Capítulo V



Huir de una mujer

Satterthwaite murmuró para sí: ¡Está perdidamente enamorado! Le embargó una profunda piedad por su anfitrión. A los cincuenta y dos años, el alegre y despreocupado tenorio caía a su vez víctima del amor y le aguardaba el desengaño, porque la juventud solo se siente atraída por la juventud.

Las muchachas no suelen ir con el corazón en la mano y Egg demuestra demasiado que se siente atraída por Cartwright. Si en realidad esa atracción fuese sincera, no la descubriría. No cabe duda de que Manders es el escogido.

Satterthwaite era siempre imparcial en sus suposiciones.

Sin embargo, había desdeñado un factor, sin duda porque él mismo lo desconocía. No había contado con el deslumbramiento que ejerce la madurez sobre la juventud, pues siendo también un hombre maduro, el hecho de que Egg pudiese preferir un cincuentón a un joven le parecía inconcebible. La juventud era para él lo más maravilloso de la vida.

Le afirmó en su creencia el hecho de que Egg llamara después de la cena pidiendo permiso para subir con Oliver y «celebrar una reunión».

Realmente era muy guapo, de hermosos ojos negros y esbelta figura. Por su lánguida actitud, parecía como si se hubiera permitido a sí mismo dejarse llevar por Egg hasta allí, lo que constituía un tributo a la energía de la joven.

—¿No podría usted convencerla para que no interviniese en este asunto? —le preguntó a sir Charles—. La vida tan saludable que lleva hace que rebose energía. Sabes, Egg, tú eres detestablemente entusiasta. Y tus gustos son infantiles: los crímenes, las emociones fuertes y todo eso.

—¿Entonces es usted escéptico, Manders?

—La verdad, me parece algo fantástico que la muerte de ese buen anciano pueda obedecer a otras causas que las naturales.

—Ojalá tenga usted razón —contestó el actor.

Satterthwaite le miró. ¿Qué papel interpretaba Cartwright aquella noche? No era ya el marino retirado, ni el célebre detective internacional. No, el suyo era un papel nuevo y desconocido.

Sintió una profunda sorpresa cuando acabó por descubrirlo. Esta vez interpretaba un papel secundario junto a Manders.

Se sentó, dejando su rostro en la sombra y se puso a observar a Egg y a Oliver, que discutían, ella calurosamente y él con languidez.

Sir Charles parecía más viejo que de costumbre, viejo y cansado.

Más de una vez la joven recurrió a él, pero sus respuestas fueron displicentes.

La discusión acabó a las once. Sir Charles salió con ellos a la terraza y les ofreció una linterna para bajar el sendero.

Pero no hacía falta linterna alguna porque era una hermosa noche de luna llena. Los muchachos descendieron juntos y sus voces se fueron debilitando a medida que se alejaban.

Con luna llena o sin ella, Satterthwaite no estaba para coger un resfriado y volvió a la sala. Cartwright permaneció todavía unos instantes en la terraza. Luego entró y, después de cerrar el ventanal, se sirvió una copa.

—Satterthwaite —murmuró—, mañana me marcho.

—¿Qué dice? —exclamó el otro asombrado.

En el rostro del actor se dibujó una melancólica sonrisa de placer ante el efecto de sus palabras.

—No puedo hacer otra cosa —afirmó en un tono teatral—. Tengo que vender este lugar. Nadie sabrá nunca lo que ha significado para mí.

Después de representar un papel secundario, el orgullo de sir Charles se desquitaba representando la escena de «la renunciación» que tantas veces había representado en infinidad de dramas, al alejarse de la mujer de su amigo, renunciando a la muchacha a quien amaba. Pero en su voz había cierto tono de petulancia cuando continuó:

—No me diga nada, es la única solución. La juventud para la juventud. Esos dos están hechos el uno para el otro. Debo marcharme.

—Pero ¿adonde?

El actor hizo un gesto indiferente.

—A cualquier sitio. ¿Qué importa el lugar? —Después añadió, cambiando ligeramente de tono—. Probablemente a Montecarlo. —Y luego, llevando la emoción a lo más sublime, prosiguió—: En medio del desierto o entre la muchedumbre. ¿Qué más da si el corazón está solo, aislado? He sido siempre un alma solitaria.

Después de aquello, se imponía el mutis. Saludó a su amigo y salió de la habitación.

Satterthwaite se levantó, dispuesto a irse a la cama.

Pero no será al desierto adonde vayas, pensó.

A la mañana siguiente, sir Charles se excusó ante su amigo por marcharse aquel mismo día a la ciudad.

—No se vaya usted, quédese hasta mañana como pensaba. Ya sé que de aquí irá a Tavistock, a casa de los Haberton. El coche vendrá a buscarlo. No puedo quedarme después de haber tomado mi determinación. No puedo mirar hacia atrás. No, no puedo.

Tras estas palabras, sir Charles estrechó calurosamente la mano de Satterthwaite y lo dejó al cuidado de la señorita Milray.

Ella parecía tan preparada para aceptar la situación como tantas otras veces. No mostró la menor sorpresa o sentimiento ante la decisión de sir Charles. Satterthwaite no pudo sacarle ni una palabra. Ni muertes repentinas ni súbitos cambios de vida eran capaces de emocionar a la señorita Milray. Se tomaba todo cuanto ocurría como un hecho consumado y procuraba portarse de la manera más eficiente posible. Puso algunos telegramas, telefoneó a varias personas, tecleó febrilmente en su máquina.

Satterthwaite huyó de aquel deprimente espectáculo y se dirigió al embarcadero. Paseaba tan tranquilo cuando un brazo se posó sobre el suyo y, al volverse, se encontró ante Egg que le miraba con el rostro pálido.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Egg furiosa.

—¿Qué?

