La humedad de los últimos días y la proximidad del pantano y el río se combinaban para producir una neblina especialmente espesa que era más densa en el valle poco profundo que se extendía entre los dos ejércitos. Mucho antes de que el sol saliera y tiñera de naranja las lechosas espirales de nieve, los legionarios ya se habían vestido y habían comido y marchaban a ocupar sus posiciones para la batalla que se preparaba. De cada uno de los flancos de las cohortes pretorianas llegaba el ruido metálico de las catapultas cuando los soldados tiraban de las palancas de torsión y los trinquetes caían sobre las ruedas dentadas. Unos pequeños braseros refulgían mientras se preparaban los proyectiles incendiarios. Mucho más a la derecha se hallaban los elefantes, todos juntos, realmente nerviosos a causa de las pálidas volutas de niebla que los rodeaban por los cuatro costados.
Sobre un pequeño montículo cubierto de hierba situado justo en el exterior del campamento romano, el emperador y su Estado Mayor aguardaban las noticias sobre los preparativos de la batalla. Por debajo de ellos la niebla cubría la mayor parte del ejército romano y sólo unos vagos fragmentos de órdenes dadas a gritos, el chacoloteo de los cascos de los caballos y el traqueteo del equipo indicaban la presencia de miles de hombres. Un continuo torrente de mensajeros iba y venía mientras Plautio trataba de coordinar su ejército invisible. Afortunadamente, había previsto que aquella mañana habría niebla y durante la noche había ordenado a los zapadores que colocaran estacas para marcar la posición inicial de cada unidad. Aun así, el alba llegó y se fue y el sol ya estaba bastante alto en el horizonte antes de que se convenciera de que el ejército estaba en posición y listo para el ataque.
– César, las águilas aguardan sus órdenes -anunció por fin. -Bueno, pues sigamos adelante con ello, ¿no? -replicó Claudio, irritado por el retraso; no formaba parte de su plan de batalla.
– Sí, César. -Plautio le hizo un gesto con la cabeza al tribuno encargado de las señales para que indicara el inicio del ataque. Todo el conjunto de trompetas del cuartel general atronó a la vez por el valle con un sonido ligeramente amortiguado por la pegajosa atmósfera. Casi al instante los cuernos de guerra britanos empezaron a retumbar su desafiante respuesta y entre el ruido, y cada vez más fuertes, llegaron los gritos de entusiasmo y los abucheos de los guerreros britanos que había en las colinas. Abajo, entre la niebla, un agudo y rítmico repiqueteo llegó a oídos de los oficiales del Estado Mayor romano. El ruido aumentó de volumen y se extendió a lo largo de todo el frente romano.
– ¿Qué es este barullo? -preguntó Claudio con brusquedad.
– Son nuestros soldados que se anuncian, César. Golpean los escudos con sus jabalinas. Eso hace que se sientan bien y asusta al enemigo.
– A mí no-no me parece que estén demasiado asustados. -Claudio señaló hacia el otro lado del valle con un gesto de la cabeza.
– Bueno, entonces será sólo en beneficio de nuestros hombres, César.
– ¡Es un maldito fastidio!
Una serie de fuertes chasquidos sonaron entre la niebla y una descarga de proyectiles incendiarios pasó zumbando sobre las defensas enemigas describiendo unos arcos llameantes antes de estrellarse contra la empalizada. Chispas, fragmentos de madera y trozos de persona salieron volando en todas direcciones cuando los pesados proyectiles dieron en el blanco. Los gritos de guerra de los britanos cesaron bruscamente, pero había alguien en el otro lado que conocía el peligro de quedarse allí quieto y recibir un castigo como aquél en silencio. Uno a uno los cuernos de guerra retornaron su bramido de guerra una vez más, a los que se unieron rápidamente los gritos de los guerreros situados tras las defensas.
Desde su posición junto a la zanja del campamento romano, los hombres de la segunda legión estaban bien situados para ver el castigo aéreo. Las catapultas lanzaban proyectiles constantemente y, por encima de las defensas britanas, las bolas en llamas y las estelas de humo oscuro surcaban continuamente el aire. Ya se había iniciado una serie de pequeños incendios y unas espesas manchas de humo se elevaban sobre las lejanas colinas. -Pobres diablos. -Macro sacudió la cabeza-. No me gustaría estar allí ahora mismo.
Cato miró de soslayo a su centurión, sorprendido ante aquella muestra de empatía por el enemigo.
– Tú nunca has visto lo que puede hacer un proyectil de catapulta, ¿verdad, muchacho?
– He visto las consecuencias, señor. -No es lo mismo. Tienes que estar en el lado donde caen esas cosas para apreciar del todo el efecto.
Cato miró las llamas y el denso humo negro que había en la loma de enfrente y esperó que los britanos tuvieran el sentido común de darse la vuelta y echar a correr. Durante las últimas semanas, las batallas que había llegado a valorar más eran las que a su término dejaban un menor número de muertos y heridos. Pero aquel día ya no le importaba. Tras haber visto a Lavinia la noche anterior, su corazón estaba atrapado en una fría desesperación que hacía que la vida le pareciera totalmente carente de sentido.
