Capítulo 18

Dos semanas después, Gyles se hallaba de pie en un rincón del salón de baile de lady Matheson, reflexionando sobre la locura que le había llevado a traerse a Francesca a Londres. Su necesidad de protegerla le había hecho forzar la mano; aquí se encontraba más segura, alejada de los extraños acontecimientos de Lambourn, en una casa más pequeña y segura, pero su irrupción en la alta sociedad le había traído peligros de otra índole.

De una índole que estaba devorando su fachada civilizada y dejaba a su auténtico yo mucho más próximo a la superficie.

– ¿Gyles?

Se volvió, sonrió y se inclinó para dar a Henni un beso en la mejilla.

– No había caído en la cuenta de que estarían aquí.

– Pues vaya, por supuesto que estamos aquí, querido. Los Matheson son conocidos de Horace, ¿no lo recuerdas?

Por aquellos días casi no pensaba en otra cosa que no fuera su esposa.

– ¿Dónde está Francesca? -Henni le dirigió una mirada inquisitiva; estaba claro que esperaba que él lo supiera,

– Sentada con su Excelencia la duquesa de St. Ives. -Guió la mirada de Henni al otro extremo de la habitación.

– Ah. Gracias, querido. Por cierto, la cena de la otra noche fue excelente, y la pequeña reunión de la semana anterior fue muy bien, en mi opinión.

Gyles asintió. Henni lo dejó para dirigirse hacia Francesca, sorteando a la multitud. La cena había sido su estreno: la primera de Francesca en Londres, la primera de él de casado. La ilusión les había acercado, les había llevado a trabajar juntos más unidos incluso que antes.

Había sido un triunfo; el compartirlo le había agregado un valor adicional. Cuando Henni había calificado la cena de «excelente», no se estaba refiriendo a la calidad de los platos, aunque, con Ferdinando empeñado en complacer, habían sido excepcionales. Había sido Francesca la que había brillado y fascinado; a él le había resultado fácil representar el papel de marido orgulloso y cumplir con su parte para llevar adelante la velada.

La pequeña fiesta que habían dado la semana anterior había sido la primera incursión de Francesca en el terreno más amplio de las recepciones a la alta sociedad: eso también había resultado un éxito rotundo.

Ella era un éxito, y se lo estaba tomando con calma. El apoyo de su madre, Henni y los Cynster ayudaba también. El les agradecía su interés, pero sabía muy bien a quién debía su gratitud por encima de todos.

Observó a Francesca, inmersa en una dramática discusión con Honoria, alzar la vista al acercárseles Henni. Su sonrisa -aquella sonrisa gloriosa, reconfortante- le iluminó la cara, y se puso en pie para besar a su tía en la mejilla. Luego volvió con Honoria, atrayendo a Henni a la conversación.

Gyles no pudo evitar una leve sonrisa. Ella se entregaba siempre a las cosas de todo corazón; había hecho lo mismo con la alta sociedad, con sincera curiosidad, disfrutando de los entretenimientos que se le ofrecían. Su deleite, que no era el de alguien ingenuo sino el de la recién llegada, había hecho que él volviera a ver su mundo como viejo y gastado bajo una luz nueva.

Apoyando los hombros en la pared, siguió observándola, vigilándola.

Sentada en la chaise longue junto a Honoria, Francesca era consciente de la mirada de su marido. Se había acostumbrado a ella; de hecho, le resultaba reconfortante saber que si alguien no especialmente deseable la abordaba, él estaría allí, a su lado, en un santiamén. La alta sociedad estaba compuesta por muchas personas, y si bien ella conocía ya algunos de los nombres y las caras convenientes, había muchos que no conocía…, y algunos de éstos no le hacía ninguna falta conocerlos.

Uno de ellos era lord Carnegie, pero su señoría era lo bastante cauto como para no abordarla…, de momento. Pero ella sabía lo que era, lo que estaba pensando; cada vez que su mirada la rozaba, ella tenía que reprimir un escalofrío, como si una cosa viscosa se deslizara por su brazo desnudo. Su señoría entró en su campo visual y le dedicó una inclinación. Francesca miró ostensiblemente hacia otro lado.

Honoria lo fulminó con la mirada.

– ¡Infame engreído! -Bajó la voz-. Dicen que mató a su primera mujer, y también a dos amantes.

Francesca puso mala cara, pero la cambió de inmediato por una sonrisa al acercárseles Osbert Rawlings y hacerles una reverencia.

– Prima Francesca. -Con una mano sobre el corazón, Osbert le estrechó la mano; luego le hizo una inclinación a Honoria y estrechó la suya.

– Acabo de ver desaparecer a Carnegie. -Osbert miró a su espalda y acto seguido se acercó un poco más a ellas-. No es un hombre simpático.

– No, en efecto -convino Honoria-. Justamente le estaba contando a Francesca… -Hizo un ademán vago.

– Pues sí. -Osbert asintió, para luego decidir que Carnegie era un tema de conversación demasiado siniestro para aquella compañía; la forma en que su rostro se iluminó de pronto lo dejó claro-. ¡En fin! Acabo de oír algunos comentarios sobre la última producción del Theatre Royal.

Cuando Osbert hablaba de cualquier cosa que tuviera que ver con la representación oral, nunca era vago. Las tuvo entretenidas durante los diez minutos siguientes con un vivido informe sobre el más reciente éxito de la señora Siddons. Francesca lo escuchó, divertida, consciente de que Gyles les observaba, consciente de lo que estaría pensando; sin embargo, a pesar de su desdén, tampoco era que tuviera mal concepto de Osbert.

Osbert, ciertamente, se había convertido en su caballero. Asistía a la mayor parte de las recepciones a las que iban ellos, y siempre estaba dispuesto a prestarse a divertirla y entretenerla. Si alguna vez necesitaba que la escoltaran y Gyles no se encontraba cerca, se colgaba del brazo de Osbert sin el menor reparo. Y si bien empezaba a sospechar que Osbert reclamaba su compañía, al menos en parte, como defensa contra las madres que le tenían aún en su punto de mira, le agradaba guardarse esa sospecha para sí.

