Capítulo 16

– Milord, ¿podríais concederme un instante de vuestro tiempo?

Gyles, sorprendido contemplando a su esposa, volvió la cabeza. Wallace había entrado en el salón del desayuno y se hallaba de pie a su lado, con una bandeja cubierta en una mano.

– También del de la señora condesa. -Wallace dirigió una reverencia al otro lado de la mesa.

El día de la fiesta había amanecido bueno, aunque brumoso. El sol brillaba benignamente sobre todos los que se afanaban por los terrenos del castillo, disponiendo caballetes y tableros. La mayor parte del personal estaba trabajando en el exterior; sólo Irving y un lacayo se habían quedado dentro para atenderles. Wallace captó la atención de Irving; Irving hizo salir al lacayo y lo siguió él mismo, cerrando la puerta tras de sí.

– ¿De qué se trata?

– Encargamos a una de las doncellas que llenara el jarrón del rellano de la escalera con ramas otoñales, milord. Para adornar el rincón de cara a la fiesta. Cuando intentó introducir las ramas, encontró cierta resistencia. Al investigar por qué, descubrió… -Wallace levantó la tapa de la bandeja- esto.

Gyles se quedó mirando un retal arrugado, verde, empapado y oscurecido. Supo lo que era antes de tocarlo con los dedos. Levantó los pedazos. La pluma, desaliñada y andrajosa, colgaba lánguidamente.

Francesca se la quedó mirando.

– Mi gorro de montar.

– En efecto, señora. Millie le había comentado a la señora Cantle que no estaba en vuestra habitación. La señora Cantle dio instrucciones a las doncellas para que estuvieran alerta por si aparecía por alguna otra parte de la casa. Cuando Lizzie lo encontró, fue derecha a llevárselo a la señora Cantle.

Gyles dio vueltas a los restos del gorro entre sus dedos.

– Lo han destrozado.

– Eso parece, milord.

Francesca hizo un gesto con la mano.

– Dejádmelo ver.

Gyles dejó caer el trapo mojado de nuevo en la bandeja. Wallace se lo acercó a Francesca. Gyles la observó recogerlo y extenderlo entre sus manos. Habían rasgado el tejido, y roto y deshecho la pluma.

Ella sacudió la cabeza.

– ¿Quién?… ¿Por qué?

– Ciertamente. -Gyles percibió el tono acerado de su propia voz. Dirigió una mirada a Wallace. Su asistente la captó, con expresión impasible. Wallace sabía tanto como él.

Francesca despejó su expresión. Dejó caer el gorro en la bandeja.

– Debe de haber sido un accidente. Tírelo, Wallace. Hoy tenemos asuntos más urgentes de qué ocuparnos.

Volviendo a cubrir la bandeja, Wallace lanzó una mirada a Gyles.

Él, frunciendo los labios, miró a su mujer.

– Francesca…

Se abrió la puerta; entró Irving.

– Lamento interrumpir, milord, pero ha llegado Harris con la cerveza. Deseabais que se os informara. -Le hizo una inclinación de cabeza a Francesca-. Y la señora Cantle me ha pedido que os diga, milady, que ha llegado la señora Duckett con sus pasteles.

– Gracias, Irving. -Francesca dejó a un lado su servilleta y se puso en pie. Sacudió la mano señalando a la bandeja-. Deshágase de eso, Wallace, por favor.

Avanzó a lo largo de la mesa, dirigiéndose a la puerta. Gyles estiró el brazo y la agarró de la muñeca.

– Francesca…

– No es más que un gorro echado a perder. -Inclinándose hacia el, enredó los dedos con los suyos y se los apretó suavemente-. Dejadlo estar. Tenemos mucho que hacer, y quiero que todo salga perfecto.

Había una súplica en sus ojos. Gyles sabía lo mucho que había invertido en la fiesta, lo mucho que necesitaba que el día fuera un éxito. Le sostuvo la mirada.

– Hablaremos de ello más tarde.

Ella le dedicó una sonrisa gloriosa y se soltó de su mano.

Él se levantó y la siguió, hacia el laberinto del día.


La estuvo siguiendo la mayor parte del día, no pisándole los talones, pero sin apenas perderla de vista. Cuanto más pensaba en su gorro hecho jirones, menos le gustaba. Nunca había hecho de anfitrión de la fiesta de la cosecha, pero llevaba el papel dentro. Se paseaba por el césped, saludando a los arrendatarios y sus familias, parándose a charlar con quienes tenían alquiladas las tiendas de la aldea. Se cruzó con su madre y con Henni, que hacían lo mismo, y luego bajó hasta las dianas de los arqueros para ver cómo le iba a Horace.

Mientras estuvo allí, hizo entrega de los premios ganados hasta el momento, prometiendo que más tarde escoltaría a su condesa hasta el lugar para otorgar los trofeos más importantes. Al alejarse de las dianas, vio a Francesca charlando animadamente con la mujer de Gallagher.

La informalidad era la tónica del acontecimiento. Hoy era el día en que el conde y la condesa se codeaban con sus arrendatarios, se veían con ellos de hombre a hombre y de mujer a mujer. No era un desafío que cualquier dama de buena crianza hubiera afrontado de buen grado, pero Francesca lo estaba disfrutando. Sus manos bailaban mientras hablaba; le brillaban los ojos. Su rostro se animaba con interés, su expresión era toda atención. Gyles se estaba preguntando qué lugar común encontraba tan interesante cuando la vio bajar la vista y sonreír. Siguió su mirada con los ojos y vio a la hija pequeña de Sally agarrada a la parte de delante de sus faldas.

La pequeña estaba fascinada con Francesca; sonriente, Francesca se había inclinado para hablar con ella.

Vestida con un traje de paseo de color marfil y rayas verdes, Francesca resultaba fácil de distinguir entre la multitud. Mientras reía, se enderezaba y se separaba de Sally, más gente acudía a reclamar su atención. A Gyles le hubiera gustado reclamarla para sí; en vez de eso, se volvió para saludar al herrero.