Los britanos eran una gente dispuesta a todo y levantaron sus estandartes de cola de serpiente sobre sus defensas. La ausencia de brisa hacía que los portaestandartes tuvieran que agitar los estandartes de un lado a otro para que se vieran completamente sus colas que, en la distancia, parecían frenos retorciéndose sobre un plato caliente.-¡Ahí van los pretorianos! -Macro señaló hacia el pie de la colina., Allí donde la niebla empezaba a disiparse apareció una irregular línea de soldados que marchaban con sus yelmos de cresta blanca. Luego se vieron sus albas túnicas que salían de entre la niebla. Cuando la primera oleada de soldados quedó a la vista se les dio el alto y los oficiales alinearon las tropas; entonces, con una perfecta precisión militar, los pretorianos avanzaron hasta la primera línea de defensas;: una serie de zanjas. La segunda línea ya emergía de la niebla. Los disparos de las catapultas disminuyeron y finalmente cesaron cuando a los encargados de las máquinas les llegó el aviso de que los pretorianos se aproximaban al enemigo.
En cuanto los britanos se dieron cuenta de que había pasado el peligro de las catapultas, volvieron a apiñarse en su empalizada y empezaron a lanzar una lluvia de flechas y proyectiles de honda sobre los romanos mientras éstos subían, no sin dificultad, por la empinada pared de la primera zanja. Se abrieron pequeñas brechas en las líneas de las cohortes que iban en cabeza, pero la implacable disciplina del ejército romano demostró su valía cuando se volvió a formar la línea al instante y se llenaron los huecos. Pero los terraplenes de las zanjas ya estaban salpicados con los cuerpos de uniforme blanco de los que habían sido abatidos. Los soldados de la primera línea treparon para salir de la última zanja, volvieron a formar bajo un fuego intenso e iniciaron el ascenso de la última pendiente hacia la empalizada. De pronto, a lo largo de todo el palenque, empezó a salir humo que se elevaba en el aire y, momentos después, unos bultos ardiendo se alzaron con la ayuda de largas horcas y fueron lanzados al otro lado. Rebotaron por la empinada cuesta hacia abajo al tiempo que arrojaban chispas en todas direcciones antes de chocar contra las líneas romanas y hacer que los pretorianos se dispersaran.
– ¡Ay! -dijo Cato entre dientes-. Eso es una canallada. -Pero es efectivo. De momento. No obstante, no me gustaría ser un britano cuando esos pretorianos lleguen hasta ellos.
– Con tal de que nos dejen bastantes para vender como esclavos…
Macro soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro.
– ¡Ahora piensas como un soldado!
– No, señor. Sólo pienso como alguien que necesita dinero -replicó Cato lacónicamente.
– ¿Dónde se han metido esos elefantes? -Macro forzó la vista para intentar percibir algún movimiento en el distante flanco derecho de las líneas romanas-. Tu vista es mejor que la mía.
¿Ves algo? Cato miró pero no vio nada que perturbara el níveo banco de niebla que se cernía sobre el pantano y sacudió la cabeza en señal de negación.
– Eso de usar elefantes es una maldita tontería. -Macro escupió al suelo-. Me pregunto quién fue el imbécil al que se le ocurrió la idea.
– Tiene la pinta de ser cosa de Narciso, señor. -Cierto. ¡Mira! ¡Ya entra la guardia! Los pretorianos habían llegado a la empalizada y logrado echar abajo unos cuantos tramos. Mientras Cato y Macro observaban, sus delgadas jabalinas cayeron sobre los defensores antes de que éstos pudieran desenvainar las espadas y se abrieron camino a través de las brechas.
– ¡Ánimo, pretorianos, a por ellos! -gritó Macro, como si sus palabras fueran a llegar al otro lado del valle-. -¡A por ellos!
El entusiasmo del centurión era compartido por aquellos que estaban en el montículo cubierto de hierba. Los oficiales estiraban el cuello para intentar ver mejor el lejano asalto. El emperador daba brincos sobre su montura con júbilo desenfrenado mientras las cohortes pretorianas cargaban contra el objetivo. Tanto era así que se le había olvidado la siguiente fase de su propio plan de batalla.
– ¿César? -interrumpió Plautio. -¡Vaya! ¿Y ahora qué pasa? -¿Doy la orden para que avancen las legiones? -¿Qué? -Claudio frunció el ceño antes de recordar los detalles necesarios-. ¡Por supuesto! ¿Por qué no se ha-ha dado ya? ¡Adelante, hombre! ¡Adelante!
Se hizo sonar la orden de avance, pero la niebla ocultaba cualquier señal de que se estuviera llevando a cabo hasta que, por fin, las primeras filas de la novena legión aparecieron como formas espectrales y surgieron gradualmente a la vista en la distante loma. Una tras otra, las cohortes sortearon las zanjas con exasperante lentitud, o al menos eso parecía visto desde el montículo. Algunos de los oficiales intercambiaban nerviosamente algunas palabras en voz baja mientras contemplaban el avance. Algo iba mal. Las filas de retaguardia de las cohortes pretorianas todavía eran visibles en lo alto de la empalizada. A esas alturas deberían haber avanzado más, pero parecía que se hubiesen parado en seco a causa de algo que no era visible desde aquel lado de las colinas. Los primeros legionarios de la novena ya se encontraban entre las últimas filas de pretorianos y las oleadas de cohortes que venían detrás seguían emergiendo de entre la niebla y avanzaban cuesta arriba.
– ;No se armará un poco de lí-lío si esto sigue así? -preguntó el emperador.
– Me temo que sí, César.
– ¿Y por qué no hay nadie que haga nada? -Claudio miró a sus oficiales de Estado Mayor allí reunidos. Le dirigió una mirada perpleja a uno de ellos-. ¿Y bien?
– Mandaré a alguien que averigüe el motivo del retrazo, César. ~¡No te molestes! -replicó Claudio con vehemencia--. Si quieres que algo se haga como es de-de-debido tienes que hacerlo tú mismo. -Agarró las riendas con fuerza, clavó los talones en los flancos de su caballo y descendió por el montículo hacia la niebla.