Osbert era un encanto: no se merecía ser arrojado a los leones.

– Vaya, vaya: ¡cómo caen los poderosos!

Gyles apartó la vista de su esposa y la fijó en Diablo, que se le acercaba despreocupadamente.

– Puedes hablar.

Diablo miró hacia el otro lado de la habitación, a Honoria, y se encogió de hombros.

– Nos llega a todos. -Sonrió aviesamente-. ¿Se me permite decir «ya te lo dije»?

– No.

– Seguimos negando la evidencia, ¿eh?

– Uno no puede menos que intentarlo.

– Ríndete. Es inútil.

– Todavía no.

Diablo soltó un resoplido.

– Así que, ¿por qué estás aquí aguantando la pared, en realidad?

Gyles ni siquiera trató de responder.

Diablo le dirigió una mirada estimativa.

– De hecho, quería preguntarte… ¿qué posibilidad tiene hoy por hoy tu primo Osbert de heredar?

– Pocas, y van disminuyendo.

– ¿Y cuándo se desvanecerían dichas posibilidades?

Gyles frunció el ceño.

– A mediados del verano. ¿Por qué?

– Humm… ¿Así que estaréis aquí para la temporada social?

– Supongo que sí.

– Bien. -Diablo miró a Gyles a los ojos-. Vamos a tener que hacer más presión con esos proyectos de ley si queremos sacarlos adelante.

Gyles asintió. Miró a sus respectivas esposas.

– Se me ha ocurrido que podríamos estar dejando pasar una buena oportunidad de convencer a algunos de nuestros pares para que apoyen nuestra causa.

Diablo siguió la dirección de su mirada.

– ¿Tú crees?

– Francesca comprende los puntos básicos tan bien como yo.

– Honoria igual.

– Entonces, ¿por qué no? Cuando están en la ciudad, pasan la mayor parte del día hablando con las esposas de los demás. ¿Por qué no pueden ellas orientar la conversación, introducir la idea, plantar la semilla y alimentarla, siendo por una buena causa?

Al cabo de unos instantes, Diablo sonrió.

– Se lo sugeriré a Honoria. -Lanzándole a Gyles una mirada, se enderezó; en sus ojos había un destello pecaminoso-. Eres consciente, por supuesto, de que, al sugerirle algo así, estarás animando a Francesca a dedicar más tiempo aún al ajetreo de la vida social. -Diablo frunció el ceño con fingida preocupación-. Yo entendería que no consiguieras reunir el valor de hacerlo: debe ser frustrante, recién casado como estás, ver a tu mujer tan solicitada.

Gyles no pudo evitar poner mala cara, y la puso aún peor cuando Diablo sonrió maliciosamente y, con un saludo, se alejó de él.


El no era tan transparente. Si Diablo había logrado poner el dedo en la única llaga abierta por el éxito social de Francesca, era sólo porque él mismo se había sentido, o tal vez aún se sentía, igual. El ajetreo de la vida social no estaba pensado para propiciar la armonía matrimonial. Las bodas, sí, pero no lo que venía después. Y era eso, la fase de después de la boda, lo que ahora lo consumía.

Y Francesca. Las dificultades no las tenía él sólo, y daba gracias por eso. También ella se aferraba a las contadas horas que podían pasar juntos, en su biblioteca, leyendo cómodamente, discutiendo a veces, intercambiando puntos de vista…, conociéndose mejor el uno al otro.

Pero a medida que la alta sociedad la iba descubriendo, aquellas horas de intimidad se habían ido reduciendo. Hasta desaparecer.

Ella se pasaba las mañanas enteras de visita en visita -recepciones, tés matutinos-, habitualmente en compañía de su madre y de Henni, de Honoria o de alguna de las otras damas con que había trabado amistad. Todo muy inocente y correcto.

Rara vez iba a casa a comer, pero tampoco él. Mientras ella se pasaba las sobremesas haciendo nuevos contactos y fortaleciendo los que ya había hecho, él se las veía con el cúmulo de exigencias de la administración de su hacienda, o veía a sus amigos en sus clubes. Los dos se encontraban a la hora de la cena, pero nunca cenaban solos: ahora se les requería constantemente, a medida que más y más anfitrionas la descubrían a ella.

Después de cenar, habían de asistir a numerosos bailes y fiestas: siempre volvían tarde a casa. Y aunque ella siguiera entregándose a sus brazos deseosa y ardiente, aunque se amaran tan apasionadamente como siempre, no dejaba de crecer una sensación de privación, una carencia.

Él era conde: no debería sentir que le faltara nada.


– Un mensaje de la calle North Audley, señora.

Francesca dejó su rodaja de pan y cogió la nota plegada de la bandeja de Wallace.

– Gracias. -Desdobló la nota, la leyó y miró a Gyles-. Vuestra madre y Henni no se encuentran muy bien, pero dicen que no me moleste en pasar a visitarlas. Dicen que es sólo un resfriado.

– No hay por qué arriesgarse a pillarlo también. -Gyles la miró por encima de la Gazette de esa mañana-. ¿Afecta a vuestros planes su indisposición?

– Íbamos a acudir a un té en casa de las señoritas Berry, pero la verdad es que no me apetece ir sola.

– Claro que no. Seguro que allí la más joven os saca diez años. -Gyles dejó la Gazette a un lado-. Tengo una sugerencia.

– ¿Ah, sí? -Francesca alzó la vista.

– Venid a pasear conmigo. Hay algo que quiero enseñaros.

A ella le picó la curiosidad.

– ¿Dónde?

– Lo veréis cuando lleguemos allí.

Para asombro de Francesca, «allí» resultó ser Asprey, la joyería de la calle Bond. Y el «algo» era un collar de esmeraldas.

El dependiente le abrochó el cierre bajo la nuca. Maravillada, alzó una mano para tocar las grandes esmeraldas talladas en forma de óvalo. Gyles había insistido en que no se cambiara su vestido de día, de amplio escote; ahora entendía por qué. Las esmeraldas centelleaban, como fuego verde sobre su piel.

