Capítulo 1

Londres, agosto de 1820

– Buenas noches, milord. Ha venido vuestro tío. Os espera en la biblioteca.

Gyles Frederick Rawlings, quinto conde de Chillingworth, hizo una pausa en el acto de despojarse de su sobretodo. Luego se encogió de hombros y dejó caer el pesado abrigo en las atentas manos de su mayordomo.

– No me diga.

– Al parecer, lord Walpole regresará en breve al castillo de Lambourn. Se preguntaba si no tendríais algún mensaje para la condesa viuda.

– En otras palabras -murmuró Gyles, ajustándose los puños-, quiere enterarse de los últimos cotilleos y sabe que más le vale no presentarse ante mamá y mi tía sin ellos.

– Lo que digáis, milord. También pasó hace un rato el señor Waring. Al enterarse de que volveríais esta noche, dejó recado de que estaría presto a atenderos tan pronto lo dispongáis.

– Gracias, Irving. -Gyles avanzó con parsimonia por su vestíbulo. La puerta principal se cerró tras él calladamente, impulsada por un silencioso lacayo. Deteniéndose en medio de las baldosas blancas y verdes, se volvió hacia Irving, que aguardaba: la viva imagen de la paciencia vestida de negro.

– Convoque a Waring. -Gyles siguió avanzando por el vestíbulo-. Dado lo tarde que es, será mejor que envíe a un lacayo con el carruaje.

– De inmediato, milord.

Otro lacayo bien adiestrado abrió la puerta de la biblioteca; Gyles entró.

La puerta se cerró a su espalda.

Su tío, Horace Walpole, estaba sentado en la chaise longue, con las piernas estiradas y una copa de coñac semivacía en la mano. Despegó un ojo un poco, luego abrió los dos y se incorporó.

– Ya estás aquí, muchacho. Estaba preguntándome si tendría que volver sin noticias, y considerando qué podría inventar para guardarme las espaldas.

Gyles cruzó en dirección al aparador de los licores.

– Creo que puedo exonerar de esa carga a su imaginación. Espero a Waring en breve.

– ¿Ese nuevo hombre de confianza tuyo?

Gyles asintió. Copa en mano, se dirigió a su sillón favorito y se hundió en su comodidad del cuero acolchado.

– Ha estado haciendo averiguaciones sobre cierto asuntillo por cuenta mía.

– ¿Ah, sí? ¿Qué asunto?

– Con quién habría de casarme.

Horace le clavó la mirada y se enderezó.

– ¡Por todos los demonios! Lo dices en serio.

– El matrimonio no es un asunto sobre el que bromearía.

– Me alegra oírlo. -Horace le dio un buen trago a su coñac-. Henni dijo que estarías tomando iniciativas en ese sentido, pero yo no pensaba que lo hicieras, la verdad. Bueno, aún no.

Gyles disimuló una sonrisa irónica. Horace había sido su tutor desde la muerte de su padre, ocurrida cuando él tenía siete años, de manera que fue Horace quien lo guió a lo largo de la adolescencia y juventud. A pesar de lo cual, todavía era capaz de sorprender a su tío. Su tía Henrietta -Henni para los íntimos- era otra cosa: parecía conocer intuitivamente lo que tuviera en mente sobre cualquier asunto de importancia, aunque él estuviera aquí en Londres y ella residiera en su mansión de Berkshire. En cuanto a su madre, también en el castillo de Lambourn, hacía tiempo que tenía que agradecerle que se guardara sus percepciones para sí.

– El matrimonio no es algo que pueda eludir, precisamente.

– Eso es cierto -concedió Horace-. Que fuera Osbert el próximo conde sería difícilmente tolerable para cualquiera de nosotros. Cualquiera menos Osbert.

– Eso me cuenta la tía abuela Millicent regularmente. -Gyles apuntó hacia el amplio escritorio que había al fondo de la estancia-. ¿Ve aquella carta, la gruesa? Será otra misiva instándome a cumplir con mi deber para con la familia, elegir una muchachita apropiada y casarme a la mayor brevedad. Llega una carta por el estilo sin falta todas las semanas.

Horace hizo una mueca de disgusto.

– Y, por supuesto, Osbert me mira como si fuera su única salvación posible cada vez que nos cruzamos.

– Es que lo eres. A menos que te cases y engendres un heredero, Osbert no tiene escapatoria. Y considerar la posibilidad de que Osbert quede a cargo del condado es del todo deprimente. -Horace apuró su copa-. De todas formas, no hubiera esperado que te dejaras acorralar ante el altar por la vieja Millicent y Osbert sólo por complacerles.

– Dios me libre. Pero por si le interesa, y estoy seguro de que Henni querrá enterarse, le diré que mi intención es contraer matrimonio a mi entera conveniencia. Después de todo, tengo ya treinta y cinco años. Seguir postergando lo inevitable sólo hará el reajuste más doloroso. Ya me aferro bastante a mis costumbres a estas alturas. -Se puso en pie y alargó su mano.