– ¡César! -gritó Narciso con desesperación-. ¡César! ¡deténgase!
Cuando Claudio salió a caballo de esa forma inconsciente, Narciso soltó una maldición y se volvió rápidamente a los otros oficiales que observaban asombrados los acontecimientos.
– ¿Y bien? ¿A qué esperáis? Allí va el emperador y a donde él va, le sigue su Estado Mayor. ¡Vamos!
Mientras el emperador desaparecía entre la niebla, sus oficiales salieron tras él en tropel y trataron desesperadamente de no perder de vista al gobernante del Imperio romano, que se precipitaba hacia el peligro.
– ¿Qué demonios está ocurriendo? -preguntó Vespasiano. Estaba de pie junto a su caballo a la cabeza de las seis cohortes de su legión. Sin ninguna advertencia, el emperador y todo su Estado Mayor habían abandonado el montículo precipitadamente y algo que parecía la cola de una carrera de caballos se perdió en la niebla. Vespasiano se volvió hacia su tribuno superior, con las cejas arqueadas.
– Cuando tienes que ir, tienes que ir -sugirió Vitelio. -Muy acertado por tu parte, tribuno. -¿Cree que deberíamos seguirles? -No. Nuestras órdenes son quedarnos aquí. -Está bien, señor. -Vitelio se encogió de hombros-. En cualquier caso, aquí la vista es mejor.
Vespasiano se quedó mirando la ladera de enfrente donde las sucesivas oleadas de atacantes se habían mezclado completamente antes de que ninguno de los oficiales tuviera oportunidad de detener el avance y reorganizar a sus hombres.
– Esto se podría convertir en algo parecido a un desastre si no tenemos cuidado.
– No es precisamente un espectáculo edificante, ¿verdad, señor? -Vitelio soltó una risita.
– Esperemos que eso sea lo peor que ocurra hoy -le respondió Vespasiano. Levantó la vista al cielo despejado, donde el sol de la mañana brillaba resplandeciente, y luego volvió a dirigir la mirada hacia la niebla-. ¿Dirías que se está disipando?
– ¿Qué, señor? -La niebla. Creo que se está disipando. Vitelio se la quedó mirando un momento. No había duda de que los blancos hilos de niebla eran menos densos en los extremos y a través de ellos ya se veía el borroso contorno del que había a la izquierda.
– Creo que tiene razón, señor.
Narciso sólo podía atribuir el hecho de que el emperador sobreviviera a la loca carrera de un extremo a otro de su ejército a alguna especie de intervención divina. En medio de la espesa niebla casi era imposible seguir a Claudio. Los soldados se dispersaban a izquierda y derecha al oír el sonido de cascos que se aproximaban y miraban asombrados como Claudio pasaba al galope, seguido de cerca por el general Plautio y sus oficiales del Estado Mayor. A medida que las líneas romanas se volvieron más compactas, Claudio se vio obligado a ir más despacio y al final los demás le alcanzaron. se abrieron paso a la fuerza entre las tropas apiñadas. Cuando empezaron a subir por la loma y salieron de la niebla, la desorganización se les hizo evidente en toda su magnitud. Los soldados se aglomeraban por todo el frente. En las zanjas todavía era peor, puesto que los desafortunados que se habían quedado dentro estaban allí apretados sin poder salir y cualquiera que tropezara y cayera era pisoteado en el suelo hasta morir. únicamente haciendo uso de la brutal fuerza de sus monturas, Claudio y los miembros de su Estado mayor llegaron por fin a la empalizada y comprendieron qué era lo que había ido mal.
Carataco lo había previsto todo. Las zanjas y la empalizada sólo eran una cortina tras de la cual había dispuesto las verdaderas defensas en la pendiente contraria. A lo largo de cientos de metros a cada lado se extendía un sistema de fosas,,ocultas con estacas en el fondo (los «lirios» tan queridos por Julio César) y finalmente una profunda zanja y otra rampa de turba más, defendida por una empalizada. Sin el apoyo de las catapultas, las unidades de pretorianos, se habían visto obligadas a avanzar solas hasta aquella trampa mortal, con la oposición de los britanos a cada paso que daban.
Desparramados por toda la pendiente estaban los cadáveres de los pretorianos clavados en las estacas o mutilados por unas bolas con pinchos ocultas cuyas feroces puntas les atravesaron las botas y se incrustaron en sus pies. Sólo había unos pocos caminos entre las estacas y los pretorianos se habían amontonado en esos estrechos espacios donde un puñado de britanos los mantenía a raya mientras que sus flancos quedaban expuestos al despiadado fuego proveniente de unos pequeños baluartes que se alzaban por encima de las trampas que había alrededor. La llegada de más tropas había hecho que la situación empeorara paulatinamente, a la vez que los pretorianos se veían forzados a ir adentrándose en la trampa.
Claudio observó horrorizado aquel desastre; una gélida furia se apoderó de Plautio. Gritó sus órdenes, sin esperar la aprobación imperial.
– Mandad un mensajero a cada legado. Tienen que retirar inmediatamente a sus hombres. Que los lleven a los puestos señalizados del principio y que aguarden órdenes. ¡Vamos!
Mientras los oficiales del Estado Mayor se abrían paso de nuevo pendiente abajo, Claudio salió de su estado de paralización y respondió a las órdenes que su general acababa de dictar.