Se giró a un lado y a otro, admirando el juego de la luz sobre las piedras, observando que sus ojos se volvían más profundos, como si reflejaran el fuego de las esmeraldas. El collar no era ni demasiado pesado ni demasiado recargado. Tampoco era tan delicado que corriera el riesgo de quedar eclipsado por su propio rotundo exotismo.

Parecía que lo hubieran hecho expresamente para ella…

Miró detrás de su propio reflejo y vio a Gyles, detrás de ella, intercambiar una mirada de aprobación con el viejo propietario de la joyería, que había salido de la trastienda a mirar.

Francesca se volvió y cogió a Gyles de la mano.

– ¿Encargasteis esto para mí?

Él la miró desde su altura.

– No tenían nada que fuera del todo adecuado. -Le sostuvo la mirada un instante antes de apretarle los dedos y soltarse la mano-. Dejáoslo puesto.

Mientras él felicitaba al joyero, el dependiente ayudó a Francesca a ponerse su pelliza. Francesca se la abotonó hasta la garganta. Fuera hacía bastante frío, pero no era ésa la razón. Sospechaba que el collar valdría una pequeña fortuna. A lo largo de las últimas semanas, había visto muchas joyas, pero ninguna de tan sencilla y de tan extraordinaria valía.

Gyles deslizó en su bolsillo el estuche de terciopelo del collar, luego la recogió y abandonaron la tienda. Ya en la acera, él reparó en el cuello de su pelliza subido hasta arriba y sonrió. Tomándola del brazo, la condujo calle arriba.

– ¿Adonde vamos ahora? -preguntó Francesca. Habían dejado el coche en Piccadilly, en dirección contraria.

– Ahora que tenéis el collar, necesitáis algo que haga juego con el.

Lo que tenía en mente era un vestido, otra pieza creada según sus indicaciones. Había requerido los servicios de uno de los modistos más exclusivos de la alta sociedad; Francesca, de pie ante el espejo de cuerpo entero del probador privado de su salón de la calle Bruton, no pudo sino admirarlo.

Era un vestido sencillo, de líneas sobrias, pero sobre ella se convertía en una declaración de sensual aplomo. El canesú, confeccionado en gruesa seda verde esmeralda, le quedaba como una segunda piel; el escote, en pico, no era ni alto ni bajo, pero debido al corte del vestido había de atraer todas las miradas sobre sus senos…, de no ser por el collar. Collar y vestido se complementaban a la perfección, sin que uno menoscabara lo otro. Desde la cintura, alta, la seda caía con donaire, para estallar en sus caderas en una elegante falda a capas.

Francesca contempló a la dama del espejo, vio sus pechos subir y bajar, vio las esmeraldas despedir destellos de fuego verde. Sus ojos parecían enormes, su pelo un remolino de negros rizos anclado sobre su cabeza.

Miró a Gyles, que estaba sentado tranquilamente en una butaca, a un lado. Gyles captó su mirada, luego volvió la cabeza y dijo algo al modista en francés, una lengua que Francesca no entendía. El modista salió discretamente y cerró la puerta.

Gyles se incorporó; fue a ponerse de pie tras ella. Miraba su reflejo.

– ¿Os gusta?

La recorría con la vista de pies a cabeza. Francesca meditó su respuesta, estudiando lo que podía leer en la cara de él, desprovista de máscara en aquel momento.

– El vestido, el collar. -Alzó los brazos, con las palmas hacia arriba-. Son preciosos. Gracias.

Por lo que le había permitido llegar a ser. La había convertido en su condesa de nombre y de hecho. Ahora era suya. Suya para vestirla y cubrirla de joyas. Suya.

Ella lo había deseado, había soñado con ello, lo había aceptado. Había rezado para que él lo deseara también. Volvió la cabeza, le puso una mano en la mejilla y guió sus labios hasta los suyos. Sintió las manos de él cerrarse en torno a su cintura mientras sus bocas se encontraban, se rozaban y finalmente se fundían. Pero sólo un instante.

El súbito efluvio de calor y de deseo hizo que ambos se separaran rápidamente. Sus miradas se cruzaron; sus labios esbozaron idénticas sonrisas de complicidad.

Él le sostuvo la mirada; luego alzó una mano y rozó ligeramente la prieta cúspide de uno de sus pechos.

– Podéis agradecérmelo más tarde.


Así lo hizo, dedicando a esa ocupación la mayor parte de la noche. A lo largo del día siguiente, entre visitas y charlas, mientras escuchaba y bebía té, la mente de Francesca volvía una y otra vez a sus recuerdos embriagadores. En un cierto momento, Honoria le arqueó una ceja acusadora que la hizo ruborizarse. Se preguntó quién más habría sabido ver a través de su velo social y adivinado la causa de su distracción.

A la mañana siguiente, desayunó con Gyles, lo que se estaba convirtiendo para ellos en una costumbre inviolable. Él le preguntó por los compromisos del día y le sugirió luego que se pusiera la pelliza y lo acompañara a dar un paseo corto en la calesa para probar las maneras de su nuevo tiro de zainos.

La tuvo secuestrada todo el día.

Haciendo oídos sordos a sus protestas, atravesó las calles zumbando para llevarla al centro, a St. Paul's, donde pasearon cogidos de la mano, contemplando los monumentos y las placas; a la Torre y el Puente de Londres; luego a ver la Aguja de Cleopatra; después al Museo.

Fue, en más de un sentido, una jornada de descubrimientos compartidos; como ella lo acribillaba a preguntas, él acabó por admitir que no había visitado aquellos lugares en mucho tiempo: desde que tenía diez años.

Eso la hizo reír; él se vengó sometiéndola a un tercer grado sobre su vida en Italia.

De hecho, sus preguntas fluían con tanta soltura, se encadenaban tan fácilmente, que ella empezó a sospechar que el propósito oculto de la excursión era, al menos en parte, el de saber más de ella.

Respondió a su interrogatorio de buena gana, con el corazón alegre.

Gyles captó sus miradas sagaces, reparó en la luz que centelleaba en sus ojos. Ella se habría emocionado más incluso, de haber sabido cuál era su principal motivación. Era cierto que quería saber más de ella, pero su motivo más profundo, el más poderoso, para pasar con ella el día entero era sencillamente que lo necesitaba.

