Capítulo 9

Lady Elizabeth y Henni se retiraron a echar una siesta antes de cenar. Francesca se retiró a su dormitorio también, pero estaba demasiado intranquila para acostarse.

En su interior había brotado la esperanza; no estaba segura de que fuera prudente dejar que alzara el vuelo de nuevo. Lo había hecho una vez, ignorando sus declaraciones explícitas, basándose sólo en la percepción intuitiva que tenía de él. Él le había dicho que se equivocaba.

No tenía ninguna garantía de que la comprensión de sus motivos por parte de su madre y su tía fuera exacta, no ahora que era un hombre crecido.

Y, sin embargo, no podía dejar de hacerse esperanzas.

Sacudiendo la cabeza, inspeccionó a su alrededor, buscando distracción. Tras su ventana, vio el bloque de las cuadras a través de los árboles.

Diez minutos más tarde, entraba en las cuadras.

– ¿Puedo ayudaros, señora?

Francesca sonrió al hombre patizambo que llegó a toda prisa.

– Lo siento, no sé cómo se llama usted.

– Jacobs, señora. -Se quitó la gorra de paño que llevaba-. Soy el jefe de cuadras. -Recorrió los compartimentos con la mirada-. Estoy a cargo de todas estas bellezas.

– Bellezas, sin duda. Vengo a por la yegua.

– ¿La árabe? Sí, es un encanto. El señor dijo que era vuestra. Voy a por una silla y bridas.

Mientras Jacobs ensillaba la yegua, Francesca le canturreaba dulcemente cualquier cosa, acariciando distraídamente su sedoso morro. Al poco estaba subida a la silla y saliendo al trote. Al abandonar el patio de las cuadras, fue consciente de que Jacobs no le quitaba ojo de la espalda, pero parecía satisfecho de ver que sabía lo que hacía. También sabía adonde iba.

Aunque estaban en septiembre, las tardes aún eran largas, lo bastante largas para dar un paseo a caballo antes de vestirse para cenar. Mientras iba a medio galope camino de la escarpadura y el sendero tortuoso que conducía a las colinas, Francesca examinaba los ordenados campos, ya cosechados, en los que se había soltado al ganado para que pastara. Campos y vallas, los prados junto al río, todo tenía un aire de tranquila prosperidad. Llegó al sendero; la yegua emprendió la subida con ganas.

– ¿No tienes nombre, verdad, preciosa?

Entraron en las colinas. La yegua sacudía la cabeza. Durante un rato, Francesca se limitó a cabalgar, disfrutando de la pura excitación de la velocidad. Dejó que se disiparan sus pensamientos, los dejó en suspenso, y se entregó al momento.

En la medida en que se acordaba, siguió la dirección que había llevado dos noches antes.

Él la vio -como ella a él- cuando aún mediaba una cierta distancia entre los dos. Ella siguió adelante, luego hizo describir a la yegua un amplio círculo y se situó a su lado al paso del rucio. Él no aminoró la marcha, sino que siguió a un cómodo medio galope.

Cruzaron sus miradas, las sostuvieron y luego él desvió la suya: a su gorra, con la airosa pluma. Ella miró al frente; al cabo de un momento, también él. De mutuo acuerdo, cabalgaron en las postrimerías del día en un silencio extrañamente cordial.

Cuando se iban acercando a la escarpadura, el terreno empezó a empinarse. Francesca redujo el paso para dejar que él guiara. Mientras la adelantaba, lo miró a la cara, toda ángulos duros e impasibilidad granítica, y trató de imaginarse al niño que había visto a su padre tirado del caballo y abandonado moribundo. Trató de imaginar su pánico, y el doloroso desgarro de la decisión de dejarlo y cabalgar en busca de ayuda. Nada fácil a la edad que sea, pero ¿con siete años? El incidente no podía haber pasado sin dejar ninguna marca. No había mermado su afición a montar, pero ¿qué cicatrices le quedaban?

Empezaron a bajar el sendero, la yegua detrás del rucio. Con los ojos puestos en sus hombros cimbreantes, percibiendo la fuerza controlada de cada línea de su robusto cuerpo, Francesca pensaba… en él. En ellos. En su matrimonio.

Un rato antes había estado a punto de arrojar el sueño de encontrar en su matrimonio un amor duradero por el parapeto del castillo. Ahora…

Se acercaba el anochecer. Galoparon a medio gas por entre las sombras, cada vez más largas, hasta el patio de cuadras. Jacobs acudió corriendo. Ella le pasó las riendas de la yegua y luego liberó sus botas de los estribos. Al girarse para bajar deslizándose por la silla, se encontró con que Gyles ya estaba allí. Levantó las manos, las cerró en torno a su cintura y la depositó en el suelo.

La yegua eligió ese momento para cambiar de posición, golpeando a Francesca en la espalda y empujándola contra Gyles.

Él la asió con más fuerza, hundiendo los dedos. Dirigió la mirada a su rostro; ella sintió que acaparaba repentinamente toda su atención. Levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Tenían las caras pegadas. Ella leyó en su mirada, vio deseo en el gris de sus ojos, y estaba a punto de levantar la cara ofreciéndole su beso… cuando se produjo un ruido de cascos y los caballos que los ocultaban se apartaron pausadamente.

