qu-qué? ¿Qué pasa? -Macro se irguió y de inmediato, con un acto reflejo, alargó la mano para agarrar su espada-. ¡Informe!

– ¡Tenemos compañía, señor! -dijo Cato en voz baja mientras se acercaba con sigilo al centurión-. El centinela dice oír movimiento.

En un instante Macro ya estaba en pie y con la otra mano se abrochaba de forma automática la correa del casco.

– Que los muchachos formen en el claro, pero mantenlos lo más callados posible. Tal vez queramos evitar el encuentro.

– Sí, señor. Cato se dirigió con cautela hacia los legionarios que dormían mientras Macro levantaba su escudo sin hacer ruido y se abría paso junto a la hilera de cadáveres, agradecido porque el zumbido de las moscas hubiera disminuido con la llegada de la noche. Casi sobrepasó al centinela en medio de la oscuridad, pues el hombre se encontraba alerta a un lado del camino, completamente quieto, haciendo un gran esfuerzo para detectar los sonidos que provenían de más abajo del estrecho sendero.

– ¡Señor! -susurró el centinela en una voz tan baja que, de no haber estado escuchando tan atentamente, Macro no lo hubiera oído. El repentino sonido lo hizo estremecerse al pillarlo de sorpresa. Se recobró en un instante y sin mediar palabra se puso en cuclillas junto al centinela.

– ¿Qué pasa, muchacho? -Verá, señor, ahora no hay nada. Pero juro que oí algo hace sólo un momento.

– ¿Qué fue lo que oíste exactamente?

– Voces, señor. Muy quedas, pero no muy distantes. Hablando en voz muy baja.

– ¿Nuestras o suyas? El centinela se quedó un momento en silencio antes de responder.

– ¡Suéltalo ya! -susurró Macro con enojo-. ¿Nuestras o suyas?

– No… no estoy seguro, señor. Era algo que en general no podía entender del todo. Pero también oí algo que parecía latín.

El centurión dio un resoplido desdeñoso. Se quedó agachado, aguzando el oído para detectar el más leve sonido procedente del sendero que se perdía de vista en una curva, a unos nueve metros escasos de donde estaban. El rumor que provenía del claro era demasiado audible aun cuando los hombres trataban de formar lo más silenciosamente posible. Pero, por fin, se quedaron quietos y Macro recuperó la concentración. No obstante, no se oía nada fuera de lo normal, sólo el croar de las ranas de vez en cuando. Una forma oscura se acercó desde el claro. _¡Pss! -bisbiseó Macro-. Por aquí, Cato.

– ¿Hay señales de ellos, señor? -Una mierda. Parece que aquí nuestro chico se ha dejado llevar demasiado por su imaginación.

Era un error bastante común entre los centinelas, sobre todo en el servicio activo. La oscuridad aumentaba la dependencia de un hombre de uno solo de sus sentidos y la imaginación empezaba a funcionar con el más mínimo ruido para el cual no hubiera una interpretación inmediata.

– ¿Digo a la centuria que dejen de estar alerta, señor? Macro estaba a punto de responder cuando un repentino crujido, como el de un arbusto que se hubiera enganchado y soltado rápidamente, les heló la sangre en las venas.

Ya no había dudas sobre lo que había dicho el centinela, y se quedaron en cuclillas sin moverse bajo el cálido aire nocturno, con los músculos en tensión y listos para entrar en acción.

Un tenue resplandor anaranjado vaciló al otro lado del recodo del camino y las chispas atravesaron los espacios entre el follaje cuando alguien que llevaba una antorcha se acercó por el sendero.

– ¿Es de los nuestros? -preguntó Cato. -¡Calla! -susurró Macro. -¿Quién anda ahí? -exclamó de pronto una voz que venía de la luz. Cato sintió que lo invadía una oleada de alivio y casi se rió ante el brusco descenso de la tensión. Hizo ademán de ir a ponerse en pie pero Macro lo agarró de la muñeca.