– Muy bien, Plautio, una retirada táctica. Muy se-sensato. Pero primero, aprovechemos esta di-distracción. La segunda puede avanzar ro-rodeando la colina y atraparlos por el flanco. ¡Da la orden a--a-ahora mismo!
Plautio miró fijamente a su emperador, atónito ante la absoluta idiotez de aquella orden.
– César, la segunda es el último cuerpo de legionarios formados que nos queda.
– ¡Exactamente! Ahora da la orden. Al ver que Plautio no se movía, el emperador repitió la orden a Narciso. El primer secretario enseguida miró a su alrededor en busca de alguien que fuera a decírselo a Vespasiano.
– ¡Sabino! ¡Venga aquí! Mientras Narciso daba la orden, se oyó un creciente quejido proveniente del enemigo cuando corrió la voz entre sus líneas de que el emperador romano en persona se encontraba muy cerca. Desde las líneas enemigas empezaron a caer flechas y proyectiles de honda alrededor de Claudio y su Estado Mayor y la escolta imperial se apresuró a rodear a su señor y levantar los escudos para protegerlo. El resto de sus compañeros tuvieron que desmontar y tomar los escudos de los muertos al tiempo que la intensidad de las descargas aumentaba. Al mirar por debajo de un escudo britano, Narciso vio que, entre la muchedumbre de britanos que se apiñaba ante ellos, se agitaban unas capas de color carmesí, y el rugido en las gargantas del enemigo alcanzó un tono fanático cuando los guerreros de élite de Carataco se lanzaron contra el emperador romano.
– ¡Ahora sí que estamos listos! -dijo Narciso entre dientes antes de volverse hacia Sabino-. Entiéndelo. Si tu hermano no hace avanzar a sus hombres a tiempo, el emperador estará perdido y el ejército será masacrado. ¡Vete!
Sabino clavó los talones en su montura y la bestia retrocedió antes de salir a toda prisa y atravesar de nuevo las apiñadas filas de legionarios. Por detrás de Sabino, el clamor de los britanos, que convergía allí donde estaba apostado el emperador, ahogaba los demás sonidos de la batalla.
Unos rostros desesperados y confundidos aparecían fugazmente ante él mientras espoleaba a su montura y se abría paso de forma brutal entre la densa muchedumbre sin hacer caso de los gritos de los soldados que derribaba y pisoteaba con su caballo.
Por fin la aglomeración de legionarios se hizo menos densa y puso el caballo al galope cuesta arriba hacia el campamento romano. A través de la niebla sus ojos buscaban con ansia cualquier señal de la presencia de la legión de su hermano. Entonces, las formas espectrales de los estandartes aparecieron justo delante de él. De pronto la niebla se aclaró y, con un grito, Sabino hizo girar a su caballo en dirección a su hermano, se detuvo a su lado y, jadeando, le pasó la orden del emperador.
– ¿Lo dices en serio? -Completamente en serio, hermano. Por la derecha de la colina y caer sobre su flanco rápidamente.
– Pero allí hay un pantano. A donde fueron los elefantes. ¿Dónde diablos han ido a parar?
– No importa -dijo Sabino sin aliento-. Tú limítate a cumplir la orden. Aún podríamos ganar la batalla.
– ¿Ganar la batalla? -Vespasiano dirigió la mirada por encima de la niebla que se disipaba hacia allí donde las otras legiones se reagrupaban al pie de la loma--. Tendremos suerte si no nos masacran.
– ¡Tú cumple la orden, legado! -exclamó Sabino con aspereza.
Vespasiano miró a su hermano y luego volvió los ojos de nuevo hacia el campo de batalla antes de tomar la decisión que tanto su criterio militar como su intuición le decían que tomara.
– No.
– ¿No? -repitió Sabino con unos ojos como platos-. ¿Qué quiere decir «no»?
– La segunda se queda aquí. Somos la reserva -explicó Vespasiano-. Si Claudio nos desperdicia en un ataque disparatado no quedará nada con lo que hacer frente a cualquier sorpresa que nos lancen los britanos. No mientras las demás legiones se encuentran en esa caótica situación. -Con un gesto de la cabeza señaló hacia el otro lado del valle-. Nos quedamos aquí.
– Hermano, te lo ruego. ¡Haz lo que te han ordenado! -¡No! -Los britanos ya nos han dado su sorpresa -argumentó no desesperadamente-. Y ahora nosotros… tú puedes sorprenderlos.
– No.
– Vespasiano. -Sabino se inclinó hacia delante y, con una animada intensidad, dijo-: ¡Hazlo! Si te quedas aquí parado te acusarán de cobardía. Piensa en el buen nombre de nuestra familia. ¿Quieres que se recuerde para siempre a los Flavios COMO Unos cobardes? ¿Eso quieres?
Vespasiano devolvió la mirada a su hermano mayor con la misma intensidad.
– La posteridad no tiene nada que ver. Se trata de hacer lo correcto. Ceñirse a las normas. Mientras el ejército esté desorganizado debemos tener una reserva permanente. Sólo un idiota discreparía.
– ¡Cállate, hermano! -Sabino echó un vistazo alrededor con nerviosismo por si acaso alguien había oído las desaforadas palabras de Vespasiano. Vitelio se encontraba a un lado y alzó la mano con toda tranquilidad en señal de saludo.
– Vespasiano… Pero el legado ya no escuchaba. Miraba fijamente hacia el bosque que ya se veía con más nitidez a través de la niebla que se iba aclarando. A menos que sus ojos le estuvieran jugando una mala pasada, allí abajo había movimiento. Por debajo de las ramas de los árboles del extremo del bosque, los matorrales de brezo estaban apareciendo poco a poco en docenas de sitios.
