Capítulo 20

Charles, Ester y Franni no se quedaron hasta muy tarde. Después de acompañar a los invitados a la puerta, Gyles y Francesca se retiraron a la biblioteca. Como de costumbre, Wallace había dejado el fuego encendido. Francesca se dejó caer en una butaca con un suspiro de satisfacción.

– La cosa ha ido bien, creo.

Gyles la miró pero no contestó. Miró su escritorio, luego a ella de nuevo, y luego se acercó a la chaise longue. Se sentó y estiró las piernas.

– Charles parecía muy agradecido. ¿Había alguna razón especial para estarlo?

A Gyles no le habían pasado inadvertidas las miradas cómplices, el aire de satisfacción de Francesca y sus tíos.

– Franni les ha estado dando la lata para que vinieran de visita.

– Entiendo. -Gyles miró a Francesca. Con la mirada perdida en las llamas, jugueteaba distraídamente con uno de sus negros rizos. Dejó transcurrir un momento, y luego requirió:

– Habladme de Franni.

Francesca lo miró.

– ¿Franni?

– Es… -Gyles se debatió por encontrar un término que reflejara la realidad-. Rara.

La forma en que le brillaban los ojos a Franni cada vez que él le hablaba, la forma en que sus dedos habían aleteado cuando le había cogido la mano, la forma en que se le había arrimado un poco más de la cuenta cuando las había escoltado a Ester y a ella a la mesa… Llevaba todo eso indeleblemente grabado en el pensamiento. Durante toda la velada lo había estado mirando como un halcón, pero un ejemplar muy cauteloso: cada vez que uno de los demás la miraba, la pillaba mirando en otra dirección.

Se había sentido acosado, y eso le hacía sentirse ridículo. Franni era exactamente el tipo de mosquita muerta por el que la había tomado en un principio, sólo que más perturbada. Vulnerable e inútil, era alguien insignificante: no podía constituir, desde luego, ninguna amenaza. No obstante, él había evitado en lo posible despegarse del lado de Francesca.

Pero Franni lo había acorralado cuando ya se iban. La intensidad de su mirada, la luz de sus pálidos ojos azules, le había producido un escalofrío. Afortunadamente, Ester se había percatado y había acudido en su rescate, dedicándole una leve sonrisa de resignación. Como pidiéndole comprensión, perdón.

Gyles frunció el ceño.

– Franni no es normal. ¿Qué es lo que le pasa?

Francesca suspiró; volvió la vista a las llamas.

– No lo sé… Nunca lo he sabido. Ha estado así, a veces un poco mejor, a veces peor, desde que la conozco. Siempre me ha parecido algo infantil, y aunque eso le cuadra en muchos sentidos, para según qué otros es muy lanzada. -Miró a Gyles-. Ni Charles ni Ester me lo dijeron nunca, pero sospecho que lo que le ocurre tiene algo que ver con la muerte de su madre. Murió siendo Franni muy joven. Oí decir a los criados que se tiró desde la torre, la madre de Franni, quiero decir. La torre ha estado clausurada con tablas desde entonces. Yo me preguntaba si Franni no lo habría presenciado, y si eso le habría afectado a la cabeza de algún modo.

Gyles miró al corazón del fuego, a las llamas que brincaban en el hogar. Sabía el efecto que podía producir en un niño presenciar la muerte violenta de un progenitor. Podía imaginarse todo tipo de reacciones, podía sentir aún en torno a su corazón un tropel de emociones rememoradas. Aunque, con todo y a la postre, no acertaba a ver qué reacción emocional podía explicar todo lo que había percibido en Franni.

Miró a Francesca y vio que ella le observaba.

– Pero ya hemos terminado con nuestros invitados. -Se incorporó. Un crujido sordo le recordó algo; se llevó la mano al bolsillo del chaquetón-. Había olvidado devolveros esto.

Le tendió su copia anotada del árbol de familia.

Ella la cogió.

– ¿Habéis encontrado lo que buscabais?

– Sí. -Había pasado una hora haciendo su propia copia antes de cenar-. Hay que felicitaros a vos y a vuestras ayudantes: habéis hecho un trabajo excelente.

Francesca dudó un instante, y luego alzó la vista al rostro de Gyles.

– Tenía intención de preguntaros, a propósito de esto… -Levantó el papel-. El motivo por el que lo hicimos era poder hacernos una idea de las dimensiones de la familia. Me preguntaba… ¿Os parecería bien que diéramos una fiesta? Sólo para la familia y un puñado de amigos íntimos y conocidos. Un poco de baile, tal vez, pero más bien una noche para mezclarnos y charlar, para llegar a conocernos mejor.

Él le sostuvo la mirada.

– El año está a punto de terminar.

– Sería algo informal. Había pensado que tal vez a finales de la semana que viene.

Gyles vio la ilusión en sus ojos, y no halló motivos para empañársela. Sospechaba que no iba a contar con mucha aceptación, dada la época del año y dado el carácter de la familia, pero si, en tanto que su condesa, era su deseo ejercer el papel de matriarca…

– ¿El jueves?

Ella puso esa maravillosa sonrisa que quitaba el aliento.