—Corre el rumor en el pueblo de que sir Charles se marcha y que venderá Crow's Nest.

—Es verdad.

—¿Se marcha?

—Ya se ha marchado.

—¡Oh! —Egg le soltó el brazo. Parecía como si la muchacha acabara de recibir una dolorosa herida.

Satterthwaite no supo qué decir.

—¿Adonde ha ido?

—Al extranjero, al sur de Francia.

—¡Oh!

De nuevo no supo qué decir. Era indudable que había algo más que admiración por el héroe en el alma de aquella niña.

Satterthwaite sintió una gran compasión por la joven y, cuando trataba de pronunciar algunas palabras de consuelo, Egg habló de nuevo, dejándole asombrado con sus ideas.

—¿Cuál de aquellas dos mujeres tiene la culpa? —preguntó excitada.

Satterthwaite se quedó mirándola, boquiabierto. Egg le cogió otra vez por el brazo y lo sacudió con violencia.

—Usted debe saberlo. ¿Cuál fue? ¿La de los cabellos grises o la otra?

—Querida, no sé de qué me está hablando.

—Sí que lo sabe, tiene que saberlo. ¡Claro que ha sido una mujer! Yo le gustaba, lo sé. Una de aquellas mujeres lo debió notar la otra noche y decidió quitármelo. Odio a las mujeres. Son todas unas gatas indecentes. ¿Se fijó usted en el traje que llevaba la de los cabellos cobrizos? Me hizo rechinar los dientes de envidia. Una mujer que viste así tiene gancho, no me lo negará usted. Es vieja y fea como un pecado, pero ¡qué importa! A su lado, todas parecemos lavanderas. ¿O fue la otra, la de los cabellos grises, a quien él llamaba Angie? ¿No será aquella que tiene cara de pasa? ¿Es la más elegante o es Angie?

—Chiquilla, se le han metido a usted en la cabeza unas ideas fantásticas. Él... bueno, Charles no tiene el menor interés por ninguna de esas dos mujeres.

—No lo creo. Por lo menos, ellas sí están interesadas.

—No, no, no. Está usted en un error. Todo es imaginación suya.

—¡Malas pécoras! —gritó Egg—. Eso es lo que son, unas malas pécoras.

—Es posible. Pero, de todos modos, está usted equivocada.

—Brujas, eso es lo que son.

—No debería usar esas palabras, querida.

—Soy capaz de decir cosas mucho peores.

—Posiblemente, pero le ruego que no lo haga. Le aseguro que está usted en un error.

—Entonces, ¿por qué razón se ha marchado así, de pronto?

Satterthwaite carraspeó.

—Pues... creo que pensó que era lo mejor.

Egg lo miró fijamente.

—¿Quiere usted decir que ha sido por mí?

—Bien, tal vez sea por algo de eso.

—¡Y ha huido! Sin duda le he mostrado con demasiada claridad mis sentimientos. A los hombres no les gusta que les vayan detrás, ¿verdad? Después de todo, mamá tiene razón. No tiene usted idea de lo mucho que sabe cuando se trata de hombres. Eso sí, siempre en tercera persona, tan victoriana y educada. «Las mujeres han de dejarse conquistar por los hombres.» ¡Ya ve usted lo que ha pasado! Ha escapado. Ha huido de mí. Lo peor es que yo no puedo irle detrás. Si lo hiciera, estoy segura de que cogería el primer barco y se iría a esconder entre los salvajes de África o a cualquier otro lugar.

—Hermione —dijo Satterthwaite—, ¿piensa usted en serio en sir Charles?

La muchacha le lanzó una mirada impaciente.

—¡Claro que sí!

—¿Qué hay de Oliver?

Egg descartó a Oliver con un movimiento de cabeza. De pronto, se volvió hacia Satterthwaite.

—¿Cree usted que debería escribirle? Nada serio, solo la charla de una joven ansiosa. Ya sabe, lo suficiente como para conseguir relajarlo, para que se le quite el miedo —Frunció el entrecejo—. Qué loca he sido. Mamá lo habría manejado mucho mejor que yo. Las victorianas se saben todos los trucos. Me he equivocado por completo. Pensé que necesitaba animarlo. Parecía, oh, sí, parecía necesitar un poco de ayuda. Dígame, ¿sabe usted si él vio que Oliver y yo nos besábamos la otra noche?

—Que yo sepa, no. ¿Cuándo fue?

—Cuando bajábamos por el sendero, a la luz de la luna, pensé que podía vernos desde la terraza y que tal vez aquello le estimulase un poco. Porque él me quería, estoy segura.

—¿No se portó usted un poco mal con Oliver?

—De ningún modo. Oliver considera que cualquier muchacha debe sentirse halagada de que él la bese. Claro que fue negativo para el concepto que tiene de sí mismo, pero una no puede pensar en todo.

—¡Parece mentira que no se haya usted dado cuenta de por qué sir Charles se ha marchado tan de repente! Él creyó que usted estaba enamorada de Oliver. Si se marchó, fue para evitarse penas mayores.

Egg se volvió, le sujetó por los hombros y le miró fijamente.

—¿Es verdad lo que me dice? ¡Pero qué tonto! ¡Oh, qué tonto!

Soltó a Satterthwaite y permaneció a su lado, temblando de emoción.

—Entonces, él volverá. Seguro que volverá. Si no lo hace...

—Si no, ¿qué?

Egg se echó a reír.

—Iré a buscarlo allí donde esté. ¡Cómo no iba a hacerlo!

Había una gran semejanza, exceptuando la manera de hablar, entre Egg y «El lirio de Astolat», pero Satterthwaite comprendió que el método que seguía la muchacha era mucho más práctico que el de Elaine y que morir con el corazón destrozado no formaba parte de sus planes.

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