– ¡No te muevas!

– Pero, señor, ya lo ha oído. Es uno de los nuestros. -¡Cierra la boca y no te muevas! -exclamó Macro entre dientes.

– ¿Quién anda ahí? -repitió la voz. Hubo una pausa, seguida de lo que podría haber sido un rápido intercambio de palabras en voz baja. Luego la voz continuó diciendo-: Soy bátavo. ¡Tercera cohorte de caballería! ¡Si sois romanos, identificaos!

No se podía negar que el acento de aquel latín sonaba como el de los bátavos, y Macro sabía que la tercera montada estaba en la zona. Pero aun así, había algo en el tono de voz de aquel hombre que le impedía arriesgarse a dar una respuesta.

Se hizo otro breve silencio antes de que la voz volviera a oírse, en esa ocasión con un dejo tembloroso.

– ¡Por todos los dioses! ¡Si sois romanos, responded! -¡Señor! -protestó Cato. -¡Cállate!

Con un súbito crujido, el brillo de la antorcha se intensificó y las llamas se alzaron por encima de los arbustos de aulaga. Un grito inhumano atravesó la densa y calurosa atmósfera que se cernía sobre el pantano.

– ¿Qué diablos? -El centinela se echó hacia atrás del susto. Macro iba a agarrarlo cuando de pronto una figura en llamas apareció por el recodo del camino y se fue corriendo hacia el claro mientras chillaba e iluminaba el suelo a su alrededor con un refulgente y parpadeante brillo. El aire apestaba a brea y a carne quemada y la figura tropezó y rodó por el suelo sin dejar de gritar.

Macro agarró al centinela y a su optio y los empujó en dirección al resto de la centuria.

– ¡Corred! Justo por detrás de ellos la noche se inundó de unos gritos de guerra salvajes, seguidos por el agudo estruendo de un cuerno de guerra. Más abajo, tras los pasos de su prisionero bátavo, los britanos irrumpieron en el camino, con un aspecto espantoso bajo la resplandeciente luz de la antorcha que sostenía en alto el hombre que encabezaba su ataque. Antes de echar a correr tras su centurión, Cato sólo tuvo tiempo de echar un vistazo, pero fue suficiente para ver que, felizmente, el bátavo yacía inmóvil en el suelo. Atravesaron precipitadamente la línea de legionarios que esperaban más allá de la luz rojiza de la antorcha que se les venía encima y se dieron la vuelta para enfrentarse a los britanos, dispuestos a luchar al instante. Pero sus perseguidores habían hecho un alto momentáneo para arremeterla a hachazos y cuchilladas contra la hilera de cadáveres colocados a lo largo del camino.

– ¿Pero qué demonios hacen? -se preguntó Macro. -¡Creen que somos nosotros, señor! ¡Piensan que nos han pillado durmiendo.

Con un feroz grito de consternación, los britanos se percataron de su error y se volvieron hacia los legionarios alineados en medio del pequeño claro.

– ¡Lanzad las jabalinas a discreción! -rugió Macro. Los oscuros astiles describieron un arco con una baja trayectoria y fueron directos a los primeros britanos. Ocultas por la noche, las jabalinas se hundieron en los cuerpos de sus víctimas antes incluso de que éstas fueran conscientes del peligro; varios atacantes cayeron y fueron pisoteados por sus compañeros en su impaciencia por abalanzarse sobre los romanos. Apenas hubo tiempo para lanzar una segunda serie antes de que tuvieran encima a los britanos que chillaban sus salvajes gritos de guerra. Se oyó el seco chasquear y entrechocar de armas y escudos, acompañado del vocerío, los gruñidos y los gritos de hombres que peleaban como locos en la oscuridad.

– ¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! -gritó Macro por encima del barullo-. ¡Manteneos juntos!

A menos que los legionarios pudieran mantenerse bien diferenciados de sus enemigos, había muchas posibilidades de que un romano atacara a otro romano.

