Capítulo 19

– ¿Habéis recibido noticias del castillo?

Gyles, sentado ante su escritorio de la biblioteca, alzó la vista y observó a Francesca caminar hacia él.

– Desde el lunes, no.

Afuera llovía: estaba cayendo un aguacero constante. Francesca se acercó a la ventana y se quedó mirando.

Gyles se obligó a volver a concentrarse en la carta que tenía sobre el secante. Al cabo de un momento, levantó la vista…, y vio que Francesca lo estaba mirando. Tenía los ojos iluminados por un brillo pálido, y sonreía. Se fijó en sus labios; le sobrevino el vivido recuerdo de lo que había sentido envuelto en ellos, de todo lo que se había puesto de manifiesto a lo largo de la noche pasada.

Volvió, no sin esfuerzo, a mirarla a los ojos. Ella ladeó la cabeza, tratando de leer en los suyos.

– No voy a salir, con la que está cayendo. ¿Hay algo, algún caso judicial o información legal, que queráis que os busque?

El ronroneo de su voz era como una caricia, afectuosa y cómplice. Gyles le sostuvo la mirada y luego volvió la vista al escritorio. Rebuscó entre papeles y sacó una lista.

– Si pudierais encontrar estas referencias…

Ella cogió la lista, la miró por encima y se dirigió a unas estanterías. Mientras hacía ver que respondía a una carta, Gyles la observó, la estudió; miró también en su interior, examinándose a sí mismo. Después de la noche anterior, ella tenía buenas razones para albergar esperanzas y, sin embargo, seguía sin presionarlo, sin dar nada por hecho, aunque él sabía que, en su corazón, Francesca ya sabía lo que había. Igual que él.

¿Cómo sobrellevarlo? Después de aquella noche, en que los dos habían dejado, consciente y deliberadamente, que la pasión desnudara sus almas, ésa parecía ser la única cuestión pendiente.

Ella volvió con un voluminoso tomo. Cuando lo depositaba sobre el escritorio, él alargó la mano y le aferró la muñeca. Francesca alzó la vista, enarcando las cejas. Él dejó la pluma -la tinta se había secado en la plumilla- y tiró de ella; ella se dejó conducir alrededor del escritorio.

– ¿Sois feliz aquí en Londres, alternando con la alta sociedad? -La soltó, bastante a su pesar, y se reclinó en su asiento.

Ella se apoyó en el escritorio y lo miró, con ojos transparentes, con una mirada franca.

– Ha sido divertido… Una experiencia nueva.

– Os habéis hecho muy popular.

Los labios de Francesca esbozaron una discreta sonrisa.

– Cualquier dama, siendo vuestra condesa, atraería sobre sí cierta atención.

– Pero la clase de atención que vos habéis despertado…

Ya estaba dicho; lo había admitido y puesto sobre la mesa. Ella le sostuvo la mirada un momento antes de apartarla. Transcurrieron unos instantes en silencio, y luego dijo:

– No puedo decidir a quién atraigo, ni dictar la naturaleza de las atenciones que recibo. De todas formas -volvió a mirarlo a los ojos- eso no significa que yo las corresponda o que valore dichas atenciones.

Él ladeó la cabeza, admitiéndolo.

– ¿Qué elementos -hizo una pausa antes de proseguir- os harían ver con buenos ojos, apreciar de corazón, las atenciones de algún caballero en particular?

La pregunta la pilló por sorpresa; sus ojos se ensombrecieron, se tornaron distantes mientras pensaba en la respuesta.

– Sinceridad. Fidelidad. Devoción. -Volvió a mirarlo a los ojos-. ¿A qué aspira cualquiera, hombre o mujer, dama o caballero, en ese terreno?

Él no se esperaba verdades tan sencillas, no había contado con su valor, con su tendencia a seguirlo, con temeridad y a cualquier coste, dondequiera que él la guiara.

Mirándose fijamente, se quedaron reflexionando y haciéndose preguntas… Albergando esperanzas.

Gyles sabía muy bien el terreno que pisaban. Hacían equilibrios al borde del abismo.

– Una tal Madame Tulane, una soprano italiana, da un recital en la gala final de Vauxhall esta noche. -Sacó un programa de mano de debajo del secante.

A Francesca se le iluminó la cara; él le pasó el programa y la observó mientras leía ávidamente los detalles.

– ¡Es de Florencia! Ay, hace tanto tiempo que no escucho… -Alzó la vista-. Vauxhall… ¿Es un sitio al que pueda ir yo?

– Sí y no. Podéis ir únicamente si yo os llevo. -No era exactamente cierto, pero tampoco era mentira.

– ¿Vais a llevarme?

Era evidente que le hacía ilusión. Él señaló a las estanterías.

– Si me echáis una mano con esas referencias, podemos salir en cuanto acabemos de cenar.

– ¡Oh, gracias! -El programa de mano salió por los aires; ella le lanzó los brazos alrededor del cuello y le besó.

Era la primera vez que se tocaban desde la pasada noche, o, más exactamente, desde aquella mañana.

Francesca se echó atrás. Se miraron fijamente a los ojos. Verde y gris sin máscaras, sin velos. Entonces ella le sonrió, se hundió en su regazo, y le dio las gracias debidamente.