Sólo estaban presentes quienes tenían relación con la hacienda. En consecuencia, Gyles no tuvo por qué estar al tanto de si veía a Lancelot Gilmartin con sus teatrales poses. Sí que se preguntó, no obstante, si Lancelot pudiera tener algo que ver con el gorro destrozado de Francesca.

Finalmente, Francesca quedó libre. Gyles la tomó de la mano y se la colgó del brazo. Ella le sonrió.

– Todo está saliendo a la perfección.

– Con vos, Wallace, Irving, Cantle, mamá y Henni supervisando lo, no veo cómo podría resultar de otro modo.

– Vos también estáis desempeñando vuestro papel admirable mente.

Gyles resopló.

– ¿Ha venido de visita Lancelot Gilmartin desde nuestra exclusión a los Túmulos?

– No; no desde aquel día.

Gyles se detuvo.

– ¿Había venido antes?

– Sí, pero ya había dado instrucciones a Irving para que le dijera que yo no estaba, ¿no os acordáis?

Gyles siguió paseándola; quienes aguardaban su turno con ella podían esperar un poco más.

– ¿Podría haber tenido Lancelot algo que ver con vuestro gorro destrozado?

– ¿De qué manera? El gorro estaba en mi habitación.

– Vos pensabais que estaba en vuestra habitación, pero podríais haberlo dejado en cualquier sitio. Por más que el castillo esté lleno de empleados, es tan enorme que alguien podría colarse dentro fácilmente sin ser visto.

Francesca sacudió la cabeza.

– Me parece inconcebible. Es posible que se enfadara, pero tomarla con mi gorro de montar me parece tan estúpido…

– Una reacción pueril. Por eso mismo he pensado en Lancelot.

– Creo que le estáis dando demasiada importancia al incidente.

– Yo creo que vos no os lo estáis tomando tan seriamente como merece. Pero si no ha sido Lancelot…

Gyles se detuvo; Francesca lo miró y luego siguió la dirección de su mirada. Estaba observando la hondonada en donde se estaba asando un buey entero bajo la rigurosa supervisión de Ferdinando.

– Tiene aún menos sentido sospechar de Ferdinando. Él sí que no está en absoluto enfadado conmigo, ni con vos.

Gyles la miró.

– ¿No le molestó que no os mostrarais receptiva a sus apasionadas súplicas?

– Es italiano: todas sus súplicas son apasionadas. -Sacudió el brazo de Gyles-. Os estáis preocupando por nada.

– Vuestro gorro de montar, una de vuestras prendas favoritas, fue deliberadamente hecho trizas y hallado escondido en un jarrón. No dejaré pasar el asunto hasta haber descubierto quién lo hizo.

Ella exhaló entre dientes. Un granjero y su mujer se les acercaban tímidamente.

– Qué obstinado sois. No es nada. -Con una sonrisa deslumbrante, se soltó del brazo de Gyles.

– Está muy claro que es cualquier cosa menos «nada». -Gyles hizo educadamente una inclinación de cabeza al granjero y se adelantó a saludarlo.

Se separaron. Pese a sus propósitos en contrario, Francesca se sorprendió volviendo en sus pensamientos al misterio de su gorro destrozado. Tenía que haber una explicación sencilla.

Después de pasar quince minutos con un grupo de doncellas que se deshacían en risitas, estuvo segura de haberla encontrado. Cuando Gyles volvió para escoltarla hasta el campo de tiro con arco, sonrió y le tomó del brazo.

– Ya lo tengo.

– ¿Ya tenéis qué?

– Una explicación lógica para lo de mi gorro.

Gyles afiló la mirada.

– ¿Y bien?

– Para empezar, si alguien hubiera querido arruinar mi gorro para entristecerme, para vengarse por algo que yo hubiera hecho o dejado de hacer, no lo habría escondido en ese jarrón. Podían haber pasado meses, o incluso años, antes de que lo encontráramos.

Gyles frunció el ceño.

– Pero -prosiguió ella-, ¿y si yo lo hubiera olvidado en alguna parte y lo hubieran estropeado accidentalmente, con cera para muebles, pongamos por caso? Cualquier doncella se habría espantado; habría estado convencida de que sería despedida, aunque vos y yo sepamos que eso no ocurriría. ¿Qué haría una doncella? No podría esconder el gorro y llevárselo: sus vestidos y delantales carecen de bolsillos. De forma que lo escondería donde nadie pudiera encontrarlo.

– Lo destrozaron e hicieron jirones.

– Eso pudo ocurrir cuando la doncella intentara poner las ramas en el jarrón. Acabo de hablar con ella. Ha dicho que el gorro estaba en redado en el extremo de las ramas cuando las sacó para ver cuál era el problema.

Francesca sonrió conforme se acercaban a la multitud reunida al rededor del improvisado campo de tiro.

– Creo que deberíamos olvidarnos de mi gorro. Sólo era un trozo de terciopelo, después de todo. Siempre puedo hacerme con otro.

Gyles no tuvo ocasión de responder; ella escurrió la mano de su brazo y se adelantó a entregar los trofeos del concurso de tiro con arco para hombres. Él se quedó atrás; sus pensamientos siguieron dando vueltas en torno al gorro.

Un trozo de terciopelo y una pluma juguetona. Puede que realmente no fuera nada de valor, pero dijera ella lo que dijera, era una de sus prendas favoritas. Él mismo le había tomado apego.

Apoyando los hombros contra un árbol, la observó, cuidando de mantener una expresión relajada, impasible. Su explicación tenía sentido; eso había de admitirlo. Aparte de Lancelot y Ferdinando, no se le ocurría nadie que hubiera podido querer darle un disgusto. Incluso imaginar semejante acción por parte de ellos era ya sacar las cosas de quicio…

Según los empleados, Lancelot no había sido visto por la hacienda desde que se le advirtió que no se acercara, y aunque ella lo hubiera reprendido, Ferdinando parecía sentir por Francesca la misma devoción que siempre le había profesado. Lo que resultaba aún más revelador, siendo Lancelot y Ferdinando lo bastante aficionados a los gestos dramáticos como para destrozar el gorro, nunca hubieran escondido sus restos, tal y como ella había observado: ¿dónde estaría el gesto si no?