En aquel preciso momento la luna empezó a asomar por detrás de un oscuro banco de nubes y su débil luz grisácea iluminó la escena. Para su alivio, Macro vio que sus hombres estaban consiguiendo mantenerse lo bastante juntos para resistir la oleada de britanos que arremetían contra la pared de escudos a golpes de hacha y espada. Pero en el preciso momento en que volvía la mirada hacia el otro lado, un enorme guerrero se lanzó por entre los escudos de los soldados, estuvo a punto de derribarlos y se arrojó contra el centurión. Macro sólo tuvo un instante para reaccionar y empezó a rodar por el suelo, retrocediendo para amortiguar el impacto que se le venía encima.

– ¡Señor! -gritó Cato desde un lado; concentró el peso de su cuerpo en el escudo y con el tachón golpeó al britano en el costado. Fue suficiente y el hombre cayó al suelo estrepitosamente a los pies de Macro, sin aliento a causa del golpe. Macro echó hacia atrás el brazo con el que sujetaba la espada y le pegó con el pomo en la barbilla al britano. El hombre se vino abajo con un simple gruñido, fuera de combate.

Cato ayudó enseguida a su centurión a ponerse en pie y entonces, con el escudo por delante, hincó su espada en la masa de guerreros que se enfrentaban a él. La punta de la hoja hirió a un hombre, que soltó una maldición, y Cato retiró la hoja y volvió a clavarla de nuevo.

En aquellos momentos la luna estaba despejada de nubes y su melancólica luz caía sobre la agitada refriega, reflejándose débilmente en las chispeantes hojas, en los bruñidos cascos y armaduras. Macro vio que él y sus hombres eran ampliamente superados en número y que por el sendero que había frente al claro aún aparecían más de aquellos fieros guerreros. Con todo aquello en su contra, los legionarios no podían tener esperanzas de aguantar mucho y parecían condenados a correr la misma suerte truculenta que los bátavos.

– ¡Replegaos! ¡Replegaos hacia el extremo del claro! -bramó Macro por encima del estruendo de la salvaje escaramuza--. ¡Conmigo!

Paró un golpe lateral y dio un paso atrás. A ambos lados sus hombres recularon y cedieron terreno mientras se dirigían despacio hacia allí donde el claro se estrechaba. Eso era mejor para ellos, puesto que no hubieran podido defender mucho más tiempo toda la anchura del claro. Lenta, muy lentamente, fueron retrocediendo paso a paso a ambos lados del camino, y formaron en un apretado grupo de tres filas en fondo, y luego cuatro, contra las cuales la mayor fuerza de los britanos dejó de tener un impacto significativo. Ahora se trataba de ese tipo de combate denso, cuerpo a cuerpo, en el que el equipo y entrenamiento romanos sobresalían, y las estocadas de las espadas cortas empezaron a cobrarse más víctimas que las hojas pesadas y difíciles de manejar que preferían los nativos. Aun así, el mero volumen del contingente enemigo al final garantizaría una victoria britana. Macro echó una ojeada con preocupación a sus filas, cada vez más reducidas.

– ¡Seguid retrocediendo! ¡Atrás! Cuando llegaron al borde del claro, el combate se concentraba en un estrecho frente y los romanos supervivientes, de forma instintiva, unieron tres escudos de lado a lado del sendero para que supusieran un sólido obstáculo para sus perseguidores britanos.

– ¡Los cinco hombres de atrás que se queden conmigo! -gritó Macro-. ¡Cato! Llévate a los demás por ese camino tan deprisa como puedas. Dirígete hacia el río y síguelo corriente abajo.

– Sí, señor. Pero, ¿y usted? -le dijo el optio, preocupado-. ¿Señor?

– Os seguiremos después, optio. ¡Ahora vete! Mientras el resto de la centuria bajaba corriendo por el sendero, Macro miró los pálidos rostros de sus compañeros y sonrió. Clavó su espada en la masa que había al otro lado de su escudo.

