Capítulo 12

– ¿Os apetece salir a montar esta mañana?

Francesca miró a su marido, sentado más allá a la mesa del desayuno.

– ¿A montar?

Gyles dejó su taza de café sobre la mesa.

– Me ofrecí a mostraros la heredad Gatting. He de ir hacia allí esta mañana. Podríamos pasear por el pueblo, de regreso.

– Sí que me gustaría. -Francesca reparó en su vestido-. Pero tendría que cambiarme.

– No hay prisa. Tengo que ver a Gallagher antes; ¿por qué no os reunís con nosotros en el despacho cuando estéis lista?

Ella se esforzó por no pestañear, por no poner de manifiesto su asombro.

– Sí, por supuesto. -Se obligó a sorber su té despacio y esperar a que él se fuera y a que le hubiera dado tiempo de llegar hasta su despacho antes de salir disparada escaleras arriba.

– ¿Millie? -Al entrar corriendo en su habitación, vio a la menuda doncella junto a un armario-. Mi traje de montar. Deprisa.

Se despojó del vestido y se puso apresuradamente la falda de terciopelo.

– ¿Que si me apetece montar? ¡Hum!

Él había evitado preguntárselo hasta entonces. ¿Reunirse con él en su despacho? Sabía dónde estaba, pero no había puesto el pie en él: no había querido invadir su espacio privado sin ser invitada.

De pie ante el espejo, se ajustó la chaquetilla y se ahuecó el lazo de encaje de la cintura. Luego miró al frente.

– Gracias, milord.

No había nada peor que amar a alguien y no tener ni idea de sí él se permitiría corresponderte.

Los tacones de sus botas de montar iban repiqueteando mientras bajaba a toda prisa las escaleras; llegó a grandes zancadas hasta su despacho, con los guantes en una mano, la fusta silbando en la otra y la pluma esmeralda de su gorra bailando garbosamente por encima de uno de sus ojos. Un lacayo se apresuró a abrirle la puerta. Ella le sonrió radiante y traspasó el umbral.

Gyles estaba sentado tras su escritorio y Gallagher delante, en una silla. Gallagher se puso en pie y le hizo una reverencia. Gyles había levantado la vista. Le sonrió relajadamente.

– Casi hemos terminado. ¿Por qué no os sentáis? Estaré listo para marcharnos en un momento.

Francesca miró hacia donde Gyles le indicaba y vio una confortable butaca en un rincón. Se llegó hasta ella y tomó asiento, y luego escuchó. Estaban hablando de las casas de los arrendatarios. Tomó notas mentalmente para más adelante; era demasiado lista para manifestar un interés explícito. Todavía no. Habría tiempo cuando él requiriera su opinión; el hecho de que la hubiera invitado a ir a montar por sus propiedades no quería decir que estuviera ya dispuesto a dejarla entrar más en ese aspecto de su vida.

La hacienda misma era un área que podía legítimamente reservar se para él. Muchos de entre los de su posición lo hacían, pero ella confiaba en que él le permitiría involucrarse más que sólo en unos pocos detalles. Las grandes propiedades eran complicadas de administrar: la perspectiva le fascinaba. No tanto en lo relativo a ingresos, gastos o cuántos sacos de grano reportaba cada campo, sino a la gente, al espíritu de comunidad, la suma de energías que conducían al éxito un esfuerzo colectivo. En una hacienda como Lambourn, ese espíritu recordaba al de una gran familia en expansión, en que la prosperidad de todos dependía de la forma en que cada uno desempeñara la tarea que le tocaba.

Podía ser que su manera de ver fuera ingenua, pero por lo que él le había dado a entender de sus ideas en lo referente al derecho de sufragio, sospechaba que sus opiniones serían en gran medida compatibles. Por ahora, no obstante, esperaba su momento.

Y examinaba despreocupadamente la habitación.

Las paredes del despacho, como las de la biblioteca, estaban cubiertas de estanterías, que en este caso alojaban libros que parecían más bien de cuentas. Observando las apretadas filas, estaba dispuesta a apostar.1 que entre ellas se encontrarían cuentas anteriores a la fundación del condado. Paseó la vista de un lado a otro de las ordenadas hileras y de pronto se detuvo, fijándola en una estantería que contenía libros comunes. Libros antiguos, incluyendo uno encuadernado en cuero rojo, con un lomo de al menos seis pulgadas de ancho.

Se levantó y se llegó a aquella estantería. El libro era, en efecto, la vieja Biblia que había estado buscando.

A su espalda, oyó el ruido de una silla al ser movida. Se volvió y pudo ver a Gallagher haciéndole una reverencia a Gyles, y luego a ella.

– Milady. Espero que disfrutéis de vuestro paseo a caballo.

Francesca sonrió.

– Gracias. Estoy segura de que así será.

Volvió a mirar a su esposo mientras pronunciaba estas palabras; él le arqueó una ceja, y luego rodeó el escritorio mientras Gallagher abandonaba el cuarto.