Gyles necesitaba pasar tiempo en su compañía para mitigar una extraña inquietud, para tranquilizar al bárbaro haciéndole saber que seguía siendo suya de día, tanto como lo era de noche. Necesitaba ese tiempo para atraerla hacia sí con algo más que sus brazos y sus besos. Necesitaba demostrarse a sí mismo que podía.

Cuando encaminó a los zainos de vuelta a casa, Francesca suspiró; sonriendo suavemente, apoyó la cabeza en el hombro de su marido. Él agachó la suya y depositó un beso fugaz sobre su frente. La sonrisa de Francesca se ensanchó, y se arrimó más a él. A Gyles se le pasó por la cabeza que la estaba cortejando, aunque no en el sentido habitual. No la estaba cortejando para que se enamorara de él. Estaba cortejando a su esposa para que ella no dejara de amarlo.

Seguiría haciéndolo hasta su muerte.


Almack's. Francesca había oído hablar de ello, por supuesto, pero no se había imaginado que fuera tan insulso, tan… aburrido. El de esta noche no era uno de los habituales bailes de abonados: el año estaba demasiado avanzado para eso. En esta ocasión, las anfitrionas habían invitado graciosamente a los admitidos en sus círculos que se encontraban todavía en la ciudad a una última velada en los salones consagrados.

Echando un vistazo crítico a su alrededor mientras paseaba por la sala principal del brazo de Osbert, Francesca tenía la impresión de que a los salones consagrados les iría bien un cambio de decoración. Por otra parte, el gentío que los llenaba era lo bastante glamuroso y deslumbrante como para desviar la atención del desangelado, casi desaliñado, decorado.

Lady Elizabeth y Henni la habían animado a acompañarlas; le habían explicado que aquélla era una ocasión de dejarse ver que una condesa nueva no podía permitirse desaprovechar. Al enterarse de sus planes durante el desayuno, Gyles había sugerido que se pusiera el traje nuevo y las esmeraldas.

Cuando se la encontró en el recibidor, a punto de salir, se había quedado parado, vacilando. Tenía el rostro oculto en las sombras; luego le había cogido la mano, se la había llevado a los labios y le había dicho que estaba deslumbrante.

El vestido y el collar la habían armado de seguridad. Los sentía como una coraza, con la atención que habían despertado. La conciencia de que su aspecto era magnífico le había permitido afrontar tanta mirada escrutadora con serenidad incomparable. Bajo los auspicios de lady Elizabeth y lady Henrietta, como era formalmente conocida Henni, había sido presentada a todas las anfitrionas. Todas le habían expresado su aprobación; todas le habían manifestado su deseo de que las visitara asiduamente en los años venideros.

– ¿Por qué? -Francesca le tiró a Osbert de la manga. Había llegado poco después que ellas y había ido directamente a su lado-. ¿Por qué habría de querer venir aquí a menudo?

– Bueno -contemporizó Osbert-, en vuestro caso, supongo que no hay mucha necesidad. Querréis dejaros caer de vez en cuando para estar al tanto de cuáles son las más agraciadas de las nuevas remesas de jóvenes damas, qué caballeros están buscando esposa, etcétera. Pero hasta que no tengáis una hija casadera, no veo qué utilidad os puede deparar este lugar. Excepto en ocasiones como ésta, por supuesto.

– Incluso así. -Francesca hizo un gesto señalando a la multitud-. ¿Dónde están los caballeros? La mayor parte de los que veo son muy jóvenes, y dan la impresión de que sus madres los han traído a rastras. La mitad están de morros. -Le recordaban poderosamente a Lancelot Gilmartin-. Se ven pocos que, como usted, hayan osado meterse en la boca del lobo. -Le dio unas palmaditas en el brazo-. Se lo agradezco.

Osbert se ruborizó y pareció sumamente halagado. Francesca sonrió. Examinando el gentío, suspiró.

– Aquí no hay caballeros como Gyles.

Osbert se aclaró la garganta.

– Los caballeros como Gyles suelen…, eh…, frecuentar más sus clubes.

– Después de pasarse todo el día en sus clubes, pensaba que preferirían pasar las noches en compañía femenina.

Osbert tragó saliva.

– Al primo Gyles y los de su tipo no se les anima precisamente a traspasar los umbrales de este lugar. Vaya, no parece que vayan buscando doncellas casaderas, ¿no?

Francesca buscó la mirada de Osbert.

– ¿Está seguro -murmuró- de que no se trata más bien de que las anfitrionas traten de evitar a invitados que no puedan controlar?

Osbert enarcó las cejas; parecía muy sorprendido.

– La verdad, nunca lo vi de esa manera, pero…

Un revuelo cerca del arco de entrada atrajo su atención. Francesca no alcanzaba a ver nada entre la multitud; Osbert estiró el cuello, echó un vistazo y se volvió de nuevo hacia Francesca, con expresión atónita.

– ¡Vaya! Qué aparición.

– ¿Qué pasa? -Francesca le tiró de la manga, pero Osbert volvía a mirar en dirección a la entrada. Levantó la mano saludando.

Al cabo de un instante, el gentío que había ante ellos se disgregaba hasta abrir un paso. Gyles apareció andando con paso resuelto.

– Señora. -Hizo una breve inclinación de cabeza y le cogió la mano, ignorando su expresión atónita.

Miró a Osbert, que estaba pugnando por ocultar una sonrisa. Gyles le miró a los ojos; Osbert se refugió de golpe tras su acostumbrada máscara indefinida. Hizo una inclinación de cabeza.

– Primo.

Gyles correspondió con otra inclinación y luego miró a Francesca.

Sonriendo encantada, liberó los dedos de su mano, sólo para agarrarle de la manga y deslizarse hasta su posición acostumbrada, a su lado, en la que tan cómoda se encontraba.

– Creía que a los caballeros como vos no se les animaba a acudir aquí.

Su mirada topó con unos duros ojos grises.

– Vos estáis aquí.

Gyles deslizó la vista por sus hombros, por las esmeraldas que centelleaban sobre su fina piel. El frufrú de faldas acercándose le hizo volverse, librándole de hacer comentarios más explícitos.