– Yo me ocuparé de ellos -intervino Jacobs.

Gyles la soltó.

– Sí. Buenas noches.

Francesca se hizo eco de su sentimiento y miró a Gyles. Él señaló hacia la casa; ella echó a andar a su lado. Aunque estaba completamente vestida, cubierta de grueso terciopelo, percibía su proximidad como seda acariciándole la piel desnuda.

Alzó la cabeza cuando entraron en el camino de los tejos.

– La yegua… ¿tiene nombre?

Él respondió al cabo de un momento.

– Pensé que os dejaría eso a vos.

No a su mujer, sino a la mujer que él pensaba que era. Francesca ignoró ese punto, aunque sabía que a él le resonaba en la cabeza.

– Tiene un porte muy majestuoso… He pensado que tal vez Regina le cuadre.

– Una reina. -Asintió-. Le pega.

Francesca observó su rostro; en la penumbra era imposible interpretar la expresión. Juntó las palmas. Con fuerza.

– Os estoy realmente agradecida por la yegua. -Hizo un gesto con la mano-. Fue un detalle muy amable.

Sin entrar a considerar su error.

Siguieron paseando; ella notaba la mirada de él en su rostro, pero no lo miró. Luego él se encogió de hombros.

– Parecía lo mínimo que podía hacer si quería que dejarais de montar caballos de caza.

Los caballos de caza de Charles, como había pensado; no los suyos.

Ella levantó la vista y sus miradas se encontraron. Un breve instante.

Fijó la vista en el camino y no dijo nada más.

Él hizo lo propio.

La casa se alzaba ante ellos; la condujo a una puerta. Se la abrió, y ella entró; él la siguió. Francesca se detuvo, envuelta en una súbita penumbra, insegura de dónde se encontraban.

Gyles se tropezó con ella.

Su fuerza la envolvió cuando la sujetó contra sí para evitar que cayera…

La conciencia del contacto prendió en ella, y corrió por todo su cuerpo, hormigueando en su piel. Sintió calor.

Durante un instante, permanecieron acoplados en la creciente penumbra. Ninguno de los dos se movió; ni habló, tampoco.

Ella conocía los pensamientos de él. Y sabía que él conocía los suyos.

A él se le ensanchó el pecho al tomar una profunda inspiración, y luego, con cierta rigidez, retrocedió un poco. Le hizo seña de seguir adelante.

– Todo recto. -Su voz se había tornado más profunda-. Por aquí llegaremos a las escaleras.

Ella echó a andar; él la siguió. Caminaron tranquilamente por el amplio pasillo.

– ¿Han progresado las obras del puente?

– Razonablemente. -Hizo una pausa antes de añadir-: Tendremos que conseguir más madera, vigas más grandes que aguanten mejor los cuchillos de la armadura. Eso nos llevará más o menos una semana, y la tierra está demasiado empapada ahora mismo…

Siguió hablando mientras subían las escaleras y cruzaban hacia el ala que ambos compartían. Se detuvieron ante la puerta de Francesca. Cruzaron sus miradas; las sostuvieron. Se hizo el silencio. Ella hubiera querido saber en que pensaba él, qué veía cuando la miraba. La única verdad que podía leer en sus ojos era que la noche anterior no había mermado en modo alguno el deseo que sentía de ella.

Ni el de ella por él.

Pero la noche anterior había cambiado las cosas entre los dos en formas que iban más allá de lo evidente. En formas sutiles, fundamentales, fatídicas.

Ambos lo sabían, podían sentirlo. En un repentino momento de lucidez, ella comprendió que él se sentía tan desorientado como ella misma con lo que había ahora entre ellos.

Él inspiró profundamente, luego hizo una inclinación de cabeza y se alejó.

– Os veré en la cena.

Ella asintió, apartó la vista de él y entró en su habitación.


– No… Ese vestido no, el de rayas verdes.

Mientras Millie corría de vuelta al ropero, Francesca se sentó ante su cómoda y se examinó en el espejo. El vapor del baño le había rizado mucho el pelo. Lo había llevado estirado para la boda, y medio levantado todo el día…

Llevando las manos a la espalda, recogió la masa de pelo, la retorció, y buscó a tientas un puñado de horquillas.

Millie, que llegaba con el traje requerido, se detuvo, pasmada.

– ¡Oooh, señora! ¡Está usted preciosísima!

Francesca, que tenía la boca llena de horquillas, no dijo nada. Una vez que se hubo sujetado el pelo, se levantó y dejó que Millie la ayudara a ponerse el vestido. Mientras la enfundaba en la suave seda, reprimió un estremecimiento.

Y se preguntó qué estaba haciendo; posiblemente galopando de cabeza al desastre. Nada indicaba que pudiera ablandar su corazón llegando a tales extremos con su apariencia. El era un vividor experimentado, habituado a coquetear con las más bellas damas de Londres. Su cuna podía estar a la altura de la de él, pero, según los criterios de Londres, ella era, y seguiría siendo mientras no demostrara lo contrario, una provinciana. No pertenecía al círculo dorado.

