Capítulo 17

El amor era algo que llegaba lentamente, con pasos silenciosos. Algo que se cernía sigilosamente sobre un hombre, le cogía desprevenido y le hacía prisionero. Ella había dicho que se sentía ahora como una prisionera; y estaba cautiva, bien lo sabía, del mismo amor que le tenía a él en sus garras. Ni él ni ella podían liberarse. Ya no.

Era demasiado tarde para echarse atrás. Demasiado tarde para maniobras evasivas. Una vez que el amor te golpeaba, era una enfermedad incurable. Imposible de erradicar.

Gyles lo había admitido, finalmente, aunque no sin resistencia; pero las largas horas que había pasado la noche anterior abrazándola fuertemente contra sí le habían revelado una realidad mucho más absoluta de lo que él creía posible.

El amor era, sin más. No pedía permiso, no precisaba decisión alguna. Vivía. Vivía en él.

Los pensamientos de Gyles se sucedían mientras él se desabotonaba la camisa junto a su cómoda. Wallace volvió a entrar; Gyles se sentó en una silla y le permitió quitarle las botas. Se quedó en la silla, con la mirada fija al otro lado de la habitación, pero sin ver.

¿Qué hacer? El recuerdo de sus ojos, justo antes de darse media vuelta y dejarle, estaba grabado en su mente. Podía erradicar esa mirada con dos sencillas palabras, reinstalar su gloriosa sonrisa. Podía decírselas, y luego intentar construir un marco para su vida en común. ¿Sería eso prudente? ¿Podía confiar en ella?

Un rinconcito de su mente le susurraba que sí, el resto de él salía corriendo dando gritos sólo de pensarlo. ¿Confiarle a una mujer su corazón, la llave de sus defensas? ¿Conferirle la capacidad de destruirle? La idea iba profundamente en contra de sus principios; si el bárbaro tenía la firme voluntad de protegerla, estaba igualmente comprometido a protegerse a sí mismo.

Tenía que haber alguna otra salida. Se puso en pie. Se sacó la camisa del cinto y acabó de desabrochársela.

Los términos de su matrimonio -términos que él había especificado- resonaban en su cabeza. Ella le había dado todo lo que había pedido. Todo excepto…

La verdad se le reveló de golpe, conmocionándole.

Desvió la mirada hacia la puerta que comunicaba sus habitaciones y la fijó en ella. Mascullando una maldición, atravesó el dormitorio, la abrió y la cruzó. Acordándose de Wallace, la cerró tras de sí.

Le llevó un momento localizarla en la penumbra iluminada por la luna. Estaba al otro lado de la cama, en una butaca desplazada para que quedara de cara a la ventana. Ella le dirigió una mirada fugaz. Mientras rodeaba la cama, la vio enjugarse los ojos disimuladamente.

Se paró detrás de la butaca.

– ¿Por qué no me lo habéis dicho?

Ella volvió la cabeza hacia arriba para mirarle.

– ¿Deciros qué?

Su voz sonó espesa, su desconcierto auténtico.

Gyles apretó la mandíbula.

– Estáis embarazada.

Sus ojos muy abiertos le dijeron que lo sabía, pero que lo había olvidado, al menos momentáneamente. Giró el tronco para quedar parcialmente frente a él.

– Yo… no estaba segura. El retraso es de sólo unas semanas…

Llevaban casados siete semanas.

El choque de sus emociones fue tan poderoso que le hizo tambalearse, conmocionado físicamente, emocionalmente perdido. El futuro se había vuelto de pronto mucho más peligroso, mucho más precioso… para él.

¿Qué suponía esto para ella?

Los enormes ojos que le contemplaban, verdes incluso en la penumbra, brillaban intensamente. Le observaba, esperando…

No podía pensar. Su mente se disparaba en doce direcciones a la vez, presa del pánico, colapsada. Tenía que mantenerla a salvo, tenía que librarla del peligro. La miró a los ojos. No podía explicarse; no daba con las palabras, no podía hacerles traspasar el cerrojo que había puesto a su corazón. No podía enfrentarse a la vulnerabilidad de Francesca. Le había dejado pensar que la estaba rechazando. Si ahora solicitaba su compañía, ¿le rechazaría ella? Posiblemente. Si se lo ordenaba, ¿iría? No. Y, sin embargo, tenía que alejarla. Tenía que hacerlo.

Tomó una profunda inspiración, se preparó mentalmente para la lucha. Hizo una seca inclinación de cabeza.

– Partiré a Londres por la mañana.

Ella abrió la boca, atónita. Luego su pecho se hinchó; su mirada se incendió.

– ¿Ah, sí? ¿Debo interpretar que estáis invocando nuestro acuerdo?

– Sí. -Las sombras ocultaron su decepción-. Seguiremos cada uno su camino.

– ¡Esperad! -La palabra resonó con furia, caliente esta vez, no fría. El le dio la espalda mientras ella se levantaba como un resorte de la butaca-. ¡Si vos os vais a Londres, también yo!

El contuvo la respiración, buscando el tono adecuado.

– No tenía noticia de que tuvierais contactos en la capital.

– Tengo intención de hacer algunos. -Su voz vibraba de ira. Levantó la barbilla-. Estoy segura de que habrá mucha gente deseosa de entablar amistad con vuestra condesa.