– Gyles, querido… ¡qué sorpresa! -Su madre lo interrogaba con los ojos. El la besó en la mejilla y miró a Henni.

Henni señaló con la cabeza el arco de acceso.

– Desde luego, has hecho una entrada espectacular. La condesa Lieven todavía está ahí parada, estupefacta.

– Le vendrá bien. -Gyles echó un vistazo a la multitud. No había tantos caballeros como esperaba. Como se temía-. Venid. -Dirigió una mirada a Francesca-. Ya que he hecho el supremo sacrificio de ponerme unos bombachos, bien podemos darnos una vuelta.

– Sí, hacedlo. -Su madre le interceptó la mirada-. Id por allí. -Señaló hacia un arco que daba a una serie de antesalas. Gyles hizo una inclinación de cabeza y se fue con Francesca en esa dirección. Presumiblemente, habría alguien ahí a quien convenía hacer saber que estaba pendiente de su esposa.

Su despampanante y cautivadora condesa, tan hermosa que era imposible quitarle los ojos de encima. La redomada estupidez que había demostrado al sugerirle que se pusiera el vestido nuevo se había vuelto contra él. En realidad, lo había hecho sólo porque se moría de ganas de vérselo puesto, y Almack's era seguramente el más inocente de los escenarios para ello; o ése había sido su razonamiento sobre la marcha. La verdad le había golpeado entre los ojos cuando, con petulante expectación, había salido de la biblioteca al oír sus pasos bajando las escaleras y la había visto, vestida y enjoyada, cien veces más sensual y provocativa de lo que él se la había representado en su imaginación.

El público de Almack's era esencialmente inofensivo. Cualquier caballero allí presente no sería de mala índole. Pocos lobos se molestarían en ir ahí a husmear. Todo eso y más cosas por el estilo era lo que se había repetido mientras pugnaba por concentrarse en el texto de un proyecto de ley.

Todo inútil. Había tenido que apartar los papeles y subir a cambiarse; y había sorprendido a Wallace sonriéndose cuando le pidió los bombachos.

De no haber sido por el efecto que Francesca ejercía sobre él así vestida y pegada a él, estaría poniendo muy mala cara. En vez de eso…, no se sentía tan reacio a pasar una hora dando vueltas en su compañía.

La mayor parte de aquellas matronas lo conocían. Los paraban a Francesca y a él continuamente; algunas de ellas osaban interrogarla, pero la mayoría se mostraban francamente intrigadas -gratamente sorprendidas- por su presencia. Francesca charlaba con su aplomo habitual. Estaba ya casi relajado cuando, al separarse de lady Chatham, se dieron de bruces con un caballero bastante corpulento, de rasgos rubicundos.

– Chillingworth. -Tras una cordial inclinación de cabeza, lord Albermale dirigió la vista hacia Francesca-. Y la señora es, supongo, vuestra flamante condesa, de quien tanto he oído hablar.

Gyles rechinó los dientes e hizo las presentaciones. Tenía la mano sobre la de Francesca, cogida de su manga; le apretó los dedos cálidamente.

– Milord. -Francesca acusó recibo altivamente de la presentación sin hacer ademán de apartar su mano del amoroso contacto de la de Gyles. Los ojos de lord Albermale le resultaban demasiado fríos, su mirada sobradamente calculadora.

Su señoría sonrió, fascinado, claramente decidido a satisfacer su curiosidad, aparentemente sin comprender el peligro al que se estaba exponiendo. Ella notó que Gyles se ponía tenso; se puso tensa ella misma, esperando que Gyles les excusara a ambos con algún frío comentario…

– ¡Gyles! ¡Qué alegría volveros a ver! -Una dama, alta e imponente, apareció a un costado de Gyles. Era bien parecida, de facciones duras y deslumbrantes. Fijó su mirada en los ojos de Francesca-. Lo cierto es que oí decir que os habíais ido a provincias a buscaros una esposa. ¿Debo suponer que se trata de la distinguida dama?

Siguió un silencio prolongado. Si antes estaba tenso, Gyles se había puesto ahora rígido. Francesca le hundió los dedos afectuosamente en la brazo, sosteniendo la mirada de la dama.

Finalmente, Gyles dijo, arrastrando las palabras y lanzándole una mirada fugitiva:

– Querida, permitidme presentaros a lady Herron.

Francesca esperó, con la cabeza alta y expresión serena. Al cabo de un instante, dos manchas de color afloraron en las mejillas de lady Herron. Le hizo una reverencia, un punto menos que cordial.

– Lady Chillingworth.

Francesca sonrió con frialdad, hizo una inclinación de cabeza y apartó la vista.

Desafortunadamente, hacia lord Albemarle.

– Mi querida lady Chillingworth, parece que los músicos van a obsequiarnos con una danza. Si quisierais…

– Lo siento, Albemarle. -Gyles interceptó la mirada sorprendida de su señoría-. Esta danza -enfatizó estas palabras para que Albemarle le entendiera bien- es mía.

Con una seca inclinación de cabeza a su señoría y otra a lady Herron, dio un paso atrás. Francesca le siguió, tras dedicarle a él una inclinación altiva. A lady Herron la ignoró completamente.

En el mismo instante en que comenzaron a bailar, Gyles supo que estaban en problemas. Gracias a lord Albemarle, se estaba sintiendo próximo en exceso a su bárbaro interior, con su máscara civilizada reducida a una capa de barniz. Por añadidura, el rostro de Francesca, el brillo desdeñoso de sus ojos, le revelaron al primer golpe de vista que había adivinado la naturaleza de su relación con lady Herron. En la mano que tenía puesta en su espalda, notaba la tensión con que vibraba toda ella, la onda expansiva de su furia al desplegarse.

Se armó de valor, jurándose que, dijera ella lo que dijera, no le fallaría; no reaccionaría mal, no en aquel lugar…

Ella alzó la vista; la expresión de sus ojos era de altivo disgusto.

– Qué grosera es esa mujer. -Su mirada resbaló hasta los labios de Gyles; transcurrió un momento, y volvió a alzar la vista para mirarlo a los ojos. Su enfado había desaparecido; alguna otra cosa, parecida a un ánimo posesivo, ardía en el verde de sus iris-. ¿No os parece?