– El jueves. Vuestra madre y Henni me echarán una mano con las invitaciones.

El atesoró su sonrisa, y luego su mirada se deslizó a lo largo de su esbeltez, hasta el leve abultamiento de debajo de su cintura. Era apenas visible, incluso cuando estaba desnuda, pero cuando yacía debajo de él y cohabitaban, él lo notaba.

Estaba encinta de su hijo; aunque fuera una niña, le daba igual. Sólo pensar en ello provocaba en él un torrente de sentimientos, de emociones que nunca antes había sentido.

Elevó la vista hacia su rostro, y supo que había relajado sus defensas, que ella podía leer en él como en un libro abierto. Ya no le importaba.

– Venid. -Se levantó y le tendió la mano-. Vayamos arriba.

Ella sonrió -una sonrisa cómplice, de inteligencia-, puso la mano en la suya y dejó que la ayudara a ponerse en pie.

– Creo recordar, milord, que os he de enseñar un poco más de italiano.


Dos días más tarde, Gyles convocó otra reunión en un salón privado del White's. Diablo estaba presente, al igual que Horace y Waring.

– Es Walwyn. -Gyles cerró la puerta y les indicó que tomaran asiento.

Diablo se sentó.

– ¿El segundo en tu línea de sucesión?

Gyles asintió.

– Walwyn Rawlings, un primo más bien lejano. Tenemos un bisabuelo común. -Extrajo su copia del árbol de familia de su bolsillo y se la tendió a Diablo.

Diablo la examinó y frunció el ceño a continuación.

– Vas a tener que hacer algo al respecto de esta rama principal: tú fuiste hijo único, y tu padre uno de dos. Y el otro era una mujer.

– Olvida eso. Mira la generación anterior.

– Ocho. Y la anterior a ésta, otros ocho. -El gesto de Diablo se crispó aún más-. Ya veo a qué te refieres. Ramas por todas partes.

Diablo le pasó el papel a Horace. Horace le echó una mirada sucinta.

– Es con esto que Henni y tu madre han estado ayudando a Francesca.

Gyles asintió.

– Y han recibido ayuda también de lady Osbaldestone y alguna más. Dudo que pudiéramos conseguir nada más preciso.

Horace le pasó el papel a Waring.

– Está bastante claro. Tu heredero es Osbert, y en segundo lugar Walwyn. Pero, ¿por qué querías saberlo?

Waring y Horace alzaron inquisitivamente la mirada.

Gyles se explicó.

– Eso es…, inquietante. -Horace parecía profundamente atribulado.

– Desde luego. -Waring había tomado notas-. Se diría que el primer atentado fue contra vuestra vida, pero posteriormente, una vez surgida la posibilidad concreta de que engendrarais un heredero, el asesino en potencia puso a lady Francesca en su punto de mira.

– ¡Canalla! -Horace dio un puñetazo en la mesa-. Pero tendría sentido, supongo, deshacerse primero de ella.

– Desde luego. -Gyles apartó esa idea de su mente-. Pero ahora que estamos sobre aviso y ella está bien protegida, tenemos que centrarnos en echarle el guante a este aspirante a asesino.

Diablo se incorporó en su butaca.

– Así que, ¿qué sabemos de Walwyn Rawlings?

– Debe de tener unos cincuenta años -dijo Gyles-. Sólo recuerdo haberlo visto una vez, por la época en que murió mi padre.

Horace asintió.

– Lo recuerdo. Era la oveja negra a la que nadie quería reconocer, un elemento de pésima reputación. Lo habían enviado a las Indias. La familia pensó que no le verían más, pero, como la mala moneda, Walwyn reapareció justo después de que muriera tu padre. -Consultando el árbol genealógico, Horace señaló un nombre-. Su padre, el viejo Gisborne, vivía todavía por aquel entonces; mandó a Walwyn por ahí. Gisborne me escribió una carta diciéndome que no tuviera tratos con él, que no era de fiar.

Waring escribía sin parar.

– Este Walwyn da más el tipo del villano que el señor Osbert Rawlings, debo decir. ¿Contamos con una descripción de Walwyn, o alguna idea de dónde podría encontrársele? ¿Está casado?

Horace soltó un resoplido.

– Es poco probable. Según Gisborne, lo que le iba a Walwyn eran más las mancebas de taberna.

– Walwyn -dijo Gyles- solía alternar con los elementos más marginales de la sociedad. Se aficionó a frecuentar la compañía de los marineros, y lo último que oí de él fue que vivía encima de alguna taberna de Wapping.

– Wapping. -La expresión asqueada de Waring dejaba clara su opinión sobre el lugar.

La noción de que el condado y el castillo de Lambourn suponían un considerable ascenso respecto a una taberna en Wapping resonó en las mentes de todos ellos.

– Con vuestro permiso, milord, pondré algunos hombres a intentar localizar al señor Walwyn Rawlings de inmediato.

Gyles asintió.

– Y mientras usted hace una batida por Wapping y los muelles, nosotros -su mirada incluía a Diablo y a Horace- haríamos bien en rastrear pastos más cercanos. Si se lo propusiera, supongo que Walwyn podría aún hacerse pasar por un caballero.