Dejó de llover al mediodía; a las ocho de la noche, los jardines del Vauxhall estaban abarrotados de juerguistas, ansiosos todos por disfrutar de una última fiesta. Una humedad helada flotaba en el aire; las alamedas secundarias estaban oscuras y sombrías, pero igualmente atestadas, y puntuales gritos femeninos daban fe de su atractivo.

Gyles maldecía para sus adentros mientras conducía a Francesca a través del gentío. ¿Quién hubiera pensado que medio Londres iba a acudir, con semejante noche? Las hordas que se arremolinaban allí incluían a londinenses de toda condición, desde damas como Francesca envueltas en abrigos de terciopelo a mujeres de tenderos, pulcras y remilgadas, que miraban a su alrededor con curiosidad, y putas pintarrajeadas y adornadas con plumas, tratando procazmente de captar la atención de los caballeros.

– Si vamos por las columnatas, saldremos cerca de nuestro reservado.

Francesca podía ver la silueta cuadrada de lo que debían de ser las columnatas al frente. La multitud estaba tan apretada que iban parándose, deteniéndose a cada momento. En uno de aquellos intervalos, miró a su alrededor y vio, a menos de tres metros, a lord Carnegie.

Su señoría la vio a ella. Desvió la mirada hacia Gyles, y luego de nuevo hacia ella. Sonrió e hizo una inclinación.

La multitud se movió, ocultándolo a la vista. Francesca miró al frente y reprimió un escalofrío.

Llegaron a las columnatas. Gyles giró bajo el primer arco, justo en el momento en que un grupo de juerguistas salía en dirección opuesta. Francesca se vio atrapada, arrancada del costado de Gyles y empujada a retroceder por el camino.

Creyó que iba a perder pie y caerse. Recuperando el equilibrio, se esforzó por liberarse del tumulto. Le tiraban de su aparatoso abrigo ahora para un lado, ahora para otro.

Sintió que unas manos la agarraban del brazo; aun a través del abrigo, supo que no era Gyles. Se soltó de un tirón y se giró, pero entre el gentío que se abría paso a empujones no pudo ver quién había sido.

Tomó aire e intentó abrirse paso de nuevo hacia las columnatas. La muchedumbre se abrió en dos, y ahí estaba Gyles.

– ¡Gracias al cielo! -Tiró de ella hacia sí y la agarró fuerte-. ¿Estáis bien?

Ella asintió, cerrando el puño sobre su chaquetón.

– Vamos.

Gyles trató de ignorar la inquietud primitiva que le estremecía. La mantuvo pegada a él mientras avanzaban por las columnatas. Llegaron a la rotonda. A partir de ahí, el camino resultó más fácil, al estar compuesta la multitud mayoritariamente por personas más tranquilas y menos dadas a propinarse empujones.

Tal y como él había dispuesto, sus invitados les estaban esperando en el reservado que había alquilado. Francesca quedó desarmada y encantada.

– Gracias -dijo, cuando volvió, radiante, junto a él-. Esto no me lo esperaba. Habéis estado muy ocupado.

– Me pareció una buena idea.

Allí estaban Diablo y Honoria, al igual que su madre, Henni y Horace. Los Markham y sir Mark y lady Griswold, viejos conocidos con quienes habían intimado más desde que Francesca había entrado en su vida, completaban el grupo.

La noche transcurrió plácidamente. El reservado tenía una situación privilegiada; estaban a cuatro pasos de la rotonda, donde habían reservado asientos para las señoras de cara al recital. Los caballeros condujeron hasta ellos a sus esposas y luego se retiraron a una distancia segura para discutir los proyectos de ley en los que habían estado trabajando y otros importantes asuntos, como la caza y la pesca que pudieran practicar durante el invierno.

Al acabar el recital, Francesca se puso en pie, contentísima. Junto con Honoria, se dirigió a donde se encontraban sus maridos.

– ¡Vaya! -Una mano firme apareció y la agarró de la muñeca.

Francesca se volvió y luego sonrió.

– Buenas noches.

– Y muy buenas que están siendo para vos, eso está claro. -Lady Osbaldestone se volvió hacia Helena, duquesa viuda de St. Ives, que estaba sentada detrás de ella-. Os dije que ocurriría, más temprano que tarde. -Girándose de nuevo hacia Francesca, le soltó la mano y le dio en ella un golpecito de amonestación-. Ahora que le habéis puesto los arreos, sólo tenéis que aseguraros de que no suelte el bocado, muchacha. ¿Comprendido?

Francesca, pugnando por ocultar una sonrisa, ni siquiera intentó responder.

– Y si os encontráis con algún problema, no tenéis más que preguntarle a Honoria, aquí presente. Ella no se ha desenvuelto nada mal.

Lady Osbaldestone sonrió maliciosamente. Honoria hizo una pequeña reverencia.

– Gracias.

Sonriendo, la duquesa viuda tocó la mano de Francesca.

– Es una gran alegría ver que Gyles ha sentado por fin la cabeza convenientemente, pero es cierto: os tendréis que asegurar de que no resbale. Al menos hasta que se haya hecho del todo al papel. Entonces ya… -Se encogió de hombros a la francesa, dando a entender que después las cosas rodarían por sí solas.

Al separarse de las otras damas, Francesca le susurró a Honoria:

– ¿Cómo lo saben?