¿Qué clase de oscura magia era aquélla? ¿Acaso esos demonios de los druidas podían invocar a las mismísimas fuerzas de la naturaleza para que les ayudaran en su lucha contra Roma?
Entonces, los brezos fueron apartados a un lado y se vio claramente la verdadera genialidad del plan de Carataco. Desde lo más profundo del bosque salía a la carga una columna de carros de guerra. El estruendo de los cascos de los caballos y el estrépito de las ruedas eran audibles incluso desde el campamento del ejército romano. Las pesadas cuadrigas britanas salieron en tropel a campo abierto y cargaron contra las posiciones de las catapultas del flanco izquierdo.
Los legionarios de las catapultas no tuvieron tiempo de reaccionar a la amenaza y fueron abatidos en sus puestos atropellados y pisoteados por las cuadrigas o atravesados por las lanzas de los guerreros que iban montados en la parte de atrás de los carros. Tras las cuadrigas irrumpieron miles de hombres ligeramente armados con picas. Se dirigieron en masa hacia la retaguardia de las fuerzas atacantes como fantasmas grises en la fina niebla. No se fijaron en las inmóviles cohortes de la segunda legión cuando se precipitaron para cerrar la trampa sobre Claudio y el cuerpo principal de su ejército. Por toda la linde del bosque aparecieron más britanos que se lanzaron sobre el enmarañado flanco de las legiones. La ferocidad del ataque se combinó con el efecto de la sorpresa y los britanos abrieron una profunda brecha en las desorganizadas líneas romanas. El pánico brotó y cundió por delante de la arremetida britana y algunos legionarios retrocedieron, mientras que otros se limitaron a darse la vuelta y echar a correr hacia la derecha de las líneas.
_¡Por todos los dioses! -exclamó Sabino-. Tratan de empujarnos hacia los pantanos.
– Y van a conseguirlo -dijo Vespasiano en tono grave- a menos que intervengamos.
– ¿Nosotros? -Sabino parecía estar horrorizado-. ¿Qué Podemos hacer nosotros? Deberíamos proteger el campamento, así los supervivientes tendrán algún lugar hacia el que huir.
– ¿Supervivientes? No habrá supervivientes. Todos corren directos al pantano, donde se ahogarán o quedarán atrapados en el lodo y los harán pedazos. -Vespasiano alargó la mano y agarró a su hermano del brazo-. Sabino, depende de nosotros. No hay nadie más. ¿Me comprendes?
Sabino recuperó el dominio de sí mismo y asintió con la cabeza.
– ¡Bien! -Vespasiano le soltó el brazo.. Ahora entra en el campamento y trae a las otras cuatro cohortes y cualquier tropa auxiliar que encuentres. Hazlos formar lo más rápidamente que puedas y realiza un ataque directo colina abajo. haz tanto ruido como puedas. ¡Y ahora vete!
– ¿Y tú qué vas a hacer? -Me arriesgaré con lo que tengo aquí. Sabino hizo girar a su caballo y lo espoleó hacia la puerta principal del campamento, muy inclinado sobre el cuello del animal mientras le clavaba los talones.
Con una última mirada a su hermano, Vespasiano se preguntó si volverían a verse otra vez en este mundo. Luego alejó aquel nefasto pensamiento de su mente y se armó de valor para hacer lo que debía si quería salvar al ejército y a su emperador. Se volvió hacia sus tribunos y los llamó para que se acercaran. Los jóvenes escucharon atentamente mientras él daba las instrucciones de la forma más resuelta que pudo y luego se alejaron al galope para pasar las órdenes a los centuriones de más rango de las seis cohortes. Vespasiano desmontó, le dio las riendas a un mozo de cuadra y pidió que le trajeran su escudo. Desabrochó el cierre de su capa color escarlata y dejó que se deslizara hasta el suelo.
– Asegúrate de que la lleven de vuelta a mi tienda. Esta noche voy a necesitarla si refresca.
– Sí, señor -asintió su esclavo personal con una sonrisa--.
Le veré luego entonces, señor.
Cuando hubo comprobado la correa de sujeción de su yelmo y se hubo asegurado de que el asa de su escudo estuviera seca, Vespasiano desenvainó su espada y dio unos golpes con ella contra el borde del escudo. Miró a sus cohortes para cerciorarse de que todo estaba listo. Los soldados estaban en estado de alerta, formados en silencio y siguiendo atentamente el desarrollo de la acción en el valle mientras aguardaban órdenes.
– ¡La segunda avanzará en diagonal! -gritó, y la orden rápidamente se repitió a lo largo de la línea. Contó hasta tres antes de la fase de ejecución del mandato y entonces llenó los pulmones-: ¡Adelante!
Las seis cohortes avanzaron a un ritmo constante e iniciaron el descenso por la pendiente en dirección a los gritos y chillidos de la desesperada batalla que tenía lugar en el valle.
La niebla se estaba dispersando rápidamente y empezaba a dejar al descubierto la magnitud del desastre al que se enfrentaban Claudio y las otras tres legiones. Las tropas de retaguardia, que habían sido sorprendidas sin estar formadas y a las que el ataque por sorpresa desde el bosque había obligado a retroceder, habían roto filas y huían a ciegas por el campo de batalla hacia el pantano. Unos cuantos focos de resistencia dispersos señalaban el lugar donde un centurión había tenido la determinación y aplomo suficientes para reunir unos cuantos soldados que se enfrentaran a los britanos armados con picas. Alineados tras los escudos que colocaban muy juntos, unos pequeños grupos de legionarios se abrían paso a la fuerza para acercarse unos a otros, pero estaban saliendo muy malparados debido al alcance de las picas del enemigo.
