Capítulo 2

Francesca entró corriendo en la casa por el vestíbulo del jardín. Deteniéndose bruscamente, esperó a que sus ojos se habituaran a la penumbra. Esperó a que dejara de darle vueltas la cabeza.

¡Cielos! Se había pasado todo un año lamentándose en secreto de la falta de ardor de los hombres ingleses, y mira ahora lo que los dioses le habían deparado. Aunque se hubieran demorado doce meses, no tema intención de quejarse.

No estaba segura de que no debiera en realidad arrodillarse y dar gracias.

La imagen que evocó ese pensamiento hizo brotar de su garganta una risita que provocó un temblor en el hoyuelo de su mejilla izquierda. Luego, aquella ligereza se disipó. Quienquiera que fuera, no había ido a verla a ella; podía ser que nunca volviera a verlo. Y, sin embargo, se trataba con toda probabilidad de un pariente: había reparado en su parecido con su padre y su tío. Se adentró en la casa con el ceño fruncido.

Acababa de volver de un paseo a caballo cuando oyó a Ester llamándola. Había salido a toda prisa de las cuadras y hacia la casa. Había estado fuera más tiempo de lo acostumbrado; podía ser que Ester y Charles estuvieran preocupados. Entonces se había dado de bruces con el desconocido.

Un caballero, eso estaba claro, y posiblemente con título: era difícil determinar si Chillingworth era título o apellido. Chillingworth. Lo repitió para sí, paladeándolo. Tenía cierta sonoridad, que le iba bien al hombre. Fuera por demás lo que fuera -y se podía hacer alguna idea al respecto-, era la antítesis del caballero de provincias aburrido e insulso del tipo de los que llevaba un año evaluando. Chillingworth, fuese quien fuese, no era aburrido.

Tenía todavía el pulso acelerado, la sangre alborotada, mucho más de lo que su paseo a caballo podía explicar. La verdad era que no pensaba que la aceleración de su pulso o su falta de resuello, que sólo ahora empezaban a remitir, tuvieran nada que ver con el paseo: las habían provocado su estrecho abrazo y su sonrisa de leopardo que ha avistado su próxima presa…, y el hecho de que ella había sabido exactamente lo que él pensaba en aquel momento.

Sus ojos grises se habían encendido, lanzando chispas y oscureciéndose al tiempo, y sus labios se habían curvado de aquel modo… porque había alumbrado pensamientos perversos. Pensamientos relativos a carne apretándose contra carne desnuda, de sábanas de seda deslizándose calladamente mientras los cuerpos se movían sobre ellas siguiendo un ritmo atávico. Impúdicas imágenes que se agolpaban en su mente.

Las desterró ruborizándose y avanzó por el pasillo. Miró a su alrededor y al no ver a nadie se abanicó la cara con la mano. No quería tener que explicarle a Ester la causa de su sofoco.

Eso la llevó a preguntarse dónde estaba Ester. Entró en el ala principal y torció hacia la cocina. No había rastro de Ester. El servicio le había oído llamarla, pero no sabía hacia dónde había ido. Francesca empujó la puerta y entró al vestíbulo de entrada.

La sala estaba vacía. Los tacones de sus botas repiquetearon en las baldosas mientras la cruzaba en dirección a las escaleras. Estaba a mitad del primer tramo cuando se abrió la puerta del despacho de su tío. Ester salió, la vio y le sonrió.

– Ahí estás, querida.

Francesca dio la vuelta.

– Lo siento mucho… Hacía tan buen día que he cabalgado y cabalgado y he perdido la noción del tiempo. La he oído llamarme y he venido corriendo. ¿Ocurre algo?

– No, en absoluto. -Ester, una dama alta de rostro caballuno pero ojos rebosantes de bondad, sonrió afectuosamente al detenerse Francesca delante de ella. Extendiendo el brazo, retiró el frívolo gorro de montar de los rebeldes rizos de Francesca-. Tu tío desea hablar contigo, pero lejos de tratarse de algo malo, sospecho que te interesará mucho lo que ha de decirte. Ya te subo yo esto -Ester reparó en los guantes de montar y la fusta que Francesca sostenía en una mano y los cogió-, y esto también. Venga, adelante… Te está esperando para contártelo.

Ester señaló con un ademán la puerta abierta del despacho. Intrigada, Francesca entró y la cerró tras de sí. Charles estaba sentado ante el escritorio, estudiando una carta. Al oír el chasquido del pestillo, alzó la vista y sonrió radiante.