Honoria le lanzó una mirada y luego le replicó en otro susurro:

– Lo llevas escrito en la cara, y él también.

Con la cabeza, indicó a Francesca que mirara al frente, donde sus maridos las aguardaban de pie. Dos hombres altos, notablemente apuestos, de anchas espaldas, que sólo tenían ojos para ellas.

Honoria le dirigió una fugaz mirada de complicidad mientras se acercaban a ellos.

– Sienta bien, ¿no?

– Mmm -fue la respuesta de Francesca. Sonriendo, se colgó del brazo de Gyles, y se encaminaron a su reservado.

– ¿Mmm, qué?

– Mmm-humm. -Francesca le miró, exhibiendo un par de hoyuelos-. ¿Bailaremos, milord?

Gyles miró hacia donde las parejas bailaban, en la zona de delante de los reservados.

– ¿Por qué no?

Y así, se pusieron a dar vueltas. Gyles era consciente de las miradas masculinas de admiración que atraían; realmente, no podía quejarse. Ella era tan feliz que resplandecía, centelleantes los ojos, los labios curvados en una sonrisa. Aquella sonrisa y la luz de sus ojos lo eran todo para él.

El baile concluyó; al dirigirse de vuelta al reservado, llegaron a otra zona congestionada. Gyles cogió firmemente a Francesca de la mano y la condujo a través de ella; ella caminaba detrás de él, protegida por su cuerpo.

Dieron la vuelta a la esquina camino del reservado, y las apreturas se mitigaron.

Una dama se paró justo delante de Gyles, haciendo que él se detuviera también, sobresaltado. Ella le dirigió una sonrisa gatuna y se le acercó.

– Milord… Qué sorpresa.

Gyles pestañeó. El tono de su voz era una pobre imitación del seductor ronroneo de Francesca. Ese instante de vacilación animó a la mujer. Su sonrisa se hizo más ancha y redujo más la distancia.

– Había oído que ya no recibíais, pero sin duda se trata de un error. Sólo porque os hayáis casado… Vaya, un leopardo no pierde las manchas de la noche a la mañana, ¿no?

«¿Quién demonios es?» Gyles no conseguía recordarla.

– Este leopardo -llegó una voz desde detrás de él- está comprometido.

La señora abrió los ojos de par en par; para sorpresa de Gyles, retrocedió involuntariamente un paso al interponerse Francesca entre los dos.

Miró a la mujer de arriba abajo y de abajo arriba, y luego elevó altivamente la barbilla.

– Puede que le convenga saber que me intereso activamente por la vida social de mi esposo; toda solicitud de su compañía que no tenga que ver con asuntos de negocios debe en consecuencia ser dirigida a mí. Y por lo que se refiere a sus manchas, puede usted estar segura de que las aprecio y tengo la firme intención de disfrutarlas durante muchos años.

La mujer pestañeó. Igual que Gyles.

La cabeza de Francesca se irguió un punto más; él hubiera dado cualquier cosa por verle la cara cuando, imperiosamente, afirmó:

– Confío en haberme expresado con claridad.

La desconocida dama dirigió a Gyles una mirada fugacísima para, a continuación -y él hubiera jurado que sorprendiéndose a sí misma-, hacer una leve reverencia.

– Desde luego, milady.

– Bien. -Francesca hizo un gesto con la mano-. Puede usted irse.

Ruborizándose intensamente, así lo hizo.

Gyles sacudió la cabeza. Poniéndole a Francesca una mano en la cintura, la instó a seguir adelante.

– Recordadme que os envíe a cualquier dama que venga a importunarme en lo sucesivo.

– Hacedlo. -En el umbral del reservado, giró sobre sus talones para mirarla de frente. Los ojos le ardían con fuego verde, y no del caliente. Con la barbilla puesta como la tenía, podía entender por qué la dama se había batido en retirada.

– Será un placer ocuparme de ellas. -Su expresión declaraba que realmente lo disfrutaría. Le miró a los ojos y luego, altivamente, volvió la vista al reservado-. Podré medirme, creo que ventajosamente, con cualquiera de ellas.

Gyles no pensaba discutírselo. Ella era más, mucho más, que cualquiera de las que la habían precedido. Aparte de todo lo demás, era una Rawlings: compartían, al parecer, unos cuantos rasgos de carácter.

Sonriente, entró en el reservado, deslizando la mano por su cintura para acercarla más a él.


En las horas que siguieron a aquella escena, y a la luz de las atenciones que Francesca pasó la noche prodigándole, a Gyles le resultó imposible negarle su deseo de pasar a visitar a su anciana institutriz, en Muswell Hill. Se fue inmediatamente después de comer. Él se retiró a la biblioteca, confiando en que, con dos mozos de cuadra adicionales acompañando a John Coachman en el carruaje, no tenía por qué inquietarse.

Tres horas más tarde, se produjo una conmoción en el recibidor. Se puso en pie; antes de que pudiera dar un paso, Wallace abrió la puerta bruscamente.

– Ha tenido lugar un incidente, milord.

Antes de que su corazón pudiera disparársele, entró Francesca.

– Nadie ha resultado herido.

Quitándose los guantes, cruzó la habitación en dirección a él. Gyles reparó en su ceño fruncido, y comprobó que estaba evidentemente ilesa.

