CAPÍTULO XXXIII

El toque de guardia de primera vela sonó desde el cuartel general, inmediatamente seguido de los toques de las otras tres legiones acampadas en la orilla izquierda del Támesis y, un instante después, por el de la legión que todavía se encontraba en la orilla derecha. Aunque el general Plautio estaba con el contingente más numeroso, coordinando los preparativos para la siguiente fase del avance, las águilas de las cuatro legiones seguían alojadas en un área del cuartel general construida en el otro lado del río, así que, oficialmente, el ejército todavía no había cruzado el Támesis. Se le concedería ese triunfo a Claudio. El emperador y las águilas atravesarían juntos el Támesis. Sería un espectáculo magnífico, Vespasiano no tenía ninguna duda sobre ello. Se sacaría la mayor ventaja política posible del avance hacia la capital enemiga de Camuloduno. El emperador, que llevaría una deslumbrante armadura ceremonial, y su séquito encabezarían la procesión y, en algún lugar de entre el largo cortejo de seguidores, estaría Flavia.

Flavia, al igual que todas las personas cercanas al emperador, iba a estar estrechamente vigilada por los agentes imperiales; todos aquellos con quienes hablara y toda conversación que pudieran oír serían debidamente anotados y enviados a Narciso. Vespasiano se preguntaba si el liberto en quien más confiaba el emperador acompañaría a su señor en aquella campaña. Todo dependía de la confianza que Claudio tuviera en su esposa y en el prefecto de la guardia pretoriana que estaba al mando de las legiones que habían permanecido en Roma. Vespasiano sólo había visto una vez a Mesalina, en un banquete de palacio. Pero le bastó esa sola vez para darse cuenta de que una mente aguda como una aguja contemplaba el mundo desde detrás de la deslumbrante máscara de su belleza. Sus ojos, muy maquillados al estilo egipcio, lo habían atravesado con una ardiente mirada y Vespasiano no pudo hacer más que evitar apartar la mirada. Mesalina había sonreído con aprobación ante su temeridad al tiempo que le tendía la mano para que se la besara.

– Deberías tener cuidado con éste, Flavia. -había dicho ella-. Un hombre que con tanta facilidad sostiene la mirada a la esposa del emperador es un hombre que sería capaz de cualquier cosa. -Flavia forzó una débil sonrisa y rápidamente se llevó de allí a su marido.

Era irónico, pensó Vespasiano al recordar el acontecimiento, que hubiera sido él y no Flavia a quien habían señalado como conspirador en potencia, por mucha sutileza con que lo hubiesen hecho. Flavia había parecido ser la esposa leal y ciudadana modelo en todos los sentidos y nunca le había dado motivos para temer que pudiera involucrarse en algo más peligroso que una excursión a los baños públicos.

Considerándolas desde el presente, las pequeñas comidas sociales que había dado o a las que había sido invitada sin su presencia parecían entonces decididamente siniestras, especialmente cuando algunas de aquellas personas con las que había comido habían sido condenadas después de la investigación que llevó a cabo la red de espías de Narciso. Vespasiano aún no sabía hasta qué punto estaba relacionada con aquellos que conspiraban contra Claudio. Hasta que no le planteara la cuestión no podía estar seguro. Incluso entonces, suponiendo que no fuera ni sombra de la traidora de sangre fría que Vitelio afirmaba que era, ¿cómo podría saber él si su versión de los hechos era auténtica? La posibilidad de que Flavia mintiera y de que él no fuera capaz de darse cuenta de la falsedad lo llenaba de una terrible sensación de inseguridad.

Llegó a sus oídos el ruido de unos pasos sobre las tablas del exterior de la tienda que le hacía de oficina y rápidamente agarró el pergamino que tenía más cerca y concentró la mirada en él: una solicitud del cirujano jefe de la legión para aumentar la capacidad del hospital.

Tuvo lugar un intercambio de palabras en voz baja antes de que el centinela gritara:

– ¡Espere aquí! El faldón de la tienda se abrió y un rayo de luz cayó inclinado sobre su escritorio e hizo que Vespasiano entrecerrara los ojos al levantar la vista.