– Francesca, querida muchacha, ven y siéntate. Acabo de recibir una noticia de lo más sorprendente.

Mientras cruzaba en dirección a la butaca que le indicaba, no la de enfrente del escritorio sino la situada al lado, Francesca podía haberlo deducido por sí misma. A Charles le brillaban los ojos, no los tenía ensombrecidos por alguna preocupación innombrable, como tan a menudo sucedía. Su rostro, apesadumbrado con excesiva frecuencia, resplandecía ahora con inconfundible regocijo. Se dejó caer en la butaca.

– ¿Y me concierne, esta noticia?

– Pues sí, ciertamente. -Se giró hacia ella y apoyó los antebrazos en las rodillas para que su cara quedara a la altura de la suya-. Querida mía, acabo de recibir una oferta por tu mano.

Francesca le miró con asombro.

– ¿Por parte de quién?

Oyó su propia pregunta serena y se maravilló de haber conseguido formularla. Su pensamiento galopaba en doce direcciones diferentes, el corazón volvía a latirle con fuerza, sus especulaciones se descontrolaban. Tenía que batallar para permanecer inmóvil, para tener presente el no perder las formas.

– De un caballero… De un noble, de hecho. La oferta es de Chillingworth.

– ¿Chillingworth? -Su voz sonó forzada incluso para ella. A duras penas osaba dar crédito a sus oídos. Aquella visión en su cabeza. Charles se reclinó hacia delante y la tomó de la mano.

– Querida mía, el conde de Chillingworth ha hecho una propuesta formal de matrimonio.

Cuando Charles hubo acabado de explicársela, con minuciosidad exasperante y reiterativa, el asombro de Francesca era aún mayor.

– Un matrimonio concertado. -Le costaba creerlo. Si viniera de otro caballero, aún; los ingleses eran tan… flemáticos. Pero de él, del hombre que la había sostenido en sus brazos preguntándose cómo sería…, con ella… Algo no encajaba.

– Ha sido categórico en que te quedara claro ese punto. -Charles mantenía su mirada amable y seria clavada en su rostro-. Querida mía, no te apremiaría a que aceptaras si no te sintieras cómoda con el acuerdo, pero tampoco cumpliría con mi deber en tanto que tutor tuyo si no te dijera que aunque la forma en que Chillingworth ha abordado el asunto pueda parecer fría, es honesta. Muchos hombres lo sienten de la misma manera pero vestirían sus propuestas de un gusto más atractivo a fin de ganarse tu corazón romántico.

Francesca hizo un ademán desdeñoso.

Charles sonrió.

– Sé que no eres una muchacha frívola que pudiera perder la cabeza por declaraciones insinceras. Ciertamente, te conozco lo bastante bien como para estar seguro de que ningún disfraz te engañaría. Chillingworth tampoco es de los que se disfrazan, no es su estilo. Es un pretendiente de primera categoría: sus propiedades, como te he dicho, son muy extensas. Su oferta es más que generosa. -Charles hizo una pausa-. ¿Hay algo más que quieras saber, alguna pregunta?

A Francesca se le ocurrían a docenas, pero no eran del tipo que su tío podía responder. Su pretendiente habría de hacerlo personalmente. No era la clase de hombre que se avendría a una unión desangelada y sin sentimiento. Había fuego y pasión en sus venas, como en las de ella.

Así que, ¿a qué venía todo esto?

De pronto se le reveló la verdad.

– ¿Ha hablado con usted esta tarde, mientras yo estaba fuera cabalgando? -Al asentir Charles, preguntó-: No me ha visto nunca, ¿no? No recuerdo que nos hayamos conocido.

– No creo que te hubiera visto… -Charles frunció el ceño-. ¿Te has encontrado con él?

– Al venir de las cuadras. Él…, ya se iba.

– Muy bien, entonces. -Charles se enderezó, visiblemente animado-. Así pues… -Sus ojos se habían perdido más allá de Francesca; ahora volvía a posarlos sobre su rostro. Habían hablado largo y tendido; era casi la hora de cenar-. Volverá mañana por la mañana a conocer tu respuesta. ¿Qué debo decirle?

Que no le creía, pensó Francesca, y sus ojos se cruzaron con la mirada franca de Charles.

– Dígale… que necesito tres días, setenta y dos horas contadas desde la tarde de hoy, para considerar su propuesta. Dado lo súbito de su oferta…, y su imprevista naturaleza, debo pensármelo cuidadosamente. En la tarde del tercer día a partir de ahora, le diré que sí o que no.