– ¿Qué ha ocurrido?

Un carraspeo llamó su atención. John Coachman se hallaba en el umbral, detrás de Wallace.

– Salteadores, milord. Pero con los muchachos en el pescante, portando sus pistolas como ordenasteis, pudimos salir bien librados.

Gyles le indicó que pasara con una seña, y a Wallace también.

– Siéntense. Quiero oír qué ha pasado exactamente.

Francesca se dejó caer en la butaca del lateral del escritorio, una butaca que se había convertido en la suya. Gyles tomó asiento mientras Wallace y John se acercaban unas sillas corrientes.

John se sentó.

– Ocurrió cuando volvíamos a casa, milord, mientras bajábamos por la cuesta de Highgate. Se habían apostao en el bosque de Highgate; eran tres. Dos bellacos más fornidos y uno delgaducho. Llevaban la cara embozada y los típicos capotes. Salteadores de caminos comunes y corrientes.

– ¿Hubo tiros?

– Sí, por nuestra parte. Ellos pusieron directamente pies en polvorosa.

– ¿Iban armados?

– Supongo, milord, pero yo no les vi las pistolas.

Gyles frunció el ceño.

– Pregunte a los mozos de cuadra. Si eran salteadores de caminos, debían ir armados.

– Sí. -John se puso en pie-. Si no queréis na más de mí, milord, tengo que ocuparme de los caballos.

– Sí, y muy bien hecho, John. Por favor, transmita mi agradecimiento… -Gyles dirigió una mirada a Francesca y la vio dirigir una sonrisa al cochero-… nuestro agradecimiento a los dos mozos.

John hizo una reverencia a Gyles y otra a Francesca.

– Así lo haré, podéis estar seguro.

Wallace se levantó y volvió a poner las sillas en su sitio. Gyles le lanzó una mirada: «Entérese de lo que pueda y cuéntemelo más tarde.» Wallace hizo una inclinación, salió detrás de John y cerró la puerta.

Gyles estudió a Francesca. Su aire preocupado, que se apreciaba más en sus ojos que en su expresión, había vuelto. Ella lo miró. Él arqueó una ceja.

Gyles se levantó, se acercó a su butaca, la ayudó a ponerse en pie y cerró los brazos en torno a ella.

– ¿Habéis pasado miedo?

Ella se aferró a él.

– No. Bueno…, quizás un poco. No sabía qué estaba ocurriendo… No sabía que nuestros mozos iban armados ni que eran ellos los que habían disparado. ¡Creía que era a nosotros a quien disparaban!

Gyles estrechó su abrazo, la meció un poco y apoyó la mejilla en su pelo.

– Está bien. No ha pasado nada. -Gracias a Dios-. Me temo que esta clase de sucesos no son infrecuentes, y es por eso por lo que ordené a John que se llevara a dos mozos con él. En esta época del año, con toda la gente rica que se va de Londres, las afueras de la capital brindan los botines más sustanciosos.

Pero los salteadores normalmente asaltaban a los viajeros de noche, o al menos bien avanzada la tarde. Hacerlo a plena luz del día era demasiado arriesgado.

Francesca se apartó un poco, más tranquila.

– Tengo que ir a cambiarme. Creo que me daré un buen baño.

A Gyles no se le había pasado por alto su afición a los baños relajantes. La soltó.

– Esta noche cenamos en casa, ¿no?

– Sí. La ronda social se va calmando, así que no seremos más que nosotros dos. ¿Os aburriréis?

Gyles enarcó una ceja.

– Tendréis que ocuparos vos de que no sea así.

– Ah… Las obligaciones que comporta ser vuestra condesa… -Con aire lánguido, le hizo una reverencia y se dirigió a la puerta-. Iré a recuperar fuerzas.

Gyles se echó a reír. La puerta se cerró tras Francesca, y su risa se extinguió. Volvió a su escritorio.


Ella había dicho que valoraba la sinceridad; que quería que fuera sincero con ella. Cuando, después de cenar, entraron a la biblioteca, Gyles pensó en la verdad, pensó en qué parte de ella podía permitirse revelar. Pensó en por qué era necesario.

Francesca fue al escritorio a coger la última lista de referencias. Él le agarró la mano.

– No.

Se volvió hacia él, con las cejas arqueadas. Él le señaló la chaise longue.

– Sentémonos. Quiero hablar con vos.

Intrigada, se sentó junto al fuego. Él lo hizo a su lado. Los leños crepitaban sonoramente; Wallace los había encendido mientras cenaban.

Era mejor no pensárselo mucho. Mejor cabalgar simplemente hacia el combate como habían hecho sus antepasados, confiando en vencer.

Desvió la vista del fuego a los ojos de su esposa, de las llamas crepitantes al verde vibrante de su iris.

– Todo indica que tenemos un problema. Han estado ocurriendo cosas, cosas extrañas. Admito que no hay razón para pensar que sean intencionadas -bloqueó la visión de las riendas atravesadas en el sendero-, pero no puedo evitar el sentirme preocupado.

Se produjo un frufrú de sedas al girarse ella para mirarlo de frente.

– ¿Os referís a los salteadores? Pero dijisteis que esas cosas son de esperar.