Gyles consiguió no exteriorizar reacción alguna. Consiguió inclinar fríamente la cabeza.

– Lo que digáis.

Creyó oírla rechinar los dientes.

– ¡Sí! ¡Lo digo! -Lanzó los brazos al aire-. Os he ofrecido más de lo que me pedisteis, más de lo que esperabais de nuestro matrimonio. He sido comprensiva y paciente. ¡Qué paciencia he tenido!

Empezó a dar vueltas por la habitación, asaeteándole con palabras.

– No os he reclamado nada, no os he presionado… ¡He esperado, con la máxima discreción de que he sido capaz, a que entrarais en razón! ¿Y lo habéis hecho? ¡No! Trazasteis vuestro camino, diseñasteis exhaustivamente nuestro matrimonio, incluso antes de conocerme. Y aunque sus posibilidades sean mucho mayores de las que imaginasteis, ¿reconsideraréis vuestros puntos de vista? ¡No! ¡Sois demasiado cabezota para cambiar de opinión, aunque sea en vuestro propio interés!

Las faldas le iban haciendo remolinos mientras daba vueltas en círculo alrededor de él, despidiendo llamas por los ojos, gesticulando dramáticamente con las manos.

– ¡Muy bien! ¡Si sois tan insensible como para dar la espalda a lo que podría ser, que así sea! ¡Volved a Londres con vuestras deslumbrantes amantes! Pero no me abandonaréis aquí, enclaustrada en vuestro castillo. Yo también me voy a Londres… y, desde luego, pienso divertirme tanto como me plazca. -Le dirigió una mirada aviesa-. Lo que alimenta al caballo, alimenta a la yegua.

No esperó a obtener una respuesta, sino que se apartó de él. Su furia vibraba en el aire que la rodeaba. Se detuvo, dándole la espalda. De brazos cruzados, se quedó mirando por la ventana.

Gyles dejó pasar un momento -hubiera sido imprudente mostrarse de acuerdo demasiado rápido- y entonces dijo, fría y pausadamente:

– Como gustéis. Daré órdenes para que vengáis conmigo mañana.

Durante toda su filípica, él se había mantenido en las sombras. Había urdido un plan y había conseguido lo que quería, lo que necesitaba… y aparte, bastante más. La historia de su matrimonio.

La oyó sollozar. Sin darse la vuelta asintió, en una altiva manifestación de acuerdo. El, con rostro impasible, cruzó hasta la puerta de su habitación. La abrió y vio a Wallace, que le esperaba, impaciente.

– La señora condesa y yo partiremos a Londres mañana, lo más temprano posible. Tenemos previsto establecer allí nuestra residencia en el futuro inmediato. Ocúpese de ello.

Wallace hizo una inclinación.

– Por supuesto, señor. -Lo pensó durante apenas un momento-. Creo que podemos estar listos para salir hacia las once.

Gyles asintió.

– Puede irse; no le necesitaré más esta noche.

Wallace hizo otra inclinación. Gyles le vio salir y se dio la vuelta… y descubrió a Francesca justo detrás de él. Cerró la puerta.

– ¿Satisfecha?

Estaban muy cerca el uno del otro, cara a cara en la penumbra. Ella se puso de puntillas, acercando aún más sus caras. Su expresión era beligerante; la ira reprimida iluminaba sus ojos.

– Los Rawlings son tan terriblemente testarudos…

Su mirada afilada sostuvo la de Gyles por un instante; luego se dio media vuelta y atravesó la habitación con un silbar de sedas deslizándose.

Gyles la observó marchar afilando él mismo la mirada, repitiéndose mentalmente sus palabras; entonces cayó en la cuenta. Ella también era una Rawlings, había nacido Rawlings. Soltó el pomo de la puerta y la siguió hasta su cama.


Había apostado mucho a que un hombre obstinado cambiara de parecer.

Sentada en el carruaje, al día siguiente, mientras avanzaban traqueteando, Francesca tuvo tiempo de sobra para reflexionar sobre ese hecho. Para considerar todo lo que había arriesgado: su felicidad futura; su vida, de hecho, pues ya se había comprometido demasiado a fondo para echarse atrás. Había puesto su corazón en la balanza al permitirse enamorarse de él; aquello estaba hecho y no podía deshacerse.

Tampoco se trataba sólo de su futuro, sino del de él también, aunque él se resistiera a reconocerlo. Estaba segura de que él comprendía la verdad, pero conseguir que lo admitiera, que actuara en consecuencia… Ahí estribaba la dificultad.

¿Cómo conseguir que cambiara de actitud? La cuestión la tuvo absorta mientras los kilómetros se sucedían. Todo parecía girar en torno a quién de los dos era más tozudo… o a si ella estaba dispuesta a arriesgarlo todo para conquistar su sueño.

Trató de prever el desarrollo de los acontecimientos, de prepararse imaginando las distintas posibilidades. Constantemente se interferían recuerdos de la noche anterior. Pero no quería pensar en eso.

En cómo él había cerrado una mano en torno al pelo de su nuca y la había hecho volverse hacia él. En cómo le había echado la cabeza hacia atrás y la había besado como si estuviera muerto de hambre. En cómo sus manos le habían corrido por encima, arrancándole las sedas, hambriento de su piel, de su carne, de su cuerpo. La sensación de tenerle encima de ella, alrededor de ella, dentro de ella, duro e imperioso, exigente. La había deseado y tomado, despiadado como un conquistador, y ella le había seguido el juego en todo momento. Provocativa, desafiante, complaciéndose por su parte en el ánimo posesivo de él, animándole temerariamente a seguir.