Su persona, no obstante, resultaba enormemente atractiva al parecer de los hombres; en ese punto se sentía con la máxima seguridad. Su madre la había educado para que apreciara y sacara el máximo partido a todo lo que Dios le había dado.

Y no iba a renunciar a su sueño sin presentar batalla.

Inspiró profundamente y se volvió hacia su espejo de cuerpo entero. Girando sobre sus talones, inspeccionó el efecto de las rayas verdes, de una pulgada de ancho, que recorrían el traje de arriba abajo. Aún no había estrenado aquel traje, lo estaba reservando. Creado en Italia, había sido cortado por expertos para ser el escaparate de su figura.

A juzgar por la boca abierta y los ojos como platos que puso Millie, el traje cumplía con éxito su cometido.

Ni joyas ni chal, decidió Francesca… Nada que distraiga del efecto. Satisfecha, se dirigió a la puerta.

Se reunieron en el salón familiar. A lady Elizabeth se le iluminaron los ojos en el momento en que la vio. Henni soltó una risita. Gyles, sin embargo, no estaba allí para presenciar su entrada. Apareció por la puerta inmediatamente delante de Irving.

Francesca sonrió y se levantó, entre un frufrú de suaves sedas. Gyles cruzó hasta la chimenea, donde se habían congregado. Inmediatamente la repasó con la mirada de la cabeza a los pies…, y luego de los pies a la cabeza. Y entonces sus miradas se encontraron, y ella deseó que lady Elizabeth, Henni y Horace se hubieran trasladado ya a la casa de la viuda, y que estuvieran allí los dos solos.

Él disimuló su reacción admirablemente, pero los ojos lo delataban. Tomó la mano que ella le ofrecía, hizo una inclinación y la colocó sobre el ángulo de su codo.

– Venid. -Con la mirada, convocó a su madre, su tía y su tío-. Más vale que entremos, o a Ferdinando le dará un ataque.

La condujo al comedor, más pequeño, que la familia utilizaba cuando estaban solos. Aun así, a la mesa podían sentarse diez, y la tradición dictaba que ella se sentara en un extremo, y él en el otro. La condujo hasta su sitio. Sus dedos rozaron la piel desnuda del interior de su antebrazo cuando la soltó; ella luchó por reprimir un escalofrío, luchó por evitar que el ardor asomara a sus ojos. Él dudaba; ella pudo sentir que posaba la mirada en su mejilla y barría luego con ella toda la amplitud de sus pechos que el escote revelaba. Luego, se enderezó y continuó a lo largo de la mesa. Horace había ofrecido a Henni y a Elizabeth un brazo a cada una; se sentaron todos e Irving dio señal a los lacayos de que sirvieran la comida.

La conversación, gracias sobre todo a lady Elizabeth y Henni, con la complicidad ignorante de Horace, fue general y animada, la tapadera perfecta para la comunicación sin palabras que establecieron Francesca y Gyles y que se prolongó durante toda la cena.

La única ventaja de su ubicación relativa era que cada uno tenía una visión sin trabas de! otro. Estaban demasiado lejos para leer en sus respectivos ojos, y ninguno de los dos estaba dispuesto, en público, a permitir que su expresión revelara gran cosa. Su silenciosa discusión, aunque se desarrollara en presencia de otros, era intensamente personal. Absolutamente privada.

Y extremadamente perturbadora.

Para cuando dejó a un lado su servilleta y, sonriendo a Irving, se levantó, Francesca no estaba nada segura de poder disimular su reacción si Gyles le ponía la mano en el brazo desnudo. Él, tras declinar un oporto, se puso en pie, al igual que Horace; ella notó que Gyles, con la vista fija en ella, la acechaba de cerca al abandonar la habitación.

Se juntaron en el pasillo.

Como anfitriona, Francesca señaló en dirección al salón familiar, dirigiendo la vista a la condesa viuda y a Henni; luego miró a su marido y enarcó inquisitivamente una ceja.

Él captó su mirada, y ella sintió avivarse las llamas, sintió que crecía la tensión en su interior.

Él entonces miró a Horace.

– ¿A la biblioteca?

– ¿Dónde si no? -Horace echó a andar en esa dirección,

Con una inclinación de cabeza a su madre y a su tía, y una última mirada y una escueta reverencia para Francesca, Gyles le siguió.

Lady Elizabeth y Henni esperaron a que la puerta del salón familiar se hubiera cerrado tras ellas para empezar a reírse socarronamente.

Francesca enrojeció, pero difícilmente podía negar lo que habían visto.

Las dejó temprano. Ellas levantaron la vista de la mesa en que jugaban a cartas, limitándose a sonreír y murmurar las buenas noches antes de volver al juego. Francesca subió las escaleras y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar hasta que Gyles abandonara la biblioteca y viniera con ella.