– No exactamente de esperar, y no tal como ocurrieron. A la luz del día, sin que se exhibieran pistolas y -concentró la mirada en sus ojos- el carruaje se dirigía hacia Londres, no salía de la ciudad.

– Pero ha debido de ser…, vaya, una casualidad, que atacaran mi carruaje.

– Ha debido de ser. -Gyles sintió que su rostro se endurecía-. Como aquel incidente con vuestro aliño especial: debió de ser un accidente. Sin embargo…

Ella ladeó la cabeza, con los ojos fijos en los de él.

– ¿Sin embargo, qué?

– ¿Y si no lo hubiera sido? -Le cogió la mano, sosteniéndola simplemente, sintiendo su calor en la suya-. ¿Y si, por alguna razón que ahora mismo somos incapaces de imaginar, alguien está pensando en atentar contra vuestra vida?

De no haber sido por el tono de su voz y la expresión de sus ojos, puede que Francesca hubiera sonreído. En vez de hacerlo, recordando al padre que él había perdido, imaginando lo que podía significar ahora para él, enroscó sus dedos en torno a los de él.

– Nadie pretende atentar contra mi vida. No hay ninguna razón para que nadie quiera hacerme daño. Que yo sepa, no tengo enemigos.

Él bajó la vista hacia sus manos entrelazadas. Al cabo de un momento, correspondió a la presión afectuosa de los dedos de ella.

– Sea como sea, ése no es, en sí mismo, el problema al que he aludido.

Ella trató de verle los ojos, pero él seguía mirando sus manos enlazadas.

– Nuestro problema, sobre el que tenemos que discutir y llegar a algún acuerdo -levantó la vista-, es mi preocupación.

Los velos empezaban a brillar, a levantarse. No era, según estaba descubriendo ella, práctica habitual de John Coachman llevar consigo a un mozo de cuadras, y menos aún a dos bien armados. Le sostuvo la mirada a Gyles.

– Habladme de esta preocupación vuestra.

No era una exigencia, lo estaba animando.

Exhaló.

– No me es… cómodo. -Desvió la mirada al fuego. Transcurrió un momento, y entonces la miró a los ojos-. Desde el momento en que nos conocimos, siempre que estáis en peligro, peligro del tipo que sea, real o imaginado, esté yo con vos o no, siento… -Su mirada se tornó introspectiva, y después volvió a dirigirla a sus ojos-. Soy incapaz de describirlo: negrura, un frío gélido, dolor, aunque no físico. Un dolor de otro tipo. -Dudó, y luego añadió-: Un miedo infernal.

Ella correspondió a su mirada y le apretó más los dedos.

– Si estoy con vos, no es tan malo: puedo hacer algo, salvaros, y todo acabará bien. Pero si yo no estoy allí, y creo, no obstante, que estáis en peligro… -Apartó la vista. Al cabo de un momento, inspiró largamente y volvió a mirarla-. ¿Podéis entenderlo?

Ella lo consoló con los ojos, le presionó la mano.

– ¿Es por eso que me pusisteis tantos guardianes en el castillo?

Él se rió, breve y ásperamente.

– Sí. -Se puso en pie, y ella dejó que se soltara de su mano, le observó caminar hasta la chimenea, dio un puñetazo contenido en la repisa y se quedó mirando a las llamas-. Si no me es posible estar con vos, me siento obligado a hacer todo lo que esté en mi mano, a poneros tantos guardias como pueda, a protegeros en cualquier forma que pueda. -Al cabo de un instante, añadió-: No es algo sobre lo que pueda tomar una decisión racional. Es algo que debo hacer.

Ella se puso en pie, y fue con él.

– Siendo así… -Se encogió de hombros y le tocó el brazo-. Me aguantaré con los guardias… No tiene mayor importancia.

Él le dirigió una mirada severa.

– No os complace que los lacayos vayan pisándoos los talones por todas partes.

– Ni tampoco que mi doncella se tenga que pasar la mitad del día en mi habitación, sólo para vigilar mis cosas. No obstante, si eso os tranquiliza…, -se acercó a él, elevando la cara hacia la suya, hablando directamente a sus nublados ojos grises-… no dejaré que me moleste. No me agradará, pero esas cosas no me importan… -Se detuvo, sosteniéndole la mirada-. No tanto como me importáis vos.

El entusiasmo de Gyles chocó con algo más primitivo, con el temor que nunca se alejaba del todo de su mente. Durante un instante, sintió vértigo; luego se enderezó.

– ¿Aceptaréis tantos guardianes como os asigne?

– Siempre que me lo advirtáis, para no sorprenderme cuando los vea. -Sus ojos verdes se encontraron con los de él; sus cejas se arquearon.

Él hizo una mueca.

– Habrá siempre una doncella en vuestra habitación y un lacayo os acompañará en todo momento; habrán de teneros a la vista dentro de la casa, y de seguiros a corta distancia fuera de ella.

– A menos que esté con vos.

Él asintió.

– Y si salís a pasear a donde sea, dos lacayos os acompañarán.

– ¿Algo más?

– John irá con un mozo más cuando os lleve a vos.

Francesca esperó un poco y luego preguntó:

– ¿Nada más?

Se lo pensó antes de sacudir la cabeza.