– ¿Nos vamos?

Francesca se giró de nuevo hacia la estantería.

– Esta Biblia… ¿Podéis prestármela? Vuestra madre comentó que contiene un árbol genealógico en la portadilla.

– Así es. Por supuesto. -Sacó el pesado volumen por ella; su mirada entonces se desvió hacia su falda de terciopelo y hasta sus botas-. ¿Qué tal sí le doy esto a Irving para que él lo lleve a vuestra sala de estar?

Ella sonrió y deslizó la mano en torno a su brazo, tan ansiosa como él por ensillar los caballos y partir.

– Qué magnífica idea.


Al cabo de diez minutos, estaban subidos a las sillas y en marcha. Gyles cabalgó a la cabeza hasta llegar a la escarpadura y luego, el uno al lado del otro, galoparon raudos como el viento.

Francesca le lanzó una retadora mirada por encima del hombro. Gyles la captó: vio un desafío centellear en sus ojos. Francesca miró al frente y azuzó a Regina. La yegua alargó el paso, regular y segura. Y veloz.

El rucio iba trotando a su lado, cogiéndole el paso. El viento azotaba el pelo de Francesca, haciéndolo ondear en guedejas negras a su espalda. El aire, fresco y limpio, corría a recibirles. Ella, con manos y rodillas, urgía a la yegua a ir más rápido.

Sin darse cuartel, cruzaron las colinas como centellas. Los en volvía el vivo frescor de la mañana. Corrían sin que ninguno de los dos tuviera intención de perder, pero tampoco empeño en ganar. La excitación del momento, la velocidad, la emoción, el ruido atronador, eran suficiente recompensa. Estaban atrapados en el momento, en el movimiento, fundiéndose jinetes y monturas en un solo ser, y el retumbar de los cascos hallaba su eco en el retumbar de sus corazones.

– ¡Aflojad aquí el paso!

Francesca obedeció al instante, aminorando el ritmo mientras Gyles hacía pasar al rucio del galope tendido al medio galope, y finalmente al paso. La escarpadura era aquí menos empinada, Gyles tiró de las bridas al llegar a un camino que bajaba. Francesca se detuvo a su lado.

El pecho de ambos se agitaba con la respiración. Se miraron; sonrieron con ridícula satisfacción. Francesca se apartó de la cara los caóticos rizos y miró a su alrededor, consciente de que los ojos de Gyles se demoraban en su rostro y se paseaban luego por su figura con orgullo de propietario.

Ella le devolvió la mirada agrandando los ojos, inquisitiva. El hizo un mohín. Alargando el brazo, tiró de la pluma de su gorro.

– Vamos. -Con un golpe de riendas, puso al rucio al paso por el camino-. O no nos iremos nunca.

Francesca sonrió y salió con la yegua tras él. A paso tranquilo, atravesaron las suaves ondulaciones de unas colinas. Más allá, se extendían campos reducidos a rastrojos, con el heno apilado para que se lo llevaran y recogidas ya las gavillas de maíz.

– ¿Estas siguen siendo vuestras tierras?

– Hasta el río y más allá. -Señaló al este y a continuación trazó un arco hacia el sur hasta apuntar en la dirección del castillo-. Ésa viene a ser su forma, con la escarpadura como límite al norte. Una especie de óvalo alargado.

– ¿Y la heredad Gatting?

– Al otro lado del río. Venid.

Siguieron un sendero entre dos exuberantes prados hasta cruzar un puente, chacoloteando. Gyles puso al rucio a un medio galope. Francesca lo imitó. El sendero hizo una curva acentuada. Una vieja casona apareció a la vista, al fondo de los campos; un caminito estrecho conducía hasta ella.

Gyles detuvo el caballo a la entrada del camino. Señaló la casa con un gesto de la cabeza.

– Gatting. Originariamente, era una casa solariega, pero ha sido arrasada y se le han ido haciendo añadidos a lo largo de los siglos; queda poco de la construcción original. Francesca la examinó.

– ¿Tenía arrendatarios?

– Sí, y siguen ahí. Están emparentados con algunos de los míos, y sabían de su valía. No había razón para echarlos. -Gyles condujo al rucio por el caminito-. Venid a esta elevación. Podréis ver la heredad entera.

Francesca espoleó a la yegua y lo siguió. Sobre la elevación, se detuvo a su lado.

– Charles me explicó cómo Gatting llegó a constituirse y cómo yo llegué a heredarla. -Apoyó las manos en la perilla de la silla-. Mostradme las tierras.

Él le señaló los límites. No parecía una propiedad tan importante, no en comparación con el resto de la hacienda. Lo comentó, y él le explicó. Atravesaron los campos mientras él disertaba sobre las técnicas de administración que empleaba en la actualidad.

– Sin Gatting, administrar los acres de tierra de este lado del río suponía un dolor de cabeza permanente.

Ella lo miró a la cara.

– ¿Uno que nuestro matrimonio haya aliviado?