Reteniéndole junto a ella mucho tiempo después, cuando la tempestad había pasado dejándoles exhaustos.

Le miró por el rabillo del ojo, estudiando brevemente su perfil. Con un codo apoyado en el antepecho de la ventanilla y la barbilla en esa misma mano, observaba sucederse el paisaje de las calles de Londres.

Se había despertado aquella noche y lo había encontrado hecho un ovillo en torno a ella, con el pecho contra su espalda y una mano extendida, en actitud protectora, sobre su estómago. Al volver a despertarse por la mañana -la había despertado la bulliciosa actividad de las doncellas-, él ya no estaba. El caos de la mañana no le había dejado tiempo para pensar, ni mucho menos reflexionar, hasta que salieron sobre ruedas del parque y Jacobs hubo enviado su equipo hacia la capital.

Se habían detenido en la casa de la viuda, pero lady Elizabeth y Henni estaban fuera paseando. Les había recibido Horace, tan jovial como siempre, sin sorprenderse de que se permitieran «una escapada sorpresa a la capital». Le dejaron mensajes de despedida.

Horace había centrado sus pensamientos mientras atravesaban Berkshire a toda velocidad. Horace, que había sido para Gyles la figura paterna durante sus años de formación: los años en que un muchacho aprendía por la observación el modo en que los hombres se comportaban con las mujeres. Era evidente que Horace le profesaba a Henni una sincera adoración, pero esa percepción se debía más a la serena felicidad de Henni que a un comportamiento manifiesto por parte de Horace.

Horace había enseñado a Gyles a ser un caballero, y Horace evitaba cualquier exteriorización clara de afecto o amor hacia su mujer, al margen de cuáles fueran sus verdaderos sentimientos.

Mirando a Gyles de reojo, Francesca repasó mentalmente el catálogo que había reunido de las acciones y los pequeños gestos, casi enterrados bajo su actividad cotidiana, que le habían permitido mantener vivas sus esperanzas.

Él había intentado, deliberadamente, hacer añicos esas esperanzas, llevarla a creer que renegaba completamente de ella, negar cualquier posibilidad de que sus sueños se transmutaran en realidad, y, no obstante, sus acciones habían dicho en todo momento otra cosa.

No sólo sus acciones en el lecho compartido, aunque el tenor de éstas, ciertamente, no respaldaba la imagen exterior que él pretendía proyectar: la de un amante experto que permanecía, con todo, emocionalmente indiferente a ella. Reprimió una exclamación desdeñosa: él nunca había sido emocionalmente indiferente a ella. ¡Qué idea!

Lo que no sabía era cómo podía esperar él que ella se lo creyera.

Sobre todo cuando había otras mil cosas que le delataban. Como su forma de preocuparse cuando se detuvieron a comer en una posada. ¿Estaba bien abrigada, seguro que no tenía frío? ¿Estaban suficientemente calientes los ladrillos puestos a sus pies? ¿Era de su agrado la comida?

¿La tomaba por ciega?

Él sabía que no lo estaba. Esto la desconcertaba. Era como si él aceptara que ella sabía, o al menos sospechaba, que sentía algo más por ella, pero a la vez deseara, o incluso esperara, que ella fingiera que no lo sabía.

Eso, para ella, no tenía sentido y, sin embargo, no resultaba -estaba segura de ello- un resumen inexacto de su situación actual.

Él decía una cosa, pero quería decir, y deseaba, otra distinta. Había dicho que seguirían cada uno su camino: le sorprendería sobremanera que eso llegara a ocurrir.

¿Pretendía que representaran de puertas afuera algún tipo de mascarada, como Horace y Henni? ¿Esperaba que se aviniera a eso? ¿Podía ella hacerlo?

Con total sinceridad, ella dudaba que pudiera. Su temperamento no se prestaba a ocultar sus emociones.

¿Era por ahí por donde él deseaba que se encaminaran?

Y en tal caso, ¿por qué?

Ella le había hecho una pregunta la noche anterior, y se había negado a contestarle. No tenía sentido volverle a preguntar, aunque el contexto no fuera exactamente el mismo. En el fondo, era la misma pregunta… La misma pregunta con la que se tropezaba una y otra vez… Siempre la misma.

Así que tendría que seguir tirando hacia delante, hallar la forma de avanzar, sin la respuesta. Era como si estuviera librando una batalla en un campo oscurecido por la niebla; luchando por su futuro, y el de él, sin saber qué obstáculos se interponían en su camino, ni dónde. Si él pensaba que se iba a desanimar, a rendirse, y a conformarse con menos que el amor declarado y duradero que había anhelado siempre, y más ahora que sabía que podía ser, con sólo que él permitiera que fuera, iba a tener que volvérselo a pensar. Rendirse en la batalla no era su fuerte.

Desgraciadamente, tampoco el de él.

Le dirigió de soslayo una mirada calculadora. Ya lo verían.

El carruaje aminoró la marcha y giró por una esquina. Un parque inmenso apareció a su derecha.