– Muy bien. -Agachó la cabeza y lo besó-. Soportaré a vuestros guardias, milord. Y ahora -dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta- subiré a despedir a las doncellas que estén patrullando por mi habitación. -Se volvió a mirarlo-. ¿Tardaréis mucho?

Él vaciló, pero no miró a su escritorio.

– No. Subiré enseguida.

Sonriendo, Francesca abrió la puerta y lo dejó solo.

Mientras subía las escaleras, iba pensando en todo lo que Gyles había dicho, en los incidentes que podía interpretar como peligrosos.

Le vino a la mente el recuerdo de unas manos agarrándola entre la muchedumbre la noche anterior. Estaba casi segura que había sido más de una; más de un hombre. ¿Hombre? Sí, de eso estaba segura: eran manos grandes y torpes. Y ásperas; no las manos suaves de un caballero.

¿Debería mencionarlo? ¿Con qué objeto, aparte de infundir en el ánimo de Gyles un sentimiento que le hacía, a todas luces, infeliz?

Ella no creía que estuviera en peligro; ocurrían accidentes. La gente, en una muchedumbre, se agarraba los unos a los otros para conservar el equilibrio. Nadie le deseaba daño alguno. Pero había visto cuánto afectaba la sola idea a Gyles. Real o imaginado: él mismo había admitido que no entrañaba ninguna diferencia.

Aguantar guardianes no suponía un gran esfuerzo; lo haría de buena gana. Era imposible no sentirse conmovida por la inquietud de Gyles, imposible no sentirse preciada, protegida a toda costa.

Imposible no ver lo que lo impulsaba, lo que provocaba su inquietud y su desasosiego.

¿Era demasiado pronto para cantar victoria?

Considerando esa cuestión, entró en su dormitorio.


A la mañana siguiente, tarde ya, Francesca se detuvo un momento en el recibidor, contemplando a los dos lacayos que, envueltos en sus capas, se disponían a acompañarla a dar su paseo.

Se volvió hacia Gyles, que salía de la biblioteca…, para comprobar su reacción, no le cabía ninguna duda.

– Voy sólo a la vuelta de la esquina, a la casa Walpole. Estaré un rato con vuestra madre y con Henni, y volveré. -Le sonrió-. No os preocupéis.

Él soltó un gruñido, lanzó una mirada poco simpática a los lacayos y volvió a la biblioteca.

Ella continuó caminando despreocupadamente hacia la puerta, esperó a que Irving se la abriera e hizo mutis; consciente de que Gyles se había parado en la puerta de la biblioteca, consciente de que su mirada la seguía hasta el último momento.


– ¿Y las riendas estaban bien atadas?

Gyles, que daba vueltas caminando con aire adusto, asintió.

– A dos troncos, a ambos lados del camino.

Diablo soltó un gruñido.

– Es difícil imaginar cómo podría ocurrir eso accidentalmente.

– El resto de incidentes, sí, posiblemente. Pero no ése.

Estaban en un salón privado del White's. Gyles se había acordado de los problemas a los que Diablo había tenido que hacer frente poco después de casarse con Honoria. Extraños accidentes, potencialmente fatales, justo como los que estaban sufriendo Francesca y él. En el caso de Diablo, con la ayuda de Gyles, la responsabilidad había podido atribuirse finalmente al por entonces heredero de Diablo. En el presente caso, no obstante…

– La verdad es que no puedo imaginar que Osbert estuviera involucrado en modo alguno. -Gyles sacudió la cabeza-. Es ridículo.

– También yo hubiera podido afirmar en tiempos que era ridículo pensar que un Cynster intentara matar a otro Cynster.

Gyles sacudió la cabeza.

– No lo digo porque seamos parientes. Lo digo porque es verdad que él nunca ha anhelado el título, debido a que la hacienda va con él. Se sintió muy agradecido a Francesca, y ella le gusta; la adora. Dentro de unos límites.

Diablo torció los labios con sorna.

– Por supuesto.

– Se ha erigido en su primer caballero. Yo se lo he tolerado porque confío en él, y está con Francesca siempre que no estoy yo. -Gyles vaciló antes de añadir-: Y porque la está utilizando como escudo.

– ¿Aún van detrás de él las mamas casamenteras?

– Presumiblemente, mientras lo andaban valorando como posible futuro conde, alguna cayó en la cuenta de que tiene el riñon bien cubierto incluso sin contar con lo que recibe de la hacienda, y que, como poeta, evita incurrir en hábitos caros. No le van las apuestas ni mantiene a queridas, ni es dado a despilfarrar en tantas otras formas habituales en la alta sociedad. Lo que me trae de vuelta a mi argumento. Osbert no quiere el título. Matarnos a Francesca o a mí no beneficiaría a sus intereses, sencillamente.

– De acuerdo. ¿Por qué no vamos un paso más allá? Charles, en realidad, era el segundo en la línea de sucesión al título. ¿Quién va después de Osbert?

Gyles se detuvo. Frunció la frente.

– No lo sé.

– ¡¿Que no lo sabes?!

Gyles hizo un gesto de rechazo a la incredulidad de Diablo.

– Los Rawlings no son como los Cynster. La familia es igual de grande, pero está fragmentada: una rama no se habla con otra, hasta el extremo de que de los matrimonios no se informa a todo el mundo. Después de Osbert…, tendríamos que remontarnos al menos dos generaciones, y ver entonces qué rama tenía precedencia, y luego seguirla en línea descendente… -Gyles hizo una mueca-. Pondré a Waring a trabajar en el asunto.

