– ¿Por qué?
– ¿Señor? -Vitelio sonrió con inocencia al legado. -¿Por qué te han vuelto a destinar a la segunda legión? Pensé que te habían ascendido al Estado Mayor del general 'de forma permanente. Una recompensa por tus heroicos esfuerzos. ¿Qué ha cambiado entonces? -Vespasiano lo observó con desconfianza-. ¿Te ordenaron que volvieras aquí o lo solicitaste tú?
– Fue a petición mía, señor -respondió el tribuno con soltura-. Le dije al general que quería estar donde estuviera la acción la próxima vez que la segunda entrara en combate.
El general dijo que admiraba mi coraje, que ojalá hubiera más como yo, me preguntó una vez si quería cambiar de opinión y luego me mandó para aquí.
– Me lo imagino. Nadie en su sano juicio querría que un espía imperial acampara en su puerta.
– Él no lo sabe, señor. -¿No lo sabe? ¿Cómo puede no saber lo que eres? -Porque nadie se lo ha dicho. Nuestro general da por sentado que mi ascenso se debe exclusivamente a mis contactos en palacio. Cuando le pedí que me enviaran de vuelta a la segunda tampoco le disgustó que me fuera. ¿Puedo hablar con sinceridad, señor?
– Por supuesto. -No estoy seguro de poseer el temperamento adecuado para formar parte del Estado Mayor del general. Los hace trabajar demasiado y los expone a demasiados riesgos, no sé si me entiende.
– Perfectamente -respondió Vespasiano-. He sabido que participaste en el ataque del río con la novena.
Vitelio asintió con la cabeza, con el terror del ataque todavía fresco en su memoria; la taladrante certeza de que no sobreviviría a la salvaje descarga de flechas y proyectiles de honda que los desesperados defensores volcaban sobre los romanos.
– He oído que te desenvolviste muy bien. -Sí, señor. De todos modos, hubiera preferido no estar allí abajo.
– Puede ser, pero tal vez haya todavía alguna esperanza para ti. Empieza a comportarte como un tribuno, olvídate del espionaje y puede que los dos sobrevivamos a la compañía del otro.
– Eso estaría bien, señor. Pero estoy al servicio del emperador y lo seguiré estando hasta que muera.
Vespasiano observó detenidamente a su tribuno superior. -Creí que únicamente estabas al servicio de tu ambición.
– ¿Hay algo que merezca más la dedicación de un hombre? -Vitelio sonrió-. Pero la ambición tiene que actuar dentro de la frontera entre lo posible y los antojos del destino. Nadie conoce la voluntad de los dioses. Dada la posibilidad de su inminente deificación, supongo que sólo Claudio puede saber cómo van a resultar las cosas.
– ¡Um! -La predilección imperial por la inmortalidad era algo que había preocupado a Vespasiano a lo largo de los años. Le costaba creer que una moción votada en la sala del senado pudiera determinar la categoría divina de un hombre. Especialmente de una criatura tan poco atractiva como el actual emperador. El hecho de ser declarado dios no había protegido a Calígula de la ira de aquellos que lo habían asesinado. Era como si los hombres hicieran dioses a aquellos emperadores locos a los que más tarde destruirían. Vespasiano levantó la vista y miró a los ojos a su tribuno.
– Mira, Vitelio, nos encontramos en mitad de una campaña importante. Lo que menos necesito ahora es tener que preocuparme de que me espíes a mí o a mis hombres a nuestras espaldas.
– ¿Se le ocurre un momento mejor para espiar, señor? Cuando los hombres no piensan en otra cosa que en la batalla, tienden a refrenar menos sus lenguas. Eso me facilita mucho la tarea.
Vespasiano lo observó con manifiesto desdén. -Hay veces en las que me das mucho asco, tribuno. -Sí, señor. -Si te interpones entre mi legión y sus responsabilidades para con el resto del ejército, juro que te mataré.