Gyles la miró.

– Hyde Park. Donde los de la sociedad elegante acuden para dejarse ver.

Ella se inclinó para mirar más allá de él.

– ¿Y debería yo dejarme ver por allí?

El vaciló, y luego dijo:

– Os llevaré un día a dar una vuelta en coche por la avenida.

Ella volvió a reclinarse en el asiento mientras el carruaje daba la vuelta a otra esquina. Casi de inmediato, aminoró la marcha.

– Hemos llegado.

Francesca echó un vistazo al exterior y vio una fila de elegantes mansiones. El coche se detuvo ante una de ellas; el número 17 brillaba sobre la mampostería que flanqueaba la puerta.

Se abrió la puerta del carruaje. Gyles pasó junto a ella y descendió, y luego le tendió la mano para que bajara a la acera. Ella levantó la vista y contempló la puerta pintada de verde, la reluciente aldaba dorada.

Detrás de ella, Gyles musitó:

– Nuestro hogar de Londres.

La condujo escaleras arriba hasta el resplandeciente recibidor. Los sirvientes les estaban esperando, puestos en fila para saludarla, con Wallace a la cabeza y Ferdinando algo más adelante. Habían viajado en la calesa de Gyles, por delante del carruaje principal. Wallace le presentó a Francesca a Irving el Joven, y a continuación se quedó atrás mientras Irving le presentaba a la señora Hart, el ama de llaves, una mujer delgada de aspecto algo ascético, oriunda de Londres a juzgar por su acento. Entre los dos, Irving y la señora Hart, le presentaron a todos los demás; luego la señora Hart musitó:

– Me atrevo a suponer que estaréis deseando descansar, milady. Os mostraré vuestra habitación.

Francesca echó un vistazo alrededor. Gyles estaba de pie bajo la araña, observándola.

Ella se dirigió hacia él, volviéndose a mirar a la señora Hart.

– No estoy cansada, pero me encantaría un poco de té. Por favor, tráigalo a la biblioteca.

– De inmediato, señora.

Llegando junto a Gyles, le tomó del brazo.

– Venid, milord. Mostradme vuestra guarida.


Tendría que haberse plantado y haberla conducido al salón. Al cabo de dos días, Gyles tuvo conciencia clara de su error. Ahora la biblioteca, que en aquella casa hacía asimismo las funciones de despacho, era la guarida de Francesca tanto como la suya.

Reprimió un suspiro y frunció el ceño ante la carta desplegada sobre el papel secante de su escritorio. Era de Gallagher. Dirigió una mirada a donde Francesca se hallaba leyendo, sentada en una butaca frente a la chimenea.

– La casa de los Wenlow… ¿La recordáis?

Ella levantó la vista.

– ¿La que está en una hondonada al sur del río?

– El tejado tiene goteras.

– Es una de un grupo de tres, ¿no?

El asintió.

– Son todas iguales, construidas al mismo tiempo. Me pregunto si debería ordenar que se reconstruyan los tres tejados.

La miró, y vio la reflexión surcando su rostro.

– El invierno se nos echa encima; si se forman goteras en otro de los tejados y está nevando, será difícil de reparar.

– Aunque no nieve. Estos tejados viejos se hielan de tal forma que, incluso sin nieve, es peligroso hacer subir a los hombres. -Gyles colocó una hoja de papel nueva en el secante y cogió una pluma-. Le diré a Gallagher que cambie los tres.

Mientras escribía, ella siguió leyendo, pero levantó la vista al sellar él la carta.

– ¿Hay más noticias?

Le contó todo lo que Gallagher le decía. De allí, pasaron al tema de las leyes sobre las que estaba él investigando. Estaban inmersos en una discusión sobre demografía en relación al derecho de sufragio cuando entró Irving.

– Ha llegado el señor Osbert Rawlings, milord. ¿Le recibiréis?

Gyles reprimió un «no». Osbert no tenía por costumbre ir de visita sin algún motivo.

– Hágale pasar.

Irving hizo una inclinación y partió; al cabo de un minuto, regresó seguido de Osbert. Al ser anunciado, Osbert hizo una inclinación de cabeza a Gyles, que se puso en pie.

– Primo. -Su mirada se desvió a Francesca; Osbert sonrió, radiante-. Querida prima Francesca… -Se interrumpió, miró a Gyles y luego de nuevo a ella-. Puedo llamaros así, ¿no?

– Por supuesto. -Francesca sonrió y le tendió la mano. Osbert la tomó y se inclinó sobre ella-. Siéntese, se lo ruego, ¿o tiene que tratar de algún asunto con Gyles?

– No, no. -Osbert se apresuró a acomodarse en la otra butaca-. Me enteré de que estabais en la ciudad y pensé que debía pasar a daros la bienvenida a la capital.

– Qué amable -replicó Francesca.

Conteniendo un bufido, Gyles volvió a sentarse en la silla de detrás de su escritorio.

– Y -Osbert rebuscó en sus bolsillos- espero de verdad que no lo consideréis una impertinencia, pero he escrito una oda… a vuestros ojos. ¡Ah, aquí está! -Blandió un pergamino-. ¿Os gustaría que la leyera?