Horace hizo una mueca y le dio su copa.

– Un asunto endiablado, el matrimonio, te lo aseguro. ¿No será el que se anden casando todos estos Cynster lo que te corroe hasta el punto de dar ese paso?

– Hoy he estado con ellos, precisamente, en Somersham. Tenían reunión familiar para exhibir a las nuevas esposas y criaturas. Si hubiera precisado una prueba de la validez de su teoría, la habría tenido hoy.

Rellenando las copas, Gyles apartó de su mente el punzante presentimiento que le había inspirado la última maquinación infernal de su viejo amigo Diablo Cynster.

– Diablo y los demás me han elegido Cynster honorario. -De vuelta del aparador, tendió su copa a Horace y volvió a su asiento-. Yo señalé que, si bien podemos compartir numerosos rasgos, no soy ni seré jamás un Cynster.

Él no iba a casarse por amor. Como llevaba años asegurándole a Diablo, ése no sería nunca su destino.

Todo varón Cynster parecía sucumbir inexorablemente, echando por la borda historiales de calavera de proporciones legendarias, ante el amor y en los brazos de una dama singular. Seis habían formado el grupo conocido popularmente como el clan Cynster, y ahora estaban todos ellos casados, y todos consagrados exclusiva y devotamente a sus mujeres y sus cada vez mayores familias. Si halló en su interior una chispa de envidia, se aseguró de enterrarla en lo más profundo. El precio que ellos habían pagado, él no podía permitírselo.

Horace soltó un bufido.

– Los emparejamientos por amor son el fuerte de los Cynster. Parecen causar sensación hoy en día, pero créeme: una boda concertada tiene mucho en su favor.

– Así lo veo yo exactamente. A principios de verano, encomendé a Waring la labor de investigar a todas las posibles candidatas para determinar cuáles, si había alguna, tenían propiedades en herencia que aportar que engrandecieran materialmente el condado.

– ¿Propiedades?

– Si no se casa uno por amor, bien puede casarse por alguna otra razón. -Y él había querido un motivo para su elección, para que la dama a la que finalmente se propusiera no se hiciera ilusiones al respecto de lo que le había llevado a dejar caer el pañuelo en su regazo-. Mis instrucciones fueron que mi futura condesa había de ser suficientemente distinguida, dócil y dotada de un físico cuando menos pasablemente agraciado, buen porte y maneras. -Una dama que pudiera alzarse a su lado sin hacerse notar en lo más mínimo; una distinguida figura decorativa que le diera hijos sin apenas perturbar su estilo de vida.

Gyles dio un sorbo a su copa.

– Ya de paso, le pedí también a Waring que averiguara quién es actualmente el propietario de la heredad Gatting.

Horace asintió comprensivamente. En otros tiempos la heredad Gatting había formado parte de la hacienda Lambourn. Sin ella, las tierras del condado parecían una tarta a la que faltara una porción; recuperar la heredad Gatting había sido una ambición del padre de Gyles, y antes lo fue de su abuelo.

– Buscando al propietario, Waring descubrió que la escritura había pasado a un Rawlings, un pariente lejano, y después, tras su muerte, a la herencia de su hija, una muchacha ahora en edad de merecer. La información que Waring arde al parecer en deseos de brindarnos concierne a la hija.

– ¿Que está en edad casadera?

Gyles asintió al tiempo que la campana del timbre de la puerta principal repicaba por toda la casa. Instantes después, se abría la puerta de la biblioteca.

– El señor Waring, milord.

– Gracias, Irving.

Waring, un hombre corpulento de treinta y pocos años con la cara redonda y el pelo muy corto, hizo su entrada.

Gyles le señaló el sillón enfrente del suyo.

– Ya conoce a lord Walpole. ¿Puedo ofrecerle una copa?

– Gracias, milord, pero no. -Waring saludó a Horace con una inclinación de cabeza y tomó asiento, depositando una cartera de cuero en sus rodillas-. Era consciente de vuestro interés en llevar adelante este asunto, así que me tomé la libertad de dejarle recado…

– Por supuesto. ¿Colijo que trae noticias?

– Así es. -Waring se ajustó un par de anteojos en la nariz y sacó un fajo de papeles de su cartera-. Como nos habían informado, el caballero residía de forma permanente con su familia en Italia. Al parecer, ambos padres, Gerrard Rawlings y su esposa Katrina, fallecieron juntos. Posteriormente, la hija, Francesca Hermione Rawlings, regresó a Inglaterra a vivir con su tío y tutor, sir Charles Rawlings, en Hampshire.

– Trataba de recordar… -Gyles meneó su copa haciendo girar el licor-. ¿No eran Charles y Gerrard los hijos de Francis Rawlings?

Waring revolvió sus papeles y luego asintió.

– Justamente. Francis Rawlings era el abuelo de la dama en cuestión.

– Francesca Hermione Rawlings. -Gyles consideró el nombre-. ¿Y por lo que respecta a la dama misma?

