CAPÍTULO XXXVII

Iba a romper el alba y una lechosa neblina gris se había levantado del canal. Flotaba sobre la puerta del depósito como una pegajosa mortaja, iluminada por el cercano brillo de las antorchas que se extinguían en los puestos de los centinelas. Los soldados iban arrastrando los pies en silencio en las columnas de las unidades que tenían asignadas y su apagada conversación se veía interrumpida tan sólo por alguna tos salida de unos pulmones que no estaban acostumbrados al húmedo ambiente de la isla. Tenían ante ellos un largo día de marcha. Les habían dado de comer a toda prisa unas gachas recalentadas que en esos momentos eran como una piedra en sus estómagos.

A casi todos ellos les esperaba una nueva vida en una legión de la que acaso antes sólo hubieran oído hablar y cuyos soldados no harían otra cosa que aceptarlos a regañadientes durante los próximos meses hasta que hubieran demostrado que eran mejores de lo que implicaba su categoría de legionarios de reserva. Para muchos de ellos la transición a una unidad de combate no les supondría un problema, puesto que los habían mandado a la octava desde una de las legiones fronterizas. Como parte de los preparativos para la invasión de Britania, el Estado Mayor del Imperio había sacado de aquellas legiones que se enfrentaban a unos inactivos bárbaros a cohortes veteranas y las hizo marchar hacia la Galia para unirse de forma temporal a la octava.

Los soldados de más edad que habían albergado esperanzas de finalizar su carrera bajo las águilas de forma pacífica lógicamente estaban resentidos por haber sido envueltos en la fase decisiva de la campaña de aquel año. Ya no estaban tan sanos ni eran tan rápidos como antes, por lo que las probabilidades de sobrevivir a las batallas que se preparaban no eran demasiadas.

Luego estaban los jóvenes, nuevos reclutas, recién salidos de la instrucción y más temerosos de sus oficiales que de cualquier enemigo. Ataviados con una reluciente y bruñida armadura laminada, cuyo coste se les descontaría de su exigua paga durante muchos años todavía, con unas túnicas de un color rojo que aún no había empezado a desteñirse y con la empuñadura de la espada sin suavizar por el uso frecuente, estaban ansiosos por atacar y desarrollar la fácil arrogancia de los veteranos. _¿Estamos todos? -preguntó Macro mientras se acercaba a Cato a grandes zancadas al tiempo que se abrochaba la correa del casco.

– Sí, señor. -Entonces, en marcha. -Macro se volvió hacia la poco visible cabeza de la columna y gritó-: ¡Formen filas!

Las tropas formaron rápidamente en orden de marcha, de cuatro en fondo.

– ¡Columna preparada!… ¡Al frente, marchen! Hasta el recluta más novato había realizado suficiente instrucción como para responder al instante a la orden y la columna empezó a avanzar como un solo hombre al paso de marcha habitual. El crujido producido por las botas al presionar el suelo terroso quedaba amortiguado por la húmeda atmósfera. Con Cato a su lado, Macro esperó a que pasara la avanzada antes de ocupar su posición a la cabeza del cuerpo principal. Cuando pasaron por delante de la puerta del depósito, Cato giró la cabeza, miró hacia la pasarela del centinela y recorrió con la vista el oscuro contorno de la empalizada, hasta que sus ojos vieron a Lavinia. Rápidamente levantó la mano para que ella pudiera distinguirlo y su corazón dio un vuelco cuando ella alzó el brazo como respuesta.

– Por lo que veo no has dormido mucho esta noche. -No señor. -Cato volvió a girarse-. No he dormido nada. -¡Bien por ti, muchacho! -Macro le dio un codazo, pero Cato ya no se ofendía por la brusquedad de su centurión-.

¿Te sientes mejor ahora? Yo encuentro que un rápido revolcón en el heno me deja fresco como una rosa.

– No fue tan rápido como eso, señor. -Cato bostezó antes de poder evitarlo.

– Entiendo. Bueno, será mejor que no te quedes dormido durante la marcha. Si lo haces te abandonaré en los tiernos brazos de los britanos.

La marcha de vuelta a la legión les llevaba por la misma ruta que había seguido el ejército en su avance tan sólo unas semanas antes. Los zapadores habían estado muy atareados desde entonces. A ambos lados del camino, el sendero se había despejado de maleza y cualquier posible escondite para las fuerzas enemigas. la cima de todas las colinas y todos los vados estaban entonces protegidos por un pequeño fuerte guarnecido con cohortes auxiliares. La columna de reemplazos adelantó a unos pesados carros de suministros que transportaban víveres y equipo hacia las legiones. En dirección opuesta avanzaban lentamente las carretas que regresaban del frente y se dirigían al depósito para cargar y realizar otro viaje. Todo formaba parte de la incesante eficiencia romana que garantizaría que el avance sobre Camuloduno tuviera lugar con unas legiones adecuadamente armadas y bien alimentadas.