De forma que… la destrucción del gorro era un desafortunado accidente. Lo único que podían hacer era encogerse de hombros y olvidarse.

Esa conclusión no alivió la tensión de su pecho, ni su inclinación compulsiva a permanecer vigilante y alerta.

Entre risas y vítores, Francesca volvió de las dianas de los arqueros. Él echó a andar a su lado. Ella sonrió y le permitió tomarla de la mano, colocándola sobre la manga de su chaqueta. Le permitió retenerla junto a él el resto del día.


La fiesta de la cosecha fue un éxito clamoroso. Cuando el sol se iba poniendo y los arrendatarios se marchaban por fin a casa, Francesca y Gyles se reunieron con su personal y ayudaron a desmontar los caballetes y llevar al interior todo lo que fuese perecedero antes de que las brumas del río se extendieran por el parque. Lady Elizabeth, Henni y Horace también echaron una mano. Cuando estuvo todo hecho, se quedaron a cenar: una simple sopa, seguida de unos entrantes fríos.

A lady Elizabeth, Henni y Horace les llevó a casa Jacobs en un coche, y todos los habitantes de la casa cayeron rendidos en sus camas.

No fue hasta mediados del día siguiente que las cosas volvieron a la normalidad.

Gyles y Francesca estaban sentados a la mesa para comer, sirviéndose de las fuentes que Irving y un lacayo les ofrecían, cuando Cook asomó la cabeza por detrás de la puerta para entrar luego sigilosamente. Francesca la vio y le sonrió.

Cook hizo una reverencia.

– Venía sólo a traerle esto a Irving. -Levantó en la mano una botella de cristal con tapa de plata-. Vuestro aliño especial.

A Francesca se le iluminaron los ojos.

– ¡La ha encontrado! -Extendió el brazo.

Cook le pasó la botella.

– Estaba en una repisa de la despensa, muy apartada. He dado con ella cuando iba a guardar parte de la mermelada.

– Gracias. -Francesca sonrió, encantada. Cook hizo una inclinación de cabeza y se retiró.

Gyles observó a Francesca agitar vigorosamente la botella y rociar las verduras con la emulsión.

– Pasádmelo. -Extendió una mano cuando ella hubo acabado-. Dejádmelo probar.

Ella le tendió la botella. Tenía una tapa cónica con un agujero en la parte superior.

– ¿Qué lleva?

Ella cogió su cuchillo y tenedor.

– Una mezcla de aceite de oliva y vinagre, con varias hierbas y aderezos.

Gyles hizo lo que había hecho ella, dejando caer un chorrito del líquido ya agitado sobre las patatas, zanahorias y alubias. Agachó la cabeza y olisqueó; se reclinó contra la silla.

Miró la botella, que sostenía todavía en la mano; miró a Francesca, que se llevaba una rodaja de zanahoria a los labios…

Se lanzó sobre la mesa y la agarró de la muñeca.

– ¡No os comáis eso!

Ella se le quedó mirando con ojos como platos.

Estaba mirando el trozo de zanahoria alanceado en su tenedor; se veía brillante con su ligera capa de aliño. La forzó a bajar la mano.

– Dejadlo.

Ella soltó el tenedor. Cayó sobre su plato repiqueteando.

– ¿Milord?

Irving estaba sobre su hombro. Echándose atrás, con los dedos cerrados aún en torno a la muñeca de Francesca, Gyles le alcanzó la botella a su mayordomo.

– Huela eso.

Irving cogió la botella y olisqueó. Abrió mucho los ojos. Miró fijamente la botella.

– ¡Vaya, a fe mía! ¿No huele a…?

– Almendras amargas. -Gyles miró a Francesca-. Haga venir a Wallace. Y a la señora Cantle.

Irving envió al lacayo a la carrera. Él mismo retiró en un santiamén los platos que tenían delante.

Francesca estaba mirando la botella.

– Déjeme olerlo.

Irving se la alcanzó con cautela. Ella la cogió y olisqueó, luego cruzó la mirada con Gyles. Él enarcó una ceja.

– Huele a almendras amargas. -Dejó la botella sobre la mesa.

Se abrió la puerta; entró la señora Cantle, seguida de Wallace.

– ¿Milord?

Gyles se explicó. Se fueron pasando la botella. El veredicto fue unánime: el aliño olía a almendras amargas.

– No entiendo cómo es posible… -Wallace miró a la señora Cantle.

El ama de llaves, con el color subido, se volvió hacia Gyles.

– La botella la habíamos echado a faltar… Llevaba desaparecida al menos una semana. Cook la acaba de encontrar, hace sólo unos minutos.

Gyles hizo una seña a Irving.

– Traiga a la señora Doherty. -Irving partió. Gyles volvió con la señora Cantle-. Hábleme de este aliño.

– Yo pregunté si podían hacérmelo. -Francesca retorció la mano y agarró a Gyles de los dedos-. Es una costumbre que adquirí en cuanto llegué a Inglaterra… Encuentro los platos de aquí demasiado insulsos…

Llegó Cook, pálida y conmocionada.

– No tenía ni idea. Vi la botella allí, la cogí y la traje directamente: sabía que milady la había echado de menos esta semana pasada.

– ¿Quién hace el aliño? -preguntó Gyles.

La señora Cantle y Cook intercambiaron una mirada. Respondió la señora Cantle.

– Ferdinando, milord. Conocía qué era lo que describía lady Francesca; puso mucho esmero, y estaba muy convencido, de verdad, de estar haciéndolo bien.

– ¿Ferdinando?