– La tarea resultó más fácil de lo que había previsto. La familia recibía visitas con frecuencia. Cualquier miembro de la nobleza que pasara por el norte de Italia tenía ocasión de conocerles. Tengo descripciones de lady Kenilworth, la señora Foxmartin, lady Lucas y la condesa de Morpleth.

– ¿Cuál es el veredicto?

– Una joven encantadora. Agradable. Agraciada. Una criatura deliciosa en extremo; esto lo dijo la anciana lady Kenilworth. Una joven dama de exquisita crianza, según afirmó la condesa.

– ¿Quién la calificó de agraciada? -preguntó Horace.

– De hecho, todas dijeron eso, o emplearon expresiones similares. -Waring echó un vistazo a sus informes y se los tendió a Gyles.

Gyles los cogió y examinó.

– En conjunto, describen un dechado de virtudes. -Alzó las cejas-. A caballo regalado, ya se sabe… -Le pasó los informes a Horace-. ¿Qué hay de lo demás?

– La joven tiene ahora veintitrés años, pero no hay noticia ni rumores de un posible matrimonio. Es cierto que las damas con las que hablé hacía tiempo que no veían a la señorita Rawlings. Aunque la mayoría de ellas estaba al tanto de la trágica muerte de sus padres y sabían que había regresado a Inglaterra, ninguna la había visto desde entonces. Esto me extrañó, así que seguí investigando por esa línea. La señorita Rawlings reside con su tío en la mansión Rawlings, cerca de Lindhurst, y sin embargo no he podido localizar a nadie que se encuentre actualmente en la capital que haya visto a la dama, a su tutor o a ningún otro miembro de la familia en los últimos años.

Waring miró a Gyles.

– Si lo deseáis, puedo enviar a alguien a informarse de la situación sobre el terreno. Con discreción, por supuesto.

Gyles reflexionó. La impaciencia -dejar resuelto y ultimado todo el asunto de su casamiento de una vez- prendió en él.

– No. Me ocuparé personalmente. -Miró a Horace y esbozó una sonrisa irónica-. Ser el cabeza de familia tiene algunas ventajas.

Tras felicitar a Waring por su excelente trabajo, Gyles lo acompañó al vestíbulo. Horace les siguió; se fue tras Waring, anunciando su intención de volver al castillo de Lambourn al día siguiente. La puerta principal se cerró. Gyles dio media vuelta y subió por la amplia escalinata.

Un aire de discreta elegancia y la gracia inconfundible de la riqueza antigua le rodeaban, pero había una cierta frialdad en su casa, un vacío que helaba el ánimo. Aun siendo de un clasicismo sólido y atemporal, su hogar carecía de calor humano. Desde lo alto de las escaleras, contempló el imponente escenario y concluyó que era ya hora sin duda de hallar una dama que subsanara esa carencia.

Francesca Hermione Rawlings encabezaba con holgura la lista de candidatas a asumir la tarea. Aparte de todo, ansiaba de veras hacerse con la escritura de la heredad Gatting. Había más nombres en su lista, pero ninguna otra dama igualaba las credenciales de la señorita Rawlings. Claro que podía resultar igualmente inelegible por una razón u otra; si ése fuera el caso, lo averiguaría mañana.

No tenía sentido perder más tiempo, dándole al destino la oportunidad de desbaratar sus planes.

Viajó a Hampshire a la mañana siguiente y llegó a Lindhurst a primera hora de la tarde. Se detuvo bajo el rótulo del Lyndhurst Arms. Allí reservó habitaciones y dejó a Maxwell, su asistente, a cargo de los caballos. Él alquiló un caballo de caza, zaino, y partió hacia la mansión Rawlings.

Según el posadero, que había resultado muy locuaz, su lejano pariente sir Charles Rawlings llevaba una vida recluida en lo más profundo del Bosque Nuevo. El camino, no obstante, estaba bien nivelado, y al llegar a las verjas de la casa las encontró abiertas. Entró a lomos de su zaino, cuyos cascos tamborileaban sonoramente por el sendero de grava. El arbolado clareaba hasta dar paso a una amplia extensión de césped que rodeaba una casa de desvaído ladrillo rojo, con secciones de techo de dos aguas y otras almenadas y rematadas por una torre solitaria en un extremo. No había nada nuevo en el edificio, ni tan siquiera georgiano. La mansión Rawlings estaba bien cuidada, sin ser ostentosa.

Desde el patio de entrada se extendía un parterre que separaba un viejo muro de piedra del césped que rodeaba un lago decorativo. Oculto tras el muro discurría un jardín en torno a la casa; más allá se observaba un macizo de arbustos bien recortado.

Gyles detuvo el caballo ante la escalera de entrada. Oyó ruido de pisadas. Desmontó, tendió las riendas al mozo caballerizo que se precipitaba a atenderle, subió decidido los escalones que conducían a la puerta y llamó.

– Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

Gyles examinó al corpulento mayordomo.