– Humm… Mientras estuve ayudando a Gabriel, hace algunos meses, tuve ocasión de charlar con los propietarios de las principales compañías navieras. Si Walwyn ronda esos ambientes, puede que ellos estén informados. -Diablo le arqueó una ceja a Gyles-. Podría preguntarles si han tenido noticias de él.

– Hazlo. -Al cabo de un momento, Gyles dijo-: Pondré un anuncio en todas las gacetillas que puedan circular por los muelles. No hay razón para que no pidamos directamente información sobre el paradero de Walwyn, al menos en aquellos barrios. Ofrecer una recompensa puede ayudar a localizarlo más rápido que cualquier otra cosa que hagamos.

– Buena idea.

Waring asintió.

– Haré que mis hombres se informen sobre las gacetillas más indicadas.

– Yo creo que pasaré a visitar a alguno de los Rawlings más viejos -dijo Horace-. Gente longeva. Es posible que ellos hayan sabido algo de Walwyn.

– Así que todos tenemos algo que hacer. -Gyles se levantó. Lo mismo hizo Diablo.

Horace se puso en pie pesadamente, con el ceño fruncido.

– Pero digo yo, no habrá necesidad de informar a las mujeres, ¿no? No haríamos más que asustarlas.

Gyles y Diablo miraron a Horace, y luego lo hicieron entre sí.

– Puesto que Francesca ya está bajo vigilancia constante, y avisada de una posible amenaza, no parece que tenga mucho sentido insistir en el tema y armar lo que pudiera ser un revuelo innecesario. -Gyles miró a Waring-. Creo que, por el momento, todas las pesquisas deberían considerarse confidenciales.

– Ciertamente, milord.

– Ciertamente. -Horace se encaminó hacia la puerta-. No hace ninguna falta que los Rawlings suministren a la alta sociedad el último escándalo del año. Entre otras cosas, nuestras mujeres no nos lo iban a agradecer.


– Chillingworth.

Gyles se detuvo y se dio la vuelta. Había dejado a Diablo con unos amigos en la sala de juego pero aún no había salido de White's; estaba caminando distraídamente hacia la puerta. No había reconocido la voz de quien lo había saludado, y tuvo que hurgar en su memoria para dar con el nombre del corpulento caballero que se dirigía hacia él con paso decidido.

Finalmente, lord Carseden se detuvo ante Gyles. Apoyado en su bastón, alzó la vista hacia él, mirándolo desde debajo de sus despobladas cejas.

– Tengo entendido que vos, St. Ivés, Kingsley y algunos otros estáis pensando en proponer ciertas enmiendas en el periodo de sesiones de primavera. -Gyles asintió, mientras discurría rápidamente. Carseden raramente se interesaba en política, pero su voto contaba-. ¿Os importa que os pregunte cuál sería el sentido básico de vuestras enmiendas? Me dicen que podría merecer la pena apoyarlas.

Disimulando su sorpresa, Gyles lo dirigió con un gesto a una antesala.

– Será un placer explicároslas.

Estaba abriendo la marcha hacia la estancia cuando lord Malmsey le cogió por banda.

– Justo el hombre que andaba buscando -manifestó su señoría-. Me ha llegado el rumor de que se están gestando ciertas enmiendas de las que tal vez debiera enterarme, ¿qué me decís?

Gyles acabó aleccionando a cuatro de sus pares, todos ellos con un interés recién descubierto por los asuntos políticos. Expuso para ellos las líneas maestras de lo que su grupo pensaba proponer; los cuatro caballeros fruncieron la frente, asintieron y, finalmente, manifestaron su interés por apoyar su causa.

Ninguno de ellos hizo mención de quién había despertado sus hasta entonces aletargadas conciencias políticas y las había orientado hacia las tesis de su grupo; Gyles fue lo bastante prudente como para no preguntárselo. Pero cuando llegó a su casa a media tarde y subió al piso superior para cambiarse de cara a la noche, se detuvo ante la puerta de Francesca.

Dudó un momento antes de llamar.

Oyó aproximarse unos pasos ligeros. Se abrió la puerta, y asomó Millie.

Al verlo, se le pusieron los ojos como platos.

Gyles se llevó el dedo a los labios y le indicó que saliera. La joven traspasó el umbral; él puso la mano para impedir que cerrara la puerta. Con la otra mano, le señaló el pasillo.

– Deseo hablar con tu señora; ya te llamará cuando te necesite.

La pequeña doncella pareció escandalizarse.

– Pero milord… Está en la bañera.

Gyles la miró.

– Lo sé. -Era donde solía estar Francesca a esas horas, relajándose antes de enfundarse el traje de noche.

– Ya te estás marchando. -Despidió a Millie con un gesto.

La doncella se echó atrás con expresión decididamente horrorizada; luego dio media vuelta y se largó.

Gyles sonrió y se coló por la puerta.