Gyles sofocó un gruñido y buscó refugio tras un boletín de noticias. Aun así, no pudo evitar oír los versos de Osbert. En realidad, ni siquiera eran malos: simplemente carecían de inspiración. El podría haber pensado diez frases mejores para expresar más adecuadamente el fascinante atractivo de los ojos esmeralda de su esposa.

Francesca dio las gracias educadamente a Osbert y pronunció varias frases de ánimo, lo que llevó a Osbert a regalarle los oídos con lo mucho que disfrutaría de la vida de la alta sociedad, y la alta sociedad de ella. Esto último hizo que Gyles frunciera los labios, pero entonces Francesca reclamó su atención sobre algún punto y hubo de bajar el boletín de noticias y responder sin poner mala cara.

Gyles aguantó la cháchara de Osbert cinco minutos más antes de que la desesperación diera a luz a la inspiración. Poniéndose en pie, llegó hasta donde se hallaban sentados Francesca y Osbert. Francesca levantó la vista.

– No sé si recordáis, querida mía, que os dije que os llevaría a dar una vuelta en coche por el parque. -Gyles volvió su calmada expresión hacia Osbert-. Me temo, primo, que, si he de darle a probar a Francesca un poco de todo lo que tan elocuentemente le has descrito, tendremos que salir ya.

– ¡Ah, sí! ¡Por supuesto! -Osbert descruzó sus largas piernas y se puso en pie. Tomó a Francesca de la mano-. Lo disfrutaréis, estoy seguro.

Francesca se despidió de él. Osbert presentó sus respetos a Gyles y se fue más contento que unas pascuas.

Gyles le observó retirarse con ojos entrecerrados.

– Bien, milord.

Se volvió a mirar a Francesca, que lo miraba sonriente, con la cabeza ladeada.

– Si vamos a ir a dar una vuelta por el parque, será mejor que vaya a cambiarme.

Una lástima: su aspecto era delicioso tal cual estaba. La moldeada línea del escote de su vestido de diario atraía su mirada, el suave tejido se adhería a las curvas del cuerpo invocando a sus sentidos. Pero pasaría frío en la calesa. Le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Ordenaré que preparen el coche. En quince minutos, en el recibidor.

Ella lo dejó con una carcajada y una de sus gloriosas sonrisas.


Era la hora a la que salía la gente elegante, y la avenida estaba repleta de carruajes de todo tipo. Los más amplios y formales, berlinas y landós, estaban aparcados a lo largo de los laterales, mientras que los más pequeños y ligeros, faetones y calesas, iban traqueteando por en medio. La velocidad no tenía importancia: nadie tenía ninguna prisa; el único propósito del ejercicio era ver y ser visto.

– ¡Qué cantidad de gente hay aquí! -Desde su posición privilegiada en el asiento de la cabina, Francesca miraba a su alrededor-. Pensaba que en esta época del año, la ciudad estaría medio vacía.

– Está medio vacía. -Gyles dividía su atención entre el carruaje de delante y los ocupantes de los carruajes de los lados-. Durante la temporada social, el césped está medio cubierto, y hay más gente paseando a caballo. Lo que estáis viendo es básicamente la elite de la alta sociedad, los que tienen asuntos, políticos por lo general, que los traen para el periodo de sesiones de otoño.

Francesca dio un repaso a las filas.

– Así que éstas son las damas que más me conviene llegar a conocer.

Gyles enarcó las cejas, pero asintió con la cabeza.

Entonces frenó a sus caballos para llevar la calesa cerca de un carruaje de los del lateral. Francesca miró y se le iluminó la cara.

– ¡Honoria!

– ¡Francesca! ¡Qué delicia! -Honoria miró a Gyles y, sin dejar de sonreír, hizo una inclinación de cabeza-. Milord. No sé cómo deciros lo encantada que estoy de veros aquí.

La sonrisa con que Gyles correspondió fue fría. Francesca le enarcó fugazmente las cejas a Honoria; la rápida mirada que obtuvo por respuesta decía claramente: «Os lo explicaré más tarde.»

Honoria hizo un gesto a las otras damas que compartían la calesa.

– Permitidme que os presente a la tía de Diablo, lady Louise Cynster, y a sus hijas, Amanda y Amelia.

Francesca intercambió saludos, sonriendo al adivinar los pensamientos que se escondían tras los ojos muy abiertos de las muchachas. Ambas personificaban el arquetipo de la rubia belleza inglesa, con sus tirabuzones dorados, los ojos azules como el cielo despejado y el cutis lechoso y delicado.

– ¿Sois mellizas?

– Sí. -Amanda seguía aún repasándola de arriba abajo.

Amelia suspiró.

– Sois asombrosamente hermosa, lady Francesca.

Francesca sonrió.

– Ustedes son muy hermosas también.

Un pensamiento le vino de pronto a la cabeza; abrió mucho los ojos y sofocó una risa.

– ¡Oh, disculpadme! -Lanzó una mirada traviesa a Honoria y Louise-. Se me acaba de ocurrir que si hiciéramos una entrada, las tres juntas, Amelia a un lado, yo en medio, y Amanda a mi otro costado-, causaríamos un efecto bastante extraordinario.

El contraste entre la palidez de ellas y su exótico color era muy pronunciado.

Louise sonrió. Las gemelas parecieron intrigadas.

Honoria se echó a reír.

– Causaría sensación.

Gyles cruzó su mirada con Honoria, con ojos airados.

La sonrisa de Honoria se hizo más ancha; se volvió hacia Francesca.

– Tenéis que venir a comer con nosotros; Diablo querrá volveros a ver, y os hemos de presentar a los demás. ¿Cuánto tiempo vais a quedaros?

Gyles dejó que respondiera Francesca. Encaramado junto a ella en el asiento de la cabina de la calesa, se sentía cada vez más expuesto. Se alegró cuando, una vez intercambiados todos los detalles de interés, se despidieron de Honoria y sus acompañantes y pudo seguir adelante.

No llegaron muy lejos.

– ¡Chillingworth!

Conocía esa voz. Le llevó un momento localizar el turbante que coronaba un par de ojos color obsidiana que eran el terror de la alta sociedad. Lady Osbaldestone le indicaba imperiosamente que se acercara. Sentada junto a ella en su vieja berlina, observando con una sonrisa resabiada, se hallaba la duquesa viuda de St. Ives.

Gyles se tragó un exabrupto; no habría hecho sino intrigar a Francesca, y de todas formas no tenía elección. Desvió la calesa hacia el lateral y la condujo junto al cupé.

Lady Osbaldestone sonrió de oreja a oreja, asomando por la ventanilla de la berlina, y se presentó.

– Conocía a vuestros padres, querida mía: tuve ocasión de visitarlos en Italia; vos sólo tendríais tres años por entonces. -Se reclinó en el asiento y asintió benévolamente. Sus negros ojos relucían de profunda satisfacción-. Me complació enormemente enterarme de vuestra boda.

Gyles sabía que el comentario iba dirigido a él.

Francesca sonrió.

– Gracias.

– Y yo, querida mía, debo añadir también mis felicitaciones. -La duquesa viuda, con una expresión cálida en sus ojos verde claro, tomó la mano de Francesca-. Y sí -dijo, sonriendo en respuesta a la pregunta que asomaba en el rostro de Francesca-, habéis conocido a mi hijo y él me ha hablado maravillas de vos; y, por supuesto, Honoria me lo ha contado todo.

– Estoy encantada de conoceros, Excelencia.

– Y vais a vernos más, querida mía, no me cabe duda, así que no os retendremos más a Chillingworth y a vos. Va a empezar a hacer fresco, y estoy segura de que vuestro marido estará deseando privarnos de vuestra compañía.

A Gyles no se le pasó por alto el centelleo de sus ojos, pero replicar estaba fuera de lugar: era demasiado peligroso. Tanto Francesca como él hicieron una reverencia; y escapó tan deprisa como se atrevió.

– ¿Son… cómo se las describe…? Grandes dames?

– Las más grandes. No os engañéis. Ejercen un poder considerable, a pesar de su edad.

– Son más bien imponentes, pero me han gustado. ¿A vos no os gustan?

Gyles soltó un resoplido y siguió adelante.

– ¡Gyles! ¡Hoo-la!

Gyles hizo reducir la marcha a sus caballos.

– ¿Mamá?

Tanto él como Francesca buscaron en derredor, hasta que él vio a Henni saludando desde un carruaje aparcado más adelante.

– Santo cielo. -Condujo hasta donde estaban y tiró de las ríendas-. ¿Qué diantre estáis haciendo aquí?

Su madre lo miró con los ojos muy abiertos.

– No sois los únicos a los que puede apetecer una vuelta por la capital. -Soltó la mano de Francesca-. Y, por supuesto, Henni y yo queríamos estar aquí para respaldar a Francesca. Es una buena oportunidad para llegar a conocer a las grandes anfitrionas fuera del jaleo de la temporada social.

– Ya nos hemos encontrado con Honoria y lady Louise Cynster, y con la duquesa viuda de St. Ivés y lady Osbaldestone -dijo Francesca.

– Un excelente comienzo. -Henni asintió decididamente-. Mañana te llevaremos con nosotras a visitar a unas cuantas más.

Gyles se esforzó por no fruncir el ceño.

– ¿Pero dónde os alojáis? -preguntó Francesca.

– En la casa Walpole -repuso lady Elizabeth-. Está justo a la vuelta de la esquina, en la calle North Audley, así que estamos cerca.

Gyles dejó corcovear a sus caballos.

– Mamá…, mis caballos. Está refrescando…

– Ah, sí, claro; debéis continuar, pero da igual: os veremos esta noche en casa de los Stanley.

Él notó que Francesca lo miraba, pero rehuyó su mirada. Se despidieron y marcharon. Tomó el camino más próximo para dejar la avenida y salir del parque.

Francesca se reclinó en el asiento y lo estudió.

– ¿Vamos a ir esta noche a casa de los Stanley?

Gyles se encogió de hombros.

– Nos han invitado. Supongo que es un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar.

– ¿Para empezar con qué?

Con expresión adusta, él condujo sus dos caballos fuera de las verjas.

– Con vuestra presentación en sociedad.


Hubiera preferido retrasarla tanto como pudiera: ahora lo comprendía. Y sabía por qué. Entre los vividores de la alta sociedad su esposa ejercería la misma fascinación visceral que la miel sobre las abejas. En esta época del año, los presentes eran los de la variedad más peligrosa, sin hallarse diluidos entre los petimetres más inocuos que llegaban de provincias para la temporada social. En casa de los Stanley estarían los lobos de Londres, quienes, como había hecho él, raramente iban a cazar fuera de la capital, con sus presas seductoramente perfumadas.

Tomó la decisión de no separarse ni un segundo de Francesca antes incluso de que hubieran saludado a su anfitriona.

Ella, como era de prever, estaba emocionada.

– Es un gran placer veros aquí, milord. -Lady Stanley hizo una inclinación de cabeza en señal de aprobación y luego desvió la mirada hacia Francesca. Su expresión se hizo más cálida-. Y estoy encantada de ser una de las primeras en daros la bienvenida a la capital, lady Francesca.

Francesca y su señoría intercambiaron las frases de rigor. Gyles notó la transparente cordialidad de la condesa, algo que no podía darse por descontado en el toma y daca de la alta sociedad. Por otra parte, hacía ya semanas que sus miembros estaban de vuelta en Londres; la noticia de que se había casado y de que su matrimonio había sido concertado habría llegado a todos los oídos.

Tales noticias le habrían granjeado a Francesca más simpatías y aceptación que si el caso hubiera sido otro. Ella no había llegado a entrar en competición con las damas de la alta sociedad o con sus hijas, puesto que su posición como condesa nunca había salido al mercado nupcial.

Esas eran las buenas noticias. Al separarse de sus anfitriones y conducir a Francesca hacia la multitud, Gyles reparó en cómo su traje de noche de seda tornasolada revelaba los marfileños montículos de sus pechos, y deseó poder retirarse. Llevársela a su biblioteca y encerrarla allí, de forma que pudieran verla sólo aquellos hombres que contaran con su aprobación.

Nadie sabía mejor que él que las noticias de que el suyo había sido un matrimonio concertado la expondrían al escrutinio inmediato de quienes hasta hace poco habían sido sus iguales. Con sólo ponerle la vista encima, cualquier vividor digno de tal nombre acudiría a la carrera. Ella emanaba el aire de una mujer de apetitos sensuales, que nunca se contentaría con las tibias atenciones de un marido indiferente.

La idea era risible. Sacudió la cabeza. Ella lo advirtió, y le arqueo una ceja.

– Nada. -Para sus adentros, volvió a sacudir la cabeza. Debía de estar loco para haberse prestado a esto.

– ¿Lady Chillingworth? -Lord Pendleton hizo ante ellos una elegante reverencia; al enderezarse, miró a Gyles-. Vamos, milord; haced el favor de presentarnos.

Muy a regañadientes, Gyles lo hizo. Tampoco podía negarse. Y ése fue el pistoletazo de salida: al cabo de diez minutos, estaban rodeados por una partida de lobos babeando muy educadamente, todos ellos esperando a que él se excusara para caer sobre la presa.

Podían esperar sentados.

Francesca charlaba con naturalidad. Su aplomo en el trato ampliaba su atractivo ante este público en particular. El los conocía a todos, sabía cuál era la pregunta que estaba haciendo surgir en sus mentes al seguir anclado a su lado. Y la pregunta que básicamente ocupaba la suya era cómo escapar antes de que uno de sus antiguos iguales adivinara su verdadera posición y decidiera sacar partido de ella.

El alivio le llegó de forma inesperada. Un caballero alto, de pelo rubio, se abrió paso a empellones entre la multitud.

A Francesca le resultó sorprendente que el recién llegado, aparentemente sin ningún esfuerzo, consiguiera situarse junto a ella. Intrigada, le ofreció la mano. El la tomó e hizo una inclinación.

– Harry Cynster, lady Francesca. Puesto que vuestro marido ha sido elegido un Cynster honorario, eso os convierte también en miembro del clan, así que invocaré las prerrogativas de un pariente para ser dispensado de presentaciones formales. -Harry intercambió una mirada con Gyles, por encima de su cabeza, antes de concluir, con un brillo travieso en sus ojos azules-. Es un honor conoceros. Siempre me pregunté quién sería capaz de enredar a Gyles.

Francesca correspondió a su sonrisa.

– Me sorprende extraordinariamente verte aquí.

Francesca se volvió hacia Gyles ante su comentario; estaba mirando por encima de las cabezas de la gente, inspeccionando toda la sala.

– No está aquí. -Harry buscó la mirada intrigada de Francesca-. Mi esposa, Felicity. Está esperando nuestro primer hijo. -Miró a Gyles-. Está en casa, en Newmarket. Yo he tenido que venir a las ventas de Tattersalls.

– Ah. Queda explicado el misterio.

Harry sonrió con complicidad.

– Desde luego. -Hizo una brevísima pausa, y miró a Francesca-. Pero suponía que lo habrías adivinado. -Volvió a esgrimir su sonrisa irresistible-. He venido cumpliendo una misión. Mi madre quisiera conoceros. -Volvió a mirar a Gyles-. Está sentada con lady Osbaldestone.

Gyles captó la mirada de Demon, comprendió la estratagema, comprendió el sentimiento de camaradería que la había provocado. Vaciló sólo un instante antes de preguntar:

– ¿Dónde, exactamente?

– Al otro extremo de la habitación.

Para desconcierto y decepción de los caballeros que les rodeaban, Gyles se excusó a sí mismo y a Francesca. Condujo a Francesca a través de la multitud, colgada de su brazo, con Demon, igualmente alto y disuasivo, escoltándola del otro lado.