Gyles estaba apoyado en la puerta que conectaba con la cámara de Francesca, con la vista puesta distraídamente en la oscuridad de detrás de sus ventanas, cuando oyó que al otro lado se abría la puerta principal y sonaban unos pasos ligeros. Oyó el taconeo apresurado de la doncella corriendo a ayudarla a desvestirse. Imaginó el resto.

Luego la puerta volvió a abrirse y a cerrarse. Los pasos ágiles de la doncella se perdieron en la distancia. Gyles aguardó un momento, para darle a ella ocasión de centrar sus pensamientos…

Los suyos, no quería analizarlos. Los mantuvo apartados de su mente mientras esperaba. Cuando el tic-tac del reloj de encima de la chimenea se volvió demasiado burlón, se apartó de la puerta, la abrió y entró.

Francesca estaba de pie ante las altas ventanas que había a un lado de la cama. Se medio giró al entrar él; a través de las sombras, sus miradas se encontraron.

No ardía ninguna lámpara, pero había luz suficiente para ver el camisón de seda marfileña que llevaba puesto; para apreciar cómo, con su corte de túnica grecorromana, envolvía y ocultaba su cuerpo. Luz suficiente para percibir la invitación que expresaba su actitud, para advertir la aceptación que implicaba.

Ella lo observó mientras se le aproximaba. El dejó vagar su mirada por su figura preguntándose cuántos camisones poseía, cuántas facetas distintas de Afrodita podía proyectar.

Se detuvo junto a ella, contemplándola envuelta en sombra y seda. Sus ojos se cruzaron, se sostuvieron la mirada. Sobraban las palabras y las razones: el deseo que llameaba entre los dos era auténtico y poderoso, y la única justificación que cualquiera de los dos precisaba en aquel escenario.

Era así de sencillo; y él no habría sabido explicar lo mucho que lo agradecía. No quería pensar a qué podía deberse.

Alargó los brazos hacia ella, deslizando las manos por la seda hasta encontrar y asir su cintura, y la acercó hacia sí al tiempo que agachaba la cabeza. Sus labios se tocaron, se rozaron y se fundieron, pero ambos mantuvieron su ardor a raya, contentándose con saborear la perspectiva de lo que se avecinaba, y de todos los pasos intermedios. Él interrumpió el beso, elevó la cabeza… y notó que el fajín de su cintura se aflojaba. Ella le abrió el batín, luego se lo deslizó por encima de los hombros; él se dejó hacer, permitiendo que cayera al suelo. Curvando los labios, ella extendió los dedos por su pecho, tocando, explorando, con una avidez manifiesta y refinada a un tiempo. Él habría sonreído, pero no pudo.

– ¿Siempre sois tan directa?

Su voz sonó grave y sorda. Ella levantó la mirada, y sus ojos eran estanques esmeralda nublados por el deseo.

– Por lo general, sí.

Con las palmas apoyadas en su pecho, ella buscó sus ojos, su rostro. Luego, mientras deslizaba las manos y clavaba los dedos, se acercó más, inclinando la cara hacia la suya.

– Os gusta.

Una afirmación. Él buscó los dos brochecitos gemelos que, uno en cada hombro, sujetaban su camisón.

– Sí.

Los broches se soltaron con un chasquido y ella se quedó inmóvil; luego inclinó la cabeza para ver corno el camisón resbalaba por su cuerpo hasta quedar hecho una madeja en torno a sus pies. Estaba en pie y desnuda ante él; entonces echó la cabeza atrás y le miró desde debajo de sus pestañas.

Él notó su mirada pero no correspondió. Estaba absorto en la contemplación de sus curvas, de la pálida piel que besaba la luz vacilante. Del contraste que ofrecían su pelo revuelto, negro como ala de cuervo, y los oscuros rizos de la base de su vientre. Un contraste de color y de texturas: levantó un largo mechón de pelo y dejó que se deslizara entre sus dedos. Seda ligera, en tanto que su piel recordaba más a la suavidad del satén.

La idea le hizo llevar las manos a su cintura. Elevó la mirada a su cara, encontró sus ojos, y luego sus labios. Evocó la cautivadora blandura de aquellos labios rotundos cediendo bajo los suyos, la de ese cuerpo bajo el suyo.

Ella se acercó a él ofreciéndole ambas manos con una sencilla seguridad que podía con él. Que lo esclavizaba. La atrajo hacia sí y sus labios se unieron y se fundieron. Ella deslizó sus manos con sensualidad tronco arriba, desde su cintura, por su pecho, hasta enlazarle los brazos en torno al cuello y apretarse contra él.

Él entró a fuego en su boca, un preludio de la ignición que había de venir, del definitivo deleite de sus sentidos.

Ella lo acogió, lo igualó y lo incitó a seguir.

Él dejó vagar sus manos, trazando ávidamente, poseyendo sus curvas; luego la alzó en sus brazos. En dos pasos se plantó junto a la cama. La posó allí, se sacó la ropa de dormir de seda y se puso junto a ella. Ella lo recibió con los brazos abiertos y una pasión que igualaba la suya.

Se dejaron llevar, pero decididos a no apresurarse, con urgencia pero sin voluntad de correr. La fascinación de Francesca por el cuerpo de Gyles no era fingida; él la dejó hacer, la dejó aplastarlo sobre la cama y sentarse a horcajadas encima de su cintura para poder mejor recorrerlo con las manos, e inclinarse luego restregando los senos contra su pecho.

