Capítulo IV



La declaración de los criados

No hay nada más apacible que las tierras y los edificios de la abadía de Melfort, como comprobaron los dos hombres en aquella soleada tarde de septiembre. Parte de la abadía databa del siglo xv. El resto, rodeado de árboles que la ocultaban a la vista de los que se acercaban al monasterio, había sido restaurado y se le había añadido un ala nueva. El sanatorio estaba a alguna distancia de la abadía, fuera de su perspectiva, pero en sus tierras.

Sir Charles y el señor Satterthwaite fueron recibidos por la señora Leckie, la cocinera, una mujer majestuosa, vestida enteramente de negro. Conocía a sir Charles y a él se dirigió durante toda la conversación.

—Ya comprenderá usted lo que significa para mí la muerte de mi señor. Luego, esos dichosos policías metiendo las narices por todos los rincones, haciendo preguntas y más preguntas. No pueden dar un paso sin preguntar algo. ¡Oh, que una haya vivido para ver una cosa así! La muerte de sir Bartholomew ha sido una desgracia terrible para todos nosotros, que Beatrice y yo nunca olvidaremos, aunque ella ha estado aquí dos años menos que yo. Y ese mamarracho de inspector (no le llamaré caballero porque sé muy bien lo que es un caballero y sé cómo son), mamarracho le llamaré aunque sea un superintendente —La señora Leckie hizo una pausa y tomó aliento para proseguir su intrincada exposición donde la había dejado—. Y ese tipo queriéndome sonsacar chismes de todas las sirvientas. ¡Con lo buenas chicas que son! Claro que Doris no se levanta a la hora que debe por la mañana y siempre tengo que estar riñéndola por eso. Y que Vickie es bastante impertinente, pero son jóvenes y sus madres no las han educado bien. De todos modos, son buenas chicas y no habrá inspector de policía que me haga decir lo contrario. «Sí», le dije, «no me haga más preguntas, voy a decirle todo lo que sé de mis muchachas. Son unas buenas chicas y no tienen nada en absoluto que ver con el crimen, y es muy mezquino de su parte insinuar algo así.»

La señora Leckie hizo una pausa.

—El señor Ellis —continuó— es otra cosa: no sé nada y no puedo responder de él. De lo único que estoy enterada es de que vino de Londres para ocupar la plaza durante las vacaciones del señor Baker.

—¿Baker? —preguntó Satterthwaite.

—El señor Baker ha sido el mayordomo de sir Bartholomew durante los últimos siete años. Pasaba la mayor parte del tiempo en Londres, en Harley Street. Usted lo debe de recordar.

Sir Charles asintió.

—Sir Bartholomew le hacía venir aquí siempre que daba alguna fiesta. Pero como hacía tiempo que no estaba bien de salud, el señor le dio dos meses de vacaciones pagadas y se fue a un pueblo junto al mar, cerca de Brighton. ¡El doctor era el más bueno de los señores! Por eso contrató temporalmente al señor Ellis. Como ya le dije al inspector, no puedo decir gran cosa respecto al mayordomo. Únicamente que, según decía él mismo, había servido en las mejores casas. Sí, se le notaba que había estado entre gente educada.

—¿No advirtió usted nada extraño en él? —preguntó Cartwright.

—Es difícil decirlo, señor, porque... no sé si me entenderá usted: noté y no noté.

Sir Charles la miró, invitándola a continuar y a decir cuanto supiera.

—No puedo precisar lo que era, pero había algo extraño en él.

Siempre pasa así, pensó Satterthwaite: En cuanto se sospecha que una persona ha cometido un delito, todos han notado algo extraño en ella.

—Una cosa me desagradaba en él, a pesar de su educación, y es que dedicaba a sí mismo infinidad de tiempo: se pasaba horas y horas sin salir de su habitación. Era... no sé cómo decirlo, me resulta imposible. En fin, había en él algo... algo extraño.

—¿Sospechó usted, acaso, que no se trataba de un verdadero mayordomo? —sugirió Satterthwaite.

—Eso sí que no. El servicio lo hacía muy bien. ¡Y la de cosas que sabía y muchas de personalidades de la alta sociedad también!

—¿Por ejemplo? —preguntó Cartwright con gentileza.

Pero la señora Leckie no quiso comprometerse. No iba a andarse con chismorreos de criados. Eso hubiera ofendido su sentido de lo correcto.

—Tal vez nos pueda usted describir su aspecto —dijo Satterthwaite.

