– ¿Todo listo? -El general Plautio echó un vistazo a su alrededor. Los últimos oficiales formaban a un lado del camino que iba del puente al campamento principal-. Pues bien, dad la señal.
Sabino hizo un gesto con la cabeza al tribuno del estado mayor a cargo de las comunicaciones, quien gritó una rápida orden a los trompetas y cornetas allí reunidos para que prepararan sus instrumentos de metal. Hubo una breve pausa mientras tomaban aire y fruncían los labios y luego, tras contar mentalmente hasta tres, una nota ensordecedora atravesó el río como un trueno. Aun estando entrenados para la batalla, los caballos del Estado Mayor se movieron inquietos al oír el estruendo y las filas bien ordenadas de oficiales superiores se desbarataron momentáneamente. En la otra orilla del río los bronces de las cohortes de la guardia pretoriana respondieron a la señal.
– Vamos allá -dijo Plautio entre dientes.
Las blancas figuras de las primeras filas de pretorianos salieron del otro campamento y, con toda la precisión de un desfile, marcharon hacia el puente a paso militar. Los bruñidos cascos de bronce refulgían bajo el brillante sol de la mañana en vívido contraste con las oscuras nubes que se iban acercando poco a poco desde el sur. La brisa era tranquila y húmeda antes de la tormenta que se avecinaba.
– Ojalá no marcharan al paso -se quejó el prefecto de los zapadores-. No es bueno para mi puente. Cualquier idiota sabe que las tropas deben romper el paso al cruzar por un puente.
– ¿Y arruinar el efecto estético? -replicó Vespasiano-. Narciso no lo toleraría. Tú reza para que no haga marchar al paso a los elefantes.
El zapador se sobresaltó, alarmado, ante aquella posibilidad, pero se tranquilizó al darse cuenta de que el legado estaba siendo irónico.
– Lo último que necesitamos es una campaña truncada -bromeó Vitelio, y los oficiales superiores hicieron una mueca.
La larga columna blanca se extendió a lo largo del puente como una enorme oruga hasta que por fin la cabeza llegó a la orilla norte y empezó a subir por la pendiente hacia el portón principal.
– ¡Vista… a la derecha! -bramó el primer centurión mientras conducía a sus hombres junto al general y su Estado Mayor. Con perfecta sincronización, los pretorianos volvieron la cabeza de golpe mientras que los soldados de la derecha, que marcaban la posición, seguían con la vista al frente para asegurarse de que se mantuviera debidamente la alineación. El general Plautio saludó con aire de gravedad al tiempo que las centurias pasaban por delante a paso rápido.
Al otro lado de la puerta principal se hallaba formado el resto del ejército, listo para avanzar hacia el enemigo. Las cohortes pretorianas encabezarían la ofensiva en territorio hostil. Su privilegiada posición en cabeza de la línea de marcha implicaba que el polvo levantado por el paso de miles de botas claveteadas no les obstruiría la garganta ni les ensuciaría las radiantes túnicas y escudos. Al otro extremo del puente se hizo un pequeño hueco en la columna y entonces apareció una ondulante barrera de color escarlata y oro cuando los estandartes del ejército salieron a paso decidido. Por detrás, dominando sobre ellos, iba el primero de los elefantes, lujosamente engalanado, que llevaba al emperador.
– Ahora veremos lo buen zapador que eres -dijo Plautio al tiempo que observaba con interés el puente a la espera de los primeros indicios de derrumbamiento. A su lado, el prefecto de los zapadores parecía consternado ante la posibilidad de que un hundimiento imperial encontrara la manera de Introducirse en su currículum vitae.
El bamboleante avance de los elefantes ofrecía un espectáculo peculiar tras la rígida regularidad de las cohortes pretorianas y, para alivio del prefecto, la línea de enormes bestias ~ iba en absoluto sincronizada y el puente permaneció estable. Tras el último elefante se abrió un espacio. El séquito Imperial y sus carros viajarían con el resto del convoy de bagaje a la retaguardia del ejército, y no se pondrían en marcha hasta al cabo de unas horas.
Pasó el último de los estandartes y entonces el emperador salió del puente y el conductor del elefante le dio unos golpecitos al animal a un lado de la cabeza para hacer que se detuviera frente a Plautio y sus oficiales.