Charles había arqueado las cejas; para cuando ella terminó de hablar, estaba asintiendo.

– Un planteamiento excelente. Puedes determinar tu propio parecer y darle luego… -Charles hizo un mohín-. Darme a mí, supongo, tu respuesta.

– Desde luego. -Francesca se puso en pie, sintiendo que su determinación interior se afianzaba-. Averiguaré con qué respuesta voy a sentirme cómoda…, y sólo entonces la tendrá.


Era casi mediodía cuando al día siguiente Gyles volvió a cabalgar por el camino de la mansión Rawlings. Conducido al despacho, vio a Charles rodear el escritorio con la mano extendida y el rostro sonriente. No es que se esperara otra cosa. Tras un apretón de manos, convino en tomar asiento.

Volviendo al suyo, Charles lo miró a los ojos.

– He hablado con Francesca con cierto detenimiento. No se mostró contraria a vuestra proposición, pero sí que pidió un periodo de tiempo, tres días, para considerar su respuesta.

Gyles notó que sus cejas se arqueaban. La petición era sumamente razonable; lo que le sorprendía era que ella la hubiera hecho.

Charles lo observaba con preocupación, incapaz de interpretar su expresión.

– ¿Supone eso un problema?

– No. -Gyles reflexionó y volvió a mirar directamente a Charles, mientras añadía-: Aunque yo desee dejar cerrado este asunto expeditivamente, la solicitud de la señorita Rawlings es imposible de rechazar. El matrimonio es, después de todo, una negociación muy seria…, extremo éste que he insistido en subrayar.

– Ciertamente. Francesca no es una muchacha veleidosa… Tiene los pies bien plantados en la tierra. Se comprometió a dar un simple sí o no en la tarde del tercer día a partir de ayer.

– Dentro de dos días. -Gyles asintió y se levantó-. Permaneceré por la zona y regresaré por la tarde del día convenido.

Charles se puso en pie y se estrecharon las manos.

– Tengo entendido -dijo Charles mientras acompañaba a Gyles a la puerta- que ayer visteis a Francesca.

Gyles se paró en seco y observó a su anfitrión.

– Sí, pero muy fugazmente. -Ella debió de ver que la miraba y fue lo bastante hábil como para disimular.

– Así y todo, el menor vistazo bastaría. Es una joven arrebatadora, ¿no os parece?

Gyles examinó a Charles. Era un hombre más delicado y blando que él; las damitas más gentiles eran sin duda más su tipo. Gyles correspondió a su sonrisa.

– Estoy convencido de que la señorita Rawlings será para mí la perfecta condesa.

Se volvió hacia la puerta; Charles la abrió. Bulwer aguardaba para conducirlo hasta la salida. Con una inclinación de cabeza, Gyles se fue.

Decidió pasear hasta las cuadras como había hecho el día anterior. Caminando por los senderos del parterre, inspeccionó los alrededores.

Le había dicho a Charles que no albergaba deseo alguno de conocer formalmente a su futura novia. No había nada que ganar de esa experiencia, en su opinión. No obstante, ahora que ella había estipulado una espera de tres días…

Podía resultar prudente conocer a la joven dama que había pedido tranquilamente tres días para tomarle en consideración. A él y a su extremadamente generosa oferta. Aquello lo sorprendía como una muestra de resolución rara en una mujer del estilo de Francesca Rawlings. No importaba que la hubiera entrevisto apenas, él era experto en el arte de juzgar a las mujeres. Y, sin embargo, estaba claro que había juzgado mal a su futura esposa cuando menos en un aspecto; parecía sensato comprobar que no le depararía ulteriores sorpresas.

El destino le sonreía… Ella caminaba junto al lago, sin más compañía que unos cuantos spaniels. Se alejaba de él con la cabeza erguida, recta la espalda, con los perros retozando alrededor de sus pies. Se aplicó a darle alcance.

Llegó cerca de ella cuando daba la vuelta al extremo del lago.

– ¡Señorita Rawlings!

Ella se detuvo y se volvió. El chal que sujetaba en torno a sus hombros ondeaba al aire, y su tono azul realzaba el rubio claro de su cabello, liso y delicado, recogido en un moño suelto. Mechones ondulantes enmarcaban una cara dulce, más bonita que guapa. Su rasgo más memorable eran los ojos, de un azul muy pálido, bordeados por unas pestañas rubias.

– ¿Sí?