Gyles se encontró apurado de repente: desechando de su mente la idea de que ella estaba a punto de montarle una escena a cuenta de sus relaciones pasadas, intentando hacerse a la idea de que estaba enfadada. Sí, lo estaba, pero no con él. Y que ese enfado había dado lugar, en este caso, a… intenciones de otro tipo.

La súbita erupción de su reacción lo pilló por sorpresa: estrechó su abrazo en torno a ella. Francesca, sin pestañear, se le acercó. Sus senos le rozaron la levita, y ella se estremeció y se apretó contra él aún más.

Gyles habría debido ponerse a rezar para que todos los que estaban observándoles se quedaran ciegos de pronto; en vez de eso, evolucionó con ella, dando vueltas lentamente por la pista, atrapado, encadenado voluntariamente, en el fuego de sus ojos.

Francesca comprendió de forma súbita, cegadora, y fue a tomar aquello que necesitaba. Celos, ánimo posesivo: había visto ambas cosas en él, pero nunca pensó que sentiría los mismos impulsos devoradores corroerle las entrañas. Aquella tensión les sostenía, se alimentaba y crecía entre los dos, de igual a igual, reflejados el uno en el otro. Fue ella la que movió la mano hacia su nuca, pasó las uñas suavemente entre sus cortos pelos, y él quien, durante un giro, la atrajo hacia sí tan fuerte que sus cuerpos se frotaron sensualmente, se fundieron durante un instante antes de separarse.

La ajustada funda de satén esmeralda la apretaba de pronto, era una piel de la que necesitaba deshacerse. Los dos estaban respirando superficialmente, entrecortadamente, cuando la música cesó.

– Venid. -Con rostro como esculpido en piedra, sin soltarle la mano, se dio la vuelta y la remolcó hacia la salida.

– Esperad. -Francesca volvió la vista atrás-. He venido con Henni y vuestra madre.

Deteniéndose bajo el arco de entrada, la miró.

– Supondrán que os habéis ido conmigo.

No había pregunta alguna en sus ojos, sólo un desafío. Francesca no vaciló: asintió y salió por delante de él.

Había traído el carruaje grande. La ayudó a subir; ordenó lacónicamente:

– ¡A casa! -Y entró tras ella. Nada más cerrarse la puerta, mientras el coche arrancaba con una sacudida, ella se lanzó sobre él.

Y él sobre ella.

Ella le enmarcó la cara entre las manos y sus labios se encontraron, se fundieron. Ella abrió los suyos, invitándolo a entrar, incitándolo a tomar. Y él tomó. Con tanta ansia como ella, con el mismo furor, la misma urgencia. Sus lenguas se tocaron, se enredaron, se enzarzaron en un duelo. Ella se acercó aún más a él, extendió las manos sobre su pecho; topó con un gemelo de su pechera y lo soltó.

Él se apartó, con la respiración entrecortada, y le agarró la mano.

– No. Aquí no.

– ¿Por qué no? -Se le echó encima, pasándole una pierna sobre la rodilla.

– Porque casi hemos llegado a casa. -Hizo una pausa antes de continuar con voz grave, en un susurro-. Y quiero despojaros de este vestido. -Rozó la cúspide de un pecho con la palma de la mano; los dos vieron endurecerse el pezón bajo la ajustada seda-. Centímetro a centímetro, despacio, y quiero mirar mientras lo hago. -Alzó la mano, hundió los dedos entre su pelo, le levantó la cara hacia él. Agachó la cabeza. Su aliento bañó los labios de ella al murmurar-: Quiero miraros. Ver vuestros ojos. Vuestro cuerpo.

Sus labios se cerraron sobre los de ella, que le permitió arrastrarla lejos, a un mar de ardiente deseo.

El coche aminoró la marcha. Gyles miró por la ventana y a continuación la enderezó en el asiento. El carruaje se detuvo; se alisaron la ropa. Francesca sentía el traje a punto de desprenderse, como si ya no pudiera contenerla. Él bajó del vehículo y le tendió la mano para que descendiera. Con la cabeza erguida, Francesca entró al recibidor precediéndolo. Apenas podía respirar. Saludó a Irving con una inclinación de cabeza y subió directamente las escaleras. Gyles se detuvo un instante a hablar con Wallace antes de seguirla.

Avanzaron por el pasillo con los dedos entrelazados. Por un acuerdo tácito, no se tocaron más que eso: no osaban.

– Deshaceos de vuestra doncella; esta noche no la necesitaréis.

Francesca separó suavemente sus dedos de los de él y abrió la puerta de su habitación, mientras Gyles continuaba hasta la suya.

– ¿Estáis segura, señora?

– Perfectamente. -Francesca señaló la puerta a Millie. La pequeña doncella se fue, cerrándola reticentemente tras ella.

El chasquido del pestillo resonó al otro lado de la habitación. Francesca se dio la vuelta; vio a Gyles, ya sin levita, emerger de entre las sombras que ocultaban la puerta que comunicaba sus dormitorios. Avanzó hacia ella sin que sus ojos dejaran de mirarse.

Llegando hasta ella, alzó las manos para enmarcarle la cara, la acercó a la suya y pasó a devorarla.

Tantas veces como habían hecho el amor y, sin embargo, nunca había sido igual que ésta. Ella nunca había estado tan hambrienta. Tan decidida, tan exigente. Lo provocaba, lo incitaba; ansiaba más. Lo ansiaba a él. A él, que la había reclamado y marcado como suya tantas veces. Hoy le tocaba a ella. A él le tocaba ser poseído, ser él el conquistado. Ella no iba a conformarse con menos.

Aunque estaba dispuesta a admitir más.

Dispuesta a dejarle a él llevar las riendas al principio, a consentirle que, estando ambos ya con la sangre encendida, martilleando en sus venas, se apartara brutalmente, le diera la vuelta colocándola de forma que, bañada por la luz de las lámparas que ardían en su tocador y en la mesa junto a la puerta, quedara de cara a él, frente a su reflejo en el espejo de cuerpo entero.