– Buenos días, César. -General. -Claudio saludó con un movimiento de la cabeza-. Confío en que no haya p-problemas con el avance. -Ninguno, César. Su ejército está formado y listo para seguirle hacia una gloriosa victoria. -Era una frase trillada y Vespasiano se esforzó para contener una expresión divertida, pero el emperador pareció tomárselo en serio.
– ¡Estupendo! ¡Maravilloso! Me muero de ganas de caer sobre esos britanos. ¡Démosles una fuerte dosis de acero roromano! ¿Eh, Plautio?
– Bueno, sí, claro que sí, César. El último de los elefantes se detuvo y Narciso se acercó a caballo. Iba a lomos de un pequeño pony que se sobresaltó, nervioso, cuando uno de los elefantes levantó la cola y depositó un pequeño montículo justo en su camino. El primer secretario esquivó rápidamente el desagradable obstáculo y siguió trotando hasta situarse al lado de la bestia en la que iba su señor.
_¡Ah! Estás ahí, Narciso. ¡Ya era hora! Creo que ahora me trasladaré a la silla de manos.
– ¿Está seguro, César? Piense en la heroica imagen que ofrece ahí arriba sobre una bestia tan magnífica. ¡Un auténtico dios conduciendo a sus hombres a la guerra! ¡Qué estampa tan inspiradora para los soldados!
– No, cuando este es-estúpido elefante me haga vomitar no lo será. ¡Conductor! Haga descender a este animal ahora mismo.
Después de su última experiencia al desmontar de un paquidermo, Claudio se agarró con fuerza a los brazos de su trono y se echó hacia atrás tanto como pudo cuando las patas delanteras del elefante se doblaron. De nuevo a salvo en tierra firme, el emperador miró al animal con desaprobación. _¡No sé cómo se las arreglaba ese sinvergüenza de A-Aníbal! Bueno, Narciso. Que me traigan la litera enseguida.
– Sí, César. Haré que la vayan a buscar inmediatamente al convoy de bagaje.
– ¿Qué hace otra vez allí?
– Usted mismo lo ordenó, César. Quizá recuerde que tenía intención de encabezar el avance a lomos de un elefante.
– ¿Ah sí? -Quería «ser más Aníbal que Aníbal». ¿Se acuerda, César? -¡Hum! Sí. Bueno, eso era ayer. Además -Claudio señaló hacia el sur-, no me apetece tener que aguantar encima de un e-e-elefante cuando todo eso estalle.
Narciso se volvió para mirar las negras nubes que avanzaban en grandes cantidades hacia el Támesis. Un fogonazo de luz blanca proveniente de su interior los iluminó y, momentos después, un profundo estruendo retumbó en dirección al campamento romano.
– La litera, por favor, Narciso. Lo más rápido que puedas. -Enseguida, César. Mientras el primer secretario se apresuró a pasar las líneas traseras, el emperador se puso a observar con el ceño fruncido la tormenta que se avecinaba, como si su desagrado fuera a desviarla. Una irregular línea blanca descendió hasta clavarse en el pantano a una corta distancia río arriba y un sonido terrible, como de metal al romperse, atravesó el aire.
Sabino maniobró su caballo para situarse junto a su hermano.
– No podía fallar, maldita sea -dijo en voz baja--. No levantamos el culo durante casi dos meses esperando al emperador con un sol glorioso y en cuanto reanudamos la ofensiva se nos viene encima una tormenta.
Vespasiano soltó una queda y amarga risita al tiempo que `asentía con la cabeza. -Y no hay esperanzas de que nos paremos a esperar a 'que amaine, supongo. -Ninguna, hermano. Hay un buen trecho que recorrer en esta campaña y Claudio no osa estar ausente de Roma más tiempo del absolutamente necesario. El avance sigue adelante haga el tiempo que haga.
– ¡Oh, mierda! -Vespasiano notó una gota en la mano.
A continuación se oyó el suave golpeteo de las pesadas gotas de lluvia sobre los cascos y escudos. Por toda la ancha superficie del Támesis, un frente gris se extendía hacia la orilla izquierda. De pronto el aguacero empezó en serio, cruzando el aire con un siseo y repiqueteando sobre cualquier superficie. Con la lluvia se levantó una ligera brisa que zarandeó las ramas de los árboles en los bosquecillos cercanos y agitó las gruesas capas militares de los oficiales cuando éstos se apresuraron a envolverse en ellas. Claudio levantó la vista hacia el cielo justo cuando un relámpago estallaba sobre el mundo con una deslumbrante cortina de luz blanca y la enojada expresión de su rostro se heló durante el más breve de los instantes.
