– ¿Wallace?
– ¿Sí, señor?
– Váyase. Y llévese también a todo el personal que quede en el ala.
– De inmediato, señor.
Gyles vio cerrarse la puerta detrás de su asistente y empezó a caminar por la habitación, para dar a Wallace tiempo de buscar a la doncella de Francesca y abandonar el ala privada. Sospechaba que este primer encuentro íntimo con su esposa iba a ser todo lo contrario que tranquilo. Ella era lo más alejado de la docilidad y la modosidad que cabía imaginar.
Oyó que se cerraba una puerta. Se paró, y cruzó hasta la que daba al dormitorio de Francesca. Llevó la mano al pomo, pero se detuvo. ¿Habría reparado ella en que allí había una puerta? ¿Y que daba a otra habitación, y no a un armario?
¿Se echaría a gritar si entraba él por allí?
Mascullando una maldición, dio media vuelta y se dirigió a la puerta del pasillo.
Sentada ante la cómoda en su lujoso dormitorio verde esmeralda, Francesca se cepillaba el pelo con esmero sin apartar la vista de la puerta que había a cierta distancia, en la pared de su derecha: la puerta que, según le había informado Millie, daba al dormitorio del conde.
Por allí había de entrar. Estaba lista, esperándolo.
De pronto le pareció que algo se movía. Miró en el espejo… ¡y ahogó un chillido! Levantándose de un brinco de la banqueta, se giró esgrimiendo como un arma el cepillo de dorso de plata.
– ¿Qué estáis haciendo aquí? -El corazón le latía con fuerza-. ¿Cómo habéis entrado?
A medio metro de distancia de ella, él la miraba con ojos enconados. Para su alivio, obvió su absurda primera pregunta.
– Por la puerta. La principal.
Llevaba un batín abrochado descuidadamente con un cinturón sobre unos pantalones anchos de seda. Ella miró forzadamente más allá de él, a la puerta del pasillo, y luego volvió a mirarlo, directamente a los ojos.
– Un caballero habría llamado antes.
Gyles lo había considerado.
– Soy vuestro marido. Esta casa me pertenece. No tengo por qué llamar.
La mirada que ella le dirigía pretendía amilanarlo. En lugar de eso, había conseguido el efecto contrario. Con un gesto muy cargado de afectación, ella se volvió y dejó caer el cepillo con un ruido seco sobre la cómoda.
Gyles tenía observado desde hacía tiempo que las mejores cortesanas dominaban el contradictorio arte de vestirse con recato adquiriendo en cambio un aspecto exuberantemente sensual. Su recién desposada tenía al parecer, en este campo, un talento natural: el camisón de seda marfileña que envolvía sus curvas no era escandaloso en modo alguno y, sin embargo, vestida así, ella personificaba la fantasía secreta de cualquier hombre. El escote era discreto; dejaba expuesta una mínima parte de sus senos. Era la simplicidad misma, no tenía mangas. En su lugar, un negligé de gasa diáfana, generosamente ribeteada de encaje, matizaba el cálido tono de sus brazos desnudos, con los lazos del encaje en las muñecas, alrededor de la línea del escote y a lo largo de la abertura frontal, como tentando a un hombre a alargar la mano, tocar, apartar y llegar más allá.
El pelo, totalmente suelto, lo tenía más largo de lo que él pensaba: los rizados mechones le colgaban por la espalda hasta la cintura.
– Muy bien. -Se dio la vuelta para mirarle de frente. Con los ojos chispeando, cruzó los brazos. Él hubo de reprimirse para mantener la mirada en su rostro, lejos de las cumbres de sus senos, que se dibujaban bajo la tirante seda.
– Podréis explicar ahora cómo es que pensasteis que era mi prima la mujer con quien os ibais a casar.
La pregunta, en el tono en que estaba hecha, consiguió volver a centrar su pensamiento. Al no responder él inmediatamente, ella agitó los brazos en el aire.
– ¿Cómo pudisteis cometer semejante error?
– Muy sencillamente. Tenía bases perfectamente razonables para imaginar que era vuestra prima la dama por la que había hecho mi oferta. -Los ojos de ella, su expresión, lo retaban a que la convenciera. Hizo rechinar los dientes para sus adentros-. El día que había presentado mi oferta, caminé hasta las cuadras por donde los setos.
Ella asintió cabeceando exageradamente.
– Eso lo recuerdo muy bien.
– Antes de encontrarme con vos, vi a vuestra prima sentada en el jardín cercado, leyendo un libro. No creo que ella me viera.
– Se sienta allí a menudo.
– Mientras la observaba, una mujer exclamó vuestro nombre.
– Me llamó Ester. La oí y acudí corriendo…
– Cuando la llamó Ester, Franni reaccionó. Cerró el libro y se recogió el chal.
Francesca hizo un mohín.
– Ella es algo infantil… Siempre curiosa. Si llaman a quien sea, ella va a ver qué ocurre. Pero no daríais por supuesto, sólo por eso…
– Ester volvió a llamar. «Francesca… Franni»… Y Franni respondió: «Aquí estoy.» Naturalmente, di por sentado que «Franni» era un diminutivo de Francesca. Estaba convencido de que ella erais vos.
Francesca lo estudió. Su enfado remitió; la preocupación nubló sus ojos.
– Decís que conocisteis a Franni, que paseasteis con ella un par de veces. ¿Qué le dijisteis?
Él apretó la mandíbula.
– Ya juré por mi honor que no le había dicho nada que… -Se interrumpió al excusarle ella con un gesto.
– Os creo cuando decís que no mencionasteis vuestra oferta, pero Franni, como he dicho, ya oísteis a Charles, es muy infantil. Lo exagera todo mucho. -Gesticuló con las manos; sus ojos le pedían que entendiera-. ¿De qué hablasteis con ella?
Él frunció el ceño.
– ¿Qué importancia tiene eso?
Ella frunció los labios, y luego cedió.
– Franni mencionó que la había visitado un caballero, uno que había ido dos veces. Ella interpretó que sus visitas querían decir que iba a pedir su mano. Esto me lo contó hace unos días. No conseguí que me revelara nada más…, se pone misteriosa con frecuencia. Y, a menudo, cosas de las que ella está segura son pura fantasía.
El gesto fruncido de Gyles se acentuó; ella prosiguió:
– Ni siquiera sé si el hombre en que pensaba ella erais vos, pero podríais serlo, y ella podría haber…
– … imaginado el resto. -Gyles se esforzó en recordar-. Yo me presenté como Gyles Rawlings, un pariente… -Se interrumpió. Francesca había puesto los ojos como platos-. ¿Qué?
– Yo… Nosotros, Ester, Charles y yo, nos referíamos siempre a vos como Chillingworth. Cuando llegamos aquí, vuestra madre y los demás hacían lo mismo, al menos delante de Franni. Es posible que ella no comprendiera…
– ¿… quién era yo hasta la ceremonia? Eso podría explicar su reacción. La pura sorpresa tiene más sentido que no que ella sacara conclusiones de nuestros encuentros.
– ¿Aquellos encuentros?