– El conde de Chillingworth. Deseo ver a sir Charles Rawlings.

Había que reconocerle al mayordomo la virtud de pestañear una sola vez.

– Ciertamente, señor… milord. Si me hacéis el favor de entrar, avisaré a sir Charles de vuestra llegada de inmediato.

Conducido al salón, Gyles se paseaba inquieto: una inexplicable sensación de estar tan sólo un paso por delante del destino avivaba su impaciencia. La culpa era de Diablo, evidentemente. Ser un Cynster, siquiera honorario, ya era tentar al destino.

La puerta se abrió. Gyles se dio la vuelta al tiempo que entraba un caballero, una versión de sí mismo de mayor edad, dulcificada y más grave, con la misma complexión larguirucha, el mismo pelo castaño. Pese al hecho de que no conocía con anterioridad a Charles Rawlings, Gyles lo habría identificado al instante como un pariente.

– ¿Chillingworth? ¡Vaya! -Charles pestañeó, asimilando el parecido, que hacía superflua cualquier respuesta a su pregunta. Se recuperó rápidamente-. Bienvenido, milord. ¿A qué debemos este placer?

Gyles sonrió, y se lo dijo.

– ¿Francesca?

Se habían retirado a la privacidad del despacho de Charles. Tras conducir a Gyles a una cómoda butaca, Charles se dejó caer en la situada detrás de su mesa.

– Lo siento… No acierto a comprender qué interés podéis tener en Francesca.

– Por lo que a eso respecta, no estoy seguro, pero el… ¿dilema en que me hallo, podríamos decir? es de lo más corriente. Como cabeza de familia, se espera de mí que contraiga matrimonio. En mi caso, engendrar un heredero constituye más bien una necesidad imperiosa.

Gyles hizo una pausa y, a continuación, preguntó:

– ¿Conoce a Osbert Rawlings?

– ¿Osbert? ¿Os referís al hijo de Henry? -Al asentir Gyles, a Charles se le demudó la expresión-. ¿No es el que quiere ser poeta?

– Quería ser poeta, sí. Ahora es poeta, lo cual es infinitamente peor.

– ¡Dios Santo! ¿Despistado, desgarbado, que no sabe nunca qué hacer con las manos?

– Ése es Osbert. Entenderá por qué la familia confía en que cumpla con mi deber. Para hacerle justicia, al mismo Osbert le aterroriza que no lo haga y tenga él que ponerse en mi pellejo.

– Me lo figuro. Ya de chico no tenía sangre en las venas.

– Así pues, habiendo cumplido ya los treinta y cinco, me he propuesto encontrar una esposa.

– ¿Y habéis pensado en Francesca?

– Antes de pasar a discutir los detalles, deseo aclarar una cuestión. Lo que busco es una novia dócil dispuesta a embarcarse en un matrimonio concertado.

– Concertado… -Charles frunció el ceño-. ¿Os referís a un matrimonio de conveniencia?

Gyles enarcó las cejas.

– Eso me ha parecido siempre una paradoja. ¿Cómo puede el matrimonio resultar conveniente?

Charles no sonrió.

– Tal vez sea mejor que expliquéis lo que andáis buscando.

– Deseo contraer matrimonio concertado con una dama de cuna, crianza y conducta adecuadas para desempeñar el papel de mi condesa y proporcionarnos a mi familia y a mí los herederos que precisamos. Más allá de esto y de la atención de la casa y las obligaciones formales inherentes a la condición de duquesa de Chillingworth, no exigiría nada más de la dama. A cambio, y por añadidura a la posición misma y todo lo que razonablemente otorga, como su guardarropa, su propio carruaje y servicio, le concederé una asignación que le permita vivir lujosamente el resto de sus días. No soy precisamente pobre, después de todo.

– Con el debido respeto, tampoco lo es Francesca.

– Eso tengo entendido. En cualquier caso, y con la excepción de la heredad Gatting, que deseo que revierta a la hacienda Lambourn, el conjunto de su herencia seguirá siendo suya para disponer de ella a su antojo.

Charles alzó las cejas.

– Una oferta muy generosa, sin duda. -Su mirada se hizo distante-. He de admitir que mi matrimonio fue concertado… -Tras un instante, volvió a fijar los ojos en Gyles-. Me temo, primo, que he de preguntaros algo: ¿hay alguna razón específica para este decidido empeño en que vuestro matrimonio sea concertado?

– Si se refiere a si tengo alguna amante estable a la que no quiera dejar de lado o algo por el estilo, la respuesta es no. -Gyles examinó a Charles, escrutó sus ojos castaños, francos y honestos-. La razón de que quiera tratar mi matrimonio, en todos sus aspectos, como un asunto estrictamente contractual es que no tolero en absoluto el concepto del matrimonio por amor. Es una circunstancia enormemente sobrevalorada y que no deseo ni entrar a considerar. No deseo que la que haya de ser mi esposa albergue la ilusión de que es amor lo que le ofrezco, ni ahora ni en un futuro de color de rosa. Quiero que sepa desde el primer momento que el amor no forma parte de la ecuación de nuestro matrimonio. No veo que pueda derivarse ningún beneficio de alimentar otras expectativas, y he de insistir en que mis intenciones queden claras desde un primer momento.