– ¿Crees que esto podría ser un presagio? -preguntó Sabino medio en serio.
– ¿Qué clase de presagio? -Una advertencia de los dioses. Una advertencia sobre el resultado de esta campaña, quizás.
– ¿O una advertencia dirigida a Claudio? -Vespasiano se volvió para intercambiar una mirada de complicidad con su hermano mayor.
– ¿De verdad lo crees? -Tal vez. O puede que sólo sea una señal de los dioses anunciando que va a llover a cántaros unos cuantos días.
La desaprobación de Sabino por aquella despreocupada manera de mofarse de la superstición se hizo evidente por su ceño fruncido. Vespasiano se encogió de hombros y se volvió para observar al emperador, que le gritaba algo al cielo. Sus palabras quedaban ahogadas por el estrépito de los truenos y el golpear de la lluvia. Los elefantes se empujaban nerviosamente unos a otros a pesar de los mejores esfuerzos de sus conductores, y la agitación de aquellas enormes bestias estaba empezando a afectar a los caballos. _¡Sacadlos de aquí! -les gritó Plautio a los conductores-. ¡Apartadlos del camino! ¡Rápido! ¡Antes de que perdáis el control sobre ellos!
Los conductores de los elefantes percibieron el peligro, así que les dieron patadas con los talones frenéticamente y apearon las arrugadas calvas grises de sus monturas hasta que las bestias se apartaron del camino pesadamente y se dirigieron hacia el borde del río, alejándose del puente todos apiñados.
Claudio dejó de reprender a los dioses y se encaminó por el sendero hacia los oficiales a caballo.
– ;Dónde está mi co-condenada litera? -Ya viene, César -respondió Narciso a la vez que señalaba en dirección al puente, que en ese momento era cruzado al trote por una docena de esclavos cargando una enorme silla de mano dorada de dos plazas. Cuando la litera llegó a la orilla más cercana, por el sendero bajaban unos pequeños arroyos y lo que momentos antes era una superficie seca y dura se había vuelto resbaladiza. Los porteadores trataban con todas sus fuerzas de no perder el equilibrio mientras se dirigían hacia el emperador, el cual los aguardaba con furiosa impaciencia. Cuando alcanzaron terreno llano aceleraron el paso y rápidamente dejaron la litera en el suelo junto al emperador.
– ¡Ya era hora! -Claudio estaba empapado, tenía el ralo cabello cano pegado a la cabeza en desordenados mechones ,su capa, que antes era de un intenso color púrpura, se había oscurecido y colgaba en húmedos pliegues por encima de sus hombros. Con una última e iracunda mirada hacia los cielos se metió en la litera. A través de las cortinas llamó al general Plautio.
– ¿Sí, César? -¡Pongámonos en marcha! Este ejército se-seguirá con la ofensiva tanto si llueve como si hace sol. ¡E-e-encárguese de ello! -¡César!
Con un rápido movimiento de la mano Plautio hizo una señal a sus oficiales allí congregados, los cuales dieron la vuelta a sus caballos y, formando una tosca columna, se dirigieron a sus unidades para prepararse para el avance. Sabino siguió cabalgando junto a su hermano menor con la cabeza metida entre los pliegues de su capa. La cimera de ceremonia de su yelmo estaba empapada y colgaba de manera lamentable de su soporte. A su alrededor arreciaba la lluvia, acompañada de frecuentes destellos brillantes seguidos de oscuridad y de truenos ensordecedores que hacían temblar a la mismísima tierra. No era difícil darse cuenta de que la tormenta había estallado justo cuando el ejército abandonaba el campamento, como una señal de que los dioses no aprobaban el avance sobre Camuloduno. Sin embargo, los sacerdotes del ejército habían leído las entrañas al alba y el suelo había dejado ir libremente los estandartes cuando los abanderados de la legión habían ido a recogerlos de su santuario. A pesar de estos contradictorios indicios de favor divino, Claudio había ordenado de todas formas que el ejército avanzara según la estrategia que les había resumido a sus oficiales superiores. Sabino estaba preocupado.
– Lo que quiero decir es que incluso yo sé que deberíamos reconocer el terreno por delante de la línea de avance.