No pudo evitar preguntarse…

– ¿Eso también lo aprendisteis observando a vuestros padres?

Dio con su mirada en la cálida penumbra.

– No… Eso no. Eso… se me acaba de ocurrir.

Él curvó sus manos en torno a los suaves hemisferios de su trasero y los amasó.

– Haré un trato con vos: podéis inventar cuanto queráis, pero no me digáis lo que repetís a partir de vuestros recuerdos.

Ella se detuvo, luego apoyó los brazos en su pecho e hizo descender sus senos hasta tocar piel con piel, acercando más el rostro al suyo. Escrutó sus ojos, seria pero despreocupada: curiosa.

– ¿Nunca espiasteis a vuestros padres?

– ¡Dios santo, no!

Ella rió entre dientes y, tendidos como estaban, desnudos en la oscuridad, su risa ahumada sonó como el paradigma de la malicia. Agachando la cabeza, sacó la lengua y repasó parsimoniosamente su clavícula.

– Habéis llevado una vida entre algodones, milord.

Su roce y su ronroneo vertían calor en las venas de Gyles. Agarrándola por las caderas, la movió y la sostuvo inmovilizada mientras, con su erección palpitante, tanteaba la carne hinchada y húmeda de entre sus muslos.

– A pesar de mi vida entre algodones… -Se interrumpió para buscar la entrada y penetrarla, más allá del estrechamiento y hasta su vaina ardiente. Su gemido le barrió el pecho; notó la resistencia instintiva de su cuerpo y se detuvo, expectante-. A pesar de mi entorno conservador, a pesar de ser uno de los vividores de más éxito en la alta sociedad, creo que todavía podría enseñaros unas cuantas cosas.

Miró hacia abajo y se encontró con los ojos de Francesca. No podía ver su expresión, pero sí sentir la de ella, sentir su sencilla sinceridad al murmurar:

– Estoy más que deseosa de aprender.

Sostuvieron las miradas. Él sentía latir el corazón de ella, en su pecho, en el suave calor de su vaina. Agarrándola con fuerza de las caderas, la empujó hacia abajo y se escurrió un poco más adentro de ella, pulgada a pulgada, deliberadamente, llenándola lentamente hasta colmarla, hasta estar él completamente acomodado en su seno. Durante todo el proceso la miraba a los ojos, viéndolos oscurecerse, nublarse, hasta que cerró los párpados ocultándolos.

Sintió hasta la médula el dulce suspiro con que ella se estremeció, sintió que su cuerpo se fundía en torno a él. Inclinó la cabeza, y ella alzó la suya; se unieron sus labios, y ya no importaba nada más allá de lo que había entre ellos.

Más allá de la pasión, del deseo…, de la necesidad imperiosa que les animaba.

No era tan mal fundamento para un matrimonio.


– ¡Fuera de aquí!

Francesca se despertó con la voz cortante de Gyles. Apartándose la sábana de la cara, asomó los ojos, justo a tiempo de ver cerrarse la puerta de su dormitorio. Desconcertada, se volvió hacia Gyles, que se hallaba a su lado tumbado cuan largo era, caliente, duro y… muy desnudo.

– ¿Qué…?

– ¿Cómo se llama vuestra doncella?

– Millie.

– Debéis enseñar a Millie a no entrar en vuestra habitación por la mañana hasta que la llaméis.

– ¿Porqué?

Girando la cabeza sobre la almohada, la miró y luego empezó a reírse suavemente. Su alegría parecía mecerla a ella en la cama. Con expresión aún divertida, él se giró sobre su lado y la tocó.

– Deduzco -dijo- que nunca espiasteis a vuestros padres por la mañana.

– No, claro que no. ¿Por qué…? -Francesca se interrumpió mientras examinaba sus ojos. Luego se lamió los labios y miró a los de Gyles-. ¿Por la mañana?

– Aja -dijo, y la atrajo hacia sí.


– Lo siento, señora, no volverá a ocurrir, lo juro…

– Está bien, Millie. Fue un descuido mío… Debería haberlo mencionado. No hablemos más de ello. -Francesca esperó no haberse puesto roja. No se lo había mencionado porque tampoco había supuesto que… Apartando la vista de Millie, que seguía retorciéndose las manos, se alisó el vestido mañanero-. Ya estoy lista. Por favor, dígale a la señora Cantle que deseo verla en el salón familiar a las diez.

– Sí, señora. -Contrita aún, Millie hizo una pequeña reverencia.

Francesca se dirigió hacia la puerta. Y al salón de los desayunos. Sustento. Ahora se explicaba el notable apetito que demostraba su madre por las mañanas.

Gyles y Horace habían desayunado un rato antes, y Gyles había salido a montar. Francesca no podía imaginar de dónde sacaría la energía, pero dio gracias por no tener que soportar su mirada, demasiado cómplice, por encima de las tazas.