– ¡De acuerdo, muchachos! Vamos a hacer que esto sirva de algo. No van a olvidarse de la segunda legión fácilmente.

Mientras corría camino abajo, Cato trataba de no pisarle los talones al último soldado. Todos sus instintos le empujaban a escapar tan rápidamente como pudiera de los sonidos del combate que tenía lugar detrás de él. No obstante, ardía de vergüenza, y hubiera dado la vuelta y regresado junto a su centurión si no fuera por la orden expresa de Macro y la responsabilidad que ahora tenía sobre aquellos supervivientes de la sexta centuria. Cuando los sonidos de la batalla se hicieron más débiles, Cato gritó la orden de alto y se abrió paso hacia el frente de la centuria a toda prisa. No podía confiar en que el soldado que iba en cabeza prestara atención a la posición de la luna respecto al río; podría meterse en el pantano de manera atolondrada.

Cuando se hubo orientado y ya no podía oír ningún sonido de la última resistencia de Macro en el claro, Cato ordenó a la centuria que le siguiera al trote. Era peligroso correr en la oscuridad, el camino era demasiado irregular y estaba lleno de raíces retorcidas. Era mucho mejor avanzar a un paso que pudieran mantener todavía un poco más. En medio de unos sonidos metálicos y tintineos, los legionarios siguieron adelante por el sinuoso sendero bajo la pálida luz de la luna y Cato se sintió aliviado al comprobar que el camino se ensanchaba cada vez más y seguía una línea por lo general recta, lo cual demostraba que en aquel punto el sendero había sido abierto por el hombre y que, por consiguiente, conducía a algún lugar.

Un grito distante que sonó detrás de ellos puso de manifiesto que los britanos habían salido en su persecución. Cato alargó sus zancadas y trataba de coger aire mientras marchaba pesadamente. Miraba hacia atrás con frecuencia para asegurarse de que los soldados seguían con él. De repente creyó oír lo que estaba buscando: el sonido susurrante del agua a lo largo de las orillas de un río. Entonces estuvo seguro de que se trataba de ese sonido.

– ¡El río, muchachos! -gritó al tiempo que respiraba con fuerza y tomaba suficiente aire para que lo oyeran-. Hemos llegado al río.

El camino se torcía ligeramente hacia un lado y entonces allí estaba, el gran Támesis, fluyendo hacia el mar y brillando con la luz de la luna que se reflejaba en él. Bruscamente el sendero fue a dar a una llana extensión de barro que Cato sintió que cedía bajo sus pies y le succionaba las botas.

– ¡Alto! ¡Alto! -gritó-. ¡No os apartéis del camino! Mientras la centuria esperaba, jadeando en la cálida atmósfera, Cato pinchó el suelo que tenia delante con la punta de su espada. La hoja se hundió en él sin apenas resistencia. Los gritos se aproximaban por el sendero y Cato levantó la vista, aterrorizado. -¿Qué coño vamos a hacer, optio? -dijo alguien en voz alta--. Los tendremos encima en un minuto.

– ¡Escapemos a nado! -sugirió otro. -¡No! -respondió Cato con firmeza-. Ni hablar de ir nadando a ningún sitio. Sería inútil. Nos eliminarían fácilmente.

Fue presa de un momento de indecisión que lo paralizó, antes de que unos nuevos gritos proferidos por los britanos lo despabilaran. Aquella vez el vocerío no provenía del camino sino de mucho más cerca, justo del otro lado del río. Recorrió la orilla con la mirada hasta que vio a un hombre que gritaba y blandía una lanza hacia ellos. Otros dos hombres chapoteaban en el barro para reunirse con él. Más abajo, a menos de cincuenta pasos, había una masa de grandes formas que parecían cascos de embarcaciones y que se alzaban al borde del río.