«Centímetro a centímetro, despacio.»

Se lo había advertido; ahora ella observaba, aguardaba, mientras él desprendía su vestido. Él alzó las manos, separando la abertura de la espalda del traje, haciendo deslizarse luego la seda de sus hombros. El canesú le quedaba bien ajustado; el fue separando el tejido de sus curvas. De pronto sintió frío en los senos, desprovistos de la cálida seda, cubiertos sólo por su fina combinación. Él se dio cuenta, pero se limitó a sonreír al verla estremecerse levemente, y a dejar caer el vestido en pliegues en torno a su cintura, mientras la urgía a levantar los brazos, liberándolos.

Así lo hizo, y no supo entonces qué hacer con las manos. Observando su reflejo, apoyó los hombros, ahora desnudos, sobre el pecho de Gyles, enfundado en su camisa; luego llevó los brazos atrás y apoyó las palmas contra sus duros muslos, aferrándolos con los dedos.

La expresión de él se hizo más dura, pero mantuvo la mirada fija en su cuerpo, en sus caderas, mientras iba bajándole el vestido poco a poco. Ella seguía esperando que la tocara, que pusiera las manos sobre su piel cubierta por la combinación para aplacar el temblor de sus nervios bajo ella, encendidos de expectación. Pero no la tocó en ningún momento mientras, con toda parsimonia, le seguía bajando el vestido por los muslos.

Hasta que, con un susurro de sedas, cayó deslizándose al suelo.

Por un momento, se quedaron los dos contemplando el pequeño lago esmeralda formado en torno a sus pies. Luego, lentamente, ella alzó la vista y contempló el cuadro que él había creado. Todavía tenía el pelo recogido, atrayentemente negro contra el blanco de la camisa, una masa de rizos cayendo en cascada hasta apenas rozarle los hombros. Tenía los brazos desnudos; también las piernas, de medio muslo para abajo. Entre medio, las curvas marcadas de su cuerpo se veían veladas, misteriosas, bajo su fina combinación. Su piel rielaba a la luz de las lámparas, acentuados los tonos de miel contra la camisa de Gyles, suave y femenina contra el negro de sus bombachos.

Con las manos en sus muslos, quieta delante de él, se sintió como un trofeo que él había conquistado.

Mientras ella miraba, la expresión de Gyles se hizo más dura. Sus manos se le cerraron en torno a la cintura.

Francesca levantó los brazos y puso las manos sobre los hombros de él. Los labios de Gyles se curvaron mientras inclinaba la cabeza para besarle la sien.

Cerró las manos en torno a sus senos. Ella ahogó un gemido y se arqueó más abiertamente. Él la acarició con pericia, evitando las prietas cúspides, y luego deslizó las manos, surcando su cuerpo sin rumbo definido, dibujando la curva de sus caderas, cruzando su estómago. No eran caricias delicadas, sino posesivas, las de un conquistador cartografiando sus dominios.

Mirando entre sus pestañas, ella se apretó deliberadamente contra él, haciendo rodar las caderas contra sus muslos, tentándolo sin palabras.

Gyles extendió un brazo para agarrar una silla que había cerca, y la acercó, dejando el asiento al lado de ella.

– Quitaos las medias.

«Para mí.» Aquellas palabras no las pronunció, pero su significado quedó flotando en el aire. Sin vacilar, ella desplazó su peso a un lado, se sacudió las zapatillas, dobló una rodilla y puso el pie sobre el asiento. Y centró toda su atención en el simple acto de bajarse la liga a lo largo de la pierna y quitarse luego la media de seda. Lo hizo con parsimonia, acariciando con manos morosas las estilizadas curvas de su pierna. Finalmente sacudió en el aire la sedosa voluta para doblarla sobre el respaldo de la silla, y repitió el ejercicio.

Él sólo tenía ojos para ella, sus piernas, cada uno de los pausados y sensuales movimientos de sus brazos y sus manos. Ella lo sabía sin necesidad de mirarlo; podía sentir su deseo como un cálido peso sobre su piel.

Al cabo, estuvo hecho; ella misma apartó la silla y luego se irguió, se recostó contra él, contra su pecho, contra sus muslos…, y lo miró a los ojos en el reflejo del espejo.

Su rostro estaba tenso, con el sello de la pasión desnuda. Su pecho se hinchaba pesadamente; alzó las manos hacia los lazos que le sujetaban la combinación. Dos tirones, y los deshizo; con un simple gesto, la despojó de la combinación.

Y quedó de pie y desnuda delante de él, con los senos elevados y en punta, rotundos y pálidamente sonrosados, terso el estómago; las curvas de sus caderas y sus muslos enmarcaban los oscuros rizos hacia los que a Gyles se le iban los ojos. Francesca saboreó el momento, empapándose de la descarnada lujuria que por un momento dominó su expresión. Luego se dio la vuelta, sorprendiéndolo.

Gyles pestañeó, mirando por encima de su cabeza a su reflejo, que lo distrajo el tiempo suficiente para que ella le desabotonara la camisa y soltara las hebillas de su cinto.

Él bajó la vista cuando ella apretó las palmas de las manos contra su pecho para deslizarías hacia los lados, abriéndole la camisa. Él hizo ademán de llevar las manos hacia ella, pero Francesca, con un rápido gesto, le pasó la camisa por encima de los hombros, aprisionándole los brazos.

– No tiene mucha gracia si sólo estoy desnuda yo.

Él fijó la vista en el espejo.

– Yo no estoy tan seguro.

Francesca le dejó los brazos sujetos y se concentró en bajarle los bombachos, evitando tocar su vigorosa erección. Mientras ella se agachaba para ocuparse de los cierres de las perneras, él la observaba a la vez que se desabrochaba los puños. Ella sintió su mirada; sólo tendría una oportunidad para hacerse con la iniciativa y orientar lo que harían en la dirección que deseaba.

Poniéndose en cuclillas, le bajó los pantalones y las calzas; él liberó un pie, después el otro y por fin se deshizo de la camisa, lanzándola a un lado…

Ella se arrodilló ante él, hundió los dedos por detrás de sus muslos y luego, alzando la cabeza, le sonrió con picardía.