—¡Ya lo creo! Era un hombre de aspecto respetable, de cabellos grises, un poco cargado de espaldas y muy fuerte. Le temblaban un poco las manos, pero no por el motivo que ustedes se imaginan. Era un completo abstemio, no como tantos otros que conozco. Tenía la vista un poco delicada, la luz le molestaba, especialmente la luz potente. Entre nosotros llevaba gafas oscuras, pero cuando estaba de servicio se las quitaba.

—¿No tenía alguna característica especial? —preguntó sir Charles—. ¿Ninguna cicatriz? ¿No le faltaba ningún dedo? ¿Ninguna marca de nacimiento?

—No, señor. No tenía nada de eso.

—Lo cierto es que las novelas detectivescas son muy superiores a la vida real —opinó sir Charles—. En ellas el culpable siempre tiene alguna señal distintiva.

—Al mayordomo le faltaba un diente —señaló Satterthwaite.

—Creo que sí, señor, aunque yo personalmente nunca lo observé.

—¿Qué aspecto tenía la noche del crimen? —preguntó Cartwright.

—En realidad, no puedo decir nada. Yo ya tenía bastante con vigilar la cocina. No estaba para fijarme en nada más, créame.

—¡Claro!

—Cuando nos enteramos de que el señor había muerto, nos quedamos todos de piedra. Yo me puse a gritar, lo mismo que Beatrice. Las jóvenes también estaban muy afectadas. El señor Ellis, naturalmente, no estaba tan excitado como nosotras, él era nuevo en la casa. Sin embargo, se comportó de una manera muy considerada y nos hizo tomar a Beatrice y a mí unos vasitos de oporto para superar la impresión. ¡Y pensar que fue él... el muy canalla!

A la señora Leckie le fallaron las palabras. Sus ojos brillaban de indignación.

—Creo que desapareció aquella noche, ¿verdad?

—Sí, señor. Se retiró a su habitación, como todos nosotros y, al llegar la mañana, ya no estaba allí. Eso fue lo que hizo que la policía sospechara de él.

—Realmente cometió una locura. ¿Tiene usted alguna idea de cómo salió de la casa?

—No, señor. Según parece, la policía vigiló la casa durante toda la noche y no lo vieron salir. Pero claro, los policías, aunque no lo parezcan, son seres humanos.

—He oído algo de una salida secreta —dijo sir Charles.

—Eso es lo que dice la policía —contestó la cocinera.

—¿Existe ese pasadizo?

—Lo he oído mencionar —replicó la señora Leckie con cautela.

—¿Sabe usted dónde está?

—No, señor. Los pasadizos secretos no están al alcance del servicio. Les daría muchas ideas a las chicas. Se les podría ocurrir largarse. Mis chicas solo salen por la puerta trasera y así siempre sabemos dónde están.

—Muy bien, señora Leckie, es usted muy lista. Ahora me gustaría hacerles algunas preguntas a los demás criados.

—Desde luego, señor, pero no creo que sean capaces de contarle mucho más de lo que le he dicho yo.

—Ya me lo figuro. Pero no se trata de Ellis, sino de sir Bartholomew. Quisiera saber qué aspecto tenía la noche de su muerte. ¡Era un gran amigo mío!

—Ya lo sé, señor. Llame a Beatrice y a Alice. Alice era la que servía en el comedor.

—Entonces, me gustaría hablar con Alice.

Pero la señora Leckie confiaba más en la mayor y por tanto fue Beatrice Church, la primera camarera, la que entró en la habitación.

Era una mujer alta y delgada, de labios finos y aspecto huraño.

Después de unas preguntas sin importancia, sir Charles llevó la conversación hacia el comportamiento de los invitados durante aquella noche. ¿Se habían conmovido mucho? ¿Qué habían dicho o hecho?

Beatrice se animó un poco. Era uno de esos seres a quienes les encantan las tragedias.

—La señorita Sutcliffe se desmayó. Es muy impresionable. Yo la conocía porque había estado aquí otras veces. Le aconsejé que tomase una copita de coñac o una taza de té, pero no quiso escucharme. Me parece que tomó una aspirina. Dijo que estaba convencida de que no podría dormir. Pero a la mañana siguiente, cuando fui a llevarle el té, dormía como un niño.

—¿Qué me dice de la señora Dacres?

—No creo que haya nada capaz de conmover a esa señora.

Por el tono de Beatrice se deducía que no le gustaba Cynthia Dacres.

—Solo pensaba en marcharse lo antes posible. Decía que su negocio se resentía. Es una modista muy importante de Londres. Nos lo dijo el señor Ellis.

—¿Y su marido?