Charles se le quedó mirando un rato y luego asintió.

– Podría decirse que sois sencillamente más honesto que otros que piensan igual. -Gyles no replicó-. Muy bien… Ahora comprendo lo que buscáis, pero ¿por qué habéis pensado en Francesca?

– Por la heredad Gatting. Fue, hace siglos, cedida en testamento a una viuda. De hecho, es posible que fuera ya en su día motivo de otro matrimonio concertado: la propiedad completa el círculo de la hacienda Lambourn. Nunca debió desgajarse de ella, pero dado que no estaba vinculada al título, algún antepasado insensato la legó a un hijo menor, y esto se convirtió en algo así como una tradición… -Gyles frunció el ceño-. Gerrard era el mayor, ¿no es así? ¿Cómo es que usted heredó este lugar y él heredó Gatting?

– Mi padre -contestó Charles con una mueca-. Se peleó con Gerrard, al parecer porque Gerrard se negó a casarse según él había concertado. Gerrard se casó por amor y se fue a Italia, mientras que yo…

– ¿Contrajo el matrimonio concertado que su hermano había rechazado?

Charles asintió.

– De forma que mi padre reformó su testamento. Gerrard recibió la heredad Gatting, que debía corresponderme a mí, y yo me quedé con la mansión. -Sonrió-. A Gerrard le importó un comino. Incluso tras la muerte de mi padre, siguió viviendo en Italia.

– Hasta su muerte. ¿Cómo ocurrió?

– Un accidente en barco, de noche, en el lago de Lugano. Nadie se enteró hasta la mañana siguiente. Tanto Gerrard como Katrina se ahogaron.

– Y así fue como Francesca vino a vivir con usted.

– Sí. Lleva con nosotros casi dos años.

– ¿Cómo la describiría?

– ¿A Francesca? -A Charles se le endulzó la expresión-. ¡Es una chica maravillosa! Un soplo de aire fresco y un rayo de sol, todo en uno. Es curioso, pero aunque es una muchacha muy animada, también es apacible… Una contradicción, lo sé, y sin embargo… -Charles miró a Gyles.

– Tengo entendido que tiene veintitrés años. ¿Hay algún motivo para que no se haya casado todavía?

– Nada en concreto. Con anterioridad al accidente del lago, Gerrard y Katrina, y también Francesca, habían hablado de estudiar en serio la cuestión de buscarle marido, pero entonces tuvo lugar el fallecimiento de ambos. Francesca se empeñó en guardar el periodo de luto en su integridad: era hija única y estaba muy unida a sus padres. Así que no empezó a hacer vida social hasta hace un año o así. -Charles hizo una leve mueca-. Por razones con las que no voy a aburrirle, nosotros no recibimos. Francesca asiste a las reuniones y bailes locales bajo los auspicios de lady Willington, una de nuestras vecinas…

El discurso de Charles se apagó. Gyles alzó una ceja.

– ¿Cómo es eso?

Charles lo observó, pensativo, y luego pareció tomar una decisión.

– Francesca está buscando activamente un marido desde hace un año. Fue a petición suya que solicitamos la ayuda de lady Willington.

– ¿Y ha conocido a alguien que considere adecuado?

– Lo cierto es que no. Creo que conserva pocas esperanzas de dar con un candidato idóneo por estos pagos.

Gyles miró a Charles fijamente.

– Aunque sea una pregunta indiscreta, ¿cree que su sobrina podría encontrarme idóneo a mí?

Charles esbozó una sonrisa irónica y fugaz.

– Por lo que tengo entendido, si vos deseáis que os considere idóneo, así será. Podríais encandilar a cualquier incauta muchacha con sólo proponéroslo.

La sonrisa de Gyles fue un reflejo de la de Charles.

– Desafortunadamente, valerme en este caso de ese talento en concreto podría resultar contraproducente. Quiero una novia dócil, no locamente enamorada.

– Cierto.

Gyles escrutó a Charles, a continuación estiró las piernas y cruzó sus tobillos enfundados en las botas.

– Charles, voy a colocarle en una situación ingrata y reclamarle la ayuda que me debe como cabeza de la casa que soy. ¿Sabe de algún motivo que pudiera desaconsejar convertir a Francesca Rawlings en la próxima condesa de Chillingworth?

– Ninguno. Ninguno en absoluto. -Charles le devolvió su misma mirada fija-. Francesca cumpliría ese cometido para admiración de toda la familia.

Gyles prolongó la mirada un instante y asintió a continuación.

– Muy bien. -Sentía como si hubiera liberado el pecho de un banco de carpintero-. En tal caso, quisiera pedirle formalmente la mano de su sobrina.

Charles pestañeó.