Gyles le leyó las intenciones en los ojos. Se retorció para protestar, para gritar «¡no!», pero la palabra se le quedó atravesada en la garganta, seca de pronto. A ella se le ensanchó la sonrisa; bajó las pestañas. Con las rodillas entre los pies de él, se irguió y se inclinó hacia delante. La sedosa caricia de su pelo, caído ahora sobre sus tersos muslos, lo distrajo. Miró al espejo, aguantando la respiración ante aquella visión, y luego la observó inclinar la cabeza.

Sintió el roce de su aliento como marcándole a fuego en la parte más sensible de su cuerpo. Entonces los labios de ella la tocaron, la besaron, demorándose provocativamente, antes de abrirse y sumergirla en el cálido refugio de su boca.

Cerró los ojos, su espina dorsal se tensó, y se tensó aún más al acariciarle ella. Los dedos de Gyles encontraron la cabeza de Francesca, se hundieron entre los exuberantes rizos para cerrarse en torno a su cráneo. Abrió los ojos repentinamente, contemplando la escena en el espejo; la observó acercarse aún más y hundirle más a fondo en ella. Sintió una explosión de calor en el espinazo; cerró los ojos. Escuchó un gemido.

También lo oyó Francesca. Aquel sonido hizo sus delicias. Hacía semanas que quería hacer esto, pero aunque él le permitía acariciarlo allí, indefectiblemente la detenía llegado el momento. Esta vez no. Estaba decidida a hacerlo a su manera, a tomarse su tiempo y darle a él todo lo que se merecía. A tomarlo, a poseerlo a su capricho. El contraste entre fuerza y exquisita suavidad siempre la había fascinado; su cuerpo era tan fuerte, tan invencible, y tan sensible en cambio esta parte de él…

Con las manos ancladas detrás de sus muslos y los dedos bien hundidos, ella de rodillas delante de Gyles, y su miembro en la boca, él no podía soltarse fácilmente.

Se volcó en el momento, en su tarea, consciente de que cada segundo de su dedicación minaba la voluntad de Gyles y hacía más improbable que interfiriera. Esta vez, era él quien tenía que aguantar, que dejar que sus sentidos bailaran al son que ella tocara, tenía que permitirle que lo marcara con su amor.

Un fuerte sabor salado llenaba sus sentidos. Soltando un muslo, acunó las prietas bolas en su bolsa, y luego acarició la base del ariete.

Sintió su reacción. Sintió que su tensión aumentaba, que su espina dorsal se ponía rígida, sintió que sus manos le sujetaban firmemente la cabeza, inmovilizándola.

– ¡Basta!

Oyó la ronca orden; lo soltó y miró hacia arriba.

Él le apartó las manos, se inclinó súbitamente, la cogió por la cintura con ambas manos y la levantó. La levantó en el aire -ella hubo de agarrarse a sus brazos para no perder el equilibrio- y la atrajo hacia sí.

Francesca entrelazó las piernas en torno a la cadera de Gyles. En el mismo instante, él la penetró. Sujetándola firmemente por la cintura, la inmovilizó y la embistió, más y más a fondo. Ella apretó el nudo de sus piernas, impulsándose hacia abajo, hasta que sus cuerpos se pegaron, se fundieron.

Estaban los dos jadeando.

Ella le pasó las manos por los hombros y le envolvió el cuello con los brazos, empujó su cabeza hacia ella y lo besó. Él correspondió saqueando su boca con voracidad. Francesca respondió a cada desafío con otro igual, tomando tanto como daba. Valiéndose de sus piernas a modo de palanca, se elevó sobre él para deslizarse a continuación hacia abajo. Él la sostenía y guiaba con las manos, extendidas sobre la curva de sus nalgas. Utilizaba el cuerpo de ella como ella el suyo, brindándole placer, tomándolo de ella.

Su cópula se convirtió en una batalla, no de voluntades, sino de corazones: ¿quién podía tomar más, dar más? Una pregunta para la que no hubo respuesta. No había vencedor ni derrotado. Sólo ellos dos, juntos, envueltos en un placer voluptuoso.

Sumidos en una necesidad sensual que sólo el otro podía satisfacer.

El transcurso del tiempo se detuvo mientras dejaban a sus cuerpos aparearse sin reserva. Sus ojos se encontraban en miradas ardientes, sus labios en ardorosos besos, en tanto que sus cuerpos se unían con urgencia renovada.

No era suficiente, para ninguno de los dos. Gyles la llevó hacia la cama.

– No os atreváis a tumbarme. -Necesitó todo el aire del que disponía para emitir esas palabras.

La mirada que él le lanzó fue inefablemente masculina.

– ¡Demonios, qué mujer más difícil! -masculló. Pero se sentó, levantó las piernas poniéndolas sobre la cama y luego, impulsándola a ella, se irguió sobre sus rodillas. Separándolas, la asentó de forma que seguía hecha un nudo en torno a él, con los muslos cabalgando sobre sus caderas.

La miró a los ojos.

– ¿Satisfecha?

Ella sonrió, le hundió las manos en el pelo y lo besó.

Era la misma posición en que habían hecho el amor la primera vez, pero cuántas cosas habían cambiado desde entonces. No ellos mismos, sino lo que había entre los dos, la llama, el fuego, el compromiso, la devoción.

La aceptación.

Mientras seguían amándose y las lámparas se consumían, Francesca sintió que las últimas barreras se desvanecían. No sólo en él, también en ella, hasta que sólo quedaron los dos, unidos, haciendo frente a la realidad de lo que aquello significaba verdaderamente. Apechugando con ello.

Se miraban fijamente a los ojos cuando ella alcanzó finalmente la esplendente culminación; cuando bajó lánguidamente los párpados, él se le unió. Quedaron inmóviles durante un minuto largo, pugnando por respirar, esperando a que sus sentidos dejaran de girar vertiginosamente; luego ella cerró más los brazos en torno al cuello de Gyles y le apoyó la cabeza en el hombro. Y sintió el abrazo de él afirmarse en torno a ella, reteniéndola.

Francesca sonrió. El era tan suyo como ella de él.

Загрузка...