CAPÍTULO XXVIII

El trabajo en las fortificaciones de la cabeza de puente continuó con la primera luz del amanecer. Del Támesis se había levantado una espesa neblina que envolvía el campamento de la segunda legión con su pegajoso frío. Bajo el pálido brillo del sol naciente, una columna de legionarios salió andando penosamente por la puerta norte del campamento de marcha que se había formado a toda prisa cuando el cuerpo principal de la legión fue transportado al otro lado del río. El resto del ejército pronto se uniría a la segunda para seguir con la campaña y las fortificaciones tenían que ampliarse para acomodar a las otras legiones y cohortes auxiliares. Alrededor de la empalizada de la segunda legión, los zapadores habían delimitado un vasto rectángulo con los postes de medición. El día anterior se había levantado una considerable extensión de terraplenes y los zapadores se pusieron a trabajar enseguida para aumentar las defensas.

Con las armas cuidadosamente amontonadas allí cerca, los legionarios siguieron excavando la zanja circundante y apilaban la tierra que sacaban formando un parapeto interior. Cuando la tierra estuvo comprimida, se colocó una capa de troncos por encima para formar una sólida plataforma tras la empalizada de estacas afiladas clavadas en el cuerpo del terraplén. Una cortina de hombres montaba guardia a unos cien pasos frente a los compañeros que trabajaban y más allá, a lo lejos, cabalgaban las distantes figuras de los exploradores de caballería de la legión. Los comentarios de César sobre la táctica relámpago de los aurigas britanos estaban frescos en la memoria del comandante de la legión, y se había cerciorado de que cualquier enemigo que se acercara sería divisado a tiempo para advertir al equipo de zapadores.

Con un incesante esfuerzo, los terraplenes se extendieron desde el río en secciones de unos treinta metros cada vez.

Los años de instrucción aseguraban que todo soldado supiera cuál era su obligación y el trabajo se llevó a cabo con una eficiencia que complació a Vespasiano cuando se dirigió hasta allí a caballo para comprobar qué tal marchaba el trabajo. Pero estaba absorto y preocupado. Sus pensamientos volvían otra vez más a la reunión de oficiales superiores a la que había asistido el día anterior. Estuvieron presentes todos los comandantes de la legión, así como su hermano Sabino, que entonces hacía de jefe del Estado Mayor de Plautio.

Aulo Plautio había elogiado sus logros y anunciado que los exploradores del ejército informaban de que no había un contingente significativo de soldados enemigos en muchos kilómetros al frente. Los britanos se habían llevado una paliza y se habían retirado mucho más allá del Támesis. Vespasiano había argumentado que tenían que perseguir y destruir al enemigo antes de que Carataco tuviera la oportunidad de reagruparse y reforzar su ejército con aquellas tribus que apenas empezaban a darse cuenta del peligro que representaban las legiones situadas en el extremo sur de la isla. Cualquier retraso en el avance romano tan sólo podía beneficiar a los nativos. Aunque los romanos se las habían ingeniado para cosechar los campos por los que habían pasado durante las primeras semanas de la campaña, los britanos se habían dado cuenta rápidamente de la necesidad de negarle al enemigo los frutos de la tierra. La vanguardia del ejército romano avanzaba sobre los restos humeantes de campos de trigo y almacenes de grano y las legiones dependían por completo del depósito de Rutupiae, desde el cual los largos convoyes de suministros formados por carros tirados por bueyes avanzaban hacia las legiones con su carga. Cuando las condiciones lo permitían, las provisiones se trasladaban en barco a lo largo de la costa en los transportes de bajo calado escoltados por los barcos de guerra de la flota del canal. Si los britanos se aprovechaban de su mayor capacidad de maniobra y concentraran sus ataques sobre aquellas líneas de suministro, el avance romano hacia el interior se demoraría seriamente. Era preferible atacar a los britanos entonces, cuando todavía no se habían recuperado de sus derrotas en el Medway y el Támesis.

El general había asentido ante los argumentos de Vespasiano, pero eso no le hizo cambiar su estricta observancia de las instrucciones que había recibido de Narciso, el primer secretario del emperador Claudio.