– ¿Qué pasa? -Disculpe, señor, el centurión Macro y su optio han venido a verle. Dice que se le ordenó venir aquí después del toque de la primera vela.

– Bueno, entonces llegan tarde -se quejó Vespasiano-. Que entren.

El centinela se agachó al salir y se puso a un lado mientras sostenía el faldón de la tienda.

– Muy bien, señor. El legado les recibirá ahora. Dos figuras entraron bajo el rayo de luz, se acercaron a su escritorio, estamparon los pies contra el suelo y se pusieron en posición de firmes.

– El centurión Macro y el optio Cato se presentan tal como se les ordenó, señor.

– Llegas tarde.

– Sí, señor. -Por un momento Macro pensó en disculparse, pero no dijo nada. En el ejército no se admitían disculpas. O se hacía lo que a uno le ordenaban o no, y no había excusas.

– ¿Por qué? -¿Señor? -¿Por qué llegas tarde, centurión? El toque de primera vela sonó ya hace un rato.

– Sí, señor. Vespasiano sabía cuándo le andaban con evasivas. Mientras su vista se volvía a adaptar a la tenue luz del interior de la tienda vio que al centurión Macro le pesaban los ojos y tenía un aspecto cansado. Dado el historial de aquel hombre, decidió que una advertencia extraoficial sería suficiente.

– De acuerdo, centurión, pero si esto vuelve a repetirse habrá consecuencias.

– Sí, señor. -Y si alguna vez me entero de que dejas que la bebida interfiera en tus obligaciones, te juro que haré que vuelvas a la tropa. ¿Lo has entendido?

– Sí, señor -respondió Macro con un enérgico movimiento de la cabeza.

– De acuerdo, caballeros, entonces tengo trabajo para vosotros. No es nada demasiado peligroso pero de todas maneras es importante y no va a obstaculizar la recuperación del optio. -Vespasiano rebuscó entre unos cuantos documentos que había a un lado del escritorio y con cuidado sacó una hoja pequeña con un sello en una esquina-. Aquí tienes tu salvoconducto. Llevarás a tu centuria de vuelta a Rutupiae. Allí te encontrarás con los reemplazos de la octava. Quiero que escojas a los mejores para la segunda. Haz que se alisten con nuestros efectivos enseguida y, que las otras legiones se queden con el resto. ¿Entendido?

– Sí, señor. -Y si eres rápido, puedes embarcar a tus hombres en uno de los transportes que llevan a los heridos hacia la costa. Podéis retiraros.

De nuevo solo en su tienda, Vespasiano se puso a pensar en otro asunto que le había estado preocupando. Aquel mismo día, más temprano, él y otros comandantes de la legión habían sido convocados por el general Plautio para ser informados sobre los últimos intentos de negociación con las tribus britanas. Las noticias de Adminio no eran buenas. El hecho de que el ejército romano no hubiera seguido su avance hacia la capital de Carataco había alarmado a las tribus que se habían comprometido con Roma. Les habían dado a entender que la confederación encabezada por los catuvelanios quedaría eliminada en cuestión de semanas. Por el contrario, los romanos se estaban ocultando dentro de los parapetos de sus fortificaciones mientras que Carataco reconstruía su ejército con rapidez. Los catuvelanios habían dirigido graves amenazas contra las tribus que retrasaban su unión con las que ya oponían resistencia a Roma. Plautio había contraatacado lanzando sus propias amenazas, por mediación de Adminio, sobre las consecuencias de incumplir los supuestos acuerdos a los que habían llegado con el Imperio.

Adminio informó de que ahora las tribus habían planteado un compromiso. Si Camuloduno caía en manos de las legiones antes del final de la actual temporada de guerra, cumplirían su anterior promesa de hacer las paces con Roma. Pero si Carataco seguía teniendo el control de su capital, se sentirían obligados a unirse a la confederación de tribus que habían jurado destruir a Plautio y a su ejército. Reforzado de ese modo, el ejército de Carataco sería mucho más numeroso que el de Plautio. La derrota, si no la retirada, sería inevitable y las águilas serían expulsadas de las costas britanas.