– ¿Así, sin más?

– Así, sin más.

– Bien. -Charles hizo ademán de levantarse-. La haré llamar…

– No. -Gyles le indicó que se detuviera-. Olvida algo: deseo que todo este asunto se trate con la máxima formalidad. Quisiera dejar claro, no sólo con palabras sino con hechos, que esto es un matrimonio concertado, nada más. La descripción que me ha hecho de su sobrina confirma las opiniones que he recabado de otras personas, grandes dames de la buena sociedad con amplia experiencia a la hora de ponderar la valía de las jóvenes casaderas. Todas declaran que Francesca Rawlings es un partido intachable; no preciso garantías adicionales. En estas circunstancias, no veo razón para tratar con ella en persona. Usted es su tutor, y es a través de usted que pido su mano.

Charles consideró la posibilidad de discutirlo; Gyles supo exactamente en qué instante comprendió que sería un empeño vano, e incluso algo impertinente. Era él, después de todo, el cabeza de la casa.

– Muy bien. Si así lo deseáis, y si me dais los detalles, hablaré con Francesca esta noche… Será mejor que lo ponga por escrito. -Charles buscó papel y pluma.

Cuando estuvo listo, Gyles le dictó y él transcribió la oferta formal de contrato matrimonial entre el conde de Chillingwonh y Francesca Hermione Rawlings. Mientras Charles garabateaba la última cláusula, Gyles musitó:

– Puede que sea mejor no mencionar el parentesco, ya que es lejano. No tiene trascendencia práctica alguna. Preferiría que la oferta le fuera trasladada específicamente en nombre del conde.

Charles se encogió de hombros.

– Eso no la perjudicará. A las mujeres les gustan los títulos.

– Bien. Si no requiere usted de mí alguna otra información, os dejo. -Gyles se levantó.

Charles se puso en pie. Abrió la boca pero pareció vacilar.

– Iba a insistir en que os quedarais aquí con nosotros, al menos a cenar…

Gyles negó con la cabeza.

– En otra ocasión, tal vez. Si me necesita para algo, me alojo en el Lindhurst Arms. -Se dirigió hacia la puerta.

Charles accionó el tirador del timbre y le siguió.

– Discutiré el asunto con Francesca esta noche…

– Y yo pasaré por la mañana para conocer su respuesta. -Gyles se detuvo mientras Charles se reunía con él junto a la puerta-. Una última impertinencia. Ha mencionado que el suyo fue un matrimonio concertado… Dígame, ¿fueron felices?

Charles correspondió a su mirada.

– Sí. Lo fuimos.

Gyles dudó un momento e hizo una inclinación de cabeza.

– Entonces sabrá que Francesca no tiene nada que temer del acuerdo que le propongo.

Había advertido dolor en los ojos de Charles. Gyles sabía que Charles era viudo, pero no se esperaba un sentimiento tan profundo; estaba claro que Charles había sentido en lo más hondo la muerte de su esposa. Notó un escalofrío en la nuca. Gyles pasó al salón, seguido de Charles. Se dieron la mano, y entonces llegó el mayordomo. Gyles lo siguió de vuelta a través de la casa.

Al acercarse al vestíbulo, el mayordomo murmuró:

– Enviaré a un lacayo a por vuestro caballo, milord.

Ya en el vestíbulo, no había ningún lacayo a la vista, pero una puerta forrada de tapete verde a un extremo de la sala batía con fuerza. Un segundo más tarde, una fregona salió por ella dando gritos. Ignoró a Gyles y se precipitó hacia el mayordomo.

– ¡Oh, señor Bulwer, tiene que venir rápidamente! ¡Una gallina anda suelta por la cocina! ¡El cocinero va detrás de ella con un cuchillo, pero no hay forma de agarrarla!

El mayordomo pareció sentirse ofendido y culpable a un tiempo. Dirigió a Gyles una mirada de impotencia mientras la criada le tiraba con todas sus fuerzas de la solapa.

– De veras que lo siento, milord… Os enviaré ayuda…

Gyles se echó a reír.

– No se preocupe, sabré salir solo. Tal y como suena esto, será mejor que ponga orden en la cocina si quiere que haya cena esta noche.

El rostro de Bulwer reflejó su alivio.

– Gracias, milord. El mozo de cuadra se ocupará de disponer vuestro caballo.

Se vio arrastrado fuera de la sala antes de que pudiera decir nada más. Gyles le oyó regañar a la criada mientras atravesaban el hueco de la puerta, que seguía batiendo.

Gyles siguió avanzando hacia la puerta principal con una sonrisa. Salió al exterior, bajó los escalones y, sin pensarlo, giró a la izquierda. Recorrió el parterre, admirando los macizos perfectamente recortados y las coníferas. A su izquierda, el muro de piedra bordeaba el camino y, más allá, un seto de tejos prolongaba la línea sin solución de continuidad. Volvió a girar a la izquierda a la primera oportunidad, por un arco en el seto que daba a un sendero que atravesaba los macizos de arbustos. Miró al frente; el tejado del establo asomaba tras la vegetación.