Lady Elizabeth y Henni se unieron a ella. Una vez que hubieron comido lo que les apeteció, se retiraron al salón familiar. La señora Cantle, no más alta que Francesca pero algo más pechugona, apareció a las diez en punto vestida de negro.

Hizo una inclinación cortés y entrelazó las manos.

– ¿Deseabais verme, señora? -Dirigió la pregunta, con suma imparcialidad, a algún punto situado entre Francesca y lady Elizabeth, que reaccionó con visible azoramiento.

Francesca sonrió.

– Así es. Como lady Elizabeth se trasladará esta tarde a la casa de la viuda, ella y yo deseamos dedicar la mañana a dar una vuelta por la casa para repasar las tareas rutinarias. Me preguntaba si tendría usted tiempo para acompañarnos.

La señora Cantle se esforzó para no sonreír de oreja a oreja, pero le brillaron los ojos.

– Si pudiéramos decidir los menús antes, señora… -Se dirigía directamente a Francesca-. No me atrevo a dejar que el pagano se las componga solo, no sé si me explico. Hay que estar refrenándolo constantemente, la verdad.

El «pagano» tenía que ser Ferdinando.

– Aquí tenéis otro cocinero, según tengo entendido… -Francesca dijo esto mirando a lady Elizabeth, pero fue la señora Cande quien respondió.

– Oh, sí, señora, y eso es más de la mitad del problema. A ninguno de nosotros se le ocurriría negarle a Ferdinando su…

– ¿Arte?

– Sí…, eso es. Se le dan bien los fogones, no hay duda. Pero Cook lleva con la familia toda la vida, ha dado de comer al señor desde que era un niño, sabe cuáles son sus platos favoritos… Y ella y Ferdinando no se llevan bien.

No era difícil imaginar el porqué. Cook era la cocinera hasta que apareció Ferdinando, y entonces fue degradada.

– ¿Cuál es la especialidad de Cook? -La señora Cantle frunció el ceño-. ¿Qué tipo de comidas se le dan especialmente bien? ¿Las sopas? ¿La repostería?

– Los pudins, señora. Su pudín de crema de limón es uno de los favoritos del señor, y su tarta de melaza es para chuparse los dedos.

– Muy bien. -Francesca se puso en pie-. Empezaremos nuestra ronda por las cocinas. Hablaré con Ferdinando y decidiremos los menús, y veremos si puedo ayudar a suavizar un poco las cosas.

Lady Elizabeth se unió a ellas, intrigada. La señora Cantle las condujo a través de la puerta de tapete verde y por una maraña de pasillos y cuartitos. Pasaron junto a Irving y su despensa y se detuvieron a inspeccionar las vajillas y cubertería de plata de la casa.

Mientras continuaban en pos de la señora Cantle, Francesca se volvió hacia lady Elizabeth.

– No se me ha ocurrido preguntaros: ¿cómo os apañaréis en la casa de la viuda? Necesitaréis un mayordomo, y un cocinero y doncellas…

– Ya nos hemos ocupado de todo, querida. -Lady Elizabeth le tocó el brazo-. En una propiedad de esta extensión, siempre hay mucha gente deseando trabajar. Hace una semana que la casa de la viuda está preparada para recibirnos. La doncella de Henni y la mía, y el asistente de Horace, están trasladando nuestras últimas pertenencias al otro lado del parque, y esta tarde iremos a nuestro nuevo hogar.

Francesca vaciló, y finalmente asintió. No le correspondía, y en cualquier caso no en aquel momento, aludir a lo que sin duda lady Elizabeth sentiría al abandonar la casa a la que había llegado de novia y que había administrado tantos años.

Lady Elizabeth rió entre dientes.

– No… No me da pena marcharme. -Hablaba en voz muy baja, para que la oyera sólo Francesca-. Esta casa es muy grande, y las necesidades de Gyles aquí y en Londres son más de las que mis energías me permiten atender debidamente. Estoy más contenta de lo que puedo expresar de que estés aquí, dispuesta y preparada para asumir esa responsabilidad. Francesca miró a los ojos de la condesa viuda. Los tenía grises, como su hijo, pero más amables.

– Me esforzaré al máximo para seguir llevándolo todo tan eficazmente y tan bien como vos.

Lady Elizabeth le apretó el brazo.

– Querida mía, si eres capaz de manejar a Ferdinando, será que estás destinada a hacerlo mejor.

Las cocinas se abrieron ante ellas: dos cuartos inmensos, a cual más grande y tenebroso. El primero, y ligeramente más espacioso, incluía un hogar que ocupaba una pared entera, hornos de ladrillo, asadores de espetón, y planchas de rejillas enormes, suspendidas a ambos lados. Una mesa de trabajo corría todo a lo largo del centro del cuarto; otra más pequeña, en la que presumiblemente comía el servicio, estaba situada en un hueco abierto en una pared. Pucheros y sartenes relucían: en las paredes, en estantes, y colgados del techo de altísimos ganchos. El cuarto era cálido; el aire estaba repleto de deliciosos aromas. Francesca vio que a un lado había una despensa. El cuarto anexo se destinaba al parecer a las tareas de preparación y los fregaderos.