Ella lo observó mientras se acercaba sin dar muestras de reconocerle, y tan sólo un toque de recelo. Gyles recordó que había insistido en que se le transmitiera su oferta utilizando su título; estaba claro que no lo relacionaba con el caballero con el que estaba considerando casarse.

– Gyles Frederick Rawlings. -Le hizo una reverencia, sonriéndole al enderezarse. Alguien más debía haberle visto observándola el día anterior, y se lo habría contado a Charles… ¿La mujer que la había llamado, tal vez?-. Soy un primo lejano. Me preguntaba si me permitiría caminar con usted un rato.

Ella pestañeó antes de corresponderle con otra sonrisa, tan mansa como había supuesto que sería ella.

– Si es usted de la familia, supongo que no hay inconveniente. -Con un gesto de la mano, le indicó el camino que bordeaba el lago-. Saco a los perros para que hagan sus necesidades. Lo hago a diario.

– Parece haber un buen número de ellos. -Todos husmeándole las botas. No eran perros de caza, sino la versión reducida: perros domésticos, casi falderos. Le asaltó un pensamiento-. ¿Son suyos?

– Oh, no. Viven aquí, eso es todo.

La observó para determinar si lo había dicho en broma. Su expresión proclamaba que no. Mientras adoptaba su paso, a su lado, sopesó rápidamente su figura. Era de estatura media, la cabeza le llegaba justo por debajo de la barbilla; era de complexión delgada, algo desprovista de curvas, pero pasable. Pasable.

– Aquella perra de ahí -señaló a una con una oreja hendida-, ésa es la más vieja. Se llama Bess.

Mientras continuaban rodeando el lago, siguió nombrando a los perros: por más que lo deseara, no halló la forma de cambiar discretamente de tema de conversación. Cada nuevo tema que le sugería su mente, habitualmente ágil, parecía inoportuno a la luz de la ingenuidad y palmaria inocencia de ella. Hacía mucho tiempo, pensó, que no conversaba con alguien tan inocente.

Pero no había ningún reparo que poner a sus modales o su conducta. Cuando iba por el séptimo perro, se las arregló para colar un comentario, al que ella replicó de inmediato. Manifestaba una franqueza sin rastro de malicia que, según le había comentado Charles, resultaba extrañamente balsámica. Tal vez porque no le exigía nada.

Llegaron al final del lago y ella giró en dirección al parterre. Estaba a punto de seguirla cuando un destello verde llamó su atención. Su mirada fue atrapada por una figura a caballo vestida de verde que cruzaba un prado distante como una centella. Los árboles le permitieron tan sólo entreverla brevemente, luego desapareció. Frunciendo el ceño, apretó el paso y alcanzó de nuevo a su futura.

– A Dolly se le da muy bien cazar ratas…

Mientras cruzaban los prados, su acompañante siguió desarrollando su árbol genealógico canino. Él caminaba a su vera, pero su atención se había disipado por completo.

La dichosa gitana galopaba a toda velocidad, extremadamente rápido. Y el caballo que montaba… ¿Era sólo por efecto de la distancia y lo menudo de su persona que el animal le había parecido enorme?

Al llegar al parterre, su acompañante continuó por el sendero que rodeaba el jardín más formal. Él se detuvo.

– Debo irme. -Recordando lo que le había llevado hasta allí, consiguió componer una sonrisa encantadora e hizo una reverencia-. Gracias por su compañía, querida. Me atrevo a aventurar que volveremos a vernos.

Ella sonrió candorosamente.

– Eso me complacería. Sabe usted escuchar, caballero.

Asintiendo cínicamente, la dejó.

Avanzó a buen paso entre los macizos, atento a si aparecía algún derviche de verde. No fue el caso. Al llegar a las cuadras, echó un vistazo al interior y exclamó: «¡Hoy!». Como no recibiera respuesta, recorrió el largo pasillo, pero no pudo ver a ningún mozo. Encontró a su zaino, pero no apreció indicios de que acabaran de entrar a ningún caballo. Y, sin embargo, la gitana debía de haber llegado hasta las cuadras a esas alturas; cabalgaba en esa dirección cuando la había divisado.

De regreso al patio, miró a su alrededor; no parecía haber nadie por el lugar. Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta con intención de entrar de nuevo y coger él mismo su caballo, cuando un sonido de pisadas anunció al mozo de cuadras. Llegó corriendo al patio, con una cesta de picnic de dos compartimentos a cuestas; se detuvo derrapando en cuanto vio a Gyles.

– Oh. Perdón, señor. Hum. -El chico miró a un lado del establo, luego a Gyles, luego a la cesta-. Hum…

– ¿Para quién es eso? -Gyles señalaba la cesta.