Él la miró a los ojos.

– Uno que ha aliviado.

Cabalgaban en perfecta armonía, en dirección oeste a través de los campos. Al final, llegaron a otro sendero, y Gyles dio la vuelta camino del río.

– Por aquí llegaremos a la parte superior del poblado.

Otro puente estrecho les permitió cruzar el Lambourn. Cabalgaron pasando junto a huertos cercados con muros de piedra. Una iglesia con una torre cuadrada se alzaba justo al frente, dominando el poblado y rodeada por un cementerio. Llegaron a la altura de una casita, muy cuidada, detrás de una valla blanca; una vez pasada, el sendero hacía una curva cerrada, justo antes de la entrada techada al camposanto, Gyles se detuvo en la curva y esperó a que Francesca llegara a su altura. Hizo un gesto al frente.

– La aldea de Lambourn.

La calle descendía, y luego subía gradualmente. Pasado el punto en que acababa la aldea y cesaban las casas, la calle desembocaba en la carretera principal que había seguido el coche la víspera de su boda paca llevarla al castillo, situado más adelante.

Las edificaciones se apelotonaban a ambos lados de la calle. Las casas cubrían un amplio espectro, desde las casitas de los trabajadores, en fila pared con pared, a casas más prósperas, exentas y con franjas de jardín entre la entrada y la verja. En mitad de la calle, cierto número de tiendas anunciaba su existencia mediante letreros pintados en vivos colores que colgaban sobre las estrechas aceras. Dos posadas, una a este lado de las tiendas y otra nada más pasarlas, tenían los rótulos de mayor tamaño.

– No pensaba que la aldea fuera tan grande.

Gyles sacudió sus riendas; el rucio reanudó el paso.

– En la heredad vive un número considerable de gente, y hay más en la aldea y en heredades adyacentes; suficientes para mantener un día de mercado.

– Y dos posadas. -Francesca examinó la primera al pasar junto a ella. El rótulo la identificaba como el Toro Negro.

– Es casi la hora de comer. -Gyles la miró-. Podemos dejar los caballos en el Pichón Rojo, y os daré una vuelta por la aldea; luego podemos comer en la posada.

Ella disimuló su sorpresa.

– Eso me agradaría.

El Pichón Rojo era una posada grande, con caballerizas. Tras tenderle las riendas a un mozo de cara pecosa, Gyles escoltó a Francesca al cruzar la pesada puerta de entrada y entrar en el amplio recibidor.

– ¿Harris?

Una cabeza redonda y calva asomó por una puerta; detrás siguió un cuerpo rotundo vestido de blanco y negro, con un delantal blanco anudado a las caderas. Harris se apresuró a recibirles.

– ¡Milord! Qué alegría veros.

La mirada del posadero se detuvo en Francesca.

– Querida mía, permitidme presentaros a Harris; el Pichón Rojo pertenece a su familia desde que hay Rawlings en Lambourn. Según se cuenta, el primer Harris sirvió en armas a uno de nuestros antepasados, y al jubilarse abrió la posada. Harris, ésta es lady Francesca, mi condesa.

Harris le dirigió una sonrisa radiante y una reverencia hasta cerca del suelo.

– Es un raro placer, milady, daros la bienvenida a esta casa.

Francesca le sonrió cuando se enderezaba.

– Hemos dejado los caballos con su Tommy. -Gyles reparó en las miradas atentas de quienes tenían la oreja puesta-. Voy a enseñarle esto un poco a lady Francesca, y luego hemos pensado comer aquí. Un salón privado estaría bien.

– Por supuesto, milord. El salón del jardín, tal vez. Tiene unas bonitas vistas sobre los rosales, a los huertos y al río.

Gyles le alzó una ceja a Francesca.

– Suena estupendamente -dijo ella.

Gyles la tomó de nuevo del brazo.

– Estaremos de vuelta en una hora.

– Lo tendré todo dispuesto, milord.

Una vez afuera, Gyles condujo a Francesca por la acera hacia las tiendas. La primera era una panadería.

– ¡Huele de maravilla! -Francesca se detuvo a mirar por la ventana empañada. Al cabo de un segundo, una mujer rechoncha, de rostro rubicundo, apareció en el zaguán, sacudiéndose las manos llenas de harina en un aparatoso delantal.

Gyles le hizo una inclinación de cabeza.

– Señora Duckett. -La mujer hizo una sucinta reverencia y musitó un «milord» con la mirada fija en Francesca. Gyles reprimió una sonrisa irónica-. Permítame que la presente a lady Francesca, mi condesa.

La señora Duckett se inclinó con su mejor reverencia.

– ¡Milady! Sed bienvenida a la aldea de Lambourn.

Francesca sonrió y, con su soltura habitual, agradeció el saludo y se interesó por el negocio de la señora Duckett. La panadera estuvo más que encantada de enseñarle todo a su señoría.