Una vez más, Vespasiano maldijo el forzoso retraso mientras el ejército esperaba que aparecieran Claudio y su cortejo. Ya habían pasado cuatro semanas y Plautio dijo que podía pasar otro mes más antes de que se empezase a avanzar sobre Camuloduno. Como muy pronto, cuando las águilas llegaran ante la capital ya sería septiembre, y eso suponiendo que pudieran sacarse fácilmente de encima a Carataco y su nuevo ejército. Todo porque el emperador se empeñó en estar presente cuando avanzaran.

Aún era posible que la vanidad de Claudio los matara a todos.

Río abajo, los restos de la sexta centuria esperaban pacientemente a que terminaran de embarcar a los heridos. Los ordenanzas médicos de la legión subían con cuidado a los diversos heridos por las rampas de embarque de los transportes y dejaban las camillas bajo los toldos extendidos sobre las cubiertas. Era un espectáculo bastante deprimente. Se trataba de hombres a los que les darían la baja médica del ejército y a los que mandarían a sus casas con miembros amputados o huesos destrozados que nunca se curarían del todo. Aquellos hombres eran compañeros y algunos de ellos buenos amigos, pero los soldados de la centuria de Macro se quedaron en silencio, incómodos al saber el negro futuro que aguardaba a los inválidos. Muchos de ellos todavía sentían dolor y gritaban al menor movimiento brusco.

Cato bajó por el embarcadero provisional buscando a Niso, esperando que fuera posible renovar su amistad de algún modo. No fue muy difícil encontrar al cartaginés. Estaba sobre un montón de sacos de grano, bramando instrucciones e insultos a sus ordenanzas mientras éstos subían con dificultad las camillas a bordo de los transportes. Cuando Cato se acercó, Niso lo saludó de manera cortante con un movimiento de la cabeza.

– Buenos días, optio. ¿Qué puedo hacer por ti? Cato había estado a punto de subir y unirse a él, pero su tono gélido le hizo abandonar su propósito.

– ¿Y bien, optio? -Niso, yo… yo sólo quería saludarte. -Bueno, pues ya lo has hecho. Y ahora, ¿hay algo más? Cato lo miró fijamente con el ceño fruncido y luego sacudió la cabeza en señal de negación.

– Entonces, si no te importa, tengo mucho trabajo que hacer… ¡Hacedlo otra vez y os tiraré al río de una patada en vuestros malditos culos romanos! -les gritó a un par de ordenanzas que, al forcejear con un soldado con sobrepeso, habían hecho que el muñón de la pierna, en carne viva, golpeara contra un costado del transporte. El hombre daba alaridos de dolor.

Cato aguardó un momento más, con la esperanza de ver algún atisbo de cambio en la actitud del cartaginés, pero Niso le estaba dejando muy claro que no tenía nada más que decirle. Cato se alejó lleno de tristeza y regresó a la centuria. Se sentó a cierta distancia de Macro y se quedó mirando fijamente hacia el río.

Al final, subieron al último de los heridos y el capitán del transporte hizo una señal a Macro.

– ¡Es hora de moverse, muchachos! ¡Id subiendo! Los miembros de la centuria ascendieron en fila india por el tablón de embarque y se dejaron caer pesadamente sobre la cubierta, desde donde los guiaron hacia la proa. Macro dio permiso a sus soldados para quitarse las mochilas y la armadura. Los marineros apartaron el transporte de la orilla del río mientras algunos de los legionarios los observaban ociosamente. La mayor parte de la centuria se tumbó en cubierta y echó una cabezadita bajo el cálido sol.

Mientras que Cato miraba hacia el espacio cada vez mayor que se abría entre el barco y la costa, vio a Niso que conducía a sus ordenanzas cuesta arriba de vuelta a las tiendas del hospital. En sentido opuesto, caminando a grandes zancadas con toda tranquilidad, iba el tribuno Vitelio. Vio a Niso y con una ancha sonrisa levantó la mano para saludarlo.

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