– La señorita me dijo que fuera a por ella inmediatamente.

¿Qué señorita? A punto estuvo Gyles de preguntarlo, pero ¿cuántas señoritas podía haber en la mansión Rawlings?

– Mira, dámela a mí. Yo se la llevaré mientras tú vas a por mi caballo. ¿Dónde está?

El mozo le alcanzó la cesta; estaba vacía.

– En el huerto. -Le indicó con la cabeza un lateral de las cuadras.

Gyles echó a andar, luego miró hacia atrás.

– Si no he vuelto para cuando tengas listo el caballo, déjalo marrado a la puerta, sin más. Seguro que tienes otras cosas que hacer.

– Sí, señor. -El chico lo saludó con una reverencia y desapareció en el interior de la cuadra.

Con una sonrisa contenida curvando sus labios, Gyles se adentró caminando en el huerto.

Se detuvo a mirar a su alrededor; el huerto se extendía un buen trecho, lleno de manzanos y ciruelos, cargados todos de frutos aún verdes. Entonces vio al caballo -gigantesco, castaño, castrado, de al menos diecisiete palmos de altura, con un tórax enorme y una grupa para andarse con cuidado-. Estaba pastando, ensillado y con las bridas colgando.

Empezó a acercarse y oyó su voz.

– Pero qué hermoso eres.

Aquella voz ahumada y sensual rezumaba seducción.

– Ven, deja que te acaricie…, déjame pasarte los dedos por la cabeza. ¡Oooh, así, buen chico!

La voz continuó murmurando, hechizando, susurrando palabras de afecto, incitaciones a la rendición.

La expresión de Gyles se endureció. Avanzó lentamente, inspeccionando la hierba crecida, buscando a la hechicera de verde y al muchacho al que estaba seduciendo…

La voz enmudeció; Gyles apretó el paso. Llegó al manzano tras el cual se erguía el caballo. Escrutó la hierba que lo rodeaba, pero no vio un alma.

– Josh -murmuró ella-, ¿has traído la cesta?

Gyles alzó la vista. Estaba tendida cuan larga era en una rama, con el brazo extendido, buscando, estirados los dedos…

El faldón se le había subido hasta las rodillas, descubriendo la espuma de unas enaguas blancas y un apunte tentador de su pierna desnuda por encima de las botas.

Gyles sintió un mareo. Sentimientos y emociones se arremolinaban y estrellaban en su interior. Se sintió estúpido, con una furia injustificada burbujeando en sus venas sin salida alguna; estaba medio excitado y trastornado por el hecho de que la visión fugaz y mínima de una porción de piel matizada de miel fuera capaz de afectarle de aquella manera. A todo eso se añadía una preocupación creciente.

La maldita gitana estaba a casi tres metros del suelo.

– ¡Te pillé! -Había arrancado lo que parecía una gran bola de pelusa de entre un manojo de manzanas; acto seguido se la metió en el amplio escote, se sentó y giró sobre la rama revelando un manojo gemelo de pelusa en su otra mano.

En aquel momento, lo vio.

– ¡Oh! -En un tris, perdió el equilibrio, agarró a los dos gatitos con una sola mano y se aferró a la rama justo a tiempo para evitar caerse.

Los gatitos maullaron lastimeramente; Gyles se habría cambiado por ellos sin pensárselo un instante.

Con los ojos como platos, el faldón enganchado ahora por encima de sus rodillas, se le quedó mirando desde lo alto.

– ¿Qué hace usted aquí?

Él sonrió. Como un lobo.

– Le he traído la cesta. Josh tiene otros quehaceres que atender.

Ella lo miró entrecerrando los ojos; a decir verdad, estaba a punto de fulminarlo con la mirada.

– Bien, pues ya que la ha traído podría también ser de alguna utilidad. -Le señaló el grumo de pelo que acababa de descubrir la punta de su bota-. Hay que recogerlos y llevarlos de vuelta dentro de la casa.

Gyles depositó la cesta en el suelo, atrapó la bola de pelusa que tenía a los pies y la dejó caer en su interior. Luego inspeccionó la zona adyacente; tras cerciorarse de que no iba a cometer un gaticidio, se situó debajo de la rama y extendió los brazos hacia arriba.

– Pásemelos.

Esto resultó no ser tan fácil, dado que la joven tenía que sujetarse a la rama al mismo tiempo. Finalmente, lo que hizo fue ponerse un gatito en el regazo y pasarle el otro, para luego pasarle el segundo.