Había un baño de asiento en la tina sobre una alfombra, delante de la chimenea; Francesca estaba sentada de cara al fuego, con sus negros rizos recogidos encima de la cabeza. Del agua se elevaban volutas de vapor, envolviéndola mientras se restregaba un brazo, graciosamente extendido, con una esponja enjabonada, y canturreaba algo que sonaba a una nana italiana. Gyles se quedó un momento escuchándola, y luego cerró la puerta.

– ¿Quién era, Millie?

Él dio unos pasos al frente.

– No soy Millie.

Ella echó la cabeza atrás, sobre el borde de la bañera, y lo miró mientras se acercaba. Sonrió complacida.

– Buenas noches, milord. ¿Y a qué debo el placer de vuestra compañía?

Gyles se detuvo junto a la bañera y le sonrió. Deslizó la vista por las formas de sus senos, mojados y brillantes y coronados de espuma.

– Creo que el placer es mucho más mío que vuestro.

Ella le arqueó una ceja; él le cogió una mano, la elevó, se inclinó y le besó los nudillos húmedos. Luego le dio la vuelta, le pasó la lengua por la palma y lamió con delicadeza el punto del pulso en su muñeca.

Francesca levantó la cabeza renuentemente.

– Sabéis tan bien que me dan ganas de comeros.

Sus miradas se encontraron, y ambos las sostuvieron; ella alzó ambas cejas interrogativamente. Al cabo de un instante, él sonrió, le apretó la mano y la soltó.

– Tenemos que estar en casa de los Godsley a las ocho. -Se acercó una silla y se sentó-. Quería preguntaros si habéis conocido a lady Carseden.

Francesca asintió.

– Nos vemos bastante a menudo. Se mueve en los mismos círculos que yo.

– ¿Y a lady Mitchell?

– Desde luego, pero Honoria la conoce mejor. -Elevó las rodillas, envolviéndoselas con los brazos, y buscó su rostro-. ¿Han hablado sus maridos con vos?

– Para gran sorpresa mía. No creo que ni Mitchell ni Carseden hayan pisado el Parlamento desde su investidura.

Francesca sonrió.

– Bueno, sus esposas pensaban que ya era hora de que dijeran o hicieran algo útil. ¿Os será de ayuda?

– Cada voto cuenta. Pero quería preguntaros: ¿con cuántas habéis hablado Honoria y vos? ¿Tenéis alguna idea de qué otros pares podrían inclinarse a apoyarnos?

Con los ojos brillantes, Francesca se inclinó hacia delante.

– Pues…

Intercambiaron nombres y opiniones; de allí pasaron naturalmente a las sumas totales y a las cada vez mayores posibilidades de éxito. Perdieron la noción del tiempo, hasta que Francesca se estremeció de pronto y miró al agua, que se había enfriado ya.

Gyles frunció el ceño.

– Maldita sea… No me he dado cuenta. -Se puso en pie-. Voy a llamar para que os traigan más agua caliente.

– No; no os molestéis. Ya había terminado, de todas formas. -Le señaló una toalla.

Gyles se volvió para cogerla mientras ella se incorporaba. Se giró de nuevo… y se quedó de pie, con la mente en blanco.

Soltando la esponja en el agua, Francesca se enderezó, alzó la vista y advirtió al instante la parálisis que se había apoderado de Gyles, su mirada fija, las llamas que chisporroteaban tras el gris de sus ojos. Dejó vagar la vista por su figura y luego sonrió, alcanzó la toalla, tiró de ella soltándola de la mano inerte de Gyles.

La dejó caer al suelo y tendió los brazos hacia él.

– Escribiré a lady Godsley diciéndole que tuve miedo de coger frío. Y ahora milord, más vale que me calentéis.

Gyles la miró a los ojos, estiró los brazos hacia ella, cerró las manos en torno a su esbelta cintura y la alzó en el aire, sacándola de la bañera.


Cinco días más tarde, su selecta partida de rastreadores no había dado aún con Walwyn, ni desenterrado el mínimo rastro de él, lo que no hizo sino volverle más cauteloso y desconfiado. Según el marido de la hermana de Walwyn, «el viejo demonio» estaba con toda seguridad en Londres, pero no tenía idea de dónde o con que aspecto.

Tras salir de una nueva reunión en el White's, Gyles volvió a casa a tiempo de cambiarse para la cena. Aquella noche celebraban la fiesta familiar de Francesca, su intento de reunir al clan. Esperaba, por ella, que sus parientes se congregaran y asistieran en número suficiente para poder considerar un éxito el acontecimiento. Ella, su madre y Henni habían aunado esfuerzos la semana anterior para organizarlo y encargarlo todo. Aunque Francesca le había ido dando cuenta de los preparativos, no se había enterado de mucho, entretenido como estaba con la búsqueda de Walwyn.

Lo que sí sabía era que la cena de esa noche iba a ser bastante íntima, con la sola presencia de su madre, Henni y Horace, aparte de la de Francesca.

– Eran demasiados para invitarlos a todos, sencillamente -le dijo su madre cuando se reunió con ellos en el salón.