– Durante el primer paseo que dimos, no hablamos más que de los perros. Le pregunté si eran suyos. Ella dijo que sólo vivían ahí. Luego yo hice un comentario sobre sus manchas, con el que estuvo de acuerdo. Luego la dejé. Al día siguiente, todo su interés eran los árboles. Preguntaba qué era cada uno. -Sacudió la cabeza-. Creo que le respondí un par de veces. Aparte de eso, y de adiós, no recuerdo haberle dicho nada más.
Estudió el rostro de Francesca.
– Si vuestra prima se imaginó algo, fue sin ningún fundamento. Ni vos ni yo podemos hacer nada al respecto. Vos misma habéis dicho que no sabéis si se estaba refiriendo a mí o a algún otro. O a nadie. No sabéis si es por eso por lo que reaccionó en la capilla como lo hizo. Podría ser, como sugirió Charles, simple sobreexcitación.
Francesca le sostuvo la mirada. Tenía razón: no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer, al menos no en aquel momento. Él alargó un brazo hacia ella. Ella se apartó bruscamente.
– Vuestra equivocación con Franni es sólo la primera de nuestras cuentas pendientes, milord. -Le miraba a los ojos mientras daba vueltas a su alrededor-. Deseo entender por qué, si pensabais que habíais hecho la oferta por Franni, os mostrasteis tan… -gesticuló- «interesado» por mí. -Estaba segura de que entendería su alusión; que su expresión se hiciera más grave de lo que ya era se lo confirmó. Girando sobre sus talones para encarársele, extendió los brazos en cruz-. Si pensabais que ella era yo, ¿quién creísteis que yo era?
Sus ojos se esquinaron como lascas de pizarra. La miró de arriba abajo, y ella sintió su mirada como si la tocara, como si le pasara sus largos dedos por la piel desnuda. Bajo el camisón, sintió un cosquilleo. Dominó un escalofrío y sostuvo su mirada en la de él.
– Pensé -dijo, masticando sus palabras- que erais una gitana. Demasiado bien dotada y consciente de ello, y, con mucho, demasiado atrevida para ser una joven dama. -Dio un paso amenazador hacia ella-. Pensé que erais una compañía descarada y ávida.
Ella ladeó la cabeza, desafiante.
– Sé muy bien en qué pensabais, milord. -No hizo ningún ademán de retirarse ante el acecho de su avance.
– Lo sé. Porque pensabais cosas parecidas. -Se detuvo ante ella. Alzó la mano y repasó con un dedo la línea de su mentón, para deslizarlo luego bajo su barbilla y levantarle la cara hacia la suya. La miró a los ojos fijamente-. ¿Podéis negarlo?
Francesca permitió que sus labios se curvaran en una sonrisa.
– No. Claro que yo no venía directamente de pedir la mano de otro.
Gyles comprendió que había dado un paso en falso, pero ella no le dejó echarse atrás.
– ¿Cómo os atrevéis? -Con ojos furiosos, le hincó un dedo en el pecho-. ¿Cómo os atrevéis a hacer una oferta por mí y luego, al cabo de unos minutos, pensar, considerar e incluso empezar a planear hacer a otra mujer vuestra amante?
– ¡Esa otra mujer erais vos!
– ¡Eso vos no lo sabíais! -Volvió a darle con el dedo. El dio un paso atrás y ella se le vino encima como un torbellino-. Vinisteis a por mí, me buscasteis en el huerto… Me besasteis… ¡Casi me sedujisteis!
Era más baja y ligera que él y, sin embargo, su furia abrasaba como el fuego. Sus manos, sus brazos, todo su cuerpo estaba en llamas; se le acercaba y él retrocedía, paso a paso, ante la pura cólera de sus ojos.
– Dejasteis a la mujer a la que creíais prometeros y salisteis deliberadamente a buscarme para…
– Estabais más que predispuesta a dejaros seducir…
– ¡Por supuesto que lo estaba! Yo sabía quién erais… ¡Habíais pedido mi mano! Creía que me deseabais a mí… ¡A mí, que había de ser vuestra mujer!
– Sí que os deseaba…
Ella le cortó la explicación con un torrente de palabras en italiano. El hablaba ese idioma con fluidez, pero a la velocidad a la que hablaba ella, entendía menos de una palabra de cada diez. Palabras como «arrogante», y algo que pensó que venía a ser «cerdo», y una o dos más, bastaron para que se hiciera una idea de por dónde iban los tiros, pero no tanto del contexto como para poder defenderse.
– Más despacio… No os entiendo.
Los ojos de ella seguían lanzando llamaradas.
– ¿Vos no me entendéis a mí? ¡Estabais resuelto a casaros con una dama con la que deliberadamente apenas habíais intercambiado dos palabras! ¡Soy yo la que no os entiende a vos!
Volvió al italiano, una cascada de fogosas imprecaciones que, como una marea física, les barría a ambos. Sus gestos, siempre dramáticos, se hicieron más enfáticos, más violentos. Él continuaba la retirada mientras pugnaba por llegar a un punto en que entendiera lo suficiente para dar pie a una réplica. Ella andaba como una furia de un lado para otro, moviendo los brazos en todas direcciones.
De pronto se dio cuenta de que le había abierto la puerta del pasillo y lo estaba empujando hasta el umbral. Agarrando el canto de la puerta, se plantó.
– ¡Francesca!
La exclamación pretendía tirarle de las riendas, devolverla a la realidad.
Sólo consiguió provocar otro chorreo furioso en italiano. Ella levantó la mano en el aire amagando una bofetada. No se la dio, no habría llegado, era sólo otro gesto histriónico para transmitirle su desprecio, pero él se echó atrás para esquivarla y soltó la puerta.
Gyles estaba en el pasillo y Francesca en el quicio de la puerta, con los brazos en jarras, con los pechos subiendo y bajando al compás de la respiración, el pelo negro una madeja de seda contra el marfil del camisón. Fuego verde le ardía en los ojos.
Estaba tan vivamente, vital e intensamente hermosa que, literalmente, le cortaba la respiración.
– ¡Y luego -dijo, volviendo al inglés-, cuando hayáis conseguido responder a eso, podéis explicar por qué razón, aquella mañana en el bosque, os detuvisteis! Y lo mismo en las cuadras, ¿no fue anoche mismo? ¡Me deseáis, milord, pero tampoco! No me queríais para esposa, pero pensasteis convertirme en vuestra amante. Pensasteis seducirme, ¡y cuando lo conseguisteis me rechazasteis! -Alzó las manos al cielo-. ¿Cómo podéis explicar eso? -Hizo una pausa, creando un silencio dramático tras su parrafada. Con los pechos moviéndose al ritmo de su respiración agitada, lo miraba fijamente a los ojos. Entonces tomó una larga inspiración, se irguió y levantó la barbilla.
– Lo expresasteis muy sucintamente anoche. No me queréis, no me necesitáis; tan sólo me deseáis. No, sin embargo, tan profundamente como para tomaros la molestia de consumar una relación. Y ahora estamos casados. Ya tenéis algo en que pensar. -Se dio la vuelta-. Buenas noches.
Él soltó una imprecación y saltó hacia la puerta. Se cerró en sus narices de un portazo. Oyó el chasquido del pestillo cuando cerraba la mano en torno al pomo.
El juramento que profirió no fue malsonante. Miraba a la puerta con ojos iracundos. Podía oír las carcajadas del destino.
Había tramado y planeado hacerse con una esposa modosa y dócil.
Y había acabado cargando con una fiera.