Gyles miró a Francesca. Pudo ver en sus ojos el deseo de negar todo lo que él estaba pensando.

Cook arrastró los pies.

– Si no os importa, milord, me desharé de este mejunje endemoniado.

Gyles asintió. Cook cogió la botella y se fue.

Wallace se aclaró la garganta.

– Si queréis perdonarme el comentario, milord, yo aseguraría que Ferdinando es la última persona que habría utilizado el aliño para envenenar a lady Francesca. Adora a su señoría, y a pesar de su histrionismo ha sido siempre infaliblemente bueno en su trabajo; últimamente ha hecho todo lo que le hemos pedido sin rechistar. Desde que llegó la señora condesa, se lleva mucho mejor con Cook, que era en realidad lo único que podía reprochársele con anterioridad.

La señora Cantle asintió manifestando su acuerdo. Gyles se volvió para ver a Irving asintiendo también.

– Y -prosiguió Wallace- si Ferdinando quisiera envenenar a alguien, podría hacerlo, muy fácilmente y con bastantes menos posibilidades de ser descubierto, introduciendo veneno en los platos mucho más aderezados que él prepara, que no añadiendo almendras amargas al aliño de la señora condesa.

Gyles les miró a todos. Teniendo en cuenta lo que él estaba sintiendo, resultaba difícil inclinar la cabeza y aceptar sus razones. Al final, fue lo que hizo.

– Muy bien. Pero entonces, ¿quién puso el veneno en esa botella? ¿Quién tiene acceso a almendras amargas?

La señora Cantle hizo una mueca.

– Lo único que se necesita es un almendro, milord, y es un árbol muy común: hay tres en el prado sur.

Gyles se la quedó mirando.

Llamaron a la puerta. Cook asomó la cabeza.

– Disculpad, señor, pero pensé que esto os interesaría. -Entró, cerró la puerta y luego, inspirando profundamente, se volvió hacia todos ellos-. Estaba tirando esa porquería por el desagüe cuando apareció Ferdinando. Vio lo que estaba haciendo y me preguntó por qué. Vaya, estaba a punto de arrancarse con una de sus pataletas en italiano, así que se lo dije. Se quedó horrorizado; bien y verdaderamente horrorizado. Al principio no podía ni decir palabra. Luego dijo: «Ay, espere.» Parece ser que utilizó los últimos restos de una vieja botella de aceite de almendra; de hecho, me acuerdo que no le quedaba suficiente del de oliva la última vez que preparó el aliño, y yo le dije dónde encontrar el de almendra. Yo, es que lo uso para mis cortezas dulces, ¿sabéis? Y recuerdo que él me comentó que había tenido que usar lo último que quedaba. -Cook apretó los puños con fuerza-. Así que, en fin, puede que lo que han olido todos fuera tu aceite de almendra agriado.

Gyles miró a Wallace, y luego a la señora Cantle. Ella asintió.

– Podría ser.

Gyles hizo una mueca.

– Traiga otra vez ese mejunje.

Cook palideció.

– No puedo, milord. -Se retorció las manos-. Tiré todo por e desagüe y puse la botella a enjuagar.


Francesca se alegró de pasar el resto de la jornada tranquila, poniéndose al día con las mil decisiones necesarias para mantener en perfecto funcionamiento una casa del tamaño del castillo de Lambourn: decisiones que se habían dejado al margen mientras duraron los preparativos de la fiesta de la cosecha. A última hora de la tarde, se reunió con Wallace, Irving y la señora Cantle para tomar notas de lo que había ido bien y detallar sugerencias para el año siguiente. Gyles no se unió a ellos, sino que se retiró a la biblioteca; Francesca supuso que estaría enfrascado en sus investigaciones.

Al día siguiente, se despertó para descubrir que el sol brillaba débilmente. Llamó a Millie y se puso su traje de montar, llorando la pérdida de su gorro pero decidida a olvidarse del asunto. Al llegar al salón de desayunar, se enteró de que Gyles había salido ya a montar, como ella había supuesto. Se acabó su tostada y se dirigió a las cuadras.

– Sí… Ya tendrá ganas de echar una carrera -dijo Jacobs cuando preguntó por Regina-. La tendré ensillada en un periquete.

Como lo dijo, lo hizo. Salió tirando de la yegua y la sujetó mientras Francesca se encaramaba a la silla. Estaba metiendo los pies en los estribos cuando oyó el golpeteo de otros cascos. Dos mozos, montados en dos de los caballos de caza de Gyles, salían al paso de las cuadras.

Ella sonrió, les hizo una inclinación de cabeza y luego, tomando las riendas de Regina, dirigió a la yegua hacia el arco de las cuadras.

– Los muchachos irán a unas veinte yardas por detrás de vos, señora.

Francesca se detuvo. Miró a Jacobs pestañeando.

– Perdone… No entiendo. -Miró más allá de él, a los mozos de cuadra; tenían claramente la intención de seguirla.

Volvió a mirar a Jacobs. El jefe de cuadras había enrojecido.

– Órdenes del patrón, señora. -Se le acercó de modo que sólo le oyera ella-. Dijo que no os estaba permitido salir sola. Que si no ibais con él, yo debía mandar a dos mozos a acompañaros.

– ¿Dos? -Francesca se forzó a relajar los labios. Fuera lo que fuera lo que estaba pasando, no era culpa de Jacobs. Volvió a mirar a los mozos y luego asintió-. Como él desee.

Diciendo esto, dio un golpecito a la yegua en el costado. Regina chacoloteó hasta salir del patio.

Francesca oía a los mozos que la seguían. Su intención había sido subir hasta las colinas, cabalgar libre y veloz hasta encontrarse con Gyles. Él debía andar por allí, en alguna parte. Podían haber cabalgado juntos…

Frunciendo el ceño, tomó el sendero que atravesaba el parque.

Necesitaba pensar.