Así siguieron calle arriba, para luego cruzar y regresar por la otra acera. La excursión sirvió a Gyles, según descubrió, para aprender algo inesperado.

Había previsto el ávido interés de los tenderos por saludar a su condesa; lo que no se esperaba era que ella sintiera tanto interés -a todas luces sincero- por ellos, y por la aldea en general. Pero lo sentía. Su interés resonaba claramente en sus preguntas, en el brillo de sus ojos y en su concentrada atención.

Sorprendió a su mente siguiendo los pasos de la de ella, viendo las cosas a través de sus ojos. Y le sorprendió lo que vio. Sin embargo, eso era sólo una parte de la revelación. Aquí él conocía a todos y todos lo conocían; a pesar de esa familiaridad, cada vez que aparecía, solía ser el centro de atención. Hoy no. Lo que le dejó en una posición como de observador fantasmal, contemplando la entrada de Francesca en este escenario tan familiar, presenciando el efecto que ejercía en él, en todos aquellos personajes conocidos.

Los atraía como una llama a las polillas. Su aplomo, su seguridad… Trató de determinar cuál resultaba su principal atractivo. La observó al despedirse de la sombrerera: la vio sonreír, vio la reacción embelesada de la mujer.

Vio algo que reconoció. La fe de Francesca en la felicidad, una convicción inquebrantable de que la felicidad existía, de que estaba ahí para quien la reclamara, independientemente de la posición de cada cual en la vida, independientemente de lo que la felicidad representara para cada uno.

Esa convicción la envolvía como una capa, tocándolo todo a su al rededor.

Ella se volvió hacia él, con una sonrisa deslumbrante iluminando sus ojos. Tomó la mano que le tendía, vaciló un instante y la llevó a sus labios. Francesca lo miró con ojos sorprendidos.

– Venid. Es hora de comer. -Con una inclinación de cabeza a la embelesada sombrerera, salió de la tienda llevándola de la mano.

– Parecía tener unos sombreros de muy buena calidad. -Francesca volvió la vista al delicado encaje de la ventana. Gyles la conducía hacia delante con firmeza. -Mamá y Henni requieren sus servicios de vez en cuando.

– Humm. Quizás…

– ¡Chillingworth!

Se detuvieron y giraron; Francesca vio a una dama de mediana edad y a un caballero cruzando la calle en dirección a ellos.

– Sir Henry y lady Middlesham -murmuró Gyles-. No son como los Gilmartin… -Fue todo lo que le dio tiempo a añadir antes de que los Middlesham les alcanzaran.

Se hicieron las presentaciones correspondientes. Lady Middlesham era mujer agradable de enormes ojos parpadeantes, mientras que sir Henry era el clásico hombre del campo, robusto, encantado de inclinarse sobre su mano diciéndole que «qué cosa tan bonita» era, para volverse inmediatamente hacia Gyles con alguna pregunta relativa al río.

– Tendréis que disculparlos -le dijo lady Middlesham-. Nuestras tierras se extienden al norte y al oeste del castillo, del otro lado del río, corriente arriba. Los dos tienen un interés perdurable por las reservas de peces.

– ¿Gyles pesca?

– Ah, sí, desde luego. Deberíais pedirle que os lleve con él en verano. Es bastante relajante, estar sin hacer otra cosa que verlos jugar con sus cañas y sus sedales.

Francesca rió.

– Tendré que probarlo alguna vez.

– Desde luego, y estaremos encantados si venís a visitarnos alguna vez, también. -Lady Middlesham hizo un mohín-. Supongo que, en teoría, deberíamos visitaros nosotros primero, pero siempre me enredo con estas formalidades. -Le apretó la mano a Francesca-. Ahora que ya nos hemos conocido, no nos atengamos a la etiqueta. Si tenéis tiempo, haced el favor de visitarnos, y nosotros no dejaremos de ir a veros la próxima vez que pasemos cerca del castillo. Elizabeth y Henni estarán en la casa de la viuda, supongo…

Mientras lady Middlesham y ella charlaban, ya muy a gusto, Francesca observó que Gyles y sir Henry, aunque no tenían ni mucho menos la misma edad, se encontraban igualmente cómodos el uno en compañía del otro. La idea de tener sus primeras iniciativas sociales floreció en su mente.

– ¡Condesa!

Francesca se volvió, al igual que los demás. Contemplaron una figura vestida enteramente de negro, montada en un corcel negro, haciendo cabriolas.

Lancelot Gilmartin hizo una reverencia extravagante; su caballo bailoteó nerviosamente, y casi embistió a lady Middlesham.

– ¡Eh! ¡Pero bueno! -Sir Henry apartó a su mujer para garantizar su seguridad-. Tenga usted más cuidado con lo que hace.

Lancelot miró a sir Henry despectivamente, y fijó luego su oscura mirada en Francesca.

– Quería daros las gracias por vuestra hospitalidad. Me preguntaba si os gustaría salir a montar por las colinas esta tarde. Podría enseñaros Siete Túmulos. Los alcores tienen una atmósfera misteriosa allí. Es bastante romántico.