– Desde luego. -Henni retomó el hilo al acercarse él a saludarla-. Aun restringiendo la lista a los cabezas de las distintas ramas, vaya, salían más de cincuenta, más las respectivas esposas; y si hubiéramos hecho una selección entre ellos, pues se habrían producido agravios y rencillas, que es precisamente lo que intentamos limar. Se te ve un poco pálido, querido. ¿Te están dando mucho trabajo tus asuntos parlamentarios?

– Entre otras cosas. -Gyles se volvió hacia Francesca al deslizar ésta la mano por su brazo. Le sonrió. Mientras ella intercambiaba algún comentario con Henni, examinó su aspecto.

Esta noche había optado por vestirse de oro viejo. Su traje era de suntuosa seda de ese tono cálido y profundo que evocaba la idea de tesoros, y le cubría los hombros un chal de seda con un sutil contraste de matices dorados y ocres suaves. El pelo, recogido en un moño alto, le caía ingeniosamente en cascada, rozándole los hombros; los negros rizos ofrecían un dramático contraste sobre su piel ebúrnea. De sus orejas colgaban pendientes de oro, y una sencilla cadena del mismo metal le ceñía la garganta. Y en medio del oro, sus ojos relucían con la intensidad de las esmeraldas.

Ella lo miró.

Gyles se llevó su mano a los labios, dejando que su mirada rozara la de ella.

– Vuestro aspecto es exquisito.

– La cena está servida, milord.

Dieron la vuelta como una sola persona. En unión de lady Elizabeth, Henni y Horace, se trasladaron al pequeño comedor.


Aquella noche, hacia las ocho y media, Gyles estaba más distraído de lo que había estado en toda la semana. Desde su posición junto a Francesca, arriba de las escaleras que bajaban hacia el salón de baile, estiró el cuello para mirar hacia el fondo de la hilera de invitados que aguardaban turno para saludarles.

No alcanzaba a ver el final de la fila.

Francesca le dio un discreto codazo. Él volvió de nuevo la mirada hacia la anciana dama que esperaba para hablar con él. Tomó su mano marchita, apelando a la memoria para recordar su nombre.

– La prima Helen ha viajado desde Merton para estar con nosotros esta noche.

Gyles dirigió una mirada de agradecimiento a Francesca y a continuación murmuró algunas frases corteses a la prima Helen, quien le informó entonces, con una voz que habría hecho justicia a un brigada, de que estaba sorda como una tapia.

Le dio unos golpecitos en la mano y avanzó escaleras abajo. Gyles captó la fugaz sonrisa de Francesca al volverse ella a saludar a sus siguientes invitados.

Debía de haber unos trescientos: trescientos Rawlings, más un surtido de otros. Gyles se sintió aliviado de dar la bienvenida a Diablo y Honoria.

Honoria hizo una majestuosa inclinación de cabeza, diciéndole con el centelleo de sus ojos que era inútil que intentara disimular su asombro.

– Nunca supuse que vendrían tantas personas.

– Subestimasteis el poder de la curiosidad. ¿Qué dama en su sano juicio declinaría una invitación de vuestra flamante condesa?

– Nunca he pretendido comprender la mente de las mujeres.

– Muy sabio. -Honoria echó un vistazo al salón de baile, ahora atestado-. Por lo que Diablo me dijo de vuestro árbol de familia, bien podría ser que hubiera más Rawlings que Cynsters.

Diablo acabó de saludar a Francesca a tiempo de oír esto; miró a su alrededor y asintió.

– Es posible.

– No lo quiera el cielo -murmuró Gyles sotto voce.

Honoria le dirigió una mirada de desaprobación; Diablo sonrió y a continuación, poniéndose serio, captó la mirada de Gyles.

– Parece una oportunidad excelente de avanzar con nuestras recientes actividades.

A Gyles ya se le había pasado por la cabeza. Probablemente, alguno de los presentes sabría qué era de Walwyn.

– Empieza tú. Yo me uniré a ti cuando esté libre.

– ¿Qué actividades? -preguntó Honoria.

– Ya os dije que estamos buscando apoyos para nuestras proposiciones de ley. -Diablo la condujo escaleras abajo, hacia la pista de baile.

Gyles se volvió a saludar a los siguientes invitados: primos y parientes aún más lejanos habían respondido todos a la invitación de Francesca con una presteza que lo desarmaba y desconcertaba por igual. Como si llevaran tiempo esperando la oportunidad de reemplazar el distanciamiento producido a lo largo de las últimas décadas por un marco de mayor cohesión, un sentido más fuerte de objetivos compartidos basados en lazos de familia.

Más allá de su simple número, ese sentimiento de unión le complacía.

La fila se había acortado bastante cuando un típico varón Rawlings alto y desgarbado, de rostro curtido y cubierto de arrugas, con ropas sobrias y pasadas de moda, se acercó, llevando del brazo a una dama vestida sencillamente. El hombre sonrió a Francesca y le hizo una envarada reverencia, pero de un envaramiento derivado de la falta de costumbre más que de la altanería.

– Walwyn Rawlings, querida mía.

Francesca sonrió y le ofreció su mano.

Gyles se contuvo a duras penas de agarrarla y arrastrarla detrás de sí.