—Pues calmaba sus nervios con copas de coñac, o se los estropeaba, como dirían algunos.

—¿Y lady Mary Lytton Gore?

—Una señora muy simpática. Mi tía estuvo al servicio de su padre en su castillo. Creo que de joven era una muchacha encantadora. Será pobre, pero se ve enseguida que es alguien. Además, ¡es tan considerada! Nunca molesta y habla siempre con amabilidad. Su hija es también una muchacha muy simpática. No conocían muy bien al señor Bartholomew, pero estaban muy afligidos.

—¿Y la señorita Wills?

Algo de la rigidez de Beatrice reapareció.

—No puedo decirle nada de los sentimientos de la señorita Wills.

—¿Qué impresión le causó a usted esa señorita? —preguntó Cartwright—. Venga, Beatrice, sea un poco más humana.

Una inesperada sonrisa apareció en el rostro de la camarera. Había algo tan sugestivo en los modos de sir Charles, que ella tampoco pudo resistir aquel encanto que el público experimentaba noche tras noche.

—No sé qué quiere usted decir —dijo Beatrice un poco menos seria.

—Dígame solo qué impresión le causó la señorita Wills.

—Ninguna, señor, ninguna en absoluto. No era... ¿cómo le diría...?

—Siga, Beatrice.

—Quiero decir que no era de la misma clase que los demás. Ya sé que no es culpa suya, pero hacía cosas que una verdadera señora no hubiera hecho. No paraba de fisgar y escuchar lo que decían todos.

Sir Charles intentó que la mujer ampliara su declaración, pero Beatrice continuó con su ambigüedad. La señorita Wills había fisgado e incordiado por todas partes, pero presionada para que concretara, Beatrice era incapaz de encontrar un ejemplo. Lo único que repitió fue que la señorita Wills no hacía más que meterse en cosas que no eran de su incumbencia.

Al final dejaron de lado a la escritora y Satterthwaite preguntó:

—El joven Manders llegó aquel día inesperadamente, ¿verdad?

—Sí, señor. Su motocicleta sufrió un accidente junto a la valla de la casa. Dijo que había sido una verdadera suerte que le hubiera ocurrido allí. La casa estaba llena, pero la señorita Lyndon le arregló una cama en un despacho.

—¿Se sorprendieron al verle?

—¡Ya lo creo!

Al preguntarle qué opinión le merecía Ellis, Beatrice no pudo ser muy explícita. No sabía gran cosa de él. Su huida demostraba que era culpable, por más que ni ella ni nadie se podía imaginar por qué había asesinado a sir Bartholomew.

—Y el doctor, ¿cómo estaba? ¿Estuvo muy atento a lo que pasaba en su fiesta? ¿Parecía preocupado?

—Al contrario, estaba más alegre que nunca. Sonreía solo, como si tuviese algo muy gracioso en perspectiva. Hasta le vi gastar algunas bromas al señor Ellis, cosa que nunca había hecho con el señor Baker. Solía ser un poco brusco con los criados. Bondadoso, eso sí, pero nunca hablaba demasiado.

—¿Qué clase de bromas? —preguntó Satterthwaite, interesado.

—No recuerdo con exactitud las palabras. El señor Ellis entró a informarle de un recado telefónico y sir Bartholomew le preguntó si había entendido bien los nombres. El señor Ellis le contestó muy respetuosamente que creía que sí. El doctor le dijo, riendo: «Es usted un buen muchacho, Ellis, un mayordomo de primera. ¿Verdad, Beatrice?», añadió dirigiéndose a mí. Yo me quedé tan sorprendida de que el señor hablase de aquella manera, tan impropia de él, que no supe qué contestar.

—¿Y Ellis?

—Parecía desaprobar la conducta del señor. Se veía que no estaba acostumbrado a aquellas muestras de confianza.

—¿Cuál fue el mensaje telefónico? ¿Lo recuerda? —preguntó Cartwright.

—Llamaron del sanatorio para decir que acababa de llegar una paciente importante y que había tenido un buen viaje.

—¿Recuerda usted el nombre?

—Era muy extraño... —Beatrice reflexionó unos instantes—... algo así como la señora de Rushbridger.

—Sí, claro —afirmó sir Charles—, no es un nombre fácil de entender por teléfono. Muchas gracias, Beatrice. Ahora hablaremos con Alice.

Cuando la primera camarera abandonó la habitación, sir Charles y Satterthwaite se miraron.

—La señorita Wills fisgoneando, el capitán Dacres borracho, la señora Dacres sin expresar la menor emoción. No se puede sