Capítulo 5

La profecía del viejo resultó acertada, pero les dejó muy poco margen de maniobra. El estado de las carreteras se iba deteriorando conforme avanzaban hacia el norte; por allí había llovido más. Cruzaron el río Lambourn, que bajaba muy crecido, por un puente de piedra; si hubieran tenido que hacerlo por un vado, no lo habrían conseguido. Había ya muy poca luz para que vieran gran cosa de la aldea de Lambourn, aparte de un grupo de tejados a un lado del camino, apiñados entre el río y la escarpadura de las colinas.

La escarpa se suavizaba por encima de ellos a medida que la carretera giraba a la izquierda, siguiendo el río, pero ascendiendo gradualmente por encima de él. Era casi noche cerrada cuando redujeron la marcha y cruzaron los enormes postes de unas verjas de forja abiertas de par en par. La divisa que adornaba la verja del lado de Francesca, iluminada fugazmente por las lámparas del carruaje, tenía una cabeza de lobo como motivo principal.

Se inclinó acercándose a la ventana, escrutando la penumbra. La casa de la condesa viuda quedaba del otro lado del coche; apenas la había entrevisto al pasar. Avanzaron traqueteando por un paseo bien nivelado, por el que los caballos pudieron por fin coger velocidad. Unos jardines salpicados de robles enormes se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

El coche aminoró la marcha. La tensión, que no había dejado de crecer en todo el día, le hacía un nudo en el estómago, que sentía como una bola dura que subía hasta los pulmones, presionándolos y dificultándole la respiración. El coche se detuvo. Se abrió la puerta. Había un lacayo dispuesto ya para ayudarles a descender. La luz vacilante de unas antorchas iluminaba la escena.

Francesca bajó la primera. El lacayo la condujo a un patio delantero decorado con banderas. Mientras se arreglaba la falda, miró a su alrededor.

El castillo de Lambourn, su nuevo hogar, era exactamente como lo había imaginado. La fachada, de estilo palladiano, se extendía largamente a ambos lados. Había altas ventanas insertadas en la pálida piedra a intervalos regulares, algunas con las cortinas corridas, iluminadas otras. El segundo piso estaba coronado por un friso de piedra, tras el que ella sabía que se ocultaban las antiguas almenas. Justo delante de ella, una escalinata llevaba hasta la imponente entrada principal: un porche con frontón, sostenido por altas columnas que flanqueaban la puerta de doble hoja.

Las puertas estaban abiertas de par en par, dejando salir al exterior una luz cálida. Las siluetas de dos señoras mayores, más bien altas, se recortaban delante del quicio. Francesca se recogió la falda y subió los escalones.

A una de las damas le faltó tiempo para acercarse a ella en cuanto pisó el porche.

– Mi querida Francesca, ¡bienvenida a su nuevo hogar! Soy Elizabeth, querida, la madre de Gyles.

Envuelta en un abrazo perfumado, Francesca cerró los ojos contra una cascada de lágrimas y devolvió el abrazo con ganas.

– Estoy encantada de conoceros por fin, señora.

Lady Elizabeth la soltó y apartó un poco de sí, evaluándola velozmente con sus suspicaces ojos grises, muy parecidos a los de su hijo; inmediatamente, el rostro de la condesa se iluminó.

– Querida mía, Gyles me ha sorprendido… No lo creía capaz de tomar una decisión tan sensata.

Francesca correspondió a la sonrisa de lady Elizabeth, y se volvió a continuación hacia la segunda dama, de edad similar a la condesa e igual de elegante, pero con pelo castaño en vez de rizos claros.

La dama le cogió la mano y la atrajo hacia sí para besarla en la mejilla.

– Soy Henrietta Walpole, querida mía: la tía paterna de Gyles. Gyles me llama Henni, y espero que usted también lo haga. No tengo palabras para expresarle lo contenta que estoy de verla. -Henni le dio unas palmaditas en la mano antes de soltársela-. Estará usted de maravilla.

– Y éste -lady Elizabeth señalaba a un caballero corpulento que emergía del vestíbulo- es Horace, el marido de Henni.

En sus cartas, lady Elizabeth le había explicado que Henni y Horace llevaban viviendo en el castillo desde la muerte del padre de Gyles. Horace había sido tutor de Gyles hasta que éste había cumplido la mayoría de edad; Henni era su tía favorita. Francesca había estado algo nerviosa, porque quería causarle una buena impresión, y le tranquilizó que Henni la hubiera aceptado tan rápidamente. Al acercarse Horace, vio que la sorpresa se apoderaba de su expresión a medida que la examinaba de arriba abajo.

Contuvo la respiración. Entonces Horace volvió a dirigir su mirada desconcertada a su cara, y sonrió. De oreja a oreja.

– ¡Vaya, vaya! -Tomó su mano y la besó en la mejilla-. Es usted una preciosidad… Supongo que debería haber supuesto que el buen gusto de mi sobrino no se contentaría con menos.

El comentario le valió las miradas de censura de lady Elizabeth y Henni, pero permaneció ajeno a ellas: estaba demasiado ocupado sonriendo a Francesca.

A la vez que le devolvía la sonrisa, ella buscó expectante con la mirada más allá de Horace. Había un mayordomo muy correcto apostado en la puerta, pero…, nadie más. El vestíbulo se extendía inmenso, con suelo de baldosas resplandecientes, el brillo de la carpintería, puertas a ambos lados, algún lacayo aquí y allá, pero, por lo demás, estaba vacío. Oyó voces al subir Charles, Ester y Franni por la escalinata. Sintió que lady Elizabeth la rodeaba con el brazo; la condesa la dirigió hacia la acogedora calidez del vestíbulo.

– Me temo, querida mía, que a Gyles no le ha sido posible estar aquí para recibirla. -Lady Elizabeth había agachado la cabeza y bajado la voz: sus palabras eran sólo para Francesca-. Ha surgido una emergencia en la hacienda a última hora de la tarde, y Gyles ha tenido que salir a caballo para ocuparse del asunto. Esperaba estar para recibirla, y confiaba en estar de vuelta a la hora, pero…

Francesca levantó la vista a tiempo de ver el gesto contrariado de lady Elizabeth. Los ojos de la bondadosa dama se encontraron con los suyos, y lady Elizabeth le aferró la mano.

– Lo siento tanto, querida… No es lo que ninguno de nosotros deseaba.

Lady Elizabeth se volvió para saludar a Charles, Ester y Franni; Francesca comprendió que su futura suegra le estaba concediendo un momento para encajar el inesperado golpe. ¡Que un caballero de la posición de Chillingworth no estuviera presente para saludar a su prometida a su llegada para casarse…!

Francesca oyó confusamente a lady Elizabeth presentarle a Charles las excusas de su hijo. Se forzó a enderezar la espalda y volverse hacia su tío con una sonrisa tranquilizadora, transmitiéndole la impresión de que la ausencia de Chillingworth le resultaba decepcionante pero no descorazonadora. Aquello le granjeó una sonrisa de agradecimiento por parte de la condesa. Los saludos continuaron, y al finalizar entraron en la casa. Lady Elizabeth presentó a Francesca al anciano mayordomo, Irving.

– Irving hijo es el mayordomo de la casa de Londres, ya le conocerá cuando suba a la ciudad. -A continuación se refirió a un pulcro hombrecillo que estaba de pie a la imponente sombra de Irving-. Éste es Wallace, querida. Es el asistente de Chillingworth, y lleva muchos años con mi hijo. Si necesita cualquier cosa, ahora o en lo venidero, Wallace se ocupará de todo.

Wallace, que no era mucho más alto que ella, hizo una reverencia casi hasta el suelo.

– ¡Bien! -Lady Elizabeth se dio la vuelta para dirigirse a todos ellos-. Con el retraso que ha sufrido su llegada, y habiendo pasado ustedes tanto tiempo apretujados en el coche, hemos pensado que les ahorraríamos el suplicio de tener que saludar a cuantos se han reunido para la boda. Están todos aquí, pero les hemos pedido que se queden en otro lado -señaló con un gesto al interior de la casa, al sinfín de cuartos de invitados que sin duda habría más allá del vestíbulo- para que ustedes tengan ocasión de ubicarse. Habrá tiempo de que conozcan a todo el mundo mañana. No obstante, si quisieran ser presentados hoy mismo, no tienen más que decirlo. Por lo demás, sus habitaciones están preparadas, hay agua caliente en abundancia y la cena les será servida en el momento en que lo deseen.

Lady Elizabeth vino a posar su mirada en Francesca. Ella miró de reojo a Charles.

– Han sido unos cuantos días muy largos. Preferiría retirarme, si es posible. -Ser presentada a una hueste de parientes lejanos, además de a aristócratas encopetados con sus esposas de mirada inquisitiva, sin tener a su prometido al lado, no era una prueba que hubiera venido preparada para afrontar.

Charles y Ester musitaron su aprobación. Franni no dijo nada; estaba recorriendo el vestíbulo con la mirada extasiada.

– ¡Por supuesto! Es lo que suponíamos. Necesitarán descansar: después de todo, el día importante es mañana, y tendremos que estar todos en las mejores condiciones.

Entre palabras tranquilizadoras y admoniciones de que pidieran cuanto necesitaran, lady Elizabeth los condujo al piso de arriba. Se separaron en la galería. Henni se llevó a Ester y Franni; Horace se fue caminando junto a Charles. La condesa, desgranando información intrascendente, acompañó a Francesca por varios pasillos y a través de otra galería para conducirla finalmente a una agradable cámara, calentada por un fuego acogedor y con amplias ventanas que daban al norte, hacia las colinas.

– Ya sé que será sólo una noche, pero quería que tuviera paz y tranquilidad, y espacio suficiente para ponerse mañana el traje de novia. Además, para ir desde aquí a la capilla no tendrá que cruzarse con Gyles.

Inspeccionando la confortable cámara, Francesca sonrió.

– Es preciosa… Gracias.

No le pasó inadvertida la perspicacia que escondía la mirada de lady Elizabeth.

– ¿Prefiere comer o bañarse primero?

– Un baño, por favor. -Francesca sonrió a la pequeña doncella que se apresuró a ayudarla con su abrigo-. No veo el momento de quitarme esta ropa.

Lady Elizabeth impartió sus órdenes; la doncella hizo una inclinación y salió a toda prisa. En cuanto se hubo cerrado la puerta, lady Elizabeth se dejó caer sentada en la cama e hizo una mueca de contrariedad a Francesca.

– Querida mía, muchas gracias. Se está tomando esto increíblemente bien. Le retorcería el cuello a Gyles, pero… -elevó las manos con las palmas hacia arriba- el caso es que sí que tuvo que irse. El asunto era demasiado serio para dejarlo a cargo de su capataz.

– ¿Qué ha pasado? -Francesca se sentó en una silla junto a la chimenea, agradeciendo el calor de las llamas.

– Se hundió un puente. A un buen trecho río arriba, pero dentro de la propiedad. Gyles tenía que ir y ver exactamente lo ocurrido para decidir lo que más convenía hacer. El puente es la única comunicación con una parte de la hacienda. Hay familias que han quedado aisladas y todo eso: son muchas decisiones, grandes y pequeñas, que Gyles ha de tomar.

– Entiendo. -Y así era. Había sido educada para ser la esposa de un caballero; sabía de las responsabilidades que conllevaban las grandes propiedades. Francesca miró por la ventana.

– ¿Estará seguro, volviendo a caballo en la oscuridad?

La condesa sonrió.

– Cabalga por esas colinas desde que fue capaz de subirse a un caballo, y lo cierto es que las colinas son muy seguras para montar, aun con poca luz. No debe preocuparse: por la mañana estará aquí, sano y salvo, y muy impaciente por casarse con usted.

Francesca dirigió una mirada tímida y fugaz a la condesa. Lady Elizabeth la captó y asintió con la cabeza.

– Ah, sí, ha estado decididamente irritable todo el día; y tener que salir y correr el riesgo de no estar aquí cuando llegaran le puso de un humor extraordinariamente sombrío. De todas formas, esto no hará sino avivar su apetito para mañana. -Se puso en pie al regresar la doncella con lacayos cargados de cubos humeantes.

Cuando el baño estuvo dispuesto y quedó sólo la doncella, lady Elizabeth se acercó a Francesca, que se levantó. La condesa le besó en ambas mejillas.

– Ahora la dejo, pero si necesita algo, o desea volver a hablar conmigo, a la hora que sea, sólo ha de llamar al timbre y Millie, aquí presente, contestará y vendrá a buscarme. En fin, ¿está segura de que tiene todo lo que necesita?

Francesca asintió, conmovida.

– Muy bien. Entonces, buenas noches.

– Buenas noches. -Francesca vio salir a lady Elizabeth y luego hizo una seña a la doncella para que la ayudara a desvestirse.

Una vez en el baño, se sintió mucho más relajada, mucho más indulgente; no podía realmente culparle a él de la lluvia o sus efectos, después de todo. Recostada en la bañera, dio instrucciones a Millie para que deshiciera sus baúles y sacara lo que iba a necesitar al día siguiente. Con los ojos redondos de asombro, Millie desplegó el traje de novia de seda color marfil.

– ¡Oooh, señora, pero qué preciosidad!

El traje lo habían planchado y metido en el baúl con reverencia los empleados de la mansión Rawlings; sólo hacía falta sacudirlo un poco y dejarlo colgado una noche para que estuviera absolutamente perfecto.

– Déjalo en el ropero. Todo lo demás que necesito para mañana debe de estar en el mismo baúl.

Millie emergió del ropero y cerró la puerta con un suave suspiro.

– Parecerá usted un ensueño con eso puesto, señora, si me disculpa que se lo diga. -Volvió junto a los baúles de Francesca-. Sacaré sólo sus galas de boda, su camisón y sus cepillos, y todo lo demás lo llevaremos a la suite de la condesa mañana por la mañana, si le parece bien.

Francesca asintió. Sintió un estremecimiento nervioso en la piel. Mañana por la mañana se convertiría en su condesa. Suya. La sensación que subyacía al estremecimiento se hizo más intensa. Se incorporó y alcanzó la toalla. Millie acudió corriendo.

Más tarde, envuelta en una bata de noche, se sentó junto al fuego y dio cuenta de la cena, sencilla pero elegante, que Millie le había subido en una bandeja. Luego dio licencia a la pequeña doncella para retirarse, bajó la luz de las lámparas y pensó en meterse en la cama. En lugar de eso, se vio atraída hacia la ventana, por el vasto panorama de las colinas. Hasta donde alcanzaba la vista la altiplanicie se extendía en suaves ondas, sin muchos árboles. El cielo estaba casi despejado; los únicos restos de las tormentas de ayer eran jirones de nubes que empujaba el viento.

La luna ascendía, dando a la escena un baño de luz vibrante.

Las colinas poseían una belleza salvaje que la atraía; había supuesto que así sería. Una sensación de libertad, de naturaleza sin trabas, sin restricciones, emanaba del desolado paisaje.

Y la tentaba.

Aquélla sería su última noche sola; la última noche en que sólo habría de responder ante sí misma. El mañana le traería un marido, y ya sabía -o podía adivinar- lo que opinaría él de que saliera de noche a montar desenfrenadamente.

No tenía sueño. Las largas horas pasadas en el carruaje, horas de tensión creciente, la decepción, el anticlímax de no encontrarlo ahí para recibirla después de haberse pasado tantas horas soñando en cómo sería ese momento -soñando en cómo la miraría él al volver a verla-, la habían dejado con una sensación de desapego, más inquieta, con los nervios más a flor de piel que nunca.

Su vestido de montar estaba en el segundo de sus baúles. Lo desplegó, y después sacó las botas, los guantes y la fusta. Del sombrero podía prescindir.

En diez minutos estaba vestida y calzada, deslizándose a través de la inmensa casa. Oyó voces graves, y giró en dirección contraria. Encontró una escalera secundaria y bajó por ella al piso inferior; luego siguió un pasillo y fue a dar a un salón con puertas acristaladas que daban a la terraza. Dejó las puertas cerradas pero sin asegurar, y se dirigió hacia el bloque de las cuadras, que había entrevisto a través de los árboles.

Los árboles, que la acogieron entre sus sombras, eran robles viejos y hayas. Siguió caminando confiando con seguridad en que nadie podría verla desde la casa. El bloque de cuadras resultó ser de considerable amplitud: dos establos largos y una cochera construidos alrededor de un patio. Se coló en el establo más cercano y fue recorriendo el pasillo, evaluando la naturaleza del caballo en cada uno de los compartimentos. Pasó junto a tres caballos de caza, más grandes y poderosos aún que los que había montado en la mansión Rawlings. Recordando los comentarios de Chillingworth, pasó de largo, en busca de una montura más pequeña…

Se abrió una puerta en el extremo opuesto. Un movimiento de luz iluminó los arreos almacenados en el cuarto del fondo; luego la luz danzó por la nave mientras dos mozos de cuadra, uno de los cuales portaba una linterna, entraban y cerraban la puerta.

Francesca, en mitad del pasillo, no tenía ninguna posibilidad de conseguir volver a la puerta de la cuadra. La luz no la alcanzaba todavía. Levantó el pestillo del compartimiento que tenía más cerca, entreabrió la puerta, se deslizó por ella como una exhalación, la cerró empujándola y, pasando la mano por encima, volvió a colocar el pestillo en su sitio.

Un rápido vistazo por encima de su hombro la tranquilizó. El caballo cuyo compartimiento había invadido tenía buenos modales, y no era grande. Había vuelto la cabeza para mirarla, pero, con la visión afectada por la luz de la linterna, no podía ver mucho más. Eso sí, tenía sitio de sobra para estirarse pegada a la puerta del compartimiento y esperar a que los mozos de cuadra pasaran de largo.

– Allí esta. ¿A que es una belleza?

La luz se hizo de pronto más intensa; levantando la vista, Francesca vio la linterna aparecer justo por encima de su cabeza. El mozo de cuadras la dejó sobre la puerta del compartimiento.

– Sí -apostilló el segundo mozo-. Bárbara. -La puerta se inclinó al apoyarse dos cuerpos contra ella. Francesca contuvo la respiración y rezó para que no se asomaran y miraran hacia abajo. Hablaban del caballo. Miró y, por primera vez, pudo ver.

Se le agrandaron los ojos; a duras penas pudo contener un suspiro de admiración. El caballo era más que simplemente hermoso. Había gracia y fuerza en cada una de sus líneas, era un testimonio vivo de la excelencia en la cría. Éste era justo el tipo de caballo de que había hablado Chillingworth: una yegua árabe de cascos alados. Su pelaje castaño despedía ricos destellos a la luz de la linterna, y la crin y la cola, oscuras, hacían un elegante contraste. Tenía los ojos grandes, oscuros, despiertos. Las orejas, erguidas.

Francesca rezó para que los mozos no se acercaran a examinarla a ella, al menos hasta que se fueran.

– He oído decir que el señor la ha comprado para alguna dama.

– Sí… Es verdad. La yegua casi no podría aguantar su peso, al fin y al cabo.

El otro mozo soltó una carcajada.

– Parece que la dama sí que pudo.

Francesca levantó la vista…, para ver desaparecer la lámpara. Los mozos se apartaron de la puerta; la luz se retiró. Esperó a que volviera a hacerse la oscuridad, luego se levantó y asomó la nariz por encima de la puerta justo a tiempo de ver a los dos mozos salir del establo, llevándose la linterna con ellos.

– ¡Gracias a Dios!

Un morro suave le golpeó delicadamente la espalda. Se volvió, igualmente ansiosa por hacer amigos.

– ¡Vaya, sí que eres una chica despampanante!

El largo morro de la yegua era terso como el terciopelo. Francesca pasó la mano por su pelaje pulcro y sedoso, juzgándolo al tacto: aún tenía que recuperar la visión nocturna.

– Me dijo que yo debería montar una yegua árabe, y acaba de comprarte a ti para cierta dama. -Volviendo a la cabeza del animal, le acarició las orejas-. ¿Crees que será una coincidencia? -La yegua volvió la cabeza y la miró. Francesca la miró a ella. Y sonrió.

– A mí me parece que no. -Lanzó sus brazos al cuello de la yegua y la abrazó-. ¡Te ha comprado para mí!

La idea elevó sus ánimos por las nubes, desató su euforia. La yegua era un regalo de bodas: se jugaría el cuello. Cinco minutos antes, estaba más que disgustada con Chillingworth, cualquier cosa menos segura de él. Ahora, en cambio…, era mucho lo que podía perdonarle a un nombre por semejante regalo, y por la consideración que expresaba.

Con un caballo así, podía cabalgar como el viento… Y ahora iba a vivir al borde de un paraje hecho para montar a galope tendido. De pronto, el futuro parecía mucho más halagüeño. El sueño que había estado acariciando durante las últimas semanas -cabalgar por las colinas de Lambourn a lomos de una yegua árabe de cascos alados- estaba muy próximo a hacerse realidad.

– Si te ha comprado para mí, es que espera que te monte. -No hubiera podido resistirse ni por la salvación de su alma-. Espera aquí. Tengo que encontrar una silla.


Gyles cabalgaba de regreso, cansado, más anímica que físicamente. Estaba empapado de andar manejando troncos mojados, pero el hundimiento del puente le había caído como un regalo del cielo. Lo había librado de volverse loco.

Había declinado la oferta de Diablo de acompañarlo, aunque su ayuda le habría venido bien. Su ánimo estaba demasiado tocado para encajar las chanzas de Diablo, que lo habrían puesto a prueba hasta hacerlo estallar. Diablo lo conocía desde hacía demasiado tiempo como para mantenerlo a raya fácilmente. Y pese a sus solemnes declaraciones en sentido contrario, Diablo estaba convencido de que, como cualquier miembro del Clan de los Cynster, él acabaría sucumbiendo a manos de Cupido, y de que estaba, de hecho, enamorado de la que pronto sería su esposa.

Diablo no tardaría en comprobar la verdad: lo haría en el instante en que pusiera los ojos en su dócil y modosa prometida.

Desvió a su rucio por el sendero que atravesaba las colinas y aflojó las riendas, dejando que el animal caminara a su propio paso, más bien pesado.

Sus pensamientos no iban mucho más rápido. Al menos, había conseguido que la lista de invitados no pasara de unos cien, un número más o menos aceptable. Había tenido que pelearse con su madre a cada paso; la mujer había estado escribiendo a Francesca frenéticamente durante las últimas semanas, pero él estaba convencido de que no había sido por la insistencia de su prometida por lo que su madre había puesto tanto empeño en hacer de la boda un magno acontecimiento. Eso nunca había figurado en sus planes.

Se le ocurrió preguntarse si la novia habría llegado, de hecho, ya que la ceremonia estaba prevista para las once del día siguiente. Su reacción fue encogerse de hombros. O bien estaría ahí, o llegaría más tarde y se casarían cuando fuera. No tenía mucha importancia, en realidad.

No era lo que se dice un novio impaciente.

Una vez que se hubo ganado el consentimiento de Francesca y se había alejado montado en su caballo de la mansión Rawlings, se le habían pasado todas las prisas. El asunto estaba sellado, cerrado. Posteriormente, ella había firmado las capitulaciones matrimoniales. Desde que dejó Hampshire, apenas había pensado en su futura esposa: sólo cada vez que su madre blandía una carta o hacía otra petición. Aparte de eso…

Había estado pensando en la gitana.

Su recuerdo lo perseguía. Cada hora de cada día, cada hora de las largas noches. Lo perseguía incluso en sueños, y eso era sin duda lo peor, ya que en sueños no había restricciones, ni límites, y durante unos breves instantes nada más despertarse, se imaginaba…

Nada de cuanto hacía, nada de lo que se decía a sí mismo había atenuado su obsesión. La necesidad que tenía de ella era absoluta e inquebrantable; aunque era consciente de haberse librado por los pelos de una esclavitud perpetua, todavía soñaba… con ella. Con poseerla. Con abrazarla, con hacerla suya para siempre.

Ninguna otra mujer le había afectado hasta ese punto, ni lo había llevado tan cerca del límite.

No le hacía la menor ilusión su noche de bodas. Se excitaba con sólo pensar en la gitana, pero no podía, al parecer, satisfacer su deseo con ninguna otra mujer. Había pensado en intentarlo, con la esperanza de romper su hechizo…, pero no había conseguido levantarse del sillón. Su cuerpo podía estar pidiéndoselo, pero la única mujer de la que su mente aceptaba consuelo era la gitana. Estaba en baja forma y, ciertamente, no del humor adecuado para estrenar a una novia delicada. Pero eso sería en su noche de bodas; cruzaría ese puente llegado el momento. Hasta entonces, tenía que soportar una boda y un banquete de bodas en el que, con toda probabilidad, la gitana estaría presente, si bien era cierto que confundida entre un centenar de otros invitados. No había preguntado si se esperaba que asistiera alguna amiga italiana de Francesca. No había osado. Semejante pregunta habría alertado a su madre y a su tía, y él habría tenido que sufrir las consecuencias. Ya iba a ser bastante duro cuando vieran a su prometida cara a cara.

A ellas no les había explicado que el suyo era un matrimonio concertado, y por lo que habían dejado caer, tampoco Horace lo había hecho. Henni y su madre comprenderían la verdad en cuanto pusieran los ojos en Francesca Rawlings. Ninguna hembra dócil y modosa había despertado nunca en él el menor interés, y ellas lo sabían. Captarían el planteamiento que se había hecho al instante, y lo desaprobarían rotundamente, pero ya no podrían hacer nada al respecto.

También era por ellas -por Henni y su igualmente perspicaz madre- que había insistido en limitar el tiempo que los invitados permanecerían en el castillo antes de la boda. Cuanto menos tiempo hubiera para encuentros imprevistos con la gitana, mejor. Con una vez que lo vieran cruzarse con ella, ellas que lo conocían mejor que nadie comprenderían también la verdad de lo que pasaba. Y no quería que lo supieran. No quería que nadie lo supiera. Hubiera querido ignorar él mismo esa verdad en concreto.

Al llegar al borde de la escarpadura, tiró de las riendas y se paró a contemplar su hogar desde lo alto, encaramado sobre un meandro del río. Había algunas ventanas iluminadas, y puntos de luz roja brillando sobre el patio de entrada: las antorchas que sólo se habían de encender al llegar el cortejo de la novia.

Dio en pensar que el destino se había portado bien con él. La lluvia había sido una bendición, retrasando al cortejo de la novia hasta el último momento, cuando él se había encontrado con una excusa legítima para no estar allí recibiéndoles…, y arriesgándose a encontrarse con la gitana a la vista de todo el mundo. Ahora sólo tendría que aguantar la boda y el banquete nupcial; el mínimo imprescindible.

Al cabo de veinticuatro horas sería un hombre casado, atado en matrimonio a una mujer que le era indiferente. Se habría asegurado todo lo que se había propuesto conseguir: una esposa adecuada, manejable y poco exigente que le diera un heredero, y la heredad Gatting, que deseaba. Todo lo que tenía que hacer era atenerse a sus planes durante las próximas veinticuatro horas, y todo cuanto se había propuesto sería suyo. Nunca había sentido menos interés por la victoria. El rucio se agitó inquieto y giró. Sujetándolo, Gyles oyó un sordo retumbar de cascos. Escrutando la cuesta que descendía, percibió señales de movimiento, de sombras en la sombra. Un jinete que venía de las cuadras del castillo estaba enfilando la cuesta de la escarpadura. Lo perdió de vista, y miró a su izquierda. Jinete y montura aparecieron de pronto sobre la cresta, a un centenar de yardas de distancia. Por un instante, su silueta se recortó contra la luna ascendente, e inmediatamente el caballo se lanzó hacia delante. El jinete era pequeño pero mantenía el control. El pelo, negro y largo, le caía en ondas por la espalda. El caballo era el árabe que había comprado hacía una semana. Salieron disparados -fuerza y belleza en movimiento- en dirección a las colinas.

Sin habérselo pensado siquiera, Gyles se vio haciendo girar al rucio y saliendo en su persecución. Luego lo pensó, y se maldijo por lo que estaba haciendo, pero no hizo ademán de tirar de las riendas. La maldijo a ella también. ¿Qué demonios se creía que estaba haciendo, qué era eso de coger un caballo de sus cuadras -no importaba que lo hubiera comprado para ella-, sin pedir permiso, y en mitad de la noche? Malhumorado, salió como un trueno en pos de ella, sin esforzarse en darle alcance, pero manteniéndola a la vista. Era ira lo que quería sentir, pero su genio, tras andar rondándole todo el día, se había evaporado. Podía entenderla perfectamente: imaginaba cómo se sentiría después de haber pasado varios días apretujada en un coche, y luego al descubrir la yegua… ¿Habría adivinado que era para ella?

Sentir ira habría sido más seguro para él, pero todo lo que sentía era una necesidad extraña, compulsiva y melancólica: volver a hablar con ella, ver sus ojos, su cara, oír lo que diría cuando supiera que la yegua era para ella, un regalo para que pudiera cabalgar a rienda suelta, pero segura. El recuerdo del tono ronco de su voz se deslizó en su conciencia. Sin duda no habría riesgo en un último encuentro a solas, siempre que no la tocara.

Francesca no oyó el retumbar de cascos tras de ella hasta que no refrenó a la yegua. El animal era perfecto, respondía a las mil maravillas; le hizo trazar un semicírculo con cabriolas, dispuesta para salir disparada de regreso al castillo si el jinete era un desconocido.

Lo reconoció al primer vistazo. La luna estaba en lo más alto; lo bañaba en plata, esbozando su rostro, dejando la mitad en sombras. Llevaba un capote de montar suelto, una camisa clara y pañuelo al cuello. Unos ajustados pantalones de montar embutidos en botas de caña alta delineaban los poderosos músculos de sus muslos. No distinguía la expresión de su cara: no le veía los ojos. Pero mientras iba frenando a la yegua hasta detenerse, para permitirle aproximarse, no percibió enfado ni emoción violenta alguna, sino otra cosa. Algo más cauteloso, incierto. Ladeó la cabeza y lo examinó mientras él paraba su caballo enfrente de ella.

Era la primera vez que se veían desde aquellos momentos de desenfreno en el bosque. A partir de mañana, vivirían juntos emociones turbulentas. Tal vez por eso ninguno de los dos decía nada, limitándose a mirarse: como si trataran de fijar un marco de referencia por el que entrar en esa nueva etapa de sus vidas.

Los dos respiraban algo más pesadamente de lo que su cabalgada justificaría.

– ¿Qué le ha parecido? -Gyles señaló a la yegua con la cabeza. Francesca sonrió y la puso a bailar.

– Es perfecta. -Probó algunos pasos de fantasía, que la yegua ejecutó sin vacilar-. Y muy obediente.

– Estupendo. -La observaba con ojos de halcón, asegurándose de que podía, en efecto, controlar toda aquella energía latente. Cuando se hubo detenido, avanzó hasta situar el rucio a su lado-. Es suya.

Ella rió encantada.

– Gracias, milord. Escuché sin querer a dos mozos de cuadra. Decían que la habíais comprado para cierta dama. He de confesar que deseé que fuera para mí.

– Su deseo le ha sido concedido.

Ella vio levantarse las comisuras de sus labios y le dedicó una sonrisa gloriosa.

– Gracias. No podíais haber elegido un regalo que apreciara más. -Le daría las gracias adecuadamente más adelante. Tenía todo el tiempo del mundo.

– Vamos… Deberíamos ponernos en marcha.

Ella puso la yegua al paso del rucio al encaminarse de regreso al castillo. De un trote pasaron a un medio galope, y luego él se lanzó al galope. Ella se dio cuenta de que estaba poniendo a prueba a la yegua por defecto. Se propuso tranquilizarla e hizo que la yegua sostuviera en cada momento exactamente el ritmo que él marcaba, hasta volver al paso cuando lo hizo él al llegar a la escarpadura.

Él fue guiando la marcha durante la bajada; ella mantuvo la yegua a la cola del rucio. Dieron vueltas por el camino hasta llegar al bloque de las cuadras. Ella inspiró profundamente y exhaló despacio a continuación, al ir acercándose al prado que llevaba a la parte trasera del establo.

No podía imaginar una manera más relajante y tranquilizadora de haber pasado la noche previa a su boda. Era posible que no se conocieran bien el uno al otro, pero tenían una conexión lo bastante sólida como para basar en ella un matrimonio. Se le habían pasado los nervios. Respecto al día de mañana y al futuro, se sentía confiada y segura.

– Procuremos no hacer mucho ruido. -Gyles bajó del caballo ante la puerta del establo-. Mi jefe de cuadras vive encima de la cochera y es muy celoso de sus responsabilidades.

Ella liberó los pies de los estribos y se deslizó hasta el suelo.

Gyles condujo al rucio al interior del establo, lo metió en su compartimiento y le sacó la silla en un abrir y cerrar de ojos. La gitana pasó por delante con la yegua; oyó que ella le canturreaba suavemente en la oreja.

Una vez dejado el rucio, Gyles fue hasta el compartimiento de la yegua y llegó a tiempo de levantar la silla de su lomo. La gitana le recompensó con una sonrisa capaz de partir corazones. Luego, cogió un manojo de paja y empezó a cepillar a la yegua.

Gyles cargó con su silla y arreos y luego recogió los suyos. Tendría que guiarla de vuelta a su habitación sin que nadie los viera. Y sin tocarla. No era tan tonto como para pensar que eso resultaría fácil: sólo con volver a verla, con volver a oír su voz, se había despertado en él algo que únicamente podía describir como un anhelo vehemente. Una necesidad de ella, un vacío profundo que sólo ella podía llenar.

Pero no iba a permitir que lo dominara. Que lo llevara a la ruina. Mientras no la tocara, sobreviviría.

Cepilló corriendo al rucio, comprobó que tenía agua y alimento, cerró el compartimiento y volvió donde la gitana. Ella también había acabado y estaba ya comprobando el agua, canturreando aún suavemente, roncamente, a la yegua. Supo con certeza que nadie más podría ya montar esa yegua.

La gitana lo vio. Con una última palmada, dejó a la yegua y salió al pasillo. Tenso como la cuerda de un arco, Gyles cerró la puerta del compartimiento y corrió el pestillo.

– Gracias.

Le había cambiado la voz: más baja; ahumada, sensual, seductora.

Gyles se dio la vuelta…

Ella dio un paso, y la tuvo encima. Rodeó su cuello con los brazos, se apretó contra él y lo besó.

Ese simple, apasionado beso acabó con su resistencia; acabó con todas sus buenas intenciones, acabó con toda posibilidad de que escapara…, o de que ella escapara de él. La rodeó con sus brazos y la estrujó contra sí, inclinó la cabeza y tomó el control del beso.

Ella sabía a viento y a la espesura del bosque, a la euforia de cabalgar libre y veloz, sin trabas, sin restricciones. La invitación de su beso era explícita: ambos hablaban el mismo lenguaje, se entendían a la perfección; entre ellos no era necesario el pensamiento.

Arqueándose contra él, ella lo arrastró a mayores profundidades, a la profundidad de su beso, a la profundidad de su propia maravilla. Él la abrazó contra sí y se asombró ante su prodigalidad, ante las promesas inscritas en sus suaves curvas y sus ágiles brazos y piernas. Sus manos partieron de búsqueda. Lo mismo las de ella. Y de pronto ella estaba palpándole con manos ahuecadas, meciéndolo, acariciándolo… De forma inexperta, bien es cierto, pero manifestando claramente su deseo. Ella lo deseaba tanto como él a ella.

Esa necesidad sobrecogió a Gyles con tal intensidad que lo dejó sin respiración, y le devolvió parte del sentido común que había perdido en el trance. Se giró hacia un lado, con la intención de apoyarse en la puerta de uno de los compartimientos -el que lindaba con el de la yegua- y tratar de recuperar el aliento; de interrumpir su beso, de apartarse de ella y calmarse…

La puerta se abrió de golpe con su peso. Era el compartimiento central de la fila larga: el que los mozos usaban para almacenar la paja fresca. Gyles retrocedió trastabillando. En el compartimiento no había ningún caballo, sólo una pila enorme de paja suelta. Aterrizaron sobre la paja, justo encima. En cuestión de segundos, se habían hundido en su blandura.

Estaban arrebujados en esa suave sequedad, encerrados en un mundo oscuro, para ellos solos. Gyles dejó escapar un gemido. El sonido fue sofocado por un beso. Yacían atrapados cada uno en brazos del otro, ella casi enteramente debajo de él. Entonces sintió deslizarse sus manos, recordó por dónde habían andado un momento antes, sintió sus dedos aferrarle la cintura. Luego ella introdujo las manos bajo su capote; notó que le tiraba de la camisa, que recorría con los dedos la línea de su cinturón.

¡Oh, no! Levantó la cabeza, cortó el beso…, y no supo qué decir a continuación.

– Sois…, impaciente. -Le acariciaba de nuevo con su manita-. Me queréis ahora.

El tono de su voz rebosaba de asombro y revelación, confirmándole más allá de toda duda que aún no había conocido varón. Había demasiada oscuridad en el compartimiento, en su pozo de paja, para verle la cara. Tampoco ella podría verlo a él sino como una sombra oscura que la cubría. Ambos se guiaban básicamente por el tacto. No estaba seguro de si eso constituía o no una ventaja.

– He de llevarla de vuelta a la casa.

Ella dudó; luego la sintió aflojarse y deslizarse sutilmente debajo de él.

– Aquí estoy bastante cómoda.

Sus movimientos y el tono de su voz no dejaban ninguna duda sobre el significado de aquellas palabras.

En cuanto a él, sus sentidos y deseos pugnaban por derrotar a lo que quedaba de su razón. Dejó caer la cabeza, intentando reunir las fuerzas necesarias para liberarse. Tocaba con la frente en la de ella. Sintió sus manos trepar por su pecho, abrirse sus dedos contra el fino hilo de la camisa.

¿Cuántas mujeres lo habían tocado así?

Cientos.

¿Cuántas lo habían hecho suspirar, estremecerse, con esa simple caricia?

Ninguna.

Pese a que era consciente del peligro, cuando ella levantó la cabeza y sus labios se encontraron, no pudo resistirse, no fue capaz de apartarse. Ella lo sedujo con un suave roce y un beso tan inocente que alcanzó su corazón acorazado.

– No -dijo con una exhalación, y trató de separarse.

– Sí -replicó ella, y no dijo más.

Los labios de Gyles cayeron prisioneros de los de Francesca, no por algún tipo de coacción física, sino por obra de un poder contra el que no estaba en condiciones de rebelarse.

Francesca bebió de él, bebió de la promesa del duro cuerpo tendido sobre el suyo, de su flagrante respuesta. Estaba más que encantada; se sentía como el gato que se relame ante un plato de nata. Él se sentía acalorado, duro; la tensión de su cuerpo hablaba a gritos de la urgencia que lo embargaba.

Separó sus labios de los de ella para recorrerle la mandíbula, hasta encontrar la oreja y deslizarse más abajo.

– ¿Le gusta la yegua?

Su voz sonó ronca.

– Es preciosa.

Le besó la garganta, y ella se arqueó instintivamente y oyó su aspiración.

– Sus líneas de sangre…, son excelentes. Sus habilidades…

Había llegado a las clavículas de Francesca y pareció olvidar lo que estaba diciendo; ella no vio motivo para comentárselo. No era hablar lo que quería, quería explorar la pasión, con él, ahora. Estaba a punto de hacer descender las manos por su cuerpo, cuando él murmuró:

– Puede llevársela cuando se marche.

Francesca se quedó paralizada. Y se obligó a pensar. Pasó revista a un cierto número de interpretaciones, pero no dio con ninguna que encajara.

– ¿Marcharme? -Descubrió que el desconcierto podía desbordar a la pasión, al menos en el punto en que se hallaban-. ¿Por qué iba a marcharme?

Él suspiró, y la calidez que les venía envolviendo se disipó. Levantó la cabeza y la miró.

– Todos los invitados se irán poco después de la boda, la mayoría tras el banquete y los demás al día siguiente. -Hizo una pausa antes de proseguir, en un tono de matiz acerado-. Por mucha proximidad que tenga con Francesca, se marchará usted con Charles y su partida.

Francesca lo miraba atónita, a ese rostro que no era para ella sino una sombra. Estaba boquiabierta, con la mente en blanco. Durante cuatro latidos de su corazón, fue incapaz de decir palabra. Entonces su mundo dejó de dar vueltas locamente, se fue frenando… Se humedeció los labios.

– La dama con la que vais a casaros…

– No pienso hablar acerca de ella. -La tensión que se había disparado por su cuerpo no tema nada que ver con la cálida flexibilidad de la pasión. Suprimió la pasión, la excluyó.

Al cabo de un momento, ella se aventuró a decir:

– Creo que no lo entendéis. -Tampoco lo entendía ella, pero empezaba a sospechar…

Notó que él reprimía un suspiro; su actitud defensiva se relajó una pizca.

– Puede que sea dócil… Una mosquita muerta… Pero es exactamente la clase de esposa que necesito, la clase de esposa que quiero tener.

– Me queréis a mí. -Francesca se movió bajo su cuerpo, desafiándolo a negar lo evidente.

Él tomó aire; ella sintió que la fulminaba con su mirada.

– La deseo. Ni la quiero ni la necesito.

El genio de Francesca hizo erupción. Una réplica encendida le quemó la lengua, pero no tuvo ocasión de expresarla.

– Sé que no me entiende. -Eran palabras duras, severas-. Nunca ha conocido usted a un hombre, al menos no a uno como yo. Cree que me entiende, pero no es cierto.

Pero sí que lo entendía, lo entendía e iba entendiendo mejor a cada segundo que pasaba.

– Piensa que, siendo como soy, querría una esposa apasionada, pero lo cierto es lo contrario. Por eso he elegido a Francesca Rawlings por esposa. Ella encajará perfectamente en el papel de mi condesa…

Francesca lo dejaba hablar, dejaba que sus palabras fluyeran y se perdiesen mientras su mente retrocedía por las semanas transcurridas desde que tropezara con él junto al macizo de arbustos, reescribiendo cada escena.

Gyles cayó de pronto en la cuenta de que estaba haciendo precisamente lo que había dicho que no haría. No le debía ninguna explicación a la gitana…

Excepto que la estaba rechazando, dándole la espalda deliberadamente, a ella y a una relación apasionada que, nadie lo sabía mejor que él, estaba llamada a arder con un brillo mayor que la mayoría de las estrellas. Ella nunca se había ofrecido a otro hombre; de haberlo hecho, no sería tan virginal, no se maravillaría a cada paso de aquella manera.

Se sintió culpable, cogido en falta, por despreciarla. Era ridículo, pero se sentía culpable por herirla, aunque fuera por su bien. Se sintió igualmente culpable porque, incluso en aquellos momentos, estaba tan obsesionado con ella que era incapaz de formarse una imagen mental de la mujer con quien iba a casarse al día siguiente: una mujer que era la íntima amiga de la gitana. Sentía culpa suficiente para hundir su alma en aquella situación atormentada.

Dejó de hablar y exhaló un suspiro.

– Al menos, no se habrá traído los malditos perros con ella.

Silencio.

Ella seguía mirándolo, con los ojos inmóviles; notaba sus senos hincharse y relajarse contra el pecho.

Una sensación de desasosiego recorrió su espina dorsal.

– No lo ha hecho, ¿no? ¿No se ha traído ese montón de spaniels falderos?

El silencio se alargó, luego sintió que ella reajustaba su mirada. Hasta entonces no la había estado mirando, en realidad.

– No. Vuestra prometida no ha traído los perros.

Cada palabra vibraba con una determinación que él era incapaz de interpretar. Oyó que tomaba una inspiración.

– En cambio, sí que me ha traído a mí.

Todo aquel rato había tenido las manos apoyadas en su pecho.

Ahora las elevó por encima de sus hombros, las entrelazó firmemente detrás de su cuello, tiró de él hacia abajo y le selló los labios con los suyos.

La furia había encendido la pasión de Francesca, la había avivado, se había fundido con ella. Se dejó llevar deliberadamente. Dejó que el fuego de su ira la arrasara. Era lo único con que se le ocurrió que podía golpearle, lo único a lo que sabía que él no era inmune.

No podía ni empezar a enumerar sus agravios, sus sentimientos, sus reacciones racionales o lógicas, pero sobre su respuesta instintiva no albergaba ninguna duda.

Le iba a hacer pagar. Y en la moneda en que más le dolería.

Él se hundió sin remedio; ella lo supo, sintió el momento en que la marea le arrastró al fondo. Sintió el momento en que su voluntad se sumergió bajo una marea de necesidad demasiado fuerte para negarla.

Ella atizó las llamas, se ocupó de que no remitieran. Sus bocas se fundieron en un duelo de lenguas entrelazadas. Ya no tenía necesidad de sujetarlo. Soltó las manos y las llevó hacia abajo. Las de él se cerraron en torno a sus pechos, y ella se arqueó, y se olvidó por un momento de acariciarlo, deleitándose en las sensaciones que las caricias de él le procuraban.

Entre los dos, desabrocharon su chaquetilla y su blusa. La combinación se la desabotonó él con sendos gestos de sus largos dedos; acto seguido le cogió un pecho con la mano, y ella soltó una exclamación ahogada. Los labios de Gyles volvieron a encontrar los suyos justo a tiempo de atrapar su grito cuando le pellizcó el pezón entre los dedos. A medida que la punzante sensación remitía, el calor la inundó. Luchó por respirar, luchó por encajarlo todo, luchó por seguirle el ritmo. Ella no había hecho nunca esto, y él era un experto; había visto más cosas de las que la mayor parte de los inocentes podían siquiera imaginar, pero nunca había sido la mujer en el corazón de la tormenta.

Y de una tormenta se trataba: de calor, de sensaciones demasiado intensas para expresarlas. Se retorcía como una mujerzuela debajo de él, y supo que lo estaba excitando hasta hacerle perder la cabeza.

De forma que se retorció aún más. Todo lo que se le ocurría que podía hacer, lo hizo, toda acción que pudiera enardecerle más. No era de las que pudieran conformarse con otra cosa que no fuera su completa y abyecta rendición. Ante ella, ante la pasión que compartían. Ante todo lo que él había pensado que podía mantener al margen de su vida.

Gyles agachó la cabeza arrastrando los labios, apartándolos de los de ella. Ella le hundió los dedos en el pelo cuando aquellos labios encontraron su pecho; el roce abrasador de su lengua la hizo estremecerse. Entonces él succionó, tapándole la boca con la mano justo a tiempo de ahogar el chillido.

Estaba sofocada, jadeando, increíblemente ruborizada cuando él por fin levantó la cabeza, se echó hacia atrás y le levantó las faldas. Sus duros dedos hallaron una rodilla y fueron subiendo por la piel temblorosa del interior del muslo. Tocaron los suaves rizos del ápice de aquellos muslos y descendieron de nuevo.