Walwyn prosiguió:

– Permitidme presentaros a mi esposa, Hettie. Nos casamos hace más de un año, pero confieso que todavía tengo pendiente difundir la noticia entre la familia. -Hizo una inclinación de cabeza a Gyles, sonriendo afablemente, y miró luego a la multitud que poblaba el salón de baile-. Parece que esta noche me brindará la ocasión perfecta.

– Estoy tan complacida de que hayan podido unirse a nosotros… -Francesca sonrió a Hettie y se estrecharon la mano-. Viven ustedes en Greenwich, según tengo entendido.

– Sí. -Enderezándose tras su reverencia, Hettie lanzó una mirada a Walwyn. Tenía una voz dulce y suave-. Walwyn es conservador del nuevo museo local.

Walwyn ofreció su mano a Gyles.

– Tema marítimo, ya sabéis…

Gyles tomó la mano de Walwyn y se la estrechó.

– ¿Ah, sí?

Se habían equivocado… en un cierto número de puntos. Gyles dedicó unos minutos a charlar con Walwyn; los suficientes para convencerse, más allá de toda duda razonable. Walwyn era totalmente ajeno a los atentados contra Francesca. Los años de vida dura habían despojado a Walwyn de la menor capacidad para el fingimiento: el hombre era transparente como el cristal. Y estaba perdidamente enamorado de su esposa. Gyles reconoció los síntomas. Donde ni su familia ni la sociedad habían tenido el poder de reformar a Walwyn, el amor, bajo el aspecto de la dulce Hettie, había triunfado.

El sentimiento de culpa (¿o fue la camaradería?) impulsó a Gyles a llamar a Osbert. Le presentó a Walwyn y a su esposa y le encargó que les diera un paseo y les presentara a su madre y otros miembros del clan.

Osbert estuvo encantado de ser de utilidad. Mientras colocaba con gesto protector la mano de su esposa en el pliegue de su brazo, Walwyn captó la mirada de Gyles, y su sentimiento de gratitud era evidente.

Viéndoles bajar por las escaleras, Gyles sacudió para sus adentros la cabeza. Qué idiotas habían sido al no mencionar su búsqueda a sus mujeres. Una simple pregunta a Francesca, Henni o incluso a Honoria habría producido sus resultados hacía una semana.

– ¿Gyles?

Se giró, sonrió y saludó a otro Rawlings.

A su lado, Francesca sonreía y enamoraba, asombrada en su fuero interno. Intrigada. Se había embarcado en sus planes de reunificar a la familia Rawlings por cierto sentido del deber, por la sensación de que, en tanto que condesa de Gyles, era lo que le correspondía hacer. Ahora que había tenido éxito, era a todas luces evidente que la noche estaba generando algo considerablemente más profundo y potente que la conversación sociable.

El sentimiento de familia, redescubierto para algunos, nuevo para otros, incluida ella, estaba surgiendo en forma de una marea tangible que barría la estancia. Una marea en la que sus huéspedes se zambullían y a la que contribuían con un entusiasmo que era una recompensa en sí mismo.

– Venid. Bajemos.

Los últimos de la larga hilera habían desfilado por fin. Francesca miró a Gyles, guapo a rabiar a su lado. Con una sonrisa, posó la mano en su manga; descendieron juntos para unirse a los invitados: su familia.

Algunos les vieron y se giraron; otros imitaron a éstos. Ella vio sus sonrisas, les vio levantar las manos.

Hubo de reprimir las lágrimas cuando un aplauso espontáneo recorrió la habitación.

Sonrió, graciosamente jubilosa, para todos ellos; luego miró a Gyles, y vio en sus ojos un orgullo manifiesto.

Llegaron a la pista del salón de baile y él alzó la mano de ella y le rozó los dedos con sus labios.

– Son vuestros. -Le sostuvo la mirada-. Como lo soy yo.

Se les acercaron otros y hubieron de darse la vuelta. Más tarde, con una mirada compartida y una inclinación de cabeza, Gyles se separó de su lado. Pero su triunfo aún duró; fue creciendo a medida que la velada avanzaba, como ella, lady Elizabeth y Henni habían deseado, con un aire ligero y festivo.

Gyles se estuvo moviendo entre la multitud, charlando desenfadadamente y recibiendo incontables cumplidos a cuenta de su exquisita esposa. Finalmente, encontró a Horace, y luego a Henni, y les avisó de la presencia de Walwyn y de su descargo.

Diablo torció el gesto.

– De forma que ahora la cuestión es: si no Walwyn, ¿quién, entonces?

– Precisamente. -Gyles miro a su alrededor-. Por más que me esfuerce, no consigo convencerme de que ninguno de los aquí presentes esta noche pueda desearnos daño alguno ni a Francesca ni a mí.

– ¿Ninguna mirada aviesa, ningún gesto de reproche?

– Ni una ni media. Todos parecen alegrarse sinceramente de vernos.

Diablo asintió.

– He estado escuchando y observando, y estoy de acuerdo: no he captado la más mínima muestra de descontento, ni mucho menos de animadversión.

– Eso es lo que echo en falta. No hay ni el menor tufillo de malevolencia.

Diablo iba a asentir, pero se echó a reír y dio a Gyles una palmada en el hombro.