– Sí, señor. -Si en la expresión del tribuno había alguna connotación de suficiencia o bien de sumisión a un superior, ésta fue indescifrable para Vespasiano. Ninguno de los dos habló, o se movió siquiera, mientras se observaban detenidamente el uno al otro. Al final, Vespasiano se echó hacia atrás con cuidado en su silla.
– Estoy seguro de que los dos nos comprendemos. -¡Oh! Estoy completamente seguro de que es así, señor. ¿Y puedo suponer que el acuerdo al que llegamos sobre la política extracurricular de su esposa y mi búsqueda del tesoro sigue en pie?
Vespasiano cruzó las manos, las apretó con fuerza y asintió con un movimiento de la cabeza.
– S«
Siempre que cumplas tu parte del trato.
– No se preocupe, señor. Su esposa está completamente a salvo, por el momento.
– Suponiendo que haya una pizca de verdad en lo que has dicho de ella.
– ¿Una pizca de verdad? -Vitelio sonrió-. Creo que se sorprendería bastante si supiera lo que sería capaz de hacer Flavia para conseguir sus fines políticos. Mucho más de lo que es prudente para alguien cuyo marido tiene un futuro prometedor… al servicio del emperador.
– Eso es lo que tú dices. -Vespasiano asintió con un lento movimiento de la cabeza-. Pero todavía no me has proporcionado pruebas sólidas de tus acusaciones. Nada de lo que me has contado hasta ahora se podría demostrar ante un tribunal de justicia.
– ¡Tribunal de justicia! -Vitelio se rió-. ¡Qué noción tan extraña! ¿Qué le ha hecho pensar por un momento que se iba a presentar algún cargo contra Flavia, o contra usted mismo ante un tribunal? Una discreta palabra del emperador y un pequeño pelotón de pretorianos les harían una visita con órdenes de no marcharse hasta que ambos estuvieran muertos. Lo mejor que puede esperar es un pequeño obituario de cortesía en la gaceta romana. Así es como funciona el mundo, señor. Será mejor que se acostumbre.
– Me acostumbraré. De la misma manera que tú tendrás que acostumbrarte al hecho de que puedo implicarte en una pequeña traición que has cometido. _¡Oh! Lo había olvidado, señor. Por eso estamos discutiendo. Supongo que se habrá cerciorado de que su parte del acuerdo está documentada de forma segura.
– Por supuesto -mintió Vespasiano-. He enviado un mensaje a Roma para que sea depositado en manos de mi abogado hasta que yo lo reclame o muera. Sea lo que sea lo que ocurra primero. Entonces la carta se abrirá y se leerá ante el senado y el emperador. Debo creer que tu muerte seguirá rápidamente a la mía. Tan rápidamente que tal vez incluso crucemos la laguna Estigia en la misma embarcación.
– Lo consideraría un honor, señor. -Vitelio se permitió esbozar una sonrisa irónica-. Pero en realidad no hace falta que las cosas lleguen a ese extremo, ¿no está de acuerdo?
– Lo estoy. -Entonces no hay nada más que decir, señor. -Nada.
– ¿Puedo retirarme? Vespasiano se quedó en silencio un momento y luego sacudió la cabeza en señal de negación. -Todavía no, tribuno. Antes de que te vayas necesito que me respondas a una pregunta.
– ¿Sí? -¿Qué sabes de los Libertadores? Vitelio alzó una ceja, al parecer sorprendido por la pregunta. Apretó los labios y frunció el ceño antes de que se le ocurriera una respuesta.
– Ella ha estado en contacto con usted, ¿no es cierto? Vespasiano se negó a satisfacer al tribuno con una contestación y trató de ocultar su irritación ante la informal alusión a su esposa.
– Me lo imaginaba. -Vitelio asintió con la cabeza-. Los Libertadores. He ahí un nombre que se ha estado repitiendo cada vez más durante los últimos meses. Vaya, vaya. Nuestra Flavia es un enigma más oscuro de lo que yo había creído, señor. Será mejor que la vigile bien antes de que haga algo por lo que su linaje pueda tener motivos para maldecirla. _¿Conoces la existencia de esa organización entonces?