– Estoy de acuerdo con todo lo que dices, Vespasiano. Con todo. Créeme, si existiera alguna ambigüedad en las órdenes, me aprovecharía de esas lagunas. Pero Narciso es completamente preciso: en el momento en que hayamos asegurado una cabeza de puente en la otra orilla del Támesis, tenemos que detenernos y esperar a que el emperador llegue y se ponga personalmente al mando de la última fase de esta campaña. Cuando hayamos tomado Camuloduno, Claudio y su séquito se irán a casa, y nosotros consolidaremos lo que tengamos y nos prepararemos para la campaña del año que viene. Aún pasarán unos cuantos años antes de que la isla esté dominada. Pero debemos asegurarnos de que somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a Carataco. Le hemos vencido antes, podemos volver a hacerlo.

– Siempre que mantengamos nuestra ventaja -replicó Vespasiano-. Ahora mismo Carataco no dispone de un ejército como tal, sólo los restos desperdigados de las fuerzas que hasta ahora hemos vencido. Si seguimos adelante podemos acabar con ellos fácilmente y eso significaría el fin de cualquier resistencia efectiva antes de que lleguemos a Camuloduno. -Vespasiano hizo una pausa para elegir cuidadosamente las palabras que iba a pronunciar--. Sé lo que dicen las órdenes, pero, ¿Y si destruimos los restos del enemigo y luego volvemos a la cabeza de puente? ¿No satisfaría eso nuestras necesidades estratégicas y los fines políticos del emperador?

Plautio juntó las manos y se inclinó hacia delante sobre su escritorio.

– El emperador necesita una victoria militar. La necesita para sí mismo y nosotros se la vamos a ofrecer. Si hacemos lo que dices y aplastamos completamente la oposición, ¿con quién combatirá entonces cuando llegue aquí?

– Y si dejamos a Carataco en paz hasta que venga Claudio, puede que no podamos vencer a los britanos de ninguna manera. Tal vez llegue a tiempo de unirse a la huida en desbandada hacia los barcos. ¿Cómo quedaría eso en su trayectoria política?

– ¡Vespasiano! -interrumpió Sabino al tiempo que le lanzaba una severa mirada a su hermano menor--. Estoy seguro de que la cosa no llegará a ese extremo. Incluso si Carataco se las arregla para reunir otro ejército, nosotros dispondremos del refuerzo de los soldados que el emperador traiga con él. La mayor parte de la octava, algunas cohortes de la guardia pretoriana y hasta elefantes. ¿No es así? -Sabino miró por encima de la mesa hacia donde estaba Plautio.

– Así es. Más que suficiente para arrasar todo lo que los britanos nos pongan por delante. Cuando esos salvajes vean a los elefantes, saldrán corriendo.

– ¡Elefantes! rió con amargura al recordar un vívido relato de la batalla de Zama que había leído cuando era niño-. Me da la impresión de que supondrán más peligro para los nuestros que para el enemigo. Los soldados de la octava son en su mayoría un puñado de ancianos inválidos y reclutas novatos y los pretorianos están acostumbrados a la vida fácil de Roma. No los necesitamos, a ninguno de ellos, si atacamos ahora.

– Lo cual no podemos hacer bajo ninguna circunstancia -dijo Plautio con firmeza-. Ésas son las órdenes y nosotros las obedecemos. No intentamos interpretarlas ni eludirlas. Y no se hable más del asunto. -El general se quedó mirando fijamente a Vespasiano y el último intento de protesta del legado se perdió en su garganta. No tenía sentido continuar con el tema, aunque todos los presentes debían de saber que era lo más razonable desde el punto de vista militar. El despliegue efectivo de la estrategia militar había quedado anulado por la agenda política.

Sabino advirtió la resignación de su hermano y rápidamente desvió la discusión hacia el próximo punto de la orden del día.

– Señor, tenemos que considerar la asignación de los reemplazos. Es de lo más urgente.

– Muy bien. -Plautio estaba ansioso por cambiar de tema--.

He revisado las cifras de vuestros efectivos y he decidido la distribución. La parte más importante va a la segunda legión. -Le dedicó una sonrisa apaciguadora a Vespasiano-. Tu unidad es la que más bajas ha sufrido desde que desembarcamos.