– Lo nuestro es empecinamiento. Aquí nos tienes, fastidiados porque no tenemos a mano a un dragón al que derrotar.

Gyles sonrió.

– Cierto. -Miró a Diablo-. Sospecho que, al menos por esta noche, haríamos mejor en olvidarnos del problema y disfrutar.

Diablo había encontrado a Honoria. Los estaba observando, entre la multitud.

– Y si no lo hacemos, sólo conseguiremos que nos sometan a un interrogatorio severo.

– Eso además. Nos reunimos mañana y vemos en qué punto estamos.

Se separaron, Diablo para cruzar la habitación y reunirse con Honoria, y Gyles para dar vueltas hasta encontrarse al lado de Francesca. Estaba de pie junto a ella, consciente de su orgullo y de algo más primario, cuando Charles, que había llegado a última hora, se acercó a presentarles sus respetos.

– He venido solo. -Sonrió a Francesca-. Esto no va con Franni, como sabéis, pero yo no podía perderme la ocasión.

– Estoy muy contenta de que haya venido. -Francesca le apretó la mano-. ¿Está bien Ester?

– Se ha quedado con Franni, desde luego.

– ¿Y Franni?

A Charles se le ensombrecieron los ojos.

– Está… Bueno, es difícil decirlo. Su comportamiento es errático…, problemático. -Forzó una sonrisa-. Pero en términos generales, sí, está bien.

Una dama abordó a Francesca; con una última sonrisa para Charles, hubo de dejarles.

Charles se puso al lado de Gyles.

– Ha venido una cantidad considerable de gente. Debéis estar satisfecho.

– Desde luego; Francesca ha obrado maravillas.

– Siempre supe que lo haría.

– Recuerdo, en efecto, que estaba usted muy seguro de sus capacidades. Por eso, y por su sabio consejo en agosto pasado, cuenta con mi gratitud imperecedera.

– Oh, bueno. -Charles observó a Francesca-. Tengo la impresión de que se hizo la elección acertada, de todas todas.

Gyles casi pudo escuchar al destino carcajeándose.

Charles se volvió hacia él.

– Espero que comprendáis que no pueda quedarme mucho rato. Regresamos a Hampshire pasado mañana, así que mañana será un día muy atareado.

Gyles sintió una punzada de alivio. Le tendió la mano.

– Le deseo ahora que usted, Ester y Franni tengan un buen viaje, por si acaso no les veo antes de irse. Pero ya que está aquí, aproveche para conocer a algunos de los demás.

– Lo haré. -Charles le soltó la mano, se despidió de Francesca y se perdió entre la multitud.

Gyles observó como se alejaba. Charles le gustaba, le había gustado desde un principio, pero se alegraba de saber que Franni abandonaría Londres en breve, de que, en cuestión de días, se encontraría de nuevo oculta en lo más profundo de Hampshire. Entendía ahora el deseo de Charles de llevar una vida tranquila, apartado de las miradas del mundo elegante. Protegido de ese mundo, de los murmullos, de ser señalado con el dedo.

La sociedad no era piadosa para con las personas como Franni. Gyles comprendía la postura de Charles y lo respetaba por eso.

Miró a Francesca. También la entendía, lo suficiente para saber que la lealtad y la devoción le salían de su naturaleza, como una parte de ella de la que nunca renegaría. Una parte de la que no le podía pedir que renegara. Explicar la vaga inquietud que Franni le inspiraba era algo que ni siquiera estaba dispuesto a intentar, dado que Francesca consideraba a Franni tan sólo algo infantil, perturbada por la muerte de su madre.

Lo que había de raro en Franni era algo más (estaría dispuesto a jurarlo), pero era una criatura tan desvalida… ¿Cómo iba a hablar mal de ella?

A lo largo de la semana precedente, los planes para esta noche habían exigido que Francesca les dedicara todo su tiempo; no había tenido que preocuparse de que pensara en visitar a Franni. Teniendo en cuenta el carácter de Francesca, prohibirle que viera a su prima estaba fuera de lugar, e intentar persuadirle de ello era malgastar saliva. Pero si Franni se iba a ir pronto, no tendría necesidad de hablar, de alejar a Francesca de su compañía, simplemente para aliviar su preocupación, totalmente amorfa y muy probablemente injustificada.

Recordó a Franni tal y como la había visto por última vez, recordó la mirada ardiente de sus pálidos ojos, y articuló un mudo «gracias» a Charles por resolver su problema.

Francesca volvió con él. El sonrió mientras ella le presentaba a una prima joven que iba a hacer su puesta de largo próximamente.


Para Francesca, la noche había resultado más que perfecta, un triunfo no menoscabado por ninguna incidencia desafortunada. Todo había transcurrido conforme a sus planes, y la afluencia de Rawlings había superado sus más apasionadas expectativas.

– Nunca creí que fueran a venir tantos. -Cansada, pero más feliz de lo que era capaz de expresar, se reclinó sobre Gyles cuando, con la casa ya en silencio a su alrededor, habiéndose marchado los últimos invitados, se dirigían a sus habitaciones.