Los estandartes de la cuarta cohorte cabeceaban al rítmico paso de sus portadores y a Cato se le fue la mirada automáticamente hacia ellos cuando sus doradas decoraciones atraparon el sol y brillaron con un ardiente fulgor. Las cohortes marchaban en dos líneas de tres centurias, con la sexta centuria apostada a la derecha de las tropas de retaguardia. Cato veía claramente la línea de avance. Los altos robles del bosque se alzaban por delante y a la izquierda de la segunda legión en anchos senderos que se adentraban en sus sombras perfectamente visibles ahora que la cortina de brezos se había retirado. Tanto por delante como a la derecha había cuerpos desparramados sobre la hierba pisoteada, aún mojada por el rocío que le empapaba las botas. La cohorte pasó por encima de los restos de la batería de catapultas del flanco izquierdo. muchas de las máquinas estaban volcadas y los cuerpos de sus soldados yacían desplomados por todas partes. Cato tuvo que esquivar el cadáver de un centurión y cuando miró hacia abajo notó que la bilis le subía por la garganta al ver los cartílagos sangrientos y los tendones cercenados a un lado del cuello del oficial, donde un golpe de espada casi le había arrancado la cabeza.
Siguieron adelante y dejaron atrás aquella carnicería. Mientras avanzaban, Cato vio que al menos una parte del enemigo reaccionaba a la aproximación de las cohortes. Los piqueros más cercanos se habían dado la vuelta para hacer frente a la amenaza y lanzaban gritos de advertencia a sus compañeros. Un número cada vez mayor de ellos se volvió para atacar a la segunda legión y lanzaron sus gritos de guerra al tiempo que apuntaban con sus picas.
– ¡Alto! -bramó Vespasiano.
Las cohortes se detuvieron un paso más adelante con las manos apretadas alrededor de las jabalinas en previsión de la siguiente orden.
– Jabalinas en ristre!
Los legionarios de la primera fila de las centurias levantaron el asta de sus jabalinas y echaron hacia atrás el brazo con el que la lanzarían. La carga de los britanos flaqueó. Sin escudos que los protegieran, los piqueros sabían muy bien lo vulnerables que eran a una descarga de jabalinas. ~¡Lanzad!
Los brazos de los legionarios se movieron rápidamente hacia adelante y soltaron un irregular cordón de líneas oscuras que se alzó en el aire describiendo una parábola hacia los britanos. Cuando alcanzaron el punto más alto en su trayectoria, las jabalinas parecieron quedar suspendidas en el aire un instante y los gritos de guerra de los britanos se apagaron súbitamente en sus gargantas mientras se preparaban para el impacto. Las puntas de las jabalinas descendieron y la descarga cayó en picado sobre las tropas britanas y se clavó y atravesó los cuerpos sin proteger de los piqueros. El ataque enemigo se vino abajo enseguida y los britanos que sobrevivieron a la primera descarga miraron atemorizados a las cohortes mientras Vespasiano ordenaba a la segunda línea que se preparara. Pero no hizo falta otra lluvia de jabalinas. Casi como un solo hombre, los britanos retrocedieron, sin ningún deseo de hacer frente a otra descarga y unirse a sus compañeros abatidos que yacían muertos o heridos entre el irregular cerco de astas de jabalina cuyas puntas se habían enterrado en la carne desnuda y el suelo.
– ¡Adelante! -gritó Vespasiano, y las cohortes avanzaron una vez más al tiempo que recuperaban las jabalinas no dañadas y remataban al enemigo herido mientras atravesaban la destrucción que habían causado. En aquellos momentos el flanco izquierdo de la legión se hallaba cerca del límite del bosque y Vespasiano ordenó que el avance volviera a alinearse. La legión se detuvo y fue girando a un ritmo constante hasta que estuvieron frente al flanco izquierdo de los piqueros Britanos, cortándoles el paso hacia el bosque en una hábil inversión de posiciones. Ahora iban a ser los britanos los que serían obligados a retroceder hacia el pantano, siempre que las seis cohortes pudieran mantener el impulso de su contra ataque.
A menos que Sabino se lanzara pronto con todo el peso de las unidades que hubiera podido conseguir, el resultado de batalla seguía siendo muy dudoso. Vespasiano dedicó una rápida mirada hacia atrás, por la pendiente hacia el campamento romano, pero todavía no había indicios de ayuda proveniente de esa dirección. Ordenó avanzar a su legión y, cuando iniciaron la marcha hacia la agitación de la refriega que se extendía por el valle, Vespasiano empezó a golpear el borde de su escudo con la espada. A su alrededor, los soldados siguieron el ritmo y rápidamente se propagó por las otras cohortes mientras la doble línea se cerraba sobre los piqueros.
Pasaron entonces por encima de los cuerpos de sus compañeros de las otras legiones y una firme determinación de obtener una total y sangrienta venganza les llenó los corazones mientras alzaban sus escudos y se preparaban para entablar combate con los britanos. Los triunfantes bramidos de guerra de los piqueros se apagaron cuando la segunda legión se precipitó hacia ellos y, más allá de los britanos, los apretados grupos de los otros legionarios volvieron a formar con un grito de esperanza.
Vespasiano dio el alto a sus hombres una última vez para lanzar las jabalinas que quedaban y entonces la segunda arremetió contra el objetivo con un grito salvaje de exultación enloquecida en los labios de todos los soldados.