Gyles volvió junto a la cesta, se agachó y deslizó ambos gatitos en su interior sin dejar que se escapara ninguno. Por el rabillo del ojo, entrevió un relámpago de pelo y saltó sobre él. Introduciendo al fugitivo en la cesta, preguntó:

– ¿Cuántos hay?

– Nueve. Aquí tiene otro.

Incorporándose, recogió una bola de pelo anaranjado. Lo añadió a la colecta.

– ¿Puede una gata parir nueve gatitos?

– Es evidente que Ruggles piensa que sí.

Llegó otro dando tumbos por la hierba. Lo estaba añadiendo al lanudo montón que maullaba y se debatía en el interior de la cesta cuando oyó el chasquido de la madera.

– ¡Oh…, oh!

Se giró justo a tiempo de dar una zancada y atraparla mientras caía de la rama. Aterrizó en sus brazos entre un revoltijo de faldas de seda. La levantó con facilidad y la acomodó en una posición más confortable.

A Francesca le llevó dos intentos volver a llenar sus pulmones.

– Gra… gracias.

Se lo quedó mirando y se preguntó si debería de añadir algo más. Él cargaba con ella como si no pesara más que uno de los gatitos. Sus ojos permanecían clavados en los de ella; era incapaz de pensar.

Entonces aquellos ojos grises se ensombrecieron, volviéndose tormentosos, turbulentos. Su mirada se desvió hacia sus labios.

– Creo -murmuró él- que merezco una recompensa.

No la pidió: la tomó, sencillamente. Inclinando la cabeza, unió sus labios a los de ella.

El primer roce la conmocionó: notó sus labios frescos, firmes. Luego se endurecieron, deslizándose por los suyos, como exigiéndole algo. Instintivamente, trató de aplacarlo, ablandando sus propios labios, entregándose. Entonces recordó que estaba considerando si se casaba con él. Deslizó sus manos por su pecho, hacia sus hombros. Juntándolas detrás de su nuca, correspondió a su beso con otro.

Percibió entonces en él una duda pasajera, un paréntesis momentáneo, como si se hubiese asustado; un latido del corazón después, esa impresión fue barrida de su mente por una oleada de ardiente exigencia. La repentina presión la hizo estremecer. Separó sus labios con un jadeo ahogado; él volvió a la carga, despiadado e implacable, tomando y reclamando y exigiendo más.

Por un momento, se aferró a él, consciente de su propia rendición sin poderla remediar, conocedora de que estaba siendo conducida -arrastrada- más allá de su control. Consciente de sensaciones que recorrían su cuerpo como un rayo, atravesando sus extremidades, consciente de que los dedos de sus pies se contraían lentamente. Lejos de asustarla, estas sensaciones la exaltaban. Para esto había nacido…, lo había sabido siempre. Pero esto era sólo el principio, media aventura, media manzana cuando la quería entera. Despojándose de toda resistencia, dejó que aquella ola de pasión la barriera; en su reflujo, recompuso su voluntad y se dispuso a devolver su embate.

Ahora lo besó ella, apasionadamente, y lo cogió por sorpresa. No se lo esperaba; cuando se quiso dar cuenta, estaba atrapado con ella en su mismo juego: el tórrido duelo de lenguas que ella imaginó siempre que sería. Nunca había besado así a un hombre, pero había observado e imaginado y deseado… Había sospechado que corresponder a sus caricias como un espejo funcionaría. Así, suponía, era como una dama aprendía el arte: besando y amando junto a un hombre experto.

Él lo era.

Ardientes, apremiantes, sus bocas se fundieron, sus lenguas se entrelazaron, deslizándose, acariciándose. Su carne se enardecía, sus nervios se tensaban; una aguda excitación se apoderaba de ella. Entonces el tenor del beso cambió, se ralentizó, se hizo más fuerte, hasta que los embates de él, profundos, deslizantes, rítmicos, se convirtieron en el tema dominante.

Se estremeció, sintió que algo en su entrega se abría, se desplegaba. Reaccionaba. Sintió su cuerpo entero henchido de gloria, de entusiasmo. Exultante de lánguido ardor. Cautivado.

Gyles se ahogaba, se hundía bajo una ola de deseo más poderoso de lo que nunca había conocido hasta el momento. Que lo arrastraba con la fuerza de la marea, minando su control, barriéndolo por completo.