– Yo nunca imaginé que fueran tantos. -Estrechó brevemente el cerco de su brazo en torno a la cintura de Francesca-. Habéis obrado un milagro.

Ella se rió, sacudiendo la cabeza.

– No; yo sólo le he dado al milagro la oportunidad de que se produjera. Ellos, al asistir, son los que lo han obrado; ellos han sido el milagro. -Eso lo comprendía ahora; apretó la mano que la llevaba de la cintura-. No tenéis idea de la cantidad de planes que se están gestando: de celebraciones familiares, de bailes para la próxima temporada. Mirad, dos de las familias han descubierto que sus hijas, las dos próximas a ser presentadas en sociedad, nacieron el mismo día, así que ahora están planeando dar una fiesta enorme.

– Me lo imagino.

Ante la sequedad de su tono, ella se detuvo delante de su puerta y alzó la vista hacia él.

– Pero es bueno, ¿no? Es bueno que la familia esté unida de nuevo, y no fragmentada y separada.

Gyles examinó sus ojos y luego alzó una mano y le acarició la mejilla.

– Sí. Es bueno. -No le había parecido que tuviera importancia hasta que ella se lo había hecho ver. Miró la puerta de su habitación-. Ahora, deshaceos de Millie para que podamos celebrar vuestro triunfo como merecéis.

Ella arqueó las cejas; sus ojos verdes resplandecieron.

– ¿Sí? -La mirada que le dirigió mientras abría la puerta era la provocación misma-. Como queráis, milord.


No fue como él quiso, sino como ellos quisieron. Se unieron en la penumbra de su habitación, conde y condesa, amante y amada, pareja en la vida. Eran en verdad una pareja, atados por un poder que nada en el mundo podría quebrar; Gyles no veía ya que tuviera algún sentido negarlo, intentar disimularlo. Podía ser que le costara todavía pronunciar las palabras, decirlo en voz alta, era posible que eso fuera a estar siempre más allá de su alcance, pero no vivir su verdad. Con ella, no.

Ella era la vida y el amor: su vida futura, su único amor. Se unieron con la naturalidad de la práctica, y el poder de sus propias naturalezas apasionadas se reflejaba en el otro, se intensificaba casi más allá de lo soportable ahora que no había barreras entre ellos. Él había dejado caer la última, deliberada, intencionadamente; la había dejado hundirse sin el menor reparo, sin ninguna reserva. El destino -y ella- le habían enseñado, le habían demostrado, que el amor era una fuerza que escapaba a su control, una fuerza cuyo poder él codiciaba y anhelaba. Una fuerza sin la cual, después de haber experimentado su majestad, su fascinante atractivo, ya no podía vivir.

Era una parte de él, ahora y por siempre. Igual que ella. Y si había aún algo en su naturaleza que temblaba de miedo al comprenderlo, con el conocimiento inequívoco de lo mucho que ella significaba para él, y lo mucho que su vida dependía ahora de ella, ella conocía y aplicaba el único bálsamo que podía apaciguarlo, que podía serenar el alma del bárbaro que en el fondo era.

Ella le correspondía, con una pasión poderosa que ardía como una llama en la cálida oscuridad del lecho. Una llama que se unía a la suya y calentaba a ambos, les prendía fuego, los consumía.

Envuelto en sus brazos, envainado en su cuerpo, se introducía suavemente en ella llevándolos lejos. Sus labios se encontraban, se fundían, sus lenguas se enredaban. Sus corazones tronaban y se llenaban de júbilo.

Había momentos en la vida en que la sencillez tenía más poder que los gestos más elaborados. Instantes en que un acto directo y franco hacía añicos las apariencias y atajaba hasta el corazón de la verdad. Y así se amaron: directa y sencillamente, sin argucias para resguardar sus corazones, sin vestigios de sus individualidades que preservaran la separación de sus almas.

Cuando, fundidos en un solo ser, se precipitaron al vacío, al abismo de la creación, el único sonido que podía oír cualquiera de los dos era el latir del corazón del otro.

Más urde despertaron, se separaron y se desplomaron juntos en la oscuridad. Gyles estiró el brazo para alcanzar el edredón y cubrió con él sus cuerpos, que se estaban enfriando. Volvió a dejarse caer entre las almohadas apiladas y tomó a Francesca entre sus brazos, recostando sobre sí sus cálidas curvas.

Al cabo de un rato, ella se desperezó, lánguida como un gato e igual de flexible; luego se retorció y le envolvió a él el cuello con los brazos.

– Estoy tan complacida…

Su ronroneo reconfortó a Gyles, que, no obstante, advirtió una cierta ambigüedad.

– Ya podéis estarlo.

Ella no se estaba refiriendo a la fiesta; su risa entre dientes lo dejó claro.

– Supongo que deberíamos dormir.

– Deberíamos. -Su embarazo iba progresando: necesitaba descanso-. No hay por qué ser codiciosos. Tenemos toda la vida por delante.

– Mmm. -Dejó reposar la cabeza en su hombro.

A los pocos minutos, dormía.

«Toda la vida.» Gyles escuchó el suave murmullo de su respiración. Luego, cerró los ojos y soñó.

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