Volvieron a la carga de inmediato, acariciando, provocando, enredándose en sus rizos, hasta que un largo dedo se deslizó entre los dos muslos. Ella aspiró hondo. Su cuerpo se tensó mientras los dedos acariciaban y luego exploraban suavemente. Entonces él le sujetó una rodilla con la suya, invitándola a abrirse más. Una tórrida oscuridad los envolvía. Los sentidos de ella no percibían ya nada que no fuera el hombre: el mundo que se extendía más allá de su nido de paja se había desvanecido, había desaparecido por completo. Él la tocaba con pericia, con conocimiento. Con una nueva inspiración profunda, Francesca separó sus muslos.

Gyles le cubrió el pubis con la mano, y un estremecimiento nervioso la sacudió. La mano se movió; introdujo un largo dedo, primero un poquito, luego más y más adentro, penetrándola en su blandura, haciendo que su cuerpo se abriera.

Francesca se arqueó, pero él la empujó contra la paja, extendiendo la otra mano sobre su estómago.

Gyles se estremeció y cerró los ojos. Palpaba con los dedos, trazaba, exploraba, y su imaginación suplía lo que no veía. Estaba a un paso de la locura. No tenía ni idea de cómo había llegado a aquel punto, pero sólo había un camino hacia delante, una vía a la cordura.

Siguió transportándola, implacable. El cuerpo de Francesca era calor líquido, fluido bajo sus manos. Era la encarnación de la mujer apasionada, salvaje y desinhibida; tuvo que volver a besarla, a ahogar sus gritos, a sofocar los gemidos de placer en que rompía ante su determinación. Hubiera podido llevarla al clímax rápidamente, brutalmente; pero cierta gentileza enterrada en lo más hondo le hizo demorarse, mostrarle los caminos del gozo, ahondar en su placer, hasta que, muy al final, estalló de éxtasis.

Su cuerpo se relajó debajo de él; sintió los últimos temblores de la culminación desvanecerse y cesar. Apartó sus dedos de ella, cerrando los sentidos a la dulzura almizclada que de forma tan primaria llamaba a sus sentidos. Se echó atrás, y estaba a punto de levantarse cuando ella se giró, alargó la mano hasta su cara, abrazándole el mentón, y lo besó.

Lo retuvo, lo atrapó en una red de cruda necesidad.

Para él, ella era la sirena suprema: sus besos le atraían hacia su destrucción. A duras penas consiguió mantener, si no el control, sí la lucidez suficiente para saber lo que hacía, y lo que no debía hacer. Ella seguía excitada, seguía atenta, seguía desarmando a sus sentidos. Había supuesto que, después de su primer orgasmo -que había sido además bastante prolongado- estaría exhausta y sin fuerzas, incapaz ya de oponerse a sus designios.

Había supuesto mal.

Gyles llenó las manos con sus pechos, luego hundió la cabeza y se llenó la boca de su tierna carne. Había tratado de no dejarle señales allí donde podrían ser visibles, pero sólo Dios sabía si lo había conseguido. Ella tenía presente que no debían hacer ruido; se apretaba los labios con los nudillos de una mano, sofocando sus propios gritos. También hacía lo que podía para enmudecer aquellos otros sonidos más íntimos que él le arrancaba, pero sin éxito.

Él exploró la mitad inferior de su cuerpo, desnudo ahora que le había subido el vestido hasta la cintura. Sus muslos, firmes de cabalgar, eran especialmente deliciosos; los tersos globos de sus nalgas, que él acunaba posesivamente entre sus manos, le hicieron estremecerse.

Ardía de deseos de tomarla, de poseerla como ella deseaba que la poseyera, de hacerla suya con toda la pasión de su alma; pero eso sólo podía conducirle a la locura. Aunque sí debía dejarla saciada. Escurriéndose hacia abajo, evitando sus manos, que lo instaban a montarla, agarró con fuerza sus caderas y aplicó la boca a sus más blandas partes.

El grito que liberó casi la ahoga. Después de eso, sólo pudo concentrarse en recuperar el aliento, en sofocar sus jadeos, sus chillidos. En florecer para él.

Cuando finalmente Gyles la soltó, cuando la hizo volar hasta las estrellas y romperse en añicos, ya la dejó -esta vez sí- demasiado exhausta para poder siquiera agarrarle de la manga cuando por fin se apartó de ella. Se puso de rodillas y le recompuso el vestido a tientas, lo justo para pasar una inspección somera en caso de que les sorprendieran. Luego se puso en pie, la levantó en sus brazos y salió con ella del compartimiento, y de las cuadras.

Mientras atravesaba el césped, iba haciendo grandes esfuerzos por no pensar, ni en ella, ni en nada de lo que había pasado; ni en cómo se sentía.

A la mañana siguiente se casaría con su amiga, y ahí acabaría todo.

Le palpitaba de dolor el cuerpo entero. Dudaba que consiguiera conciliar el sueño.

Podía, desde luego, felicitarse por haber esquivado el pozo en que otros habrían caído de cabeza. Podía enorgullecerse de no haber sucumbido a sus instintos más bajos, de haber observado la conducta más honorable. Le consumiría la culpa de no haber sido así, por muy variados cargos; y, sin embargo, en el fondo sabía que no era el sentimiento de culpa lo que le había hecho contenerse y no tomarla. Un único poder había sido lo bastante fuerte para salvarla, y salvarlo a él.

Un sencillo y primordial miedo.

Sabía en qué ala había alojado su madre a su prometida; se lo había dicho Henni, sólo por si le interesaba. Dio gracias al cielo por ello. Supuso que a la acompañante de su futura esposa le habrían asignado alguna habitación cercana. Al llegar al pasillo en cuestión, echó a andar por él; en un punto, se detuvo, acercó los labios a su oído y le susurró:

– ¿Cuál es su habitación?

Ella señaló lánguidamente la puerta del fondo. Él la reajustó en sus brazos para abrirla. Las cortinas estaban descorridas; la luz de la luna inundaba el cuarto, y le confirmó que habían hecho la cama pero estaba vacía.

La depositó sobre ella con suavidad.

Ella recorrió la manga de su camisa con los dedos, pero estaba demasiado débil para retenerlo. Él se inclinó sobre ella, le retiró el pelo de la cara, inclinó la cabeza y la besó. Una última vez.

Luego se retiró. Sabía que ella lo estaba mirando.

– Después de la boda, volverá a la mansión Rawlings.

Se dio la vuelta y la dejó.

Francesca observó cómo cruzaba la habitación. Lo había dejado cargar con ella hasta la cama dando por hecho que iba a acostarse a su lado. Al cerrarse la puerta tras él, se recostó sobre la espalda, cerró los ojos y sintió que la amargura la embargaba.

– No lo creo.

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