Abruptamente, deshizo el beso. Echó atrás la cabeza y se quedó mirándola. Agarrada a sus hombros, firmemente sujeta entre sus brazos, ella parpadeó, esforzándose por resituarse.

La expresión de él se endureció. Masculló una maldición que remató diciendo:

– Dios, qué fácil eres.

Ella lo miró con ojos atónitos, luego apretó los labios. Forcejeó furiosa; él la bajó, posándola de pie en el suelo. Ella se apartó violentamente, dio un paso atrás, sacudiéndose con brío las hojas de la falda para a continuación agitarla y alisársela.

Francesca recordó que se había sentido ofendida por él, antes incluso de aquel comentario. Había dicho que pasaría por la mañana. Debía de ser mediodía cuando se dignó aparecer. Ella había estado aguardándolo para abordarlo. Como no llegaba, se había ido a montar con el fin de calmarse. ¿Qué decía de su empeño en ganar su voluntad que apareciera a mediodía?

¡Y qué decir de su actitud! Nada de cortejarla, de abrazos de enamorado… Tan sólo ardiente pasión y seducción arrogante. Cierto era que esto último la atraía más que aquello…, pero eso él no podía saberlo. ¿Tan indiferente le era…, o era más bien que estaba muy seguro de que ella iba a aceptar?

¿Y qué había querido decir exactamente con aquello de que era «fácil»?

Le lanzó una mirada punzante al tiempo que se arrodillaba para comprobar cómo estaban los gatitos.

– Tengo entendido que habéis hecho una oferta, milord.

Gyles la miró asombrado, mientras ella contaba los gatitos. Trató de no fruncir el ceño. Si le había llegado a ella la noticia…

– Me ha llegado.

¿Quién demonios era esa mujer? Antes de que pudiera preguntárselo, ella dijo:

– Aquí hay seis; nos faltan tres. -Se puso en pie y miró alrededor-. Esa casa vuestra, el castillo de Lambourn, ¿es un castillo de verdad? ¿Tiene almenas, torres, foso y puente levadizo?

– Ni foso ni puente levadizo. -A Gyles le pareció ver un gatito gris escondido tras una roca. Fue a cogerlo pero él huyó dando saltitos-. Queda una sección de almenas sobre la entrada principal, y hay un par de torres en cada extremo. Y está también la torre de entrada… Eso es ahora la casa de la condesa viuda.

– ¿La casa de la condesa viuda? ¿Vuestra madre vive aún?

– Sí. -Saltó sobre el gatito y le echó el guante. Cogiéndolo por el pescuezo, lo llevó hasta la cesta.

– ¿Qué piensa ella de vuestra oferta?

– No le he preguntado. -Gyles se concentró en introducir en la cesta al gatito, que se revolvía, conteniendo al mismo tiempo a los demás para que no se escaparan-. No es asunto suyo.

Sólo al incorporarse cayó en la cuenta de lo que había dicho. Simplemente la verdad, bien era cierto, pero ¿por qué diantre se lo estaba contando a esta gitana? Al volverse a mirarla, esta vez con manifiesta severidad, descubrió otro felino dirigiéndose torpemente hacia el extremo del huerto. Mascullando una imprecación, fue a por él a grandes zancadas.

– ¿Vivís en Lambourn todo el año, o sólo pasáis allí algunos meses?

Francesca le hizo esta pregunta al volver él con el bichito revolviéndose y retorciéndose en una mano. Acunaba con las suyas a otro gatito anaranjado, acurrucado entre sus nada desdeñables pechos. El animalillo ronroneaba de tal forma que parecía que fuera a reventarse los tímpanos.

Aquella visión lo distrajo por completo. Gyles, con la boca seca y la mente en blanco, la observó doblarse por la cintura y trasladar entre caricias al gatito de su confortable nido a la cesta.

– Eh… -Pestañeó al incorporarse ella-. Paso en Lambourn la mitad del año, más o menos. Suelo ir a Londres para la temporada de actividades sociales, y vuelvo otra vez para el periodo de sesiones de otoño del Parlamento.

– ¿Ah, sí? -Sus ojos brillaron con interés genuino-. ¿De forma que ocupáis vuestro escaño en la Cámara de los lores, e intervenís?

Él se encogió de hombros mientras embutía el último gatito dentro de la cesta.

– Cuando se trata algún asunto que me interesa, sí, desde luego. -Frunció el ceño. ¿Cómo era que habían pasado a hablar de este tema?

Tras amarrar las tapas de la cesta, la levantó y se enderezó.