– Hazlo. -Diablo se levantó. Captó la mirada de Gyles-. Es la explicación más lógica y probable, ¿sabes?

Gyles se encaminó a la puerta.

– Lo sé.


Francesca deseó fervientemente que Gyles estuviera en el White's. Tenía entendido que la sede estaba en St. James. Si su marido se encontraba allí, seguro tras sus puertas, no andaría cerca para verla de excursión por la ciudad en el carruaje, cuando le había dicho que sólo iba a ir a pie hasta la calle North Audley y volver.

Lo que no supiera, no le haría daño. Al contrario: le ahorraría preocupaciones innecesarias. «Necesitaba» un par de guantes nuevos, y era imposible mandar a Millie, que tenía las manos dos veces más grandes que ella. Perfectamente justificable y, sin embargo, ¿quién sabía cómo podría reaccionar Gyles?

Pero estaría de vuelta en casa pronto. Miró por la ventanilla a los edificios que se sucedían. Y entonces vio a Charles y a Ester subiendo por la escalera de uno de ellos.

Francesca se incorporó de un brinco y abrió la trampilla.

– John, ¡pare!

Dos minutos más tarde, entraba en el edificio, seguida por un lacayo de librea y, varios metros más atrás, por un mozo de cuadras. Ignorándolos a ambos, miró en derredor. El edificio alojaba un emporio que ofrecía a la venta numerosos artículos. Una botica ocupaba el mostrador del fondo; fue allí donde encontró a Charles y a Ester.

– ¡Querida mía! -Ester abrió los ojos de par en par; fue a abrazar a Francesca-. Oh, qué alegría verte. -La sostuvo extendiendo los brazos, estudiando su cara, luego su traje de coche-. ¡Tienes un aspecto estupendo! ¿Estás disfrutando en la capital?

– Muchísimo. -Francesca dirigió una mirada de extrañeza a Charles-. Pero no tenía ni idea de que estuvieran aquí. ¿Y Franni?

– Está aquí también. -Charles intercambió una mirada con Ester, luego tomó a Francesca del brazo y la condujo hacia el extremo del mostrador-. Está en la casa que hemos alquilado, junto con Ginny. Hemos tenido que venir aquí a por más láudano. Están elaborando la dosis.

Francesca advirtió la tensión que reflejaba su rostro.

– ¿Les está dando problemas Franni? -Miró alternativamente a Charles y a Ester.

Ester torció el gesto.

– A ratos. Recibimos tu carta diciendo que estabas aquí, en la ciudad; yo se la leí a Franni. Muestra siempre tanto interés en saber qué haces… Bueno, pues después de eso se empeñó en que viniéramos a Londres nosotros también, a toda costa. Tenía tantas ganas… íbamos a escribirte, pero luego pensamos que vendríamos sin más. No es difícil encontrar alojamiento en esta época del año. Pero cuando llegamos aquí… -Ester miró a Charles.

– Franni se viene portando de una forma impredecible. Serena un minuto, muy quisquillosa al siguiente. -Charles cogió la mano de Francesca-. Queríamos pasar a visitarte, pero parecía poco prudente, a pesar de que Franni no para de insistir en que quiere verte. Sería irresponsable exponerla a la vida social en que sin duda estás inmersa. -Charles frunció los labios-. Pensamos en escribirte e invitarte a que pasaras tú a visitarnos, pero Franni se puso como loca. Está empeñada en que vayamos a verte a casa de Chillingworth, pero no nos parecía que debiéramos.

Francesca abrió la boca para asegurarle lo contrario; Ester le puso la mano en el brazo.

– Querida, tienes que entender que no se trata sólo del efecto que la vida social pueda tener en Franni, aunque ciertamente es una cuestión que nos inquieta mucho. La verdad es que no podríamos garantizar que Franni se comportara bien. Es impredecible y rebelde, y me temo que además se anda con muchos secretos. -Ester intercambió una mirada con Charles, y luego prosiguió-: Franni se ha escapado sola, sin Ginny, dos veces. Y ya sabes cómo la vigila Ginny. A Charles y a mí nos da miedo dejarla sola, pero a veces no tenemos más remedio. Estamos muy preocupados. -Ester bajó la voz-. Estamos convencidos de que se está cociendo algo, pero no tenemos ni idea de qué es. Puede que tenga algo que ver con el caballero que supuestamente la visitó.

– ¿Llegaron a enterarse de quién era?

Ester negó con la cabeza.

– Ya sabes lo difícil que es hablar cabalmente con Franni cuando ella no quiere.

Charles había reparado en el lacayo.

– Me alegra ver que no vas por ahí tú sola.

Francesca no mencionó al mozo de cuadras que fingía estar mirando las bufandas.

– Es cosa de Chillingworth. -Hizo un ademán quitándole importancia-. Pero tengo una sugerencia, algo que podría ayudarles con Franni. Me dicen que insiste en venir a la calle Green; es posible que se hubiera persuadido de que eso sería lo que harían cuando llegaran a Londres, y que se haya tomado a mal que no fuera así. Entonces, ¿por qué no venir de visita? Tráiganla a cenar esta noche. -Levantó una mano-. Antes de que digan nada, se trataría de una tranquila cena familiar, sólo ustedes tres, Gyles y yo.