Francesca era muy consciente de que Gyles estaba junto a ella, y de los esfuerzos que estaba haciendo por contenerse. Sonrió fríamente a Lancelot.

– Gracias, pero no. -Con un gesto, llamó la atención de Lancelot sobre la presencia de Gyles a su lado-. Hemos pasado toda la mañana cabalgando por las colinas; esta tarde me quedarán muchas cosas por hacer. Por favor, traslade mis saludos a sus padres, y mi agradecimiento por su visita.

Un gesto de contrariedad descompuso los rasgos demasiado bien parecidos de Lancelot. Enfrentado a un muro de crítica respetabilidad, se vio obligado a aceptar su rechazo. No lo hizo con elegancia. -En otra ocasión, entonces.

Con una seca inclinación de cabeza, espoleó a su caballo, que retrocedió y salió, poco menos que disparado, calle arriba.

– ¡Cachorro insolente! -Sir Henry siguió con una mirada furiosa a la figura de Lancelot mientras se hacía rápidamente más pequeña en la distancia.

Francesca tomó a Gyles del brazo.

– Sólo cabe esperar que crezca pronto y deje atrás tan malos modos. El comentario dio respuesta a las preguntas que habían estado a punto de surgir en la cabeza de los Middlesham. Les permitió dejar de lado a Lancelot como el simple impertinente que era. Lady Middlesham le estrechó las manos a Francesca al despedirse; sir Henry sonrió y expresó su deseo de que volvieran a encontrarse pronto.

Se separaron de los Middlesham y fueron hacia el Pichón Rojo. Francesca le apretó el brazo a Gyles.

– Lancelot es un niño malcriado, sin interés para mí ni trascendencia para vos.

Gyles la miró de soslayo, severos sus ojos grises, y la hizo pasar al interior de la posada.

Harris llegó a toda prisa para conducirles al salón que les había preparado. Francesca aprobó con satisfacción tanto el salón como los platos que el posadero y su pechugona hija dispusieron eficientemente ante ellos. Luego Harris y la muchacha se retiraron, dejándolos cómodos, bien provistos de viandas y de vino.

La comida estaba tan deliciosa como parecía; Francesca no le escatimó elogios. Alzando la vista, vio que Gyles la miraba con ojos divertidos, que su boca insinuaba una sonrisa.

– ¿Qué ocurre?

Él vaciló antes de responder:

– Sólo que os estaba imaginando cenando en una fiesta en Londres. Daríais todo un espectáculo.

– ¿Por qué?

– No se estila entre las damas de la buena sociedad el manifestar semejante… deseo por la comida.

Ella abrió los ojos de par en par.

– Ya que se ha de comer, puede una de paso disfrutarlo.

Él se rió y asintió con la cabeza.

– Sin duda.

A la mesa podían haber comido cuatro; ellos estaban sentados el uno enfrente del otro. Era fácil conversar, y no había nadie que pudiera oírles. Mientras iban degustando las diversas carnes y los pasteles, Francesca fue haciendo preguntas sobre la hacienda en general, animada por el hecho de que Gyles respondía solícitamente, sin asomo de reserva. Comentaron cómo había ido el año anterior, las dificultades y los éxitos, y la cosecha que se estaba almacenando por entonces.

Entonces volvió Harris para retirar los platos; dejando una fuente rebosante de fruta fresca ante los dos, sonrió benévolamente y les dejó en paz.

Eligiendo una uva, Francesca preguntó:

– Las familias de la hacienda… ¿son sobre todo arrendatarios antiguos?

– Casi todos ellos llevan mucho tiempo. -Viendo la uva desaparecer, Gyles se echó hacia atrás en la silla-. De hecho, no se me ocurre ninguno que sea más o menos reciente.

– De forma que todos están habituados a las… -seleccionó otra uva- tradiciones locales.

– Supongo que sí.

Ella examinó la uva, girándola entre sus dedos.

– ¿Qué tradiciones hay? Habéis mencionado un mercado.

– Se celebra un día de mercado todos los meses; supongo que es una tradición. Desde luego, todo el mundo se sentiría decepcionado si dejara de hacerse.

– ¿Y qué más? -Alzó la vista-. ¿Tal vez la iglesia auspicia alguna reunión?

Gyles la miró directamente a los ojos.

– Acabaríamos antes si me dijerais sencillamente qué es lo que queréis saber.

Ella le sostuvo la mirada, luego se metió la uva en la boca y le hizo un mohín con la nariz.

– No estaba siendo tan transparente.

Él observó el movimiento de su boca aplastando la uva entre los dientes, la observó tragar, y no respondió.

Entrelazando las manos sobre la mesa, ella se le quedó mirando con ojos francos.

– Vuestra madre mencionó que solía celebrarse una fiesta de la cosecha; no la celebración de la iglesia, aunque tuviera lugar por las mismas fechas, sino un día de festejos en el castillo.