Plautio terminó su distribución de reemplazos, la cual sólo dejó descontento con su suerte al comandante de la vigésima. No se le habían concedido soldados de más y, lo que era aún peor, su legión quedó relegada al papel de reserva estratégica, un movimiento garantizado a disminuir su participación en la gloria que se preparaba, suponiendo que la campaña concluyera con el éxito de los invasores.

– Una última cuestión, caballeros. -Plautio se echó hacia atrás y se aseguró de que recibía toda la atención de cada uno de los oficiales-. Me han llegado informes de que el enemigo está utilizando equipo romano: espadas, proyectiles de honda y algunas armaduras de escamas. Si se tratara de uno o dos artículos nada más, tal vez no me preocuparía. Ya se sabe que es habitual que un veterano dado de baja venda su equipo del ejército a algún vendedor ambulante. Pero la cantidad que se ha recuperado hasta el momento es demasiado grande para pasarla por alto. Parece que alguien ha estado pasando armas a los britanos. Nos ocuparemos de ello cuando termine la campaña, pero hasta entonces quiero que se anoten todos los artículos que recuperéis en el campo de batalla. Cuando encontremos al traficante podremos rematar el combate con una bonita crucifixión.

De pronto, los temores que Vespasiano albergaba sobre los contactos de su esposa con los Libertadores afloraron al frente de sus pensamientos, acompañados por un escalofrío que le recorrió la espalda.

– Este comerciante ha estado bastante atareado, señor -dijo Hosidio Geta con tranquilidad.

– ¿Y eso significa…? -Significa que debe de dirigir una considerable organización exportadora si ha estado transportando por barco la cantidad de equipo que hasta ahora hemos encontrado. No es el tipo de operación que pasa fácilmente inadvertida.

– ¿Tienes alguna objeción en decir claramente lo que piensas?

– Ninguna, señor.

– Pues hazlo, por favor. -Creo que nos encontramos ante algo un poco más siniestro que un oportunista esperando sacar un rápido beneficio. La cantidad de armas que la novena ha encontrado hasta ahora es demasiado grande. Quienquiera que sea el que esté respaldando esta operación tiene acceso a dinero, a algunos responsables de las fábricas de armas y a una pequeña flota de embarcaciones mercantes.

– Los Libertadores surgiendo de nuevo de entre las sombras, sin duda -sugirió Vitelio con una sonrisa burlona.

Geta se dio la vuelta en su taburete hacia él. -¿Tienes una explicación mejor, tribuno? -Yo no, señor. Sólo repetía un rumor que corre por ahí. -Entonces, si no te importa, limítate únicamente a expresar aquellos comentarios que contribuyan a las deliberaciones de tus superiores. El resto te los puedes guardar para impresionar a los tribunos subalternos.

Una cascada de risas se extendió entre los oficiales superiores y Vitelio se sonrojó de amarga humillación.

– Como quiera, señor. Geta movió la cabeza satisfecho y se volvió hacia el general.

– Señor, tenemos que informar al palacio enseguida. Sea quien sea el responsable de abastecer a los britanos con nuestro equipo correrá a ponerse a salvo en cuanto se haga público lo que hemos descubierto.

– Ya hay un despacho dirigido a Narciso en camino -replicó Plautio con aire de suficiencia.

A Vespasiano se le ocurrió que el general quería que todos los allí presentes creyeran que él ya había sido mucho más previsor que el más avezado de sus comandantes. Bien podría ser que se hubiera enviado un mensaje al primer secretario, pero el legado dudaba que en él se mencionara una sola palabra de las conclusiones de Geta. Ese otro mensaje seguiría apresuradamente al primero en el momento en que concluyera la reunión. La rapidez con la que Plautio pasó al siguiente punto de discusión no hizo más que afianzar sus sospechas.

Finalmente Plautio empujó su silla hacia atrás y dio por terminada la reunión. Los legados y los oficiales superiores del Estado Mayor se levantaron de sus asientos y salieron en fila hacia donde su escolta de caballería aguardaba para llevarlos de vuelta a sus legiones. Cuando Vespasiano iba a despedirse de su hermano, Plautio lo llamó.