Los dos recintos bullían de frenética actividad. En la mesa central se acumulaban montañas de verduras. En su extremo más alejado había una mujer de rostro rubicundo con sus grandes manos hundidas en un cuenco de masa.

La señora Cantle le susurró a Francesca:

– Ésa es Cook; se llama Doherty, en realidad, pero siempre la llamamos Cook.

Numerosos criados – pinches y criadas de cocina- iban de aquí para allá. Concentrada en su masa, Cook no había levantado la vista: el taconeo de tantas botas sobre las losas y el entrechocar de ollas y cacharros había hecho que le pasara inadvertida su entrada.

Pese al tumulto general, Ferdinando era fácil de localizar. Un hombre delgado, de piel aceitunada, al que una mata de pelo negro azabache le caía sobre la frente mientras manejaba un cuchillo a velocidad de vértigo, se alzaba al otro lado de la mesa central, impartiendo una cascada de órdenes en un inglés con un muy marcado acento extranjero; se dirigía a las dos criadas que revoloteaban y zumbaban a su alrededor como abejas.

La señora Cantle se aclaró la garganta. Ferdinando levantó la vista.

Primero vio a la señora Cande, luego reparó en Francesca. Su cuchillo se detuvo en el aire. De golpe, se quedó boquiabierto.

Al haber llegado Francesca con retraso para su boda, ésta era la primera vez que Ferdinando la veía. Francesca se sintió aliviada cuando la señora Cantle dio unas palmadas para atraer la atención de los demás.

Todo el mundo se detuvo. Todos se quedaron mirando.

– La señora condesa ha venido a inspeccionar las cocinas.

Francesca sonrió. Pasó por delante de la señora Cantle. Recorrió la sala con la mirada, deteniéndose brevemente en cada rostro, para detenerse finalmente al llegar hasta Cook. Hizo una inclinación de cabeza.

– Usted es Cook, según creo.

La mujer se sonrojó y amagó una reverencia, levantando las manos sólo para, inmediatamente, volver a hundirlas en la masa.

– Ah…, lo siento, señora. -Buscó desesperadamente un trapo por las inmediaciones.

– No, no… No quisiera interrumpirla. -Francesca echó una ojeada al interior del cuenco.

– ¿Esto es para el pan de hoy?

Tras una mínima pausa, Cook contestó:

– Para la hornada de la tarde, señora.

– ¿Hace usted pan dos veces al día?

– Sí, señora… No es tanto trabajo de más, y así siempre está recién hecho.

Francesca asintió. Oyó que Ferdinando se agitaba y se giró hacia él.

– ¿Y usted es Ferdinando?

Él se cruzó el cuchillo delante del pecho e hizo una inclinación.

Bellísima, -murmuró.

Francesca le preguntó de qué parte de Roma era. En italiano.

Él volvió a quedarse completamente boquiabierto; cuando se hubo repuesto, prorrumpió en una parrafada torrencial en apasionado italiano. Francesca dejó que se desahogara sólo un momento, y luego lo acalló.

– Ahora -dijo-, deseo discutir los menús de hoy. Señora Cantle… ¿Tiene usted papel y pluma?

La señora Cantle salió muy diligente a cogerlos de su habitación. Ferdinando aprovechó la ocasión para recitar sus sugerencias…, en italiano. Francesca escuchaba y asentía. Cuando la señora Cantle volvió y se sentó dispuesta a tomar nota, Francesca hizo parar a Ferdinando levantando un dedo, y a continuación enumeró los platos de su repertorio que había elegido para la hora de la comida. Luego se volvió hacia Cook,

– Y para el té, yo siento debilidad por los brioches al estilo de Devon.

Cook alzó la vista; con la sorpresa en los ojos, pero le faltó tiempo para asentir.

– Sí… Yo os los puedo hacer.

Ferdinando irrumpió con prolijas sugerencias; Francesca le hizo una seña para que callara.

– En cuanto a la noche… -Detalló el menú de la cena, dejando claro que Ferdinando quedaba encargado de los diversos platos, lo que apaciguó a su vanidad herida. A continuación llegó a los postres.

– Pudins. Me han hablado de un plato… Un pudín de crema de limón. -Miró a Cook-. ¿Lo conoce?

Cook lanzó una mirada fugaz a la señora Cantle, pero asintió.

– Sí.

– Bien. De momento, Cook, usted será la encargada de preparar los pudins de nuestras cenas.

Por la expresión que puso, se notó que Ferdinando se sentía ultrajado.

– Pero… -A lo que siguió una retahíla de postres italianos.

Francesca lo miró directa y fijamente y dijo en italiano:

– ¿Es usted consciente de que su señor es inglés, o no?

Ferdinando la miró desconcertado. Siempre en italiano, Francesca dijo:

– Aunque usted y yo sepamos de platos italianos, puede que le convenga extender su pericia a los pudins ingleses.

– No sé nada de esos pudins.

En boca de Ferdinando la palabra pudins estaba cargada de desprecio. Francesca se limitó a sonreír.