Aunque él mantuvo una expresión impasible, ella debió apreciar una reacción en sus ojos, porque añadió rápidamente:

– Sé que hace muchos años que no se celebra…

– No desde que murió mi padre.

– Cierto; pero vuestro padre murió hace más de veinte años. Ahora él no podía argumentar que la mayoría de los arrendatarios no recordarían el acontecimiento.

– Vos sois el conde ahora, y yo vuestra condesa. Es una nueva generación, una nueva era. El sentido de la fiesta era, según entiendo, agradecer a los trabajadores de la hacienda sus esfuerzos a lo largo del año, durante la siembra, el cultivo y la cosecha. -Ladeó la cabeza sin apartar los ojos de los de él-. Sois un terrateniente que se preocupa y vela por sus arrendatarios. Sin duda, ahora que estoy yo aquí, sería adecuado, conveniente, que volviéramos a darles esa fiesta.

Tenía razón, pero le llevó un rato hacerse a la idea de celebrar la fiesta de nuevo, de ser él mismo el anfitrión. En todos sus recuerdos, ésa era una posición que había ocupado su padre. Después de su muerte, nunca se había planteado, al menos que él recordara, dar continuidad a la fiesta, a pesar de que era, en efecto, una tradición muy antigua.

Los tiempos cambiaban. Y a veces adaptarse podía significar resucitar usos del pasado.

Ella había tenido la prudencia de no decir nada más, de no insistir. En vez de eso, se quedó sentada pacientemente, con la mirada fija en su rostro, aguardando su decisión. Él sabía perfectamente que, si se negaba, ella se lo discutiría, aunque tal vez no inmediatamente. No pudo evitar insinuar una sonrisa al recordar su comentario anterior. ¿Transparente? Era tan fácil de interpretar como el viento.

En los ojos de ella brilló un brote de esperanza ante su media sonrisa; él se permitió esbozar una más franca.

– Muy bien. Si deseáis asumir a conciencia el papel de condesa…

Se interrumpió. Sus ojos se encontraron, y sostuvieron la mirada; se disipó toda ligereza. Entonces, resueltamente, él asintió con la cabeza y prosiguió, con voz firme:

– … no veo razón para disuadiros. -Tras una breve pausa, añadió-: Yo no os lo voy a impedir.

Ella entendió lo que le estaba diciendo: todo lo que estaba diciendo. Al cabo de un momento, se levantó y dio la vuelta a la mesa. Se detuvo a su lado, se giró y se sentó graciosamente en su regazo.

– ¿Y asumiréis también el papel que os corresponda?

Él mantuvo su mirada fija en ella.

– En lo que respecta a la fiesta, sí.

Respecto de lo demás, no podía prometer nada.

Ella examinó sus ojos, inescrutable su propia mirada; luego sonrió, con su sonrisa habitual, cálida, radiante, gloriosa.

– Gracias.

Levantó las manos, enmarcándole la cara con ellas, se inclinó hacia él y lo besó, con parsimonia, sensualmente pero sin ardor.

Él la contempló entre sus párpados medio cerrados, y sintió crecer el ansia. Sintió que despertaba el salvaje, pero, por una vez, su apetito no tenía que ver con la lujuria, ni siquiera con el deseo.

Era algo distinto. Algo más.

La besó a su vez, y ella le devolvió el mimo, y no fue más que eso: un momento compartido de contacto físico, una caricia.

No pretendía ir más allá: un intercambio de contacto afectuoso.

Finalmente, ella se enderezó, y él se lo permitió. Ella sonrió, satisfecha y feliz.

– Así pues, ¿cómo difundimos la noticia? Sólo faltan unas semanas. ¿A quién deberíamos dar aviso?

– A Harris. -Gyles la instó a levantarse, y ella se puso en pie. Él hizo lo propio, la tomó de la mano y la condujo hacia la puerta.

– Invitamos a todo el pueblo, además de a los arrendatarios, y en Lambourn no hay mejor manera de hacer un anuncio general que decírselo a Harris.

De modo que se lo dijeron a Harris, y Gyles y ella quedaron comprometidos a celebrar la fiesta de la cosecha. Al día siguiente, Francesca recibió una carta de Charles aceptando su invitación para ir a visitarles al castillo. Franni, le informaba, estaba absolutamente encantada ante la perspectiva de volver allí.

Francesca no supo muy bien qué conclusiones sacar de aquello Quizá, después de todo, Gyles tuviera razón desde un principio, y la reacción de Franni el día de su boda se había debido exclusivamente a la sobreexcitación. Lo que sugería que el caballero de Franni era, o bien otra persona, o bien producto de su imaginación. Francesca no vio manera de saberlo hasta que Franni, Charles y Ester llegaran.

Dejando ese asunto a un lado, se entregó de lleno a los preparativos, tanto de la fiesta de la cosecha como de la visita de su tío. Se dedicó a hacer listas, y listas de listas. Uno de los puntos de su lista de aquel día era ocuparse de la renovación de los plantíos de flores de delante del patio de entrada.