Gyles se reunió con ella en la mesa para comer. Francesca sonreía y charlaba; él respondía, pero no sonrió. No es que pusiera mala cara, pero sus ojos permanecieron encapotados, difíciles de leer. Su expresión no decía nada en absoluto.

Con Irving y sus subalternos constantemente a su alrededor, había de esperar el momento adecuado. Cuando acabaran de comer, le preguntaría si podía hablar con él…

– Si queréis disculparme, querida, tengo mucho trabajo atrasado.

Francesca se quedó mirando a Gyles mientras él rechazaba con un gesto la fuente de la fruta, dejaba su servilleta junto al plato y se ponía en pie.

Hizo una inclinación de cabeza en dirección a ella, rozando apenas su rostro con la vista.

– Os veré en la cena.

Antes de que ella pudiera decir una sola palabra, ya había abandonado la habitación.

Francesca siguió sus anchas espaldas con la mirada y dejó el cuchillo en la mesa con un chasquido.


Era posible que estuviera realmente empantanado de trabajo. En aras de la paz doméstica, Francesca pidió que le trajeran su manto y salió a dar un paseo.

Se habían amontonado las nubes; el sol había desaparecido. Había una gruesa capa de hojas bajo los robles, una densa alfombra que ponía sordina a sus pasos. Bajo las ramas desnudas, el aire estaba fresco y no corría ni una brizna, a la espera del invierno.

Trataba de decidir si estaba dando a los sucesos del día más trascendencia de la que tenían. ¿Era exagerada su reacción? Su corazón le decía que no. En estricta lógica, no estaba segura.

Iba siguiendo una línea paralela al paseo, bajo los árboles; ¿adónde iba? Con un suspiro, se detuvo. Llegarse a las murallas tal vez la distraería; podría ver qué aspecto tenían las vistas en un día tan nublado. Dio media vuelta y se detuvo en seco, al ver a los dos lacayos que venían caminando tras ella.

Ambos se detuvieron. Se quedaron quietos, esperando.

Frunciendo los labios, Francesca echó a andar de nuevo. Ellos le hicieron una inclinación al llegar a su altura; ella correspondió con un movimiento de cabeza y pasó de largo: no respondía de sus palabras si hablaba. Si abría la boca, gritaría, pero no era a los lacayos a quienes tenía ganas de gritar.

¿Qué se pensaba Gyles que estaba haciendo?

Era celoso, pero no podía tratarse de eso. ¿En base a qué podía justificar medidas tan draconianas? Le había preocupado lo ocurrido con su gorro, pero ya le había dado una explicación para eso. Y todo el jaleo montado en torno al olor raro del aliño había resultado ser un simple error.

Siguió deambulando a lo largo de las murallas al llegar hasta allí. Podía entender que él albergara alguna vaga inquietud, pero ¿tan indefensa la creía que tenía que tratarla como a una niña? ¿Hacerla vigilar por niñeras? ¿Dos niñeras?

Las hojas crujían bajo sus suelas. En el punto en que el río hacía una curva, se detuvo a contemplar el paisaje, envuelto en gasas de neblina. Sus ojos veían; su cabeza no.

Le entraron ganas de bajar hasta el capricho y encerrarse allí dentro… y esperar a que fuera él a buscarla para abrir la puerta. Entonces tendría que hablar con ella.

Eso era, claro, lo que le resultaba tan irritante; el punto que ponía a prueba su mal genio. Él la evitaba porque no deseaba discutir estas últimas medidas. Él las había decretado, y así había de ser, independientemente de lo que ella pensara o sintiera.

Hizo rechinar los dientes para resistirse a un impulso casi invencible de ponerse a chillar. Apretando los labios, giró sobre sus talones y se encaminó a dar la vuelta a la casa para luego atravesar el parque.


Volvió de la casa de la viuda dando largos pasos, dos horas más tarde. Lady Elizabeth y Henni la habían recibido entre alabanzas y felicitaciones por el éxito de la fiesta y lo que ya llamaban la gran recolecta de la ciruela. No había podido sino sonreír, dar sorbos a su té y escuchar. Sin apenas pausa, habían pasado al tema de la familia y le habían mostrado los añadidos que habían hecho a la copia del árbol genealógico que les había dejado.

Aquello la había distraído. Se había quedado absorta con sus explicaciones, los nombres, las conexiones, los recuerdos. Habían llegado tan lejos como habían podido. Ella había enrollado el árbol de familia con todos los añadidos y se lo había llevado de vuelta con ella.

Lo que hiciera a partir de allí dependía de ella. Nunca había formado parte de una gran familia; estaba tanteando el camino, pero podía hacerse una idea de las posibilidades. Del potencial. Ideas aún amorfas flotaban por su cabeza, pero era incapaz de concentrarse, no podía tomar ninguna decisión sobre aquellos asuntos; aún no.

No hasta que supiera qué estaba ocurriendo en su matrimonio y hubiera decidido qué hacer al respecto.

Entretenidas con su propia cháchara, ni lady Elizabeth ni Henni habían reparado en lo ausente que había estado en un principio. Se había ido sin mencionar sus repentinas e incómodas inseguridades. No les había preguntado por qué la razonable inquietud de Gyles habría desembocado tan bruscamente en semejante exceso de protección. Debía dar con la respuesta a aquello por sí misma: eso era un asunto entre ella y el.

Tanta protección la irritaba; los dos lacayos que hacían crujir las hojas a cierta distancia tras ella eran un recordatorio constante. Se sentía enjaulada, pero no era eso lo que le dolía.

Gyles la estaba evitando, negándose a revelarle cuál era el problema que había provocado aquella reacción.

Se había apartado de ella, se había retraído…

Se detuvo y se forzó a tomar una inspiración profunda.

Había llegado a pensar que estaban muy cerca, pero él se había distanciado, le daba la espalda. ¿Habían sido imaginaciones suyas, todo lo que había pasado previamente? Había estado tan convencida de que él estaba a punto de amarla como ella deseaba… y ahora, esto. En cuestión de horas, se había desgajado de ella y retirado a una distancia formal, convencional. Había levantado un muro entre los dos.

No se sentía únicamente enjaulada: se sentía excluida.

Tomó otra inspiración y echó a andar de nuevo. La casa se alzaba entre sus árboles; se encaminó a la escalinata de entrada.

A cada paso que daba, su determinación crecía.

Él había dicho que la vería en la cena. Llegada al porche, abrió con ímpetu la puerta principal, entró decidida al recibidor y se dirigió a las escaleras.

Se iba a asegurar de que la viera.

Furia y frustración bullían en su interior; tenía que controlarlas, tenía que esperar. Giró hacia la galería para encaminarse al ala privada.

Una figura apareció ante ella y le hizo una profunda reverencia. Ferdinando.

Ella se paró delante de él.

– ¿Sí?

– Milady. -Se enderezó. Era poco más alto que ella. A pesar de su piel aceitunada, parecía pálido.

Al quedarse él parado mirándola, sin más, con aire atormentado, Francesca frunció el ceño.

– ¿Qué ocurre?

Ferdinando tragó saliva, y a continuación le espetó:

– Yo no habría intentado jamás haceros daño, milady. ¡Tenéis que creerme! -Siguió con un torrente de italiano, más que apasionado.

Consciente de que había dos lacayos a diez pasos a su espalda, Francesca extendió el brazo, cogió a Ferdinando por la manga y le sacudió el brazo.

– ¡Acabe con esto! A nadie se le ha pasado por la cabeza que haya intentado hacerme daño, ni tampoco hecho nada malo.

Ferdinando no parecía muy convencido.

– ¿El señor?

Francesca le miró a los ojos.

– Si su señor creyera que había albergado usted la más mínima intención de hacerme daño, ya no estaría en Lambourn. -Notó que sus palabras tenían el sabor de la verdad-. Ahora vuelva a sus obligaciones, y deje de imaginar que nadie le culpa de nada.

Ferdinando le hizo otra gran reverencia. Francesca siguió adelante, con la cabeza dándole vueltas. Gyles sabía -había admitido- que el aliño no estaba envenenado. Así que, ¿cómo podía ese incidente haber actuado de catalizador para semejante cambio?

Más preguntas a las que sólo su marido podía contestar. A las que iba a contestar: esa noche.

Aceleró el paso. Los lacayos no la siguieron al ala privada. No era necesario, porque ya había otros dos lacayos, parados a ambos extremos del pasillo, vigilando sus aposentos.

Apretando los dientes, abrió impetuosamente la puerta de su dormitorio antes de que cualquiera de ellos pudiera llegar hasta ella.

– ¿Millie? -Su pequeña doncella, sentada en una silla de respaldo recto, se puso en pie de un salto. Francesca cerró la puerta-. Si… -«no te he llamado todavía»-. ¿Qué haces aquí?

Millie le hizo una inclinación.

– Wallace me indicó que os esperara aquí, señora.

Francesca se la quedó mirando.

– ¿Cuándo ha sido eso?

– Esta tarde, señora. Después de salir vos a pasear. -Millie se le acercó para cogerle el manto.

– ¿Llevas toda la tarde esperando aquí arriba?

Millie se encogió de hombros; sacudió el manto.

– Tenía que ordenar vuestras cosas. Mañana me traeré lo que tengo para remendar.

Francesca la observó colgar el manto y luego se dio la vuelta.

– Pide agua. Deseo darme un baño.


Un largo baño caliente no le mejoró el humor. Sí le dio, en cambio, tiempo para planear su estrategia, ordenar sus argumentos y ensayar lo que había de decir más tarde.

A su marido, cara a cara.

Cuanto antes se produjera esa entrevista, mejor. Envuelta en una bata de seda, con el pelo todo ensortijado por el vapor, Francesca le hizo un gesto a Millie señalándole los dos amplios roperos que contenían su ropa.

– Ábrelos los dos; deseo elegir un vestido especial para esta noche.

Gyles supo a lo que se enfrentaba en el mismo instante en que puso los ojos encima de su mujer aquella noche. Entró en el salón familiar seguido de Irving. Ella, sentada en la butaca junto a la chimenea, levantó la vista y sonrió.

Él se detuvo. La contempló mientras Irving anunciaba que la cena estaba servida.

Ella no se movió, esperando obviamente a que él se acercara, la tomara de la mano y la invitara a levantarse.

Al no hacerlo él, le enarcó una ceja.

El hizo un gesto indicando la puerta.

– ¿Vamos?

Ella le miró a los ojos; luego se incorporó y fue junto a él. Una parte de Gyles quería darse la vuelta y marcharse, salir corriendo, buscar refugio en su despacho. La mayor parte de él quería…

Apartó la vista de la cremosa extensión de sus pechos, resaltada por el magnífico vestido de seda broncínea. El vestido era sencillo; con él, ella estaba espectacular. No pudo evitar que sus sentidos se empaparan de aquella visión, recorrer con la vista su rostro, su pelo, sus labios.

La miró fugazmente a los ojos y luego le ofreció el brazo. Ella le tomó de la manga; se deslizó, suave y grácil, junto a él mientras se dirigían al comedor. Él se sentía rígido como una tabla.

La comida le vino de perlas para distraer la atención. Pero sabía que no iba a durar mucho.

– La fiesta de la cosecha fue muy bien, ¿no creéis?

Él asintió e hizo un gesto a un lacayo para que le sirviera más alubias.

– Ciertamente.

– ¿Observasteis algo, cualquier cosa que hubiera podido resultar mejor de otra manera? -Hizo una fioritura con el tenedor-. ¿Alguna queja?

Él le dirigió una mirada fugaz a los ojos.

– No. Ninguna.

Había dado por hecho que la presencia de Irving y los lacayos le haría contener su ímpetu temporalmente; de pronto, ya no estaba tan convencido.

Ella le sonrió, como si le hubiera leído el pensamiento, se llevó un trozo de calabaza a la boca y bajó la vista.

Pese a la resolución que había visto asomar en sus ojos, no hizo ninguna referencia más a acontecimientos recientes, sino que empezó a interesarse por Londres. Apreció la aprobación que ella manifestó de sus deseos. Iba a tener que hablar con ella -su vestido era toda una declaración de su postura al respecto-, pero semejante intercambio tendría lugar en un momento que él eligiera, y, sobre todo, en su dormitorio, un terreno en el cual él podía poner fin a cualquier discusión en cuanto quisiera.

– ¿Habéis tenido noticias de St. Ives?

Él respondió concisamente, revelando lo menos posible. Sería necesario trazar algunas líneas generales; él por su parte ya había trazado algunas, pero no había determinado aún las posturas que otros pudieran adoptar.

Terminaron de comer. Se pusieron en pie al unísono y caminaron hacia el pasillo. Haciendo una pausa, ella se medio volvió y le miró a los ojos.

Él podía sentir su calidez, no sólo la de su carne, sino otra más profunda, una calidez femenina e infinitamente más tentadora. El verde de sus ojos le estaba llamando; la promesa de su cuerpo realzado por la broncínea seda tiraba de sus sentidos. Lo atraía hacia ella.

Ella estaba alzando la mano para tocarle el brazo cuando él retrocedió un paso.

Cerró los párpados y agachó la cabeza.

– Tengo muchos asuntos que atender. Sugiero que no me esperéis levantada.

Dio media vuelta y se dirigió a grandes pasos a su despacho. No le hacía falta verle la cara a ella.


Aparentemente calmada, Francesca se retiró al salón familiar. Estuvo una hora sentada junto al fuego; entonces llegó Wallace empujando el carrito del té. Le permitió servírselo y después le despidió. Se quedó sentada al lado del fuego una hora más, luego dejó su taza, se levantó y subió al piso de arriba.

Se cambió y apartó el vestido color bronce. Después despidió a Millie.

Con un camisón de fina seda bajo una bata de seda más gruesa, permaneció de pie junto a una ventana en la penumbra del cuarto, con templando la noche empapada de luna. Y esperó.

Pasó otra hora antes de que escuchara abrirse la puerta de la habitación contigua, y cerrarse a continuación. Oyó las pisadas de Gyles al cruzar la habitación. Le oyó dirigirse a Wallace. Imaginó a Gyles desvistiéndose…

Volvió la cabeza y se quedó mirando a la puerta que conectaba ambas habitaciones. A continuación se encontró cruzando hacia ella y agarrando el pomo. Si iban a discutir alguna cosa, quería que su marido estuviera completamente vestido.

Abrió resueltamente la puerta y la cruzó.

– Deseo hablar con vos.

El, ya sin chaqueta y con el fular aflojado en torno al cuello, se detuvo un momento antes de acabar de soltarse la prenda de lino.

– Me reuniré con vos en un instante.

Ella se quedó parada a tres metros de él, cruzó los brazos por debajo de sus pechos y le miró a los ojos. -No veo razón para esperar.

Gyles advirtió la emoción que bullía en sus ojos. Echó un vistazo alrededor de la habitación. Wallace estaba desapareciendo por la puerta. Afirmando la mandíbula, miró a Francesca.

– Muy bien. -Su tono era cortante, frío-. ¿De qué se trata?

Palabras imprudentes; ella despidió llamas por los ojos. Pero el hecho de que controlara su genio le dejó a él aún más inquieto. Ya la había visto furiosa; esta vez estaba ardiendo con llama fría: más cortante que abrasadora.

– No soy una niña.

Pronunció estas palabras muy claramente. Él, mirándola a los ojos, alzó las cejas, y luego dejó que su mirada se deslizara por su sensual figura.

– No era consciente de haberos tratado…

Cerró la boca.

Ella se rió con frialdad.

– ¿Como a una criatura incapaz de protegerse a sí misma en absoluto? ¿Una cretina que no puede pasear por el parque sin caerse y hacerse daño? ¿O es acaso que supusisteis que me atacarían y violarían bajo los árboles -lanzó un brazo al aire- ahí mismo, en vuestro propio parque?

Volvió a cruzar los brazos como abrazándose, como si su propia furia la hubiera dejado helada. Le miró fijamente a los ojos.

– Habéis dado órdenes que me han convertido en prisionera en esta casa, esta casa que se supone que es mi hogar. ¿Por qué?

Aquella sencilla pregunta burló su guardia y le trastornó. Estaba esperando que arremetiera contra sus restricciones, no que tomara el atajo directo hasta su corazón y le preguntara por qué. Dejó transcurrir los segundos, dejó que se apaciguara su respiración, se armó de valor antes de afirmar:

– Porque es mi deseo.

Ella no reaccionó; no alzó las manos al cielo ni le colmó de reproches. Lo estudió, con mirada fija y directa. Luego, pausadamente, sacudió la cabeza.

– Ésa, milord, no es respuesta suficiente.

– Es, no obstante, la única respuesta que obtendréis.

Una vez más, ella no reaccionó como él esperaba. Abrió mucho los ojos, recorrió su rostro con la vista y luego giró sobre sus talones y caminó de vuelta a su habitación.

La puerta se cerró, suavemente, tras ella.

Gyles se quedó mirando a la puerta cerrada. El frío que sentía por dentro se hizo más profundo, se intensificó hasta dolerle. Había creído que no podía sentir más frío; se había equivocado también en eso. Se había equivocado en tantas cosas…

Equivocado tanto al pensar que amar era una decisión que dependía de él tomar. Sí o no. No había resultado así.

Un sonido en la puerta principal le hizo mirar hacia allí. Con un gesto seco, indicó a Wallace que se retirara. Necesitaba un rato para volver a colocarse bien la armadura, para disponerse a soportar el frío. Había sentido temor anteriormente, pero nunca como éste. Nunca tan profundo, tan negro, tan gélido. Cada vez que ella lo hacía surgir se volvía más poderoso, más hondo. Pensaba que lo había vencido, o al menos que había llegado a una edad en que podía lidiarlo y salir triunfante. Aquel momento en el bosque, revivido con más intensidad en los túmulos, le había dejado una sensación de victoria.