– Quiero hablar contigo un momentito. ¿Nos disculpas, Sabino?

– Por supuesto, señor. Cuando estuvieron a solas, Plautio sonrió. -Tengo buenas noticias para ti, Vespasiano. Habrás oído decir que el emperador va a traer consigo a un séquito considerable.

– ¿Aparte de los elefantes? El general se rió por cortesía. -No te preocupes por ellos. Sólo son para dar tono y no podrán acercarse a menos de un kilómetro y medio de la línea de batalla, al menos por lo que a mí respecta. Todos los generales tienen que aparentar que obedecen órdenes en público; en privado tratamos de hacer lo que debemos para alcanzar la victoria. Los generales deben asegurarse de obedecer a los emperadores, cualesquiera que puedan ser sus relativos méritos militares. ¿No estás de acuerdo?

Vespasiano sintió que se quedaba lívido mientras notaba que el temor y la ira se escapaban a su control.

– ¿Se trata de otra prueba de lealtad, señor? -Esta vez no, pero haces bien en ser prudente. No, simplemente intentaba tranquilizarte y que vieras que tu general al mando no es el idiota que al parecer tú crees que es.

– ¡Señor! -protestó Vespasiano-. ¡Nunca ha sido mi intención…!

– calma, legado. -Plautio levantó las manos-. Sé lo que tú y los demás debéis de estar pensando. En vuestro lugar yo sentiría lo mismo. Pero yo soy el representante del emperador y mi trabajo es hacer lo que él dice. Si desobedeciera sus órdenes se me condenaría por insubordinación o algo peor. Si no consigo derrotar al enemigo también estoy condenado, pero al menos podré defenderme diciendo que no hacía más que cumplir órdenes. -Plautio hizo una pausa--. Debes de pensar que soy débil y despreciable. Tal vez. Pero algún día, si tu estrella sigue ascendiendo, te encontrarás en mi situación, con un talentoso e impaciente legado ansioso por llevar a cabo la estrategia militar necesaria sin considerar ni por un momento la agenda política de la cual ésta emana. Espero que entonces recuerdes mis palabras.

Vespasiano no respondió, se limitó a quedarse mirando con frialdad al general, avergonzado de su incapacidad para hacer frente a los comentarios condescendientes de aquel hombre. Los sermones pronunciados por los oficiales superiores no había más remedio que escucharlos con silenciosa frustración.

– Y ahora -continuó diciendo Plautio-, la buena noticia que te prometí. Tu esposa y tu hijo van a viajar con el emperador. _¿Flavia va a estar entre su séquito? Pero, ¿por qué?

– No te entusiasmes demasiado con ese honor. Es un grupo grande, más de cien personas, según el despacho de Narciso. Supongo que Claudio quería rodearse de gente variopinta que lo entretuviera mientras está fuera de Roma. Sea cual sea la razón, tendrás la oportunidad de volver a verla. Toda una monada, si mal no recuerdo.

Aquel comentario rastrero avinagró a Vespasiano aún más. Asintió con la cabeza, sin ninguna intención de expresar orgullo masculino al poseer una esposa de aspecto tan llamativo. Lo que había entre ellos iba más allá de cualquier atracción superficial. Pero eso era personal y él no iba a confiar tal intimidad a nadie. La emocionante perspectiva de que Flavia pronto estaría de camino hacia él quedó rápidamente sumergida en la preocupación por el hecho de su inclusión en el séquito del emperador. A las personas se les solicitaba que atendieran al emperador en sus viajes por uno o dos motivos. O bien eran grandes animadores o aduladores, o eran gente que representaba una sobrada amenaza para él, por lo que éste no osaba perderlos de vista.

En vista de su reciente conspiración, Flavia podía estar en el mayor peligro posible, si es que sospechaban de ella. Entre toda la pompa del grupo de viajeros de la corte imperial, la vigilarían en secreto. El más mínimo atisbo de traición podía acarrear que cayera en las siniestras garras de los interrogadores de Narciso.

– ¿Eso es todo, señor? -Sí, eso es todo. Asegúrate de que tú y tus hombres aprovecháis al máximo el tiempo mientras aguardamos a que llegue Claudio.

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