Cruzó el arco y se detuvo. Un sendero transversal se extendía a derecha e izquierda. Mirando en dirección a la casa, descubrió que podía ver hasta donde el muro de piedra junto al que había paseado iba a unirse a una esquina de la casa. Cerca de ésta, un banco de piedra salía del muro.

En el banco se hallaba sentada una joven dama.

Estaba leyendo un libro abierto sobre su regazo. El último sol de la tarde centelleaba bañándola en una luz dorada. Llevaba el hermoso pelo color linaza recogido, despejando su rostro; su suave piel despedía un leve brillo rosa. A esa distancia no podía ver sus ojos, pero el conjunto de sus rasgos parecía discreto, agradable sin ser llamativo. Su actitud, con la cabeza inclinada y los hombros bajos, sugería que era una mujer fácil de dominar, sumisa por naturaleza.

No era en absoluto la clase de mujer que le provocaba, no la clase de mujer a la que normalmente prestaría atención.

Era justamente la clase de esposa que andaba buscando. ¿Podía tratarse de Francesca Rawlings?

Como si un poder superior hubiera leído su pensamiento, una voz de mujer la llamó:

– ¿Francesca?

La muchacha levantó la vista. Estaba cerrando el libro y recogiéndose el chal cuando la mujer volvió a llamarla.

– ¿Francesca? ¿Franni?

Poniéndose en pie, la muchacha exclamó:

– Estoy aquí, tía Ester. -Su voz era clara y delicada.

Echó a andar y desapareció de la vista de Gyles.

Gyles sonrió y reanudó su paseo. Había confiado en Charles y éste no le había decepcionado: Francesca Rawlings reunía punto por punto las cualidades adecuadas para ser su dócil prometida.

El sendero desembocaba en un patio cubierto de césped. Gyles penetró en él…

Una derviche vestida de verde esmeralda a punto estuvo de derribarlo.

Se estrelló contra él como una fuerza de la naturaleza; era una mujer pequeña, que apenas le llegaba al hombro. Su primera impresión fue una mata de pelo negro revuelto y rizado que caía de cualquier manera sobre los hombros de ella y su espalda. El verde esmeralda correspondía a un vestido de montar de terciopelo. Calzaba botas y portaba una fusta en la mano.

Él la agarró y la sostuvo: se habría caído de no haberla sujetado entre sus brazos.

Aun antes de que hubiera recuperado ella el aliento, las manos de él habían insinuado una caricia, sus sentidos impúdicos le habían transmitido ávidamente que sus curvas eran generosas, su carne firme pero complaciente, que era la quintaesencia de la feminidad: para él, básicamente un desafío. Desplegó las manos por su espalda, luego apretó los brazos en torno a ella, pero con suavidad, atrapándola contra él. Sus pechos generosos calentaban el suyo, sus blandas caderas sus propios muslos.

Un ahogado «¡Oh!» brotó de sus labios.

Alzó la vista hacia él.

La pluma verde prendida en un volante del gorro que remataba sus relucientes rizos le rozó la mejilla. Gyles apenas lo advirtió.

Ella tenía los ojos verdes, de un verde más intenso que el esmeralda de su traje. Grandes e inquisitivos, los enmarcaban unas pestañas espesas y oscuras. Su piel era de inmaculado marfil teñido de un matiz dorado, sus labios de un rosa oscuro, delicadamente curvos, sensualmente carnoso el inferior. Llevaba el pelo retirado hacia atrás y sujeto en la coronilla, descubriendo la frente amplia y el exquisito arco de unas cejas negras. Rizos largos y cortos se desparramaban enmarcando un rostro en forma de corazón, que resultaba irresistiblemente atractivo y profundamente misterioso; la necesidad de saber lo que estaba pensando se apoderó de Gyles.

Aquellos asombrados ojos verdes se encontraron con los suyos, para a continuación recorrer su rostro antes de, abriéndose aún más, volver a encontrarlos.

– Lo siento. No lo vi llegar.

Más que oír su voz, la sintió; la sintió como una caricia interior, una invitación puramente física. El sonido en sí era…, ahumado, un murmullo sensual que de algún modo nublaba sus sentidos.

Sus muy predispuestos sentidos, que habían reconocido una presa en apenas una fracción de segundo. Oh, sí, ronroneó el animal que llevaba dentro. Sus labios esbozaron una sonrisa sutil, aunque sus pensamientos eran cualquier cosa menos sutiles.

Ella bajó la mirada, la ancló en su boca y a continuación tragó saliva. Un rubor brillante afloró a sus mejillas. Sus amplios párpados se entrecerraron, ocultando sus ojos. Se echó hacia atrás entre sus brazos.

– Si tuviera la bondad de soltarme, caballero…

Él no quería, pero lo hizo; despacio, con reticencia deliberada y evidente. Ella se había sentido más que bien entre sus brazos, había sentido un calor y una vitalidad intensas. Se había sentido intensamente viva.