– Tomad. -Ella le tendió las riendas del castrado y alargó el otro brazo para coger la cesta-. Podéis guiar a Sultán. Yo los llevo a ellos.

Antes de que pudiera reaccionar, se encontró de pie sosteniendo las riendas en la mano y mirándola caminar huerto arriba. Contemplando su delicioso trasero bambolearse mientras, con las faldas de su vestido dobladas en torno al brazo, ascendía por la ligera pendiente. Apretó las mandíbulas y se dispuso a seguirla… y entonces comprendió por qué lo había dejado con el castrado.

Le llevó al menos un minuto convencer al animal de que estaba decidido a moverse. Finalmente, el enorme caballo accedió a caminar tras él mientras intentaba alcanzar a zancadas a la hechicera. La que lo había estado interrogando. Conforme reducía la distancia que les separaba, se preguntó qué pretendía ella con aquello. Una de las posibles respuestas le hizo aminorar la marcha.

Ella se había enterado de su proposición. Lo que sugería que gozaba de la confianza de Francesca Rawlings. ¿Podía ser que, habiéndole confesado su encuentro a Francesca, lo estuviera interrogando por ella? Francesca, ciertamente, no había sabido quién era él, pero si la gitana no lo había descrito… Sí, era posible.

La alcanzó y musitó:

– Y dígame, ¿qué más desea saber la señorita Rawlings?

Francesca volvió la cabeza hacia él. ¿Se estaba riendo de ella? Volvió a mirar al frente.

– La señorita Rawlings -dijo- desea saber si es grande su casa de Londres.

– Razonablemente. Es una adquisición más o menos reciente, no tiene ni cincuenta años, así que está equipada con todas las comodidades más modernas.

– Supongo que llevaréis una vida muy ajetreada durante vuestras estancias en Londres, al menos durante la temporada alta.

– Puede llegar a resultar vertiginosa, pero las recepciones tienden a concentrarse por las noches.

– Imagino que vuestra compañía estará muy solicitada.

Gyles dirigió una mirada adusta al cogote cubierto de negros rizos. No podía estar seguro sin verle la cara, pero… No, no se atrevería a tanto.

– Las anfitrionas de la alta sociedad acostumbran a requerir mi presencia.

Que interpretara eso como quisiera.

– No me digáis. ¿Y tenéis algún compromiso en concreto, con algunas anfitrionas en concreto, en la actualidad?

La descarada hechicera le estaba preguntando si tenía alguna amante. Al llegar al patio de las caballerizas, pasó a la zona empedrada y se giró; los ojos verdes que buscaron su mirada exasperada desprendían una autoridad propia.

Deteniéndose ante ella, la contempló. Tras unos instantes de tensión, declaró pausada y claramente:

– Ahora mismo, no. -El hecho de que estaba considerando seriamente introducir cambios en esa situación se infería con claridad de sus palabras.

A Francesca le resultó fácil no sonreír mientras le sostenía la mirada. Sus ojos grises transmitían un mensaje que no estaba segura de entender. ¿Estaba desafiándola a que fuera lo bastante buena, lo bastante seductora como para mantenerlo alejado del lecho de otras damas? ¿Le estaba diciendo que dependía de ella que tuviera o no una amante? La idea era en cierto modo tentadora, pero ella tenía su orgullo. Irguiéndose, dejó que sus ojos despidieran centellas de desaprobación para acto seguido despedirse con un altivo gesto de la cabeza.

– Debo llevar a estos gatitos dentro de la casa. Si sois tan amable de confiar a Sultán a Josh… -Con la frente alta como una reina, se giró graciosamente y se encaminó a la cocina.

A Gyles le faltó poco para agarrarla y hacerla volverse de nuevo; apretó los puños combatiendo ese impulso.

– ¡Ruggles! -la oyó llamar. Una gata atigrada, naranja y negra, llegó corriendo. Se paró a oler la cesta, maulló y siguió correteando a su lado.

Gyles enfrió su cólera; la sangre le hervía del esfuerzo. Aquella última mirada suya había sido la gota que colmaba el vaso. ¡Estaba a punto de exigirle que le dijera exactamente quién era y qué relación tenía con Francesca Rawlings cuando la maldita encantadora lo había despedido sin contemplaciones!

No recordaba que ninguna dama lo hubiera despachado nunca de esa manera.

Por las rendijas de sus ojos entrecerrados, la vio desaparecer en el jardín de la cocina, canturreando a los gatitos y a su madre. O mucho se equivocaba al respecto, o la gitana acababa de ponerle decididamente en su lugar.

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