– ¡Allí! ¡Botes! ¡Vamos! -gritó Cato. No sin esfuerzo, sacó el pie del barro y lo plantó delante, donde se le hundió hasta el tobillo y quedó atrapado en el repugnante y hediondo légamo. El resto de la centuria se hundió tras él y, resoplando debido al esfuerzo, se dirigieron con gran dificultad hacia las embarcaciones que Cato había visto. El cieno les succionaba las piernas con un ruido de chapoteo y los que estaban más agotados tropezaron y quedaron casi sumergidos en aquella inmundicia. Los tres britanos les veían acercarse mientras gritaban llamando a sus compañeros a voz en grito. Cato miró hacia atrás y pudo distinguir el rojo resplandor de la antorcha que se acercaba a ellos con un zigzagueo y siguió adelante arrastrando los pies, obligando a sus piernas a abrirse camino en el barro.

Entonces se oyó un grito de triunfo por detrás de ellos cuando sus perseguidores llegaron al final del sendero y divisaron a su presa atrapada en el légamo del río. Sin dudarlo ni un instante, los britanos se metieron en el barro tras ellos con el que llevaba la antorcha en cabeza. El parpadeante resplandor rojizo cabrilleaba en la untuosa superficie del cieno y proyectaba las ondulantes sombras tanto de romanos como de britanos en todas direcciones. Todas las fuerzas de su cuerpo y de su ánimo estaban al límite mientras Cato alentaba a sus hombres y a él mismo a seguir adelante y les decía que se pusieran los escudos en la espalda por si sus perseguidores tenían armas arrojadizas.

El barro se volvió menos profundo y más sólido bajo sus pies cuando llegaron al lugar donde se encontraban los tres britanos que vigilaban los botes. Cato trató como pudo de mantener el equilibrio en el barro resbaladizo y se abalanzó sobre el que tenía más cerca: un viejo con ropajes bastos que sólo llevaba una lanza de caza. Le lanzó una estocada a Cato con las dos manos que el optio esquivó con rapidez, desviando la punta hacia el barro y provocando con ello que el ímpetu de la arremetida desequilibrara al britano, que quedó entonces en una posición perfecta para asestarle un rápido golpe en la espalda. El hombre dio un profundo gemido al quedarse sin aire en los pulmones, cayó boca abajo sobre el cieno y Cato se deslizó por encima de él hacia los dos guardias que quedaban. No eran más que muchachos, y una sola mirada a aquel mugriento romano que iba a por ellos con los labios inconscientemente crispados en un gruñido fue más que suficiente.

Aferraron sus lanzas, se dieron la vuelta, echaron a correr dejando atrás las hileras de botes que supuestamente tenían que proteger y desaparecieron en la noche. Por primera vez Cato pudo ver bien las embarcaciones; eran pequeñas, con el armazón de madera cubierto de piel, y cada una de ellas podría llevar a tres o cuatro hombres. Tenían aspecto de ser ligeras y endebles, pero en ese momento eran la única posibilidad que tenía la sexta centuria de escapar a la aniquilación.

Cato se dio la vuelta, jadeando, y vio que sus hombres salían del barro más profundo que había a su espalda. A poca distancia de ellos, los guerreros britanos seguían avanzando, con el barro casi hasta la rodilla, y se abrían paso con dificultad por la ciénaga que su presa había dejado revuelta. El hombre que llevaba la antorcha hacía lo que podía para mantenerla en alto y el parpadeante resplandor iluminaba los rostros de los britanos con un brillo rojizo aterrador. Al vadear el barrizal, uno de los romanos se había hundido más que sus compañeros y sus perseguidores le estaban alcanzando rápidamente.

– Haced unos cortes con los cuchillos en los costados de esos botes -les gritó Cato a sus hombres-. ¡Pero reservad diez para nosotros!

Los legionarios pasaron apiñados junto a él, la emprendieron con la piel de los botes más próximos y siguieron acometiendo su tarea con rapidez a lo largo de la orilla. Cato retrocedió hacia el último romano que aún estaba abriéndose paso a duras penas por el barro del río y al que entonces ya pudo identificar bajo la claridad proporcionada por la luna y el resplandor de la antorcha.