Ester y Charles intercambiaron una mirada.

– Pero -dijo Ester- seguro que tienes planes…

– No, ninguno. Esta semana se ha tranquilizado todo bastante; muchos se han ido ya de la ciudad. Habrá unas cuantas fiestas la semana que viene para celebrar el fin de año, y luego nos retiraremos al campo.

Francesca ya tenía ganas, le apetecía ver el capricho nevado.

– Esta noche no hay nada, así que estaremos en casa. Si traen a Franni a cenar, no habrá ajetreo social que la pueda turbar, pero sí podrá ver la casa y hacer la visita que deseaba. Tal vez eso la calme.

Ester y Charles intercambiaron una mirada prolongada.

Francesca recordó súbitamente que Gyles estaría pronto de regreso en la calle Green, y que esperaría encontrarla allí.

– Debo irme. -Tomó a Charles de la mano-. Díganme que vendrán.

Charles sonrió.

– Eres muy persuasiva, querida.

Francesca sonrió, radiante.

– A las siete, pues. Ya sé que a Franni no le gusta esperar.

– Si no es mucho trastorno, querida.

– No, no. A las siete. -Tomando nota mentalmente de que debía avisar a Ferdinando, Francesca se despidió apresuradamente y corrió hacia la puerta.


Estaba en el recibidor dejando que Irving la ayudara a quitarse la pelliza cuando se abrió la puerta de entrada y apareció Gyles. Se la quedó mirando y luego arqueó una ceja.

– ¿No era nuestro carruaje el que acabo de ver dando la vuelta a la esquina?

– Sí. -Llegó rápidamente junto a él, se estiró para besarle en la mejilla y se le colgó del brazo-. Tenía que comprarme guantes nuevos. He ido con un mozo y un lacayo, que no se han separado de mí en ningún momento, así que no ha habido la menor ocasión de peligro. -Lo miró-. ¿Estáis satisfecho?

Él suspiró y la condujo hacia la biblioteca.

– Supongo que tendré que estarlo. -Dudó antes de añadir-: No quiero que os sintáis enjaulada.

Ella sonrió, diciéndole con los ojos que su afán por protegerla ya no le molestaba, y luego se dirigió a la chaise longue.

– Me encontré con Charles y Ester mientras estaba fuera. Les he invitado a cenar con nosotros esta noche; no os importa, ¿verdad?

Gyles se detuvo ante su escritorio y advirtió el resplandor de felicidad de su rostro.

– No… claro que no.

Francesca extendió los dedos ante el fuego.

– Franni está aquí también, por supuesto, de modo que seremos cinco a la mesa.

Gyles dio gracias de que estuviera calentándose las manos y no mirándolo a él. Rodeó el escritorio, se sentó y alcanzó la pila de correspondencia que esperaba su atención.

Francesca se reclinó.

– Les he dicho que a las siete; encargué a Irving que avisara a Ferdinando.

Gyles frunció los labios.

– Me pregunto…

En ese momento llamaron a la puerta; entró Wallace e hizo una reverencia.

– Ferdinando desea saber si sería posible hablar con vos, milady. Sobre la cena de esta noche.

Gyles bajó la vista hacia sus papeles.

Francesca suspiró.

– Lo veré en el salón. Wallace, usted asistirá también a esta reunión.

Wallace hizo una inclinación.

– Iré a buscarlo, milady.

Wallace se retiró. Francesca se puso en pie y se estiró un poco,

– Al menos, tratar con Ferdinando evita que se entumezca mi italiano.

Gyles alzó la vista.

– Antes de que os vayáis…

Francesca se dio la vuelta; él dejó a un lado la carta que había estado leyendo.

– Hicisteis una copia del árbol genealógico de la familia; ¿qué ha sido de ella?

En los ojos de Francesca hubo un destello de algo: ¿inteligencia? Inmediatamente, fue barrido por la curiosidad.

– Vuestra madre, Henni y yo estuvimos completándolo. Añadimos todas las ramas y conexiones que pudimos. ¿Por qué?

– Necesito comprobar el parentesco de algunas conexiones. ¿Puedo ver el fruto de vuestros esfuerzos?

– Por supuesto. -Vaciló-. Pero quisiera que me lo devolvierais, por favor.

– Sólo necesito echarle un vistazo para ver si vuestros conocimientos combinados suman más que el mío.

Ella le dedicó una sonrisa resplandeciente; sus hoyuelos asomaron por un instante.

– Enseguida os lo traigo.

– Después de que hayáis acabado con Ferdinando. -Gyles le señaló la puerta con un gesto-. Tal vez me convenga refrescar mi italiano a mí también.

Ya en la puerta, Francesca le arqueó una ceja.

– Os he enseñado algunas palabras nuevas que domináis bastante bien, pero quizá tengáis razón y sea el momento de impartiros otra lección.

Con una mirada seductora, lo dejó.

Gyles se quedó mirando a la puerta, barajando en su cabeza visiones de esa lección; luego frunció el ceño, cambió de postura, agarró la siguiente carta, se la plantificó delante y se obligó a leerla.

Загрузка...