La próxima vez que irrumpieran en el campo de batalla, el emperador en persona iría al frente de las legiones, acompañado por sus cohortes pretorianas de élite y por los enormes y pesados elefantes que serían conducidos contra las tropas enemigas y abrirían enormes brechas en sus filas al arrollarlas. Cato casi podía compadecerse de los nativos. Pero no del todo. No después del horror y la desesperación de las recientes batallas. Lo que él quería ahora era un rápido final de la campaña. Un sencillo golpe aplastante que destrozara completamente la voluntad de los britanos de resistirse a lo inevitable. Si Carataco y su ejército podían ser derrotados por completo, seguramente las otras tribus se darían cuenta de que no tenía sentido seguir luchando. La isla se iba a convertir algún día en una provincia, de eso no había duda. No ahora que el emperador estaba allí. No importaba cuántas legiones o elefantes serían necesarios, doblegarían a los britanos. Cato se prometió que, cuando todo terminara, encontraría la manera de volver a estar con Lavinia.

Cada noche, cuando la luz del día casi había desaparecido, Macro detenía a su columna en los campamentos de marcha temporales anexos a los fuertes. Antes del alba despertaba a sus hombres y la columna reanudaba su avance mucho antes de que el sol hubiera asomado la cabeza por encima del lejano horizonte. Aquel duro ritmo era tanto una manera de poner a prueba a sus nuevos soldados como el resultado de su deseo de volver a la legión. Le complacía el hecho de que ninguno de los hombres que había escogido para su centuria rompiera filas y se uniera a la irregular columna de rezagados destinados a otras legiones. Sólo hubo unos pocos de los escogidos para la segunda que no pudieron seguir el ritmo que imponía. Vespasiano iba a estar contento con sus reemplazos. Con hombres como aquéllos en su legión, la segunda se haría con una buena reputación durante el resto de la campaña. Y Vespasiano, Macro lo sabía, no era un hombre que se olvidara de los que le servían bien.

Producía una extraña sensación seguir la misma ruta que hacía tan poco habían tomado al precio de muchas vidas.

Allí estaba el sendero del bosque donde Togodumno había tendido una emboscada a la segunda y donde los hubiera aplastado de no ser por la oportuna intervención de la decimocuarta legión. Macro vio incluso el roble en la lejana colina donde había matado a Togodumno en combate singular mientras el jefe britano huía con sus hombres hacia el pantano.

Al día siguiente atravesaron un pontón sobre el Medway donde, apenas unas semanas antes, sus compañeros se habían batido en retirada bajo tal lluvia de flechas y proyectiles de honda que el agua que fluía tranquila se tiñó de sangre. Entonces la ruta se desviaba hacia el norte, pasaba por encima de una cadena de colinas poco empinadas y luego descendía hacia el Támesis, atravesaba el pantano invadido de aulagas y seguía hasta la orilla derecha del río, y allí esperaron a que unos barcos de transporte los llevaran a la otra orilla, donde se hallaba el contingente principal del ejército. El puente casi estaba terminado y a los zapadores los hacían trabajar duro para tenerlo terminado en el momento en que el emperador condujera los estandartes del águila y sus refuerzos hacia territorio enemigo.

La columna de reemplazos aguardó cansada a que los transportes fueran de acá para allá cruzando el Támesis. Al final les tocó el turno a los reemplazos de la segunda. Al desembarcar, Macro ordenó a su centuria que rompiera filas y condujo al resto de la columna hasta el cuartel general para que formaran en la ancha avenida frente a la entrada principal. En el interior de la tienda del personal administrativo entregó la lista después de haber tachado los nombres de los soldados que había elegido para su centuria.

– Parece que sólo has escogido lo mejor para nosotros, centurión.

Macro se volvió y se puso rápidamente en posición de firmes al ver a su legado.

– Sí, señor. Lo mejor. -Bien hecho. -Vespasiano se puso el casco de brillante cimera roja-. Ahora me presentaré a ellos oficialmente.

Cato, mientras tanto, llevó su equipo a la tienda de su sección y luego se fue en busca de Niso, decidido a averiguar el motivo de la fría formalidad que el cirujano mostraba hacia él. Cato todavía no había llegado a esa edad en la que las opiniones de los demás ya no fueran el punto crítico de sus relaciones sociales. Más que nada se esforzaba por ser digno de respeto y como mínimo quería una explicación por parte de Niso acerca de la repentina interrupción de su amistad.

Pero Niso no estaba en el hospital de campaña, ni en su tienda, ni sentado junto al embarcadero. Finalmente Cato regresó al hospital de campaña y le preguntó a uno de los ordenanzas dónde podría encontrar a Niso.

_¿Niso? -El ordenanza arqueó las cejas.

Cato asintió con la cabeza y el rostro del ordenanza se iluminó fugazmente al reconocerlo.

– Tú eres ese amigo suyo, ¿verdad? Me sorprende que no lo sepas.

– ¿Que no lo sepa? -Cato sintió que la sangre se le helaba en las venas-. He estado fuera del campamento. ¿Qué ha ocurrido?

– Niso se ha ido.

– ¿Se ha ido? -Ha desaparecido. Hace dos días. Salió del campamento para ir a pescar y no regresó.

– ¿Quién fue la última persona que lo vio? -No lo sé. -El ordenanza se encogió de hombros-. Se suponía que tenía que encontrarse junto al río con alguien que no apareció. Eso es lo que dicen.

– ¿Con quién se tenía que encontrar? -Con un tribuno. El que lleva las divisas. Vitelio. Cato asintió con un lento movimiento de la cabeza.

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