Rodeado por todas partes de legionarios con los ojos desorbitados, Cato se dejó llevar por el momento y liberó la tensión y agresividad que se habían ido acumulando en su interior durante el avance. Dejó escapar un grito sin sentido cuando se vio envuelto en la carrera de soldados que se precipitaban hacia el enemigo que aguardaba. Con un estrépito de lanzas y escudos la segunda legión se lanzó contra la rota línea de britanos y el impulso de la carga los hizo atravesar el descompuesto tumulto de piqueros que tan sólo unos momentos antes estaban gritando triunfalmente mientras se apiñaban alrededor de la desorganizada agitación de las legiones atrapadas.
Cato bajó la cabeza y se abrió paso a empujones hacia el denso agolpamiento de soldados que se propinaban machetazos y estocadas unos a otros. Era consciente de la presencia de Macro que, justo a su derecha, daba gritos de ánimo al resto de su centuria y agitaba su espada corta en el aire para que los soldados se agruparan a su alrededor. Cato se encontró enfrentado a un britano que gruñía mientras sujetaba la pica con las dos manos y la blandía contra él moviéndola de un lado a otro y hacia abajo, en dirección a su estómago. Cato le dio un golpe a la punta de la lanza que la desvió a la derecha y entonces arremetió por el interior contra el punto de agarre del britano. El hombre no tuvo más que un instante para sorprenderse antes de que la espada de Cato se ensartara en la parte superior de su pecho. Cayó hacia atrás y derramó unos enormes goterones de sangre cuando Cato sacó la espada de su cuerpo, lo tiró al suelo y se volvió en busca de otro enemigo.
– ¡Cato, a tu izquierda! -gritó Macro. El optio agachó la cabeza de manera instintiva y la ancha hoja de una lanza chocó ligeramente con la parte de arriba de su casco. El golpe lo cegó momentáneamente y lo vio todo blanco. Se le aclaró la vista al instante pero todo le daba vueltas y chocó contra el suelo cuando el piquero se lanzó contra su costado y ambos cayeron sobre la hierba empapada de sangre. Cato notó la intensa respiración del britano, percibió el hedor de su cuerpo y en el hombro de aquel hombre vio un tatuaje de un intenso color azul que por un momento se retorció ante sus Ojos. Entonces el hombre lanzó un gruñido, se le cortó la respiración y cayó de lado al tiempo que Macro le extraía su espada y se acercaba a Cato.
– ¡Levántate, muchacho! El centurión protegió sus cuerpos con el escudo, atento a cualquier ataque, mientras Cato se ponía en pie con dificultad y sacudía la cabeza para tratar de que se le fuera el mareo.
– ¿Cómo te encuentras? -Bien, señor. -Bien. Vamos. El ímpetu de la carga había seguido su curso y en aquel momento los soldados de la sexta centuria cerraban filas y avanzaban tras una pared de escudos, eliminando a cualquier enemigo que se cruzara en el camino de su continuo avance. Las filas enemigas estaban apelotonadas, tanto que ya no podían hacer un uso efectivo de sus lanzas y poco a poco las iban haciendo pedazos. Desde más arriba de la loma, las legiones que habían estado a punto de ser derrotadas se volvieron entonces hacia su enemigo e impusieron su venganza de forma salvaje. Los gritos de triunfo de los guerreros britanos se extinguieron y fueron sustituidos por otros de miedo y pánico mientras intentaban escapar de las siniestras hojas de las espadas cortas de los legionarios. En el apretado agolpamiento de cuerpos, la espada corta era la más mortífera de las armas y los britanos cayeron en gran número. Aquellos a los que herían y que caían sobre la hierba manchada de sangre eran pisoteados y sus cuerpos aplastados por los hombres que luchaban sobre ellos y luego por más cuerpos todavía, por lo que algunos de ellos murieron asfixiados de una manera horrible.
Cato echaba el escudo hacia adelante, daba un paso hacia él y apuñalaba con su espada a un ritmo constante mientras avanzaba con el resto de la centuria. Algunos soldados tenían unas enormes ansias de sangre y se adelantaron a la línea, propinando mandobles y estocadas al enemigo y exponiéndose al peligro por los cuatro costados. Muchos de ellos pagaron el precio de esa pérdida del dominio de sí mismos y sus compañeros tuvieron que pasar por encima de sus cuerpos recién alanceados. Cato era consciente del peligro que existía debajo de sus pies y medía sus pasos cuidadosamente mientras avanzaba con miedo a tropezar y no poder levantarse de nuevo.
– ¡Están rompiendo filas! -gritó Macro por encima del estruendo del choque de las armas y los gruñidos y gritos de los combatientes-. ¡Las líneas enemigas se están rompiendo!
Desde la derecha, por encima de la hirviente concentración de cuerpos y armas, Cato vio que se acercaban más estandartes romanos en la dirección del campamento.
– ¡Es la guardia del campamento! -gritó. La aniquilación de los lanceros enemigos se decidió cuando el resto de cohortes de la legión y una pequeña parte de las cohortes auxiliares cargaron contra su retaguardia. Encerrados por tres lados por una impenetrable pared de escudos romanos, murieron allí mismo. Los supervivientes soltaron las armas y se precipitaron hacia el pantano en un desesperado intento de encontrar la salvación en esa dirección. Al principio, los britanos atrapados en aquel torno blindado de legionarios romanos trataron de resistir incluso cuando se vieron obligados a ceder terreno. De pronto, se desintegraron como fuerza combatiente y se convirtieron en un torrente de individuos que corrían para salvar sus vidas perseguidos por un enemigo implacable.