Francesca no perdió el tiempo parándose a mirar la puerta cerrada. Atravesó corriendo la habitación, hacia la puerta que comunicaba con el dormitorio de Gyles… para detenerse en seco al llegar, horrorizada: la puerta no tenía pestillo.
Miró en derredor y corrió al buró. Levantó la silla que había delante y se apresuró a encajarla bajo el pomo.
Retirándose unos pasos, examinó el resultado. Parecía excesivamente endeble para su tranquilidad.
Había una cajonera a un lado de la puerta; se situó junto a ella, tomó una inspiración profunda y la empujó con todas sus fuerzas. Sólo se movió un centímetro. Animada, puso sordina a la sensación de pánico que crecía dentro de ella y volvió a empujar. El otro extremo del mueble topó con el marco de la puerta.
Mascullando una maldición, corrió a ese lado, extendió los brazos y trató de liberar el canto…
Unas manos robustas se ciñeron en torno a su cintura.
Gritó del puro sobresalto. Pero reconoció las manos: habían estado jugueteando con su cintura durante las últimas horas. El susto se ahogó bajo una oleada de furia renovada. Él tiró de ella dándole la vuelta, le aprisionó la cintura entre sus manos y la levantó en el aire, por encima de su cabeza.
Asustada de nuevo, ella lo cogió del pelo, no tirando, sino por agarrarse a algo. En los ojos de él llameó una advertencia: ella la ignoró, ocupada como estaba intentando dilucidar cómo había entrado.
– La otra puerta… La que da a vuestra salita. Veo que aún no os habéis parado a admirar el decorado.
Francesca miró al otro lado de la habitación, y se fijó por primera vez en la puerta que había en la pared opuesta.
Su tono educado no sirvió para calmarla. Liberando una mano, bajó la vista. El echó a andar, cargando con ella como si fuera un peligroso trofeo de caza, sosteniéndola muy por encima de su cabeza con los brazos extendidos.
– ¿Qué estáis haciendo? -Trató de mirar a su alrededor, pero no pudo. Pensó que la llevaba hacia la cama.
– Que vuelvan las aguas a su cauce.
La determinación de sus palabras no le pasó por alto.
– ¿Y qué cauce es ése?
Él se detuvo e intentó levantar la vista, pero no podía. Ella tenía que soltarle del pelo. Lo hizo, de mala gana. Trató de agarrarse a sus antebrazos, pero no había nada a lo que se pudieran aferrar sus dedos: las mangas del batín le habían caído hasta los hombros. Estando en precario equilibrio muy por encima del suelo, no le quedó más remedio que confiar en él, en su fuerza, en que la sostuviera firmemente.
Gyles echó atrás la cabeza y la miró a la cara. Ni el más mínimo temblor agitaba los férreos músculos de sus brazos: la estaba sosteniendo sin ningún esfuerzo.
Lo miró a los ojos. Su mirada era tormentosa, turbulenta… y decidida.
Al cabo de un momento, habló él.
– Estamos casados. Ésta es nuestra noche de bodas.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Francesca. Cierto instinto ancestral le advirtió que no contestara, que no articulara alguna réplica despectiva, ningún sarcasmo. Necesitaba pisar el suelo, no estar cautiva, para reanudar la batalla. Esperó, respirando aceleradamente. Él, sin apartar los ojos de los suyos y despacio, muy despacio, la fue bajando.
Gyles tenía las manos al nivel de su pecho y ella acababa de tocarle los hombros con las suyas, con los dedos de los pies todavía a un palmo del suelo, cuando sintió que se le contraían los músculos de los brazos y los dedos se le clavaban en la carne.
La arrojó hacia atrás.
Cayó cuan larga era en mitad del enorme lecho. Recuperó el aliento con un espasmo y se revolvió para incorporarse.
Gyles se sacudió el batín de encima y fue a por ella.
Ella intentó aferrarse a la escurridiza seda, pero no lo conseguía. Él la arrastró hacia sí, enredándole las piernas entre las suyas. Al seguir ella resistiéndose, le agarró las manos, sujetándolas con una de las suyas, y las ancló sobre la cama por encima de su cabeza; luego se irguió antes de inclinar su cuerpo hasta descender sobre el de ella.
Su peso la sometió, la aprisionó debajo de él. Apoyado en sus antebrazos, la miró a los ojos, cautelosos pero furiosos todavía.
Sus senos se alzaban y caían contra su pecho, su cuerpo yacía firme y ligero bajo el suyo. Cerró sus sentidos a la distracción que ella les brindaba. Se lo permitiría en cuestión de un minuto, pero antes…
– Teníais razón en un principio, cuando nos encontramos la primera vez, respecto a lo que pensé de vos.
Francesca le sostuvo la mirada y trató de leer en sus ojos; su oscura turbulencia la venció. Su expresión era hierática como la de una estatua, no podía identificarla, aunque una parte de ella sí lo hizo: una parte de ella reaccionaba. A la mirada de sus ojos, al severo gesto de sus labios, a la aspereza bronca de su voz.
– Os deseaba… Aún os deseo. -Su mirada derivó hasta los montículos turgentes de sus senos. Se hundió en ella, que pudo notar su rígida erección en el muslo.
– Cada vez que os veo, no puedo pensar en otra cosa que en estar dentro de vos. -Con su mano libre, repasó el contorno del escote de su camisón, desde su hombro hasta el centro, donde unos botoncitos lo mantenían abrochado. Un leve tirón, y el primer botón quedó libre del ojal-. Ahora que estamos casados, podré satisfacer ese deseo todos los días, cada mañana y cada noche.
Siguió desabrochándole el camisón.
A ella no le quedaba ninguna duda sobre el cauce por el que él discurría. Tomó aliento brevemente.
– No me queréis. No me necesitáis.
Él levantó los ojos para encontrarse con los suyos. Inclinó la cabeza.
– No os quiero. No os necesito. Pero sabe el cielo que os deseo. -Deslizó un dedo bajo su camisón abierto y trazó el contorno de su pecho izquierdo. Ella sintió en los dos el temblor que la recorrió entera-. Y vos me deseáis a mí.
Ella sabía lo que pretendía, lo que iba a hacer, y sabía que no tenía forma de defenderse. Pero no era lo que ella quería; no de esa manera.
– No me queréis por esposa. No queríais casaros conmigo.
– No. -Desplazó su peso para alcanzar los botones de más abajo-. Pero lo he hecho.
El último botón quedó libre; su camisón se abrió hasta la cintura, y la seda resultó ser menos suntuosa que la piel que ocultaba. Gyles deslizó la mano bajo el borde de la prenda, agarró su pecho y trazó con el pulgar el círculo de su ápice.
– Lo que nos lleva de vuelta al punto en el que estamos. -La miró a los ojos-. A esto.
Volvió a contornear su pezón y notó cómo se tensaba su espina dorsal. Leyó en sus ojos, oscurecidos y muy abiertos, la comprensión de que no conseguiría -no podía- ganar el trofeo que su corazón ambicionaba. Y comprendió por qué se había sentido tan decepcionada. Tan sumamente enfadada.
Se inclinó sobre ella.
– Todo aquello que os prometí, lo tendréis.
«Pero nada más.»
Aquel voto quedó flotando entre los dos, callado pero implícito.