– ¡Pírax! ¡Date prisa, compañero! Están justo detrás de ti. El veterano echó un rápido vistazo por encima del hombro al tiempo que hacía un gran esfuerzo para sacar la pierna del barro, pero la succión era demasiado fuerte y sus últimas reservas de energía casi se habían agotado. Lo intentó de nuevo, acompañando sus esfuerzos con maldiciones y, con un fuerte ruido de ventosa, pudo soltar el pie y lo plantó delante lo más lejos que pudo, concentró en él el peso de su cuerpo y trató de liberar su otra pierna. Pero el esfuerzo requerido para avanzar un paso más era demasiado para él y se quedó quieto unos instantes, con una expresión de terror y frustración grabada en el rostro. Su mirada se cruzó con la de Cato.

– ¡Vamos, Pírax! ¡Muévete! -le gritó Cato, desesperado-. ¡Es una orden, soldado!

Pírax se lo quedó mirando fijamente un momento antes de que su cara se relajara y sonriera con desconsuelo.

– Lo siento, optio. Creo que tendrás que ordenarme que ataque.

– Pírax…

El legionario se apuntaló lo más firmemente que pudo en el barro y se dio la vuelta para enfrentarse a los britanos que se encontraban a unos cuantos pasos de distancia pero que se esforzaban con furia por avanzar y caer sobre él. Consternado, Cato observó, a poca distancia y sin ninguna posibilidad de intervenir, cómo Pírax luchaba su última batalla, atrapado en el cieno hediondo y lanzando gritos de desafío hasta el final. Bajo el tinte anaranjado de la antorcha, Cato vio que el primer britano lanzaba la espada contra la cabeza de Pírax. Pírax paró el golpe con su escudo antes de dar una estocada con su propia espada. Pero la diferencia de alcance de las armas hizo que no pudiera golpear a su oponente.

– ¡Venga, cabrones! -gritó Pírax-. ¡Venid a cogerme! Dos lanceros se situaron en posición de tiro y lanzaron sus armas contra el legionario atrapado, apuntando a los espacios que quedaban entre el escudo y su cuerpo. Al tercer intento, uno de ellos dio en el blanco y Pírax soltó un grito cuando la punta se le hundió en la cadera. Bajó la guardia, dejó caer el escudo a un lado y, al instante, el segundo lancero le alcanzó en la axila. Pírax se quedó completamente quieto durante un momento, entonces se le cayó la espada de la mano y se desplomó en el barro. Miró hacia Cato por última vez, con la cabeza caída y la sangre saliendo de su boca.

– Corre, Cato… -dijo en un ahogo. Entonces los britanos se acercaron y, rodeándolo, empezaron a propinarle hachazos y cuchilladas al cuerpo de Pírax mientras que Cato se quedaba paralizado de horror. Cuando se recobró se dio la vuelta y corrió para salvar su vida, deslizándose por el traidor limo hacia el puñado de botes que el resto de la centuria había empujado al río. Se dirigió hacia el mas próximo y se adentró en el bajío con un chapoteo mientras que el primero de los britanos que le perseguían emergía del barro más profundo al tiempo que lanzaba su grito de guerra. Cato soltó el escudo y alargó el brazo para asir el lado del bote. Se agarró con fuerza y con ello hizo que la endeble embarcación se ladeara peligrosamente.

– ¡Ten cuidado, optio! Vas a hacer que volquemos. Subió como pudo por el costado. Los tres hombres que ya estaban dentro del bote se inclinaron hacia el lado contrario para mantener el equilibrio y sólo entró un poco de agua cuando Cato cayó rodando al fondo, haciendo que la embarcación se meciera de forma alarmante. De pronto, otro par de manos se agarraron a un lado y el bote volvió a ladearse, revelando el crispado rostro de un guerrero britano con un brillo de triunfo en sus salvajes ojos abiertos de par en par. Se produjo el sonido de un roce que atravesó el aire y un destello de luz de luna sobre la hoja de Cato, seguidos por un débil crujido cuando la espada le cortó la mano al britano justo por debajo de la muñeca. El hombre bramó de dolor, la mano amputada cayó al río y él cayó con ella.