La mirada de Francesca iba de uno a otro duro rostro varonil: ambos escrutaban a la multitud mientras caminaban, al acecho de cualquier caballero que pudiera tratar de abordarla. Tuvo que disimular una sonrisa cuando finalmente la dejaron ante la chaise longue en que se hallaba sentada lady Osbaldestone, resplandeciente en su traje morado con adornos de plumas. A su lado se sentaba otra grande dame.

– Lady Horatia Cynster, querida mía. -La dama le apretó la mano.

– Estoy muy contenta de conoceros. -Desvió su mirada a Gyles-. Chillingworth. -Le tendió su mano y le observó mientras él le hacía una reverencia-. Sois un hombre extraordinariamente afortunado; y espero que seáis consciente de ello.

Gyles arqueó una ceja.

– Naturalmente.

– Estupendo. En ese caso, podéis ir a buscarme un poco de horchata, y su señoría también agradecería un vaso. Podéis llevaros a Harry con vos. -Les hizo seña de que se fueran.

Francesca se quedó intrigada cuando, tras un instante de vacilación, Gyles asintió, indicó a Harry con una mirada que lo siguiera y las dejaron solas.

– Venid… Sentaos, muchacha. -Lady Osbaldestone se corrió, al igual que lady Horatia. Francesca tomó asiento entre las dos.

– No tenéis que preocuparos por todos estos. -Lady Horatia señaló con un ademán la dirección en que habían venido-. Se fundirán con las molduras en cuanto hayan comprendido que no sois para ellos.

– Y es buena cosa. -Lady Osbaldestone dio un golpe en el suelo con su bastón y dirigió unos ojos oscuros y brillantes a Francesca. A poca verdad que haya en los rumores que circulan sobre ese marido vuestro, ya estaréis más que servida con él.

Francesca notó que se le acaloraban las mejillas. Se volvió rápidamente al decir lady Horatia:

– Desde luego, en tales situaciones, es prudente mantener a vuestro marido entretenido…, ocupado. No hay ninguna necesidad de permitir que se vuelva loco él solo sin que haya motivo, no sé si me entendéis.

Francesca pestañeó y luego asintió, más bien tímidamente.

– No hace falta decir lo que podría hacer si se le tensa mucho esa cuerda. -Lady Osbaldestone asintió sabiamente-. Es una de las dificultades de casarse con un Cynster: hay que trazar una línea muy firme. Son demasiado propensos a volver a sus modos ancestrales si no se les sabe tratar adecuadamente.

– Pero…, no entiendo, milady. -Francesca miró a una y a otra-. Gyles no es un Cynster.

Lady Osbaldestone sofocó una risotada.

Lady Horatia sonrió.

– Lo nombraron un Cynster por decreto: extrañamente sagaz por su parte, pero no cabe duda de que fue idea de Diablo. -Dio unas palmaditas en la mano a Francesca-. Lo que queremos decir es que son todos tal para cual: lo que se aplica a los Cynster es igualmente aplicable a Chillingworth.

– Yo aún diría más -opinó lady Osbaldestone-, lo mismo es aplicable a la mayoría de los Rawlings, aunque los demás son de un tipo más suave.

– ¿Los conocéis? ¿A los demás Rawlings?

– A un buen puñado -admitió lady Osbaldestone-. ¿Por qué?

Francesca se lo explicó.

Gyles y Harry regresaron con dos vasos de horchata y una copa de champán para Francesca, y se encontraron a las tres damas con las cabezas juntas, discutiendo el árbol genealógico de los Rawlings. Harry intercambió una mirada con Gyles y se fue por su lado. Transcurrió un cuarto de hora antes de que Gyles consiguiera sustraer a Francesca de la discusión.

– Os veré en la recepción que daré en mi casa la semana que viene -le dijo lady Horatia cuando, finalmente, no le quedó más remedio que levantarse.

– Yo también iré -dijo lady Osbaldestone-. Os haré saber entonces lo que haya averiguado.

Gyles dio gracias en silencio de que la vieja hechicera no estuviera planeando pasar de visita por la calle Green.

– Mamá y Henni están cerca de la puerta principal. -Condujo a Francesca a través de la multitud.

Pasados otros quince minutos, durante los cuales su madre, Henni y Francesca hicieron numerosos planes sociales, arrastró a Francesca a otro lado.

– Se diría que no vais a tener ni un momento de soledad.

Francesca lo miró; mentalmente, repasó sus palabras, analizó su tono. Luego sonrió y le apretó el brazo.

– Tonterías. -Miró a su alrededor y luego suspiró-. De todas formas, sí que pienso que ya he hecho bastantes planes por una noche. -Se volvió hacia él-. Tal vez deberíamos volver a casa.

– ¿A casa?

– Aja. A casa, y a la cama. -Ladeó la cabeza-. Claro que, si lo preferís, podríamos pasar antes por la biblioteca.

– ¿La biblioteca?

– Wallace habrá encendido la chimenea… Seguro que se está bastante a gusto.

– A gusto.

– Mmm… Al calorcito. -Hizo rodar la palabra en la lengua-. Placentero y… relajante.

La sensual promesa que destilaba su voz hizo afluir el calor por todo él. Gyles se detuvo, giró y se encaminó hacia la puerta.

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