Estamos en territorio enemigo y quién sabe las trampas que Carataco puede habernos preparado. El emperador no es un soldado. Lo único que sabe sobre la guerra es lo que ha aprendido en los libros, no de su experiencia en el campo de batalla. Si nos limitamos a seguir adelante a ciegas hacia el enemigo, nos estamos buscando problemas.
– Sí.
– Alguien tiene que intentar razonar con él, sacarlo del error. Plautio es demasiado débil para poner objeciones y el emperador considera que Hosidio Geta es un idiota. Tiene que ser otra persona.
– Por ejemplo yo, supongo.
– ¿Por qué no? Parece que le caes bastante bien y gozas del respeto de Narciso. Podrías tratar de que adoptara una estrategia más segura.
– No -respondió Vespasiano con firmeza--. No voy a hacerlo.
– ¿Por qué, hermano? -Si el emperador no quiere escuchar a Plautio, difícilmente va a escucharme a mí. Plautio está al mando del ejército. Abordar al emperador es cosa suya. Y no hablemos más del asunto.
Sabino abrió la boca con la intención de hacer otro intento para persuadir a su hermano, pero la expresión petrificada del rostro de Vespasiano, que conocía desde la niñez, lo desalentó. Cuando Vespasiano decidía que un asunto estaba zanjado, no había manera de hacerle cambiar de opinión, e intentarlo sería perder el tiempo. A lo largo de los años Sabino se había acostumbrado a verse frustrado por su hermano menor; además, había llegado a darse cuenta de que Vespaciano era una persona más capaz que él. Eso no quería decir que Sabino hubiera llegado a admitirlo, y siguió haciendo su papel de hermano mayor y más sabio lo mejor que pudo. Aquellos que llegaban a conocer bien a los dos hermanos no podían evitar establecer una contundente comparación entre la calmada competencia y férrea determinación del joven Flavio y la nerviosa y tensa superficialidad de Sabino, demasiado dispuesta a complacer a los demás.
Vespasiano guió a su caballo para que siguiera a los otros oficiales colina arriba hacia la puerta principal. Se alegró de que su hermano se hubiera callado. Era cierto que Plautio y:Vas legados se habían preocupado muchísimo por la excesivamente atrevida estrategia que les había resumido un excitado emperador. Claudio había hablado y hablado, y su tartamudeo fue empeorando mientras daba una larga conferencia en la que divagó sobre historia militar y la genialidad de la audaz y directa ofensiva. Al cabo de un rato Vespasiano había dejado de escuchar y empezó a pensar en asuntos más personales. Tal como siguió haciendo ahora.
A pesar de las protestas de Flavia, todavía no podía librarse de la sospecha de que ella estaba relacionada con los Libertadores. Se habían dado demasiadas coincidencias y oportunidades para la conspiración en los últimos meses para que él se limitara a desestimarlas basándose en la palabra de su esposa. Y eso hacía que se sintiera peor aún por todo el asunto. Habían intercambiado un voto privado de fidelidad en todas las cosas cuando se habían casado, y su palabra debía bastarle. La confianza era la raíz de cualquier relación y debía crecer con fuerza para que la relación se desarrollara y madurara. Pero sus dudas roían aquella raíz y, mientras la iban carcomiendo insidiosamente, se abrían paso a través de los lazos entre marido y mujer. No tardó mucho en comprender que debía enfrentarse a ella y hablarle sobre la amenaza al emperador que había llegado a oídos de Adminio. Por lo tanto, aquel asunto no dejaría de ser, una y otra vez, un asunto que se interpondría entre él y Flavia, hasta que hubiera logrado apartar de sí el más mínimo ápice de duda e incertidumbre… o hasta que descubriera las pruebas de su culpabilidad.
– Debo regresar a mi legión -anunció Vespasiano-. Cuídate.
– Que los dioses nos protejan, hermano. -Preferiría que no tuviésemos que contar con ellos -dijo Vespasiano, y le dedicó una sonrisa-. Ahora estamos en manos de mortales, Sabino. El destino no es más que un espectador.
Clavó los talones en su montura y la puso al trote, y pasó junto a las apiñadas líneas de legionarios que iban chapoteando hacia Camuloduno. En algún lugar por delante de ellos Carataco estaría esperando con un nuevo ejército que habría reunido durante el mes y medio de gracia que Claudio le había dado. En aquella ocasión el jefe de los guerreros Británicos iba a combatir frente a su capital tribal y los dos ejércitos se enzarzarían en la más amarga y terrible batalla de campaña.