– ¡Salgamos de aquí! -gritó Cato-. ¡Moveos!

Los legionarios metieron los remos en el río y, con torpeza, hicieron fuerza para alejar la nada familiar embarcación de la orilla del río. Cato se arrodilló en la popa y observó cómo, por detrás de él, los britanos se metían en el río, pero el espacio entre ellos se fue ensanchando y al final el enemigo abandonó, gritando con airada frustración. Algunos de los más ingeniosos se dirigieron a los botes que quedaban antes de descubrir las rasgaduras y jirones que tenían a los lados y que los hacían inservibles. El espacio entre la pequeña flotilla de Cato y la orilla del río aumentó gradualmente hasta que los britanos fueron unas pequeñas figuras que pululaban bajo la luminosidad cada vez menos imponente de su antorcha, la cual proyectaba una rutilante estela de oscilantes reflejos en dirección a los romanos.

– ¿Y ahora qué, optio? -¿Eh? -Cato se volvió, momentáneamente aturdido por su terrible huida.

– ¿Hacia dónde debemos dirigirnos, señor? Cato frunció el ceño al oír aquel tratamiento tan formal antes de caer en la cuenta de que ahora estaba al mando de la centuria y que él era la persona de quien los hombres esperarían recibir las órdenes y obtener la salvación.

– Río abajo -murmuró, y luego alzó la cabeza hacia la otra embarcación-. ¡Poned rumbo río abajo! Seguidnos.

A la luz de la luna, la fila de pequeñas naves avanzaba a ritmo constante en la lenta corriente. Cuando la antorcha de la orilla del río se perdió finalmente de vista en el primer recodo al que llegaron, Cato se dejó caer, se apoyó contra la popa del bote y echó la cabeza hacia atrás para mirar cansinamente la cara de la luna. Entonces, cuando ya estaban fuera de peligro inmediato, su primer pensamiento fue para Macro. ¿Qué le habría ocurrido? El centurión se había quedado a pelear para salvar a sus hombres sin dudarlo ni un momento, como si fuera la cosa más natural del mundo. Había conseguido que Cato y los demás tuvieran tiempo suficiente para escapar pero, ¿le habría costado eso su propia vida? Cato dirigió la mirada río arriba y se preguntó si cabía la posibilidad de que Macro también hubiera podido escapar. Pero, ¿cómo? Se le hizo un nudo en la garganta. Se maldijo a sí mismo y le costó trabajo contener sus emociones delante de los demás soldados que había en la embarcación.

– ¿Oís eso? -dijo alguien-. Dejad de remar. -¿Qué Pasa? -Cato abandonó sus meditaciones. -Me pareció oír trompetas, señor. -¿Trompetas? -Sí, señor… ¡Ahora! ¿Lo ha oído? Cato no oyó nada más que el chapaleo del agua y el chapoteo de los remos de los botes que les seguían. Entonces, transportado río arriba por el cálido aire nocturno, llegó el débil sonido de unas notas de instrumentos de viento. La melodía era totalmente inconfundible a oídos de cualquier legionario. Era la señal para que el ejército romano se concentrara.

– Son nuestras trompetas -murmuró Cato. -¿Habéis oído? -les gritó el legionario a los otros botes-. ¡Son los nuestros, compañeros!

Los hombres de la centuria celebraron aquel sonido y se inclinaron sobre sus remos con energías renovadas. Cato sabía que en realidad debía ordenarles que cerraran la boca, más por disciplina que por el peligro que podía representar otra embarcación en el río aquella noche, pero sintió que un enorme peso le oprimía el corazón. Macro estaba muerto. No pudo reprimir sus sentimientos y las lágrimas le rodaron por las mejillas y gotearon sobre su mugrienta armadura. Se dio la vuelta para ocultar su pena a los soldados.

Загрузка...