Con gritos de regocijo, los soldados de la sexta centuria arremetieron contra ellos a lo largo de una corta distancia, pero sus pesadas armas y corazas les forzaron a abandonar la persecución. Clavaron sus escudos en el suelo y se apoyaron en ellos jadeando, y sólo entonces fueron conscientes muchos de ellos de las heridas que habían sufrido en medio del furor de la batalla. Cato estuvo tentado de dejarse caer al suelo y dar un descanso a sus miembros doloridos, pero la necesidad de dar ejemplo al resto de soldados hizo que se quedara de pie, erguido y listo para responder a nuevas órdenes. Macro se abrió paso a empujones hacia él a través de los cansados legionarios.
– Un trabajo duro ¿eh, optio? -Sí, señor. -¿Viste cómo corrían al final? -Macro se rió-. ¡Desbocados como un puñado de vírgenes en las Lupercales! No creo que volvamos a ver a Carataco antes de tomar Camuloduno.
Un sonido penetrante, distinto a todo lo que Cato había oído en su vida, cruzó el campo de batalla y todas las cabezas se volvieron hacia el pantano. Se volvió a repetir, un estridente y agudo bramido de terror y dolor.
– ¿Que carajo es ese escándalo? -Macro miró con los ojos muy abiertos.
Por encima de las cabezas de los demás legionarios, Cato vio la loma baja en la que había tomado posiciones la batería derecha de ballestas. Al igual que sus camaradas del lado izquierdo, habían sido arrollados rápidamente por los carros de guerra britanos. Los bárbaros todavía estaban allí y habían dado la vuelta a unas cuantas de esas armas colocándolas de cara al pantano. Y allí, en el pantano, estaban los elefantes, atrapados en el barro lodoso hasta el vientre mientras sus conductores los instaban a avanzar frenéticamente y los britanos los utilizaban para realizar prácticas de tiro. En el mismo momento que Cato miraba, una flecha describió una baja trayectoria arqueada y se clavó en el costado de uno de los elefantes.
Ya había sido alcanzado en las ancas y una mancha de sangre le bajaba por las piernas traseras de allí donde la lanza sobresalía de su piel arrugada. Cuando le alcanzó la segunda-saeta, el elefante levantó la trompa en el aire, barritando y chillando de dolor. La fuerza de la flecha le atravesó la gruesa piel y su punta quedó profundamente clavada en las tripas del animal. Con el siguiente chillido de agonía surgió del extremo de su trompa una densa lluvia carmesí que quedó suspendida en el aire como una niebla roja antes de dispersarse. A la vez que se revolvía como un loco en el barro, el animal cayó de lado arrastrando con él a su conductor. Más flechas alcanzaron a los demás animales encallados en el pantano y, uno a uno, los aurigas britanos eliminaron a las bestias restantes antes de que la infantería romana más próxima llegara a la loma. Los britanos saltaron a los carros de guerra que les aguardaban y, con un fuerte coro de gritos y chasquidos de riendas, los carros subieron en diagonal por la ladera con gran estruendo, dejaron atrás el campamento romano y escaparon rodeando la linde del bosque.
– ¡Esos cabrones! -Cato oyó que decía entre dientes un legionario.
Una consternada calma se cernió sobre el valle, y se hizo más insoportable por los terribles gritos de las bestias que agonizaban. Cato vio a unos lanceros britanos que bordeaban el pantano aprovechando al máximo la pausa que se había producido para escapar. Cato quiso señalarlos y gritar la orden de perseguir al enemigo, pero los bramidos de los elefantes moribundos dejaron aturdidos a los romanos.
– ¡Ojalá alguien hiciera callar a esos malditos animales! -dijo Macro en voz baja.
Cato sacudió la cabeza, estupefacto. Todo el valle estaba cubierto de soldados caídos y desangrados, entre ellos cientos de romanos, y aun así aquellos endurecidos veteranos que había en torno a él estaban perversamente fascinados por la suerte que habían corrido unos pocos animales. Dio un puñetazo en el borde de su escudo con amarga frustración.
Mientras los lanceros britanos huían, sus compañeros en lo alto de las colinas comprendieron que la trampa había fallado. La incertidumbre y el miedo recorrieron sus filas y empezaron a ceder terreno a las legiones, lentamente al principio y luego a un ritmo más constante, hasta que desaparecieron en grandes cantidades. Sólo el grupo de guerreros de élite de Carataco permaneció firme hasta que el ejército se hubo retirado sin problemas.
Desde la cresta de la colina, el emperador se dio una palmada en el muslo con alegría al ver que el enemigo se batía en completa retirada.
– Ja! ¡Mirad como co-corre con el rabo entre las piernas! El general Plautio tosió. -¿Doy la orden para que empiece la persecución, César? -¿Pe-persecución? -Claudio arqueó las cejas-. ¡Ni hablar! Me gustaría mu-mucho, compañeros del ejército, que dejarais a unos cua-cuantos de esos salvajes con vida para que yo los gobierne.
– ¡Pero, César! -¡Pero, pero, pero! ¡Ya es suficiente, general! Yo doy las órdenes. ¡Faltaría más! Mi pri-primera campaña en el mando y consigo una victoria rotunda. ¿No es prueba suficiente de mi ge-ge-genialidad militar? ¿Y bien?
Plautio imploró a Narciso con la mirada, pero el primer secretario se encogió de hombros y sacudió ligeramente la cabeza. El general frunció los labios e hizo un gesto hacia los britanos que se retiraban.
– Sí, César. Es prueba suficiente.