– Es sencillamente inaceptable. -Estaba de pie junto a Edwards en el paseo, a cien pasos de la casa, mirando al patio y a los lechos vacíos, en cuyo margen más cercano se acumulaban diseminadas las hojas secas-. Esta vista no es nada atractiva, y en absoluto adecuada para dar la bienvenida a la casa.

– Humm.

Adusto y cabizbajo, como una mole a su lado, Edwards contemplaba cariacontecido los ofensivos montículos.

Cruzada de brazos, Francesca se giró hacia él. -Usted es el jardinero jefe. ¿Qué sugiere? Él la miró de reojo y se aclaró la garganta.

– Lo que hace falta no son flores. No allí. Árboles, es lo que se necesita, eso es.

– Árboles. -Francesca echó un vistazo a los enormes robles dique estaban rodeados-. Más árboles.

– Sí. Cipreses de Nueva Zelanda, es lo que tengo en mente.

– ¿Cipreses de Nueva Zelanda?

– Sí. Mirad… -Rebuscando entre las hojas, Edwards encontró un palo. Con una bota, despejó un espacio en el suelo-. Si ponemos que esto es la casa, o sea, la fachada nada más, tal como la vemos desde aquí… -dibujó un rectángulo representando la casa-… y ponemos tres cipreses a cada lado, de esta forma… -Con el palo, trazó seis cipreses, tres a cada lado del hueco en que el camino desembocaba en el patio de entrada, todos alineados con el borde frontal del patio-. Y si los escalonamos por tamaño, con los más altos en los extremos exteriores y los más pequeños flanqueando el camino, entonces… Bueno, ya lo veis.

Dio un paso atrás y señaló su boceto. Francesca se inclinó para examinarlo. Lentamente, volvió a enderezarse, miró la casa y luego volvió a mirar el boceto.

– Eso está bastante bien, Edwards.

Dio un paso atrás, entrecerrando los ojos e intentando imaginárselo.

– Sí. -Asintió con decisión-. Pero falta algo.

– ¿Eh?

– Venga conmigo. -Desanduvo el camino por el paseo casi hasta los pelados plantíos. Cuando se detuvo, hurgó entre las hojas a un costado del paseo, hasta descubrir piedra.

– Esto es la base de una jardinera de piedra tallada; hay una base similar al otro lado del paseo. Lady Elizabeth recuerda que el día de su boda las jardineras estaban llenas de flores, pero fueron retiradas en algún momento.

– Sí, bueno; dudo que podamos conseguir cosas de ésas ahora. Lleva una barbaridad de trabajo hacer una obra así.

– Oh, no es preciso hacerlas nuevas. Las jardineras están en el extremo más alejado del huerto, casi cubiertas, pero estoy segura de que se pueden desenterrar.

– Mmm. -Edwards volvió a poner mala cara.

– También hay dos jardineras a juego, más pequeñas, que irían en los últimos escalones del porche. Ahora están en el campo de detrás de las cuadras.

– Es que las usan de abrevaderos.

– En efecto, pero Jacobs tiene bastante claro que sus responsabilidades no requieren tal sofisticación. -Francesca miró a Edwards a los ojos, resguardados y semi-oscurecidos por sus cejas enmarañadas-. Le propongo un trato. Le permitiré poner los seis árboles en vez de replantar los plantíos enteros con flores, a condición de que usted se encargue de que desentierren esas jardineras, las cuatro, las limpien y las devuelvan a su sitio. Tengo entendido que al joven Johnny le gusta plantar y cultivar flores, así que él puede encargarse, bajo sus órdenes, de rellenar las jardineras y plantar los bulbos adecuados; quiero tulipanes y narcisos, y después ya pondremos otras flores conforme se sucedan las estaciones. Yo no sé qué es lo que crece bien en esta época del año -le sonrió-, pero seguro que usted y Johnny sí.

Girándose, contempló los plantíos desnudos.

– Entonces, ¿en cuánto tiempo cree que puede estar hecho todo?

– Mmm. Sé dónde podemos encontrar los cipreses… Supongo que lo tendríamos listo en una semana. -Edwards le lanzó una mirada-. Sería antes si no tuviéramos que ocuparnos de esas jardineras…

– Todo a la vez, por favor: los árboles y las jardineras.

– Bueno, pues entonces una semana.

– Excelente. -Francesca asintió, y le sonrió con aire confidencial-. Mi tío y su familia llegarán de aquí a una semana, y me gustaría que la casa estuviera bonita.

Un sutilísimo matiz de color asomó bajo la curtida piel de Edwards.

– Sí, bien -dijo ásperamente-. Tendremos el lugar arreglado y especial para vos en una semana, pues, puede que antes. Ahora… -Retrocedió un paso y miró a su alrededor.

– Ahora debe usted volver con sus árboles. -Francesca le dio licencia con una inclinación de cabeza.

Gyles había estado observándola desde las sombras del porche. Al ver a Edwards alejarse pesadamente, salió andando con calma y bajó por la escalinata. Francesca lo vio. Se acercó a recibirlo sonriendo.

– ¿Habéis tenido éxito?-Cogiéndole la mano, se la colgó del brazo y la cubrió con la suya.

– Edwards y yo hemos logrado un entendimiento.

– No se me pasaría por la cabeza que pudiera ser de otra manera.

Giraron en dirección al risco, dando un paseo alrededor del castillo hasta donde los amados árboles de Edwards daban paso a setos y a algún rosal aislado.

– Esta mañana he recibido un paquete de Diablo. -Gyles rompió el cordial silencio cuando llegaron a la vieja muralla y la amplia vista de sus tierras se abrió ante ellos-. Honoria y él están de vuelta en Londres. Me envía lo más destacado de las últimas deliberaciones parlamentarias.

– ¿Está reunido actualmente el Parlamento?

– Sí… Está en curso el periodo de sesiones de otoño. Gyles pensó en ello: su vida normal hasta entonces, casi toda la alta sociedad de vuelta en sus residencias de la capital, la habitual ronda de bailes, fiestas, y las aún más importantes cenas, la pugna de las anfitrionas por la preponderancia, y los debates más serios que tenían lugar tras aquella fachada rutilante. Durante años, eso había constituido el centro de su vida.

Se detuvieron, contemplando a sus pies el paisaje, encendido con el esplendor del otoño.

– ¿Hemos de ir a Londres, por el Parlamento?

– No.

Había pensado en ello, aunque no en plural. La miró, sus miradas se cruzaron brevemente, le sujetó tras la oreja un rizo que batía al aire, y volvió a contemplar las vistas.

Su aversión a la idea de volver solo a Londres hubiera debido sorprenderle y, sin embargo, no era así. Estaba, al parecer, acostumbrándose al hecho de que, cuando se trataba de cualquier asunto que tuviera que ver con ella, era su yo indomable quien mandaba. Su verdadero yo se negaba a separarse de ella, se negaba siquiera a considerar la cuestión.

Permanecieron de pie el uno al lado del otro, él contemplando sus dominios; al cabo, bajó el brazo, cerrando su mano en torno a la de ella.

– Venid. Bajemos al capricho.


Su verdadero capricho era ella.

Más tarde, aquella noche, Gyles estaba tumbado de espaldas en la cálida oscuridad, y escuchaba la suave cadencia de la respiración de su esposa.

Con las manos detrás de la cabeza y la vista fija en el baldaquín, se preguntaba qué diablos estaba haciendo. Adónde creía que iba a parar.

Adónde iban a parar.

La rectificación resumía su problema. Era incapaz ya de pensar en el futuro desde su exclusivo punto de vista. Cualquiera que fuera el enfoque que hiciera, el marco de referencia que se planteara, ella estaba siempre presente.

En verdad, la felicidad de ella era ahora más importante que la suya, porque la suya dependía de la de ella.

¿Era de extrañar que se resistiese?

Hubiera sido más fácil si ella le planteara exigencias. Pero no, le dejaba siempre a él la decisión, evitando el abismo de oponer su voluntad a la de él. Él estaba predispuesto y preparado para esa clase de batallas; el resultado habría sido siempre fulminante y previsible.

Y él no estaría tendido ahí entonces, sumido en la incertidumbre. Francesca había dejado clara su posición. Él mandaba, él tomaba las decisiones; y si a ella no le agradaban, seguiría su propio camino.

Y no le cabía duda de que lo haría. En lo más íntimo de ella había una obstinación que él reconocía, una devoción inquebrantable a su propia causa.

Una devoción que él codiciaba para sí. No ya para sus ambiciones políticas, no ya para su matrimonio, ni siquiera para el efecto que una devoción tal tendría en su vida.

Quería ser él el objeto de su devoción.

Quería verla en sus ojos cuando la poseía, sentirla en sus labios cuando la besaba, en su roce cuando la acariciaba. Todo lo que ya le daba, lo quería: para siempre.

Miró su cabeza morena, sintió la calidez de su cuerpo, relajado y libre de toda tensión, contra el suyo. Sintió un impulso urgente de abrazarla, de atarla a él.

Volviendo a mirar el baldaquín, condujo de nuevo sus pensamientos a su problema.

Quería su amor, su devoción, la quería dedicada exclusivamente a él. Ella estaba dispuesta a ofrecerle todo eso. A cambio, quería algo. Él quería dárselo -quería amarla-, pero…, eso, en sí mismo, era lo último que quería hacer.

La contradicción de fondo.

Tenía que haber una forma de rodear el problema. Por el bien de su cordura, tenía que encontrarla. Tenía que dar con una alternativa quila dejara a ella satisfecha, y a la vez no le dejara a él expuesto, sino emocionalmente invulnerable.

La otra opción era inimaginable. Lo seguía siendo y siempre lo sería.

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