Una victoria hueca. Si él estaba con ella cuando la amenazaba el peligro, todo iba bien. Todavía sentía miedo, pero no estaba impotente ante él, y lo sabía. Lo había demostrado. Él era el que era, en su plenitud; había pocos peligros de los que no pudiera defenderla. Protegerla daba ánimos al bárbaro, alimentaba a su yo más bajo.

Pero su verdadero yo carecía de armadura contra enemigos invisibles, o de habilidad alguna para defenderla de ellos.

Contra toda dirección consciente, su verdadero yo se había enamorado profundamente de su mujer.

Dejó caer el fular y empezó a aflojarse los puños. Había sentido la primera punzada helada cuando levantó su gorro destrozado de la bandeja de Wallace. Había intentado hacer como si nada, no prestarle atención, como si actuando así pudiera negar su realidad. Luego había venido el incidente del aliño.

Se había visto indefenso, incapaz de negar su miedo. Desde entonces, le gobernaba.

Saber que el aliño no había sido envenenado no había supuesto diferencia alguna; no cambiaba nada.

Estaba irremediablemente enamorado de su esposa. Su mundo había llegado a girar alrededor de su sonrisa, y no podía hacer frente ni a la más nimia posibilidad de que pudiera serle arrebatada.

Wallace había regresado. Gyles oyó el sonido quedo de su ayuda de cámara y asistente colgando la chaqueta que se había quitado en el ropero.

La puerta que comunicaba con la habitación de Francesca se abrió. Ella entró, toda agitación, sacudiendo el faldón de su bata. Tenía el pelo revuelto, como si se hubiera restregado las manos por él.

Gyles lanzó una mirada furtiva a Wallace para ver una vez más a su asistente desaparecer sigilosamente de la habitación. Blindándose interiormente, hizo frente a Francesca.

– ¿Y ahora qué?

Ella tenía la cara pálida. Gyles no quería mirarla a los ojos, no quería ver la marca del dolor en el verde de sus iris.

– ¿Por qué me hacéis esto?

Habló con voz baja, no sensual, sino temblorosa de emoción contenida.

– Porque tengo que hacerlo.

– ¿Por qué? -Francesca aguardó, con el corazón como un puño de plomo en su pecho.

– Francesca… -Gyles suspiró entre dientes y a continuación la miró a los ojos, con los suyos tormentosos, imposibles de interpretar-. Os casasteis conmigo. -Hablaba en voz tan baja como ella, pero mucho más dura, más imperiosa-. Aun tras aquel último encuentro en el bosque, os casasteis conmigo. Sabíais muy bien con qué os casabais; vos, de entre todas las mujeres, lo sabíais.

– Sí. Pero sigo sin comprender. -Cuando él se volvió, ella se movió de forma que no dejara de verle la cara. No pensaba retirarse, ni dejar que él le cerrara el paso. Con una inspiración ahogada, extendió los brazos en cruz-. ¿Qué he hecho para merecer esto? ¿Por qué me tratáis como si fuera un criminal que tuvierais en casa? -Aquello dio en el blanco. Él le lanzó una mirada punzante-. Sí -prosiguió ella-, como a un ladrón en potencia, alguien a quien hay que vigilar en todo momento.

– Todo lo que hay aquí es vuestro…

– ¡No! -Sus ojos colisionaron con los de él-. ¡Todo lo que hay aquí no es mío!

Un súbito silencio les envolvió; ambos se quedaron quietos. Suspendidos sobre el borde de un precipicio. Mirándose a los ojos fijamente. Ninguno de los dos respiraba. Ella sintió que la voluntad de Gyles la alcanzaba, la empujaba a retroceder…

En aquella tensa calma, con gran parsimonia, ella dejó caer sus palabras:

– Lo único que quiero, lo único que he querido nunca de este matrimonio, no es mío.

El rostro de Gyles se endureció. Se enderezó.

– Os dije desde un principio lo que os daría… ¿He faltado a alguna de mis promesas?

– No. Pero yo os he ofrecido más, más de lo que negociamos; y vos lo habéis tomado. De muy buen grado.

No podía negarlo. Apretó las mandíbulas, pero no dijo nada.

– Os he dado más de lo que acordamos. Me he esforzado mucho por ser todo lo que deseabais de una esposa: he llevado esta casa, he hecho de anfitriona para vos, he cumplido con todo lo que prometí. Y he hecho más, dado más, sido más.

Le sostuvo la mirada y luego, más dulcemente, preguntó:

– Ahora decidme, por favor: ¿qué he hecho para merecer vuestro distanciamiento?

No tenía sentido fingir que no la entendía, que no sabía lo que quería, lo que había esperado. Lo que había soñado. Gyles sostuvo su mirada sombría deseando que aún pudiera, pero habían llegado demasiado lejos para eso. Desde un principio, habían tratado las cosas directamente, a un nivel de comunicación que no había compartido con nadie más, aunque fuera una comunicación sin palabras. Estaban sintonizados: eran conscientes del estado de ánimo del otro, de las sutilezas de su pensamiento. Ella había sido transparente desde un principio. Y él le había dejado creer que podía leer en su corazón, en su alma, cuando en realidad su corazón estaba blindado para siempre y su alma estaba guardada a buen recaudo donde nadie podía alcanzarla.

Por eso -por todo lo que ella había sido y era- le debía su sinceridad.

– Nunca prometi que os amaria.

El esmeralda de sus ojos se oscureció. Se quedó mirándole largo rato y luego, tragando saliva, alzó la barbilla.

– El amor no es algo que uno pueda prometer. Dio media vuelta y le dejó, arrastrando tras ella el faldón de su bata.

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