– Podríamos decir que he oído hablar de ella -respondió el tribuno con soltura-. Corre el rumor de que los Libertadores son una organización secreta que aspira a derrocar al emperador y restaurar la república. Se supone que llevan existiendo desde la época de Augusto, y fueron lo bastante vanidosos como para ponerse el nombre de los asesinos de julio César.
– ¿Un rumor? -preguntó Vespasiano como para sí- ¿Eso es todo?
– Sigue siendo suficiente para que te hagan ejecutar, señor. Narciso tiene hombres repartidos por toda Roma y por las provincias que buscan a gente relacionada con la organización. Se supone que las personas involucradas en la confabulación de Escriboniano tienen contactos con los Libertadores. Me pregunto cuánto sabe su esposa sobre ellos. Imagino que Narciso tendrá mucho interés en preguntárselo a la menor oportunidad.
Vespasiano no quiso responder a aquella amenaza apenas disimulada; ninguno de los dos ganaría nada con descubrir al otro. Se concentró en Flavia y en su posible conexión con aquella conspiración que se ocultaba en las sombras de la historia. Por lo que sabía de Narciso, el jefe del Estado Mayor del Imperio iba a ser implacable y totalmente firme en su persecución de cualquiera que fuera una amenaza para el emperador. Se tardara lo que se tardara, fueran cuantos fueran los sospechosos torturados para conseguir información, la conspiración seria descubierta y sus miembros eliminados discretamente.
Sin embargo, si Vitelio estaba en lo cierto, los Libertadores habían estado confabulando durante décadas y eso demostraba un extraordinario compromiso con el secreto y la paciencia. Vespasiano podía imaginarse cuál era la motivación de aquellos que se habían unido a los Libertadores. Roma había sido gobernada por emperadores durante sesenta años y, aunque Augusto había puesto fin a la terrible era de luchas intestinas que habían dividido en dos el estado romano durante generaciones, era una paz conseguida a costa de negar a los aristócratas los poderes políticos que sus familias habían ejercido durante siglos. Una clase social imbuida de semejante sentido de su propio destino no acepta fácilmente la subordinación a una dinastía que engendró a un loco como Calígula y a un idiota como Claudio.
Pero Vespasiano se preguntaba: ¿Qué otra cosa podía hacer entonces Roma?
Devolver el control del Imperio al senado transformaría una vez más el mundo civilizado en un campo de batalla por el que deambularían los vastos ejércitos de las facciones senatoriales ofuscadas por el poder. Dejarían una estela de devastación a su paso mientras que las hordas bárbaras lo observarían todo con regocijo desde el otro lado de las fronteras salvajes del Imperio. Fueran cuales fueran sus defectos, los emperadores representaban el orden. Puede que de vez en cuando hicieran mermar las filas de los aristócratas, pero para el hormiguero de masas de Roma y todo aquel que viviera dentro de los límites del Imperio, los emperadores eran sinónimo de cierta paz y orden. Pese a que, Vespasiano era miembro de la clase senatorial, cuya causa los Libertadores afirmaban representar, él sabía que las consecuencias de la vuelta al control senatorial que ofrecían los Libertadores eran demasiado terribles como para considerarlas.
– ¿Señor? Vespasiano levantó la mirada, irritado por la interrupción del hilo de su pensamiento.
– ¿Qué pasa? -¿Hay algo más que tengamos que discutir? ¿o puedo volver a mis obligaciones con la segunda?
– Hemos dicho todo lo que era necesario decir. Será mejor que hagas saber a Plinio que tiene que dejar su puesto de tribuno superior. Haz que te informe sobre el avance de mañana. Y todavía hay un poco de papeleo relativo a los pertrechos que tiene que ponerse en orden. Encárgate de ello antes de acostarte.
– Sí, señor. -Ten presente lo que he dicho, Vitelio. -Vespasiano miró fijamente al tribuno con expresión severa--. A pesar de tus obligaciones como agente imperial, sigues siendo mi tribuno superior y espero que representes ese papel. Desobedéceme o haz algún comentario fuera de lugar y me encargaré de que sufras las consecuencias.