– Si fuera usted verdaderamente sabio y quisiera triunfar, le pediría a Cook que le enseñara cómo se hacen los pudins ingleses.

Ferdinando puso cara de pocos amigos.

– A ésa no le gusto nada.

– Ah, pero ahora que comprende usted que sus enseñanzas pueden resultarle útiles, podría encontrar la manera…, tal vez ofreciéndose a enseñarle a decorar sus pudins. Asegurándose, por supuesto, de que ella se dé cuenta de que comprende la importancia de sus pudins para la comida en su conjunto. Yo esperaré de usted que trabaje en coordinación con ella para asegurar el equilibrio de sabores.

Ferdinando se quedó mirándola. El segmento en italiano de su conversación se había desarrollado a gran velocidad, y había durado menos de un minuto. Con una sonrisa serena, Francesca cabeceó en señal de aprobación.

– Muy bien. Y ahora… -Dio rápidamente media vuelta y se dirigió a la puerta que llevaba otra vez a la casa, sobresaltando a Irving y a un pequeño ejército de lacayos que se habían congregado a escuchar. Francesca inclinó cortésmente la cabeza y pasó muy decidida-. ¿Señora Cantle?

– Voy, señora.

Lady Elizabeth cerró el cortejo, esforzándose por ocultar una sonrisa.

El resto de la ronda deparó menos incidencias, pero estuvo cargado de detalles. Para cuando volvieron a la planta baja, Francesca tenía una partidaria acérrima en la señora Cantle. Se sintió aliviada de que hubiera resultado tan fácil ganarse al ama de llaves. Dadas las dimensiones de la casa y la complejidad de su administración, un apoyo de confianza era algo que iba a hacerle falta.

– Lo has hecho muy bien, querida. -Lady Elizabeth se desplomó en su butaca del salón familiar. La señora Cantle había regresado a sus ocupaciones; Henni hacía punto en su butaca, lista para escuchar su informe-. Te metiste a Cantle en el bolsillo en el momento en que mostraste tu intención de apaciguar a Cook. Cantle y ella se conocen de toda la vida, llevan aquí desde que eran muchachas.

Lady Elizabeth miraba al otro lado del salón, donde Francesca se había acomodado en el diván.

– Corrijo, ya estaba predispuesta en tu favor desde antes: invitarla a acompañarnos de entrada ha sido un golpe de genio.

Francesca sonrió.

– Quería asegurarme de que comprendía que la valoro.

– Has conseguido convencer de eso a todos.

– También valoro lo que Henni y vos habéis hecho para facilitarme las cosas. Hubiera sido mucho más difícil sin vuestra ayuda.

Las dos mujeres parecieron sorprenderse, y se ruborizaron.

– Bueno, pero por si no has caído en ello -dijo Henni bruscamente-, esperamos recibir informes periódicos una vez que estenios instaladas en la casa de la viuda.

– Informes periódicos frecuentes. -Lady Elizabeth apretó los labios-. Aún no puedo creer que un hijo mío pueda ser tan idiota como para pensar que un Rawlings se las puede arreglar con un matrimonio… -aquí hizo un gesto displicente- distante. Tendrás que venir a tranquilizarme diciéndome que, de hecho, va entrando en razón.

Pero, ¿entraría en razón? Esa pregunta era la que preocupaba a Francesca. Le preocupaba menos el tiempo que pudiera llevarle. Se habían casado; el matrimonio era para toda la vida. Estaba dispuesta a esperar unos pocos meses, incluso un año: llevaba esperando toda la vida.

A él.

Esperando la ocasión de hacer realidad su sueño.

Después de comer, fueron todos dando un paseo hasta la casa de la viuda, atravesando el parque bajo los inmensos árboles. No estaba lejos, aunque la casa no se viera desde el castillo, oculta por los árboles y un pliegue del terreno.

Después de dar una vuelta por la bonita casa de estilo georgiano, y compartir el té que les sirvió una doncella a todas luces abrumada por su reciente ascenso, Francesca y Gyles volvieron solos al castillo.

En el recibidor, Wallace requirió a Gyles para un asunto de administración de la hacienda. Él se excusó y la dejó; Francesca subió las escaleras y fue hasta su dormitorio en desacostumbrada soledad: un lujo del que no había disfrutado últimamente. Aunque era casi la hora de vestirse para la cena, no tocó la campana para llamar a Millie, sino que aprovechó el momento para dejar vagar sus pensamientos, de pie junto a la ventana.

No necesitó mucha reflexión para admitir que cualquier presión por su parte, cualquier manifestación explícita de que quería más de él, lo alejaría de ella; al menos, emocionalmente. Se cerraría en banda, y ella no sería capaz de llegar a él: era lo bastante fuerte como para resistirse a ella si se lo proponía.

Tendría que tener paciencia. Y confiar. Y tratar de salvaguardar su corazón.

Y hacer la única cosa que estaba en su mano para nivelar la balanza.

Desgraciadamente, esa línea de acción era incompatible con la salvaguarda de su corazón.

Tomó una inspiración profunda, la retuvo, y luego exhaló y regresó a la habitación. Se acercó al tirador de la campanilla y llamó a Millie.

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