Retrocedió un paso, y su rubor se acentuó a medida que las manos de él rozaban sus caderas hasta perder contacto y caer. Se sacudió el faldón, evitando cruzar su mirada con la de él.

– Si me disculpa, debo irme.

Sin esperar respuesta por parte de Gyles, pasó a su lado y echó a andar a paso vivo sendero abajo. Él se volvió para verla alejarse.

Aminoró la marcha. Se detuvo.

De pronto, se volvió a mirarlo con un remolino, y sus ojos se encontraron con los de él sin mostrar desfachatez ni malicia.

– ¿Quién es usted?

Era una gitana vestida de verde y enmarcada por el macizo de arbustos. La franqueza de su mirada, de su actitud, eran un desafío hecho carne.

– Chillingworth. -Girando hasta quedar de frente ante ella, le hizo una reverencia sin que sus ojos perdieran contacto ni un instante. Al enderezarse, añadió-: Y quedo muy decididamente a su servicio.

Ella se lo quedó mirando, para al cabo hacer un gesto vago:

– Llego tarde.

Viéndola, nadie hubiera dicho que así fuera…

Ambos sostuvieron la mirada; algo primitivo tendió un arco entre ellos… Una cierta promesa que no precisaba formularse con palabras.

Ella apartó la vista de sus ojos, recorriendo su figura con avidez, codiciosamente, como para fijarla en su memoria; él hizo lo propio, con idéntica voracidad por su visión, presto para echar a correr.

Lo hizo ella antes. Se volvió repentinamente, recogió la cola que arrastraba su vestido y huyó, desviándose por un sendero lateral hacia la casa, desapareciendo de su vista.

Sin poder apartar los ojos del desierto bulevar, Gyles sofocó el impulso de salir en pos de ella. Su excitación se disipó poco a poco; se dio la vuelta. La sonrisa que curvaba sus labios no era de diversión. Aquella expectativa de sensualidad era moneda que manejaba habitualmente; la gitana conocía bien las reglas de su comercio.

Llegó a las cuadras y mandó al mozo a buscar su zaino; mientras lo aguardaba, se le pasó por la cabeza que, en aquellas circunstancias, sería de esperar que dedicara sus pensamientos a su futura novia. Se concentró en el recuerdo de la pálida joven con el libro; en cuestión de segundos, su imagen fue reemplazada por la más vibrante y apetecible a los sentidos de la gitana, tal y como la había visto en los últimos instantes, pregonando con sus ojos aquella llamada ancestral. Volver a centrar su atención en la primera le exigió un considerable esfuerzo.

Gyles rió para sus adentros. Ésa era precisamente la razón para desposar a semejante mosquita muerta: que su presencia no interferiría con sus persecuciones más carnales. A ese respecto, Francesca Rawlings habíase demostrado sin duda perfecta; pocos minutos después de verla, su mente ya se había colmado de pensamientos lascivos relativos a otra mujer.

Su gitana. ¿Quién era? Su voz, aquel sonido ronco, tórrido, resonó de nuevo en su cabeza. Tenía un cierto acento, apenas perceptible: vocales más sonoras y consonantes más dramáticas que las que los ingleses acostumbraban a pronunciar. Ese acento prestaba un toque más sensual aún a aquella sugerente voz. Recordó el matiz de oliva que había dorado la piel de la gitana; recordó también que Francesca Rawlings había vivido la mayor parte de su vida en Italia.

El mozo de cuadra sacó al imponente zaino al exterior; Gyles dio las gracias al muchacho, montó en él y partió a medio galope por el camino de entrada.

Acento y color; podía ser que la gitana fuera italiana. En cuanto a su forma de comportarse, ninguna damisela inglesa sumisa y afable lo habría examinado jamás con tanto descaro como ella. Italiana pues, o bien amiga o dama de compañía de su futura novia. En todo caso, no se trataba de una criada, a juzgar por cómo iba vestida; y tampoco habría osado criada alguna comportarse con esa franqueza, no la primera vez que lo viera, ni siquiera la segunda.

Al llegar donde el camino doblaba entre los árboles, Gyles refrenó a su caballo y se volvió a mirar la mansión Rawlings. No estaba aún seguro de cuál sería la mejor forma de jugar las cartas que se le acababan de repartir. Asegurar el compromiso con su dócil novia seguía siendo su objetivo principal; seducir a la gitana había de pasar a un segundo plano, pese a la urgencia carnal que le inspiraba.

Entrecerró los ojos y no vio ladrillos descoloridos, sino un par de ojos esmeralda brillando de complicidad, de conocimiento y promesas fuera del alcance de cualquier modesta damisela.

Había de ser suya.

Una vez que su dócil novia hubiera accedido a su propuesta, se concentraría en una conquista más de su agrado. Saboreando tal perspectiva, hizo dar media vuelta a su zaino y echó a galopar camino abajo.

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