Ella había visto más allá de su máscara, y albergaba esperanzas que él no querría, no podía, satisfacer. Le daría pasión y deseo, pero pasión y deseo no eran amor; nadie sabía eso mejor que él.
Él inclinó la cabeza y la notó tensa. Siguió un segundo de tirantez. Esperó un momento, dándole tiempo a ella de encajar la situación, de tomar una decisión. Entonces sintió que se relajaba debajo de él, accediendo, dejando fluir fuera de sí toda resistencia.
Se le acercó un poco más, salvando los últimos centímetros que separaban sus bocas. Sus labios se cernieron sobre los de ella, y se abrieron.
– Lo lamento.
Gyles musitó aquellas palabras contra los labios de ella, y a continuación los cubrió. Lamentaba decepcionarla, lamentaba su equivocación. Pero no lamentaba tenerla, por fin, debajo de él.
Ella recibió con sus labios los de él, pero sin reclamar nada. Su cuerpo yacía receptivo, pero pasivo, bajo el de él.
La noche anterior se había mostrado frenética, ávida; ahora, hundida en la seda esmeralda de su lecho nupcial, tenía, si bien no reparos físicos -su cuerpo no lo permitiría-, sí vacilaciones y reticencias mentales. Incluso renuencias.
Él liberó sus manos y la atrajo hacia sus brazos, colocándola contra sí, medio debajo de él, y empezó a acariciarle la cara, a deslizar las manos por sus curvas.
Había jurado no cortejarla, y no lo había hecho. Pero, ahora que era suya, percibía una necesidad radical de ganársela, de vencer su renuencia a entregarse, a rendirse enteramente a él. Demasiadas mujeres se habían arqueado bajo su peso para que ignorara la diferencia entre la rendición absoluta y el simple compartir los cuerpos para el placer mutuo. Y sabía cuál de esas dos cosas quería de su gitana, de su súbitamente reticente esposa. Y a pesar del hecho de que reventaba de deseo, de que su cuerpo no ansiaba otra cosa que sencillamente enterrarse en ella, saciar el anhelo concupiscente que llevaba demasiado tiempo acumulando, decidió volcar su mente y su considerable talento en una seducción que nunca imaginó que perseguiría.
Nunca imaginó que trataría de seducir a su esposa.
La besó dulce y lentamente, dibujando, con toda la intención, simples caricias. Preparada como estaba para un expolio en toda regla, para una reivindicación despiadada, Francesca quedó desarmada. Pero no se engañó. Sabía que lo estaba haciendo deliberadamente, que por algún motivo insondable había decidido que quería de ella algo más que una simple cópula. Yacía tendido a su lado y sobre ella, encajonándola; su fuerza era manifiesta, no la disimulaba en modo alguno. Su pericia se manifestaba clamorosamente en cada roce. Tenía el poder de subyugarla; de obligar a su cuerpo a quererlo, de hacerla arder de deseo.
Mientras correspondía a sus besos, tímidamente, sin saber adonde conducía aquello, repasó mentalmente las exhaustivas explicaciones de sus exigencias, de las condiciones, explícitamente expuestas, de su matrimonio. Todo lo que necesitaba hacer para cumplir con los objetivos que se había planteado era fecundarla. ¿A qué venía esto, entonces?
Ignoraba la respuesta. Si se dejaba llevar por él, no tardaría en ser incapaz de pensar y, sin embargo, la tentación de aprender cualquier cosa que él quisiera enseñarle, de descubrir lo que deseaba de ella, fuera lo que fuese, era cada vez mayor.
Esta noche se convertiría en su esposa, de hecho y no sólo de nombre; eso era incuestionable. Pensaba que eso se cumpliría mediante un acto apasionado pero distante; pensaba que ése era su designio, la vía que sin duda tomaría.
Al parecer, se había equivocado. Sólo podía haber un término final para esta noche, pero el camino que había elegido para llegar allí era diferente e infinitamente más atractivo que aquel por el que había asumido que la urgiría.
Decidió que estaba más que deseosa de seguirlo en su inesperado enfoque.
Había ido consintiéndola con besos cálidos, sencillos, tranquilizadores. Entonces sus labios se tornaron más firmes, más duros, exigentes. Ella abrió la boca para él, invitándolo a entrar, ofreciéndole lo que quería. Se estremeció cuando lo tomó. El placer que él sabía bien cómo infundirle la llevaba a perder el sentido. Lo dejó ir, abandonándose a medida que él la arrastraba y predisponía su espíritu a la pasión.
El suyo, y el de él. La combinación de los dos era poderosa, embriagadora. A ese ritmo más lento, tenían tiempo de demorarse, de ajustarse a conciencia el uno al otro, de coordinarse. En las profundidades de su lecho de sedosos ropajes, la pasión, el deseo y la necesidad se convertían en realidades físicas, cualidades tangibles que ellos sopesaban, intercambiaban y equilibraban.
Se situaron más allá del tiempo, que perdió todo significado. Lo único relevante era el viaje en que se habían embarcado; no importaba nada más. Sus besos se hicieron más profundos, la lengua de él se deslizaba por la de ella, enredándose, incitándola, acariciándola. Prendiéndole fuego. Sus intercambios se hicieron más ardientes, más íntimos. Ella se rindió, acunando con una mano la enjuta mejilla de él, a aquella espiral de ardor, a aquella necesidad imperiosa.
Sus labios se separaron. Se apartaron para respirar, para tomar aliento. Sus miradas se cruzaron. La lámpara de la cómoda aún ardía, arrojando una luz dorada desde una cierta distancia. La suficiente para que pudieran ver, buscarse los ojos, empaparse de lo que veían. Para acordar sin palabras que ya habían explorado esa visión lo suficiente y que estaban listos para seguir adelante.
Él llevaba todo aquel rato abarcando su pecho con la mano. La retiró por debajo de la seda del camisón y buscó su hombro. Apartó la hombrera a un lado. Ella le miró a los ojos y encogió el hombro. Él tiró hacia abajo del camisón y el negligé; ella levantó el brazo, liberándolo, sin apartar la vista de su rostro, observando el oscuro brillo de sus ojos.
Gyles se echó atrás y repitieron el ejercicio, liberando el otro brazo. Tiró de la bata hacia abajo, hasta quedar ella desnuda de cintura para arriba. Nunca había sentido vergüenza de su cuerpo, sabía que no había motivos para ello. Con una mano en el hombro de él y la otra ahuecada tras su nuca, observó atentamente cómo la miraba; entonces él alzó la vista para mirarla a los ojos.
Entre los dos se produjo un relámpago de emoción, un entendimiento súbito. De la vulnerabilidad de ella. Del ánimo posesivo de él.
Gyles posó de nuevo los ojos en sus pechos, y se acomodó a su lado. Ella sintió su mirada, y que su carne reaccionaba: instintivamente, se puso tensa. Pero él simplemente levantó una mano y, con exquisita suavidad, la pasó por la base de su pecho. Sabía que, si le succionaba el pezón, ella perdería cualquier capacidad de obrar más allá de los dictados del deseo desenfrenado. Y no hizo ademán de agachar la cabeza, sino que repasó su carne trazando caricias, cada roce era un placer administrado con pericia.
Francesca se fue relajando gradualmente. Su repentina vulnerabilidad se mitigó, conjurada por aquellas caricias, por el lánguido océano de deseo que poco a poco la envolvía, no como una tromba, sino con amable deleite. Había esperado sentirse fría. En cambio, su piel se fue ruborizando, algo febril; no había llamas aún, pero las ascuas brillaban. Con las yemas de los dedos, él trazó el contorno de sus pezones, pero sin tocarlos nunca, sin pellizcarlos; y, en algún intuitivo rincón de su mente, ella halló seguridad.
Cuando volvieron a mirarse a los ojos, los de él estaban oscuros; ella se preguntó cómo se verían los suyos. Fuera lo que fuese lo que él vio en ellos, parecía complacerle. Él inclinó la cabeza, le rozó los labios con sus labios y musitó:
– Confiad en mí.
Deslizó los labios desde su boca para trazar con ellos la línea de su mentón, y seguir luego bajando por el cuello. Encontró en su base el punto donde le latía el pulso y lo lamió, lo cubrió de saliva. Luego succionó allí mismo, y ella sintió que el calor la abrasaba. Él insistió con más fuerza…
Ella reaccionó con todo el cuerpo, arqueándose. Hundiéndole los dedos en el hombro, ahogó un gemido.
Él levantó la cabeza.
Ella, con ambas manos en sus hombros, lo empujó hacia atrás.
– Vuestro pecho.
Él, relajándose, se lo miró. Ella hizo descender sus manos con los dedos abiertos y extendidos, presionando las palmas contra sus fuertes músculos.
– Qué caliente estáis…
El súbito roce, piel contra piel, la aspereza del hirsuto pelo que le cubría a él el pecho, había sacudido sus nervios en un espasmo. Su propia piel, sensibilizada y suave como la seda, parecía acusar el roce más que nunca.
El efecto había llegado hasta las palmas de sus manos. Las pasaba por el pecho de él, maravillándose con la sensación, con el calor, con la elasticidad de los músculos bajo la tensa piel, con las cosquillas rasposas de su pelo. Descubrió el disco plano de su tetilla y comprobó con interés que tenía el pezón tan contraído y duro como ella los suyos.
Él se movió cuando ella aún estaba pasando el dedo.
– Os acostumbraréis a esto.
¿A su pecho? ¿O a su potenciada sensibilidad táctil?
«Ni así que pasen diez años.» No pronunció estas palabras, pero el pensamiento debió de asomar a sus ojos. Porque él le enarcó una ceja.
– ¿Dónde estábamos?
Inclinó su cabeza, y ella soltó otro gemido ahogado, pero la sensación de su pecho aplastado contra sus senos ya no constituyó una impresión tan fuerte. Sintió su boca cálida en la base del cuello, y luego recorriendo su clavícula antes de barrer las curvas superiores de sus pechos.
Siguiendo el recorrido de sus labios, el ardor prendió en ella de nuevo, encendido por su roce, y se extendió luego en cálidas oleadas bajo su piel. Él lamió y chupó hasta que los pechos se le hincharon, pero evitó persistentemente tocar sus fruncidos y duros pezones. Hasta que le latieron con un ansia que ya no pudo ocultar.
Tenía los dedos de una mano enredados en el pelo de él, y la otra plana contra su pecho, resistiéndose a la certeza de lo que había de llegar, cuando sintió su cálido aliento bañarle un prieto pezón; entonces, hundiendo la cabeza, él se lo llevó al calor abrasador de su boca.
Ella había previsto la misma aguda sensación que había sentido la noche anterior, pero, aunque la sacudida de placer sin duda estaba allí, esta vez no se llevó por delante su conciencia. Él succionaba, y las llamas latían a través de ella, se vertían en sus venas, corrían hasta lo más profundo, pero su calor era todo placer, y ella lo acogía de buena gana, se lo bebía, se solazaba en él.
Él la incitaba. Era como si su cuerpo llegara ahora a sentir la vida, a experimentar más, a apreciar más. Él le daba la percepción y el tiempo para disfrutarla. Con un murmullo de agradecimiento, se relajó en sus brazos, dejó flotar su cuerpo en la marea que él conjuraba, y pensó en cómo agradecérselo. Relajó las manos y las envió a explorar: por el contorno exterior de sus orejas, acariciándole el cuello, extendiéndose para abarcar toda la anchura de sus hombros, estirándose para palpar los músculos de su espalda.
No sabría decir cuánto tiempo fluyeron con aquella marea. Experimentaban, probaban, aprendían, buscando el placer mutuo, disfrutando el regalo del otro. Suaves murmullos, leves gruñidos de aprobación se convirtieron en su idioma, un aletear de párpados, un choque de ojos que se ahogaban paulatinamente, el barrido de unos labios secos, una maraña de lenguas ardientes.
Estaba caliente e impaciente para cuando él le acabó de abrir el camisón y lo deslizó por sus brazos, con la boca recorriéndole la piel como un hierro de marcar. Bajo sus costillas, por su cintura. Por su vientre tembloroso hasta la mata de rizos de su base.
Ella recuperó el aliento y tendió la mano hacia él.
– No. Por favor.
Él levantó la cabeza y buscó sus ojos. Por encima de sus pechos que subían y bajaban. A través del loco martilleo de su propio corazón resonando en sus oídos, ella trató de pensar; de encontrar las palabras.
– No será como la última vez. -La voz de él sonó tan profunda que ella pudo apenas captar sus palabras-. No acabará igual. -Mantenía la mirada clavada en sus ojos-. Necesito probar tu sabor.
Si hubiera usado cualquier otra palabra, puede que ella lo hubiera rechazado, pero había un ansia salvaje en su mirada que sólo se podía interpretar de una manera. Una novedosa sensación de poder, seductora en su novedad, en su carácter inesperado, fluyó por ella.
Él cerró una mano en torno a su rodilla y empujó suavemente…, y ella lo permitió, dejó que le separara los muslos. Le observó elevarse por encima de su otra pierna, apartándola también, y acomodarse entre las dos. Luego dejó caer la cabeza hacia atrás y se preparó para resistirse a la locura.
Pero, esta vez, su mente no se vio desbordada. Se sintió inundada de pasión, febril, flotando, con los sentidos agudizados, pero plenamente consciente. Su cuerpo no parecía ya pertenecer a ella, sino a ambos, al igual que el de él, vehículos los dos de su recíproco placer. Ya no le pareció tan chocante sentir que él la tocaba ahí con sus labios, recibir sus besos, notar la cálida humedad de su lengua acariciarla, dibujarla, lamerla y luego succionar suavemente. El corazón le daba vuelcos, se le paralizaba el pecho; ahogaba sus gemidos, sentía tensarse sus nervios, el remolino mareante de sus sentidos.
Luego sintió que su lengua hurgaba y sondeaba. Cada toque ampliaba la espiral de sus sentidos, tensaba sus nervios, producía en su piel un hormigueo. El placer florecía de nuevo, pero en un plano diferente, más íntimo, más… compartido.
Él le introdujo la lengua mientras la palabra resonaba en su cabeza. Gemía, se tensaba; se llevó el dorso de una mano a los labios para sofocar el grito que ascendía por su garganta. Notó que él la miraba, y luego sus dedos sujetarle la muñeca y tirar de ella.
– No hay nadie escuchando.
Sólo él. Y Gyles, decididamente, quería oír cada pequeño murmullo, cada jadeo, cada gemido desgarrado. Cada grito.
Él estaba obrando completamente por instinto; un instinto que no acababa de reconocer o comprender. Había pensado que, dado que no podía, no quería, darle su amor, lo menos que podía hacer era amarla y hacerle el amor como no se lo había hecho a ninguna mujer. Eso era algo que podía darle, algo a cambio de lo que quería de ella. De lo que necesitaba e iba a obtener de ella. Que iba a tomar de ella.
De forma que se había propuesto hacer de ese momento algo especial, diferente, más intenso. No sería difícil, con ella. Era tan diferente de cualquier mujer que hubiera conocido…
Había en ella pasión para tomar a espuertas: un océano infinito, sin límite, de ardor desinhibido que era el mayor trofeo imaginable para su yo más profundo. El bárbaro entregado al saqueo y la rapiña no quería otra cosa que tomarlo y revolcarse en él; y en su mente se estaba insinuando la sospecha de que sus acciones de esta noche estaban, al menos en parte, motivadas por la posibilidad de que si conseguía deslumbrarla de placer, ella se mostrara más adelante mejor dispuesta a dejar que su verdadero yo se revolcase a sus anchas.
Ella era abierta y confiada, y aunque también era a todas luces inocente, como probaba su reacción ante su pecho, algo que a él nunca le había pasado y que le había curiosamente conmovido, demostraba no obstante un conocimiento, una comprensión sensual, que se contradecía con esa inocencia.
Después de esta, noche, esa inocencia no sería ya la misma, y ese extraño contraste desaparecería. Este pensamiento lo llevó a concentrarse de nuevo en aquello en lo que estaba; la miró a los ojos y, sin soltarle la muñeca, extendió la otra mano y le agarró la que le quedaba libre. Le bajó los brazos, aprisionándole firmemente las muñecas entre sus manos, y luego volvió a la única distracción capaz de demorar un rato al bárbaro acostumbrado al saqueo.
Sabía a manzanas agrias y a alguna especia que le era desconocida. La oía gemir mientras la lamía, y sonreía para sus adentros. Con los hombros, mantenía sus muslos abiertos, lo bastante abiertos para seguir paladeándola, despacio, concienzudamente.
Sabía exactamente cuánta cuerda le daba, sabía cuándo parar un poco, dándole lengüetazos ligeros en la carne hinchada hasta que se calmaba, sabía cuándo era seguro introducirse en la hondura de sus cálidas mieles y darse un festín.
Los sonidos que ella emitía eran a la vez bálsamo y vivo acicate para su yo voraz y rapiñador, alguien a quien sólo ella había sido capaz de provocar, pero estaba decidido a prolongar el placer de su amancebamiento, y no sólo por ella.
Quería explorarla, descubrir esta misma noche tantos de sus secretos como pudiera. No sabía por qué, sólo que sentía ese impulso y que parecía un objetivo adecuado. En aquel combate, entre las sábanas de seda, el instinto mandaba, y a él la dominaba completamente.
Con Francesca, con la manera en que ella le afectaba los sentidos, así sería siempre. Diferente. Más intenso. Más intensamente vivo.
Con ella, era él mismo, todo su verdadero yo, sin ninguna elegante máscara, sin pantalla que velara sus deseos.
Ella se retorcía en su férrea presa. Él la mantenía allí, la mantenía así, en la cúspide del deleite. Sentía el temblor de sus muslos, la tensión que la atenazaba.
Supo que era el momento.
Casi pudo sentir las riendas destrabarse, las correas caer, al soltarle las manos, girarse y sacarse los pantalones. Apartándolos de una patada, se volvió otra vez hacia ella y se incorporó, sentándose en los talones. Con las manos apoyadas en los muslos, la observó, esperando a ver agitarse sus pestañas, esperando a ver el centelleo verde de sus ojos. Cuando lo vio, alzó ambas manos.
– Venid.
Se lo repitió con un gesto de los dedos. Ella se le quedó mirando un momento antes de incorporarse con esfuerzo, deslizando la lengua por los labios. Pestañeó y luego se enderezó de costado, poniéndose de rodillas, y le cogió las manos.
– ¿Cómo?
Él no respondió, pero la atrajo más cerca de sí.
Ella bajó la vista hacia su ingle.
Él le soltó una mano y la cogió de una cadera.
Ella cerró la mano en torno a él.
La sacudida que sintió casi le paró el corazón. Cerrando los ojos, dejó escapar un gemido, y sintió los dedos de ella aletear.
Volvió a gemir y la agarró de la muñeca. Pretendía apartarle la mano, pero ella volvió a cerrar los dedos.
– Mostradme cómo.
Ella soltaba, apretaba… Él no era capaz de pensar en las palabras, y mucho menos de articularlas.
– ¿Así?
Su sensual voz, hecha más profunda por la pasión, avivada por el deseo, quemaba los oídos de Gyles.
Se las arregló para asentir con la cabeza, para forzarse a mover los dedos para guiar los de ella. La oyó reír entre dientes; luego apoyó la cabeza en su pecho. Sintió su pelo, aquella sedosa mata de rizos, cayendo por su pecho desnudo, y se estremeció. Ella volvió a apretar con sus dedos y él contuvo un gemido.
Le enseñó a ella más de lo que tenía intención, cautivado por la sensación de su manita sobre él, por la curiosidad de su roce, por la sorpresa y el descaro del hecho.
– Basta. -Tuvo que detenerla. Entonces, mientras le quedaba algún viso de control.
Ella dejó que le apartara la mano, pero inmediatamente la liberó de la suya. Con una risa cálida que no hizo sino herirlo más, llevó las manos a sus muslos, posándolas justo sobre las rodillas para irlas subiendo poco a poco, casi hasta la ingle. Sus sedosos rizos le caían por delante acariciándole la carne casi dolorida del hombre.
La sensación lo conmocionó; en su cabeza se sintió tambalear. Iba a agarrarla cuando ella, apoyándose en sus muslos, se apartó. Ágil y ligera, se puso de pie. Con pasitos leves sobre el blando lecho, apoyándose en sus hombros para mantener el equilibrio, colocó los pies a ambos lados de sus rodillas separadas; luego comenzó a descender.
Él asió la parte de atrás de sus muslos y la dirigió. La sostuvo cerca de sí, el estómago de ella contra su pecho mientras iba bajando el tronco. La aguantó al alcanzar el punto en que hubo de girar los pies y cambiar de apoyarse en las plantas a ponerse de rodillas. Sentada a horcajadas sobre él.
Se echó el pelo hacia atrás, le envolvió los hombros con sus brazos y puso sus labios sobre los de él. El interior de sus muslos le rozaba las caderas; sus rodillas no tocaban la cama todavía. Se apretaba contra él, y hacia abajo, dejando que su peso la llevara hasta él, urgiéndolo a que la guiara en el último tramo del camino.
Lo hizo, con una pregunta formándose en su mente aún mientras tomaba las riendas de su beso, mientras se hacía cargo de su acoplamiento. Apartó la pregunta a un lado en el momento en que la carne hinchada y untuosa de ella tomaba contacto con su palpitante erección y la engullía. Se fue relajando dentro de ella, deleitándose en su calor, en la fascinante combinación de firmeza y suavidad con que lo envainaba. Estaba prieta, resbaladiza, abrasadora. Su peso, y su estado de excitación, le habrían permitido llenarla de un único, brusco empujón. En vez de hacerlo así, fue despacio, tanteando…, recordándose que ella cabalgaba a diario, aunque lo hiciera al estilo de las damas…, ambas piernas a un lado de la grupa del animal.
Estaba absorto en su beso, medio enterrado en su cuerpo, cuando topó con una resistencia. El salvaje que había dentro de él gruñó de satisfacción. Saqueó su boca, distrayendo toda su atención hacia el beso, y entonces, asiendo firmemente las caderas de la hembra, la levantó lo justo y la empujó con fuerza hacia abajo, hundiéndola más, y más, hasta romper la última barrera y llenarla por completo.
Ella se echó atrás bruscamente, interrumpiendo el beso con una exclamación; luego emitió un gemido estrangulado y apoyó la frente en su pecho. Respiraba acaloradamente. Hundió los dedos en sus hombros; la espalda se le tensó, se aferró a él con todo el cuerpo y luego, gradualmente, paso a paso, se relajó. Ella era pequeña; él no. Le soltó las caderas y la abrazó, deslizando una mano bajo su cabellera para acariciarle la espalda.
Todos y cada uno de los músculos de Gyles vibraban, tensos de la urgencia por saquear la vulnerable, acalorada blandura del cuerpo de Francesca. Pero se obligó a sí mismo a esperar, a inclinar la cabeza y apoyar la mejilla en su pelo y abrazarla sin más, hasta que remitiera su dolor. Notó que ella tomaba una inspiración temblorosa. Cuando intentó levantarse, la aprisionó con su abrazo.
– No. Esperad.
Su cuerpo no se había ablandado todavía, no se había recuperado de la impresión. Lo haría al cabo de un minuto o dos, y su capacidad para sobrellevar aquella invasión, y la posesión que estaba por llegar, aumentaría.
Ella accedió a esperar. Tenía una manita apoyada contra su pecho, con los dedos extendidos. El la cubrió con su mano, y luego se la llevó a los labios y besó las puntas de cada uno de sus dedos, introduciéndoselos en la boca antes de liberarlos.
Contaba con toda su atención. Inclinó la cabeza y la besó, dulcemente al principio, luego cada vez más apasionadamente, a medida que ella fue respondiendo, a medida que su cuerpo fue relajándose y calentándose de nuevo, en reacción a las caricias de sus manos y a la más íntima caricia de su cuerpo al balancearla.
Entonces ella empezó a moverse, y fue él el balanceado. Ella había levantado las manos y le había enmarcado el rostro entre ellas, pegados los antebrazos a su pecho mientras con la lengua susurraba sobre la suya promesas de rendición, le prometía el botín ardiente de su conquista. Valiéndose de sus rodillas sobre la resbaladiza seda, pero más aún del contacto de sus muslos con los de él, se ondulaba sobre su cuerpo. No subía y bajaba como las damas no adiestradas acostumbraban a hacer. Imprimía a todo su cuerpo un movimiento sinuoso que paraba el corazón del hombre y le nublaba la mente, le robaba los sentidos y le acariciaba desde los muslos, duros como la piedra, hasta los labios, y más allá.
Ella lo cautivaba: su cuerpo, su mente, sus sentidos eran suyos para ordenar lo que quisiera. Y le ordenaba. No supo nunca cuánto tiempo la sostuvo sin más, con las manos extendidas, una en su espalda, otra debajo de ella, limitándose a tomar todo aquello que ella le prodigaba. Bebiéndoselo como no había bebido en años.
El movimiento empezaba en sus caderas. Empujaba hacia abajo, tomándolo entero, acariciándole las ingles con la cara interior de sus muslos y sus partes más blandas. La onda empezaba allí y recorría su espinazo rodando de forma lenta y controlada, haciendo presión a lo largo de su cuerpo con el estómago, con la cintura, luego con la base de su pecho y finalmente con sus suntuosos senos. Como remate, unía la boca a la suya, abierta e incitante, atrayéndolo irresistiblemente; luego la onda retrocedía, replegándose lentamente en una caricia aún más tentadora mientras se iba relajando, llamándolo con su cuerpo. Y luego volvía a empezar.
La cabeza le daba vueltas vertiginosamente cuando la levantó y tomó una inspiración estremecida. Desplazando una mano hasta su nuca, la agarró del pelo y tiró de ella hacia atrás para poder mirarla a la cara.
Ojos de un verde más profundo e intenso que cualquier esmeralda lo miraban bajo unos párpados pesados.
– ¿Cómo sabíais…? -Era la pregunta; aquella para la que no se le ocurría una respuesta. Se había probado tan inocente como virginal, como él había sospechado y, sin embargo…, era capaz de amarlo de aquella forma, como una concubina del harem de un sultán, versada y experta en las artes sensuales.
No tuvo necesidad de hacer muchas elucubraciones; los labios de ella se curvaron en una amplia sonrisa.
– Mis padres.
Se la quedó mirando, atónito.
– ¿Ellos os enseñaron?
Ella rompió a reír, aún sin aliento; pero el sonido de su risa le atravesó como un trago del mejor coñac, llegándole directo al estómago y colándose luego más abajo, como combustible para su fuego. La soltó del pelo y ella volvió a pegarse a él.
– No. Les observaba yo. -La miró a los ojos, con los suyos curvados lánguidamente-. No era más que una niña. -Sus palabras eran, poco más que un susurro, su cuerpo reposaba inquieto contra el de él-. Cuando era pequeña, mi dormitorio estaba comunicado con el suyo. Siempre dejaban la puerta abierta, para poderme oír si les llamaba. Yo solía despertarme y entrar…, y algunas veces no… se daban cuenta. Al cabo de un rato, me volvía a la cama. No lo entendía, no hasta más adelante, pero me acuerdo.
Mientras los recuerdos desfilaban ante ella, Francesca dio calladamente las gracias. Sin sus amantes padres, sin su amor recíproco, nunca habría tenido esta ocasión. La de ahora. La de la experiencia de tener a un hombre como su marido a su merced, cautivado por el esplendor de su cuerpo, en ascuas ante la promesa de todo lo que ella podía darle. Fue un pensamiento embriagador, una pequeña victoria entre tantas derrotas. Algo por lo que recordaría su noche de bodas.
Clavándole los dedos en el pecho a través del pelo hirsuto, buscó; luego hundió la cabeza y chupó. Mordisqueó.
Él cerró los brazos en torno a ella como la jaula de acero que sabía que podían llegar a ser. Le dio un golpecito, y ella levantó la cabeza. El se abatió sobre ella atrapando su boca en un beso que echaba llamas.
Movió un brazo inmovilizándole las caderas y ella se hizo de pronto más consciente de lo que había sido en un buen rato de la dureza de la fuerza protuberante que tenía enterrada en sí, del poder latente que tenía hasta entonces cautivo. El descubrimiento retumbó a través de ella mientras él saqueaba su boca; entonces él levantó la cabeza y susurró junto a sus hinchados labios:
– Segundo acto.
Ya lo había visto, pero nunca lo había sentido. Nunca había sido la mujer que ocupaba el centro del escenario. Esta noche, lo era: todo lo que se hacía, se le hacía a ella, a su carne, a su cuerpo, a sus sentidos. Desde que se había acomodado en su interior, él apenas se había movido, dejando que fuera ella quien le acariciara con su cuerpo. Aquello cambió. Su férreo abrazo le dejaba un limitado margen de movimiento, pero aún podía menearse un poco encima de él, y lo hacía; pero ya no con la intención de complacerlo, sino para saciar el ansia, la necesidad que en ella crecía y se desarrollaba, una necesidad que él alimentaba con pericia.
Se movía con ella, dentro de ella; llevaba ahora el control de su baile. Mientras la invadía hasta el fondo, llenándola, atravesándola, sólo para retirarse y volver a la carga, ella intentó no perder la cordura, pero fracasó. Una necesidad innombrable florecía en su interior; no podía ignorarla, como tampoco podía ignorarlo a él. Valiéndose de la cualidad deslizante de su cuerpo y con el acicate desatado de sus movimientos sobre él, luchó por apaciguar aquella necesidad. Y apaciguarle a él.
Perdió su propio ritmo y cogió, a cambio, el de Gyles; entonces él tiró de sus caderas hacia abajo y la lleno más a fondo. Con cada empujón parecía llegar más lejos, penetrarla más íntimamente, tocarla en un sitio donde no la había tocado antes.
El fuego la consumía. Un fuego que surgía de él; con el que la acuciaba, que insuflaba en sus adentros hasta hacerla prender en llamas. Al borde de los sollozos, se aferraba a él, deseosa y sin miramientos, mientras él tomaba posesión de su cuerpo, lo hacía suyo para llenarlo y saquearlo a su capricho. Por muchas veces que hubiera presenciado aquel ardor, aquella gloria asombrosa y agotadora, nunca había pensado que pudiera ser algo así, que supusiera semejante entrega.
Se apartó, separando sus bocas, jadeante, ciega de necesidad.
Él cambió la posición de su brazo, la inclinó hacia atrás por encima del mismo, hundió la cabeza y ella sintió el calor abrasador de su boca en el pecho.
La chupeteó con fiereza y ella gritó. Su cuerpo se tensó, se siguió tensando conforme él seguía chupando y se clavaba más adentro, más ardiente.
El fuego hizo implosión.
Ella dejó de estar ahí, pero seguía pudiendo sentir. Sentir las sensaciones, insoportablemente agudas, que la alanceaban entera, que se extendían desde su centro en todas direcciones, haciéndola tensarse, enroscarse, aferrarse a él como una brasa, incandescente. El deslumbrante rapto fue amainando en oleadas que se propagaban bajo su piel, dejándola luminosa. Como ondas en el estanque de su sensualidad, difundiéndose para poco a poco disiparse, dejando que flotara, en paz.
A la espera.
Era incapaz de pensar, y, sin embargo, lo sabía. Sabía que había más, que aún quería más.
Lo quería a él. No sólo dentro de ella, sino con ella.
Él se había quedado quieto, apaciguado; ahora la enderezó y la sostuvo contra sí una vez más, aguantándola así, recorriendo su cuerpo con las manos, amoldándola a él.
Luego cerró las manos en torno a sus caderas y la levantó, separándola de sí.
Ella emitió un cierto sonido, un gimoteo de desaprobación. Él respondió con una risa áspera y muy grave.
– Quiero teneros debajo.
Quería sentirla ligera y manejable debajo de él mientras la tomaba. Quería escuchar cada mínima exclamación, cada gemido. Quería saber que estaba dispuesta y deseosa, que su cuerpo maduro era suyo para llenarlo. Un impulso primitivo, elemental. Un deseo irresistible, casi desesperado. Gyles la tendió sobre la seda esmeralda, acompañándola; le separó bien los muslos y se colocó en medio. La penetró de un solo y potente empujón, observó como su cuerpo se retorcía y arqueaba a medida que empujaba más adentro y ella balanceaba las caderas para recibirlo.
Ella lo agarró y lo atrajo hacia sí. Él se entregó presto, ávido, con la conciencia de tener el cuerpo de ella bajo el suyo. Se movía dentro y encima de ella, y ella le clavaba las uñas y le acercaba la cara a la suya. Sus labios se unieron, sintió los rescoldos del fuego que había aún dentro de ella y lo avivó hasta hacer surgir las llamas de nuevo.
E hizo de él un infierno.
Las llamaradas convirtieron en cenizas los últimos velos y hasta el último vestigio de su fachada civilizada. Se zambulló en ella, en su boca, en su cuerpo, con una urgencia codiciosa, ávida. Quería, tomaba, y ella daba. Supo cuándo ella cedió, cuándo se rindió completamente al momento, a las llamas, a la gloria, y se regocijó, exultante, en su victoria. Ella se abrió a él, lo envolvió en sus brazos y le dio la bienvenida, no sólo a su cuerpo, sino a aquella fortaleza que él quería, que necesitaba reclamar para sí.
Estaba posado en la cresta del delirio cuando el alcance de aquella necesidad lo golpeó como un mazazo. La comprensión de sí mismo, de aquel anhelo imperioso y fundamental, le llegó como una revelación cegadora. Pero nada, ni siquiera sus miedos más profundos, podía impedirle tomar aquello que durante tanto tiempo pensó que nunca perseguiría.
Ella alcanzó el clímax debajo de él, y él estaba con ella, bebiendo de sus gritos, complaciéndose fugazmente en la culminación antes de seguirla hacia el vacío.
¿Su victoria, o la de ella?
Hundido, junto a su durmiente esposa, en las sábanas de seda de su cama, Gyles no lo tenía claro. Y tampoco sabía si le importaba. Si le daban su pastel y podía además comérselo, ¿por qué iba a quejarse?
A pesar de su inesperado conocimiento, a pesar de todo lo que había ocurrido, sólo él sabía lo que había pasado en realidad. Sólo él sabía que ella era la primera mujer que había llegado al salvaje que llevaba dentro, la única mujer cuya rendición podía saciar, satisfacer y realizar a su verdadero yo.
La única mujer que su verdadero yo quería.
Ella no podía saberlo, a menos que él se lo dijera. A menos que admitiera su vulnerabilidad en voz alta, articulándola en palabras.
Y los cerdos volarían antes de que eso sucediera.
Abriendo un párpado, echó un vistazo a la cama deshecha, iluminada ahora sólo por la luz de la luna. Ella estaba desmadejada a su lado, de cara a él. Podía distinguir el revoltijo salvaje de sus rizos negros, la franja más pálida de su frente, la manila recostada entre los dos, en la almohada. Bajo la sábana, él tenía un brazo tendido posesivamente sobre su cintura. No lo movió.
No pudo, en conciencia, despertarla y poseerla otra vez. Eso ya lo había hecho una vez; con malos modos, por supuesto, pero ¿qué más le daba eso a un bárbaro? Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar la forma en que ella se había vuelto hacia él, buscando sus ojos en la oscuridad, dirigiendo luego los ojos a sus labios; la forma en que había recibido sus besos para concentrarse a continuación en él, en ambos, en lo que iban a hacer.
Cerrando los ojos, se desmadejó él también sobre la cama, tratando de ignorar el espeso aroma de lujuria saciada que flotaba en torno a ellos. Tratando de olvidar su excitación.
Sería por la mañana. El solo hecho de que se hubiera rendido en un frente no quería decir que tuviera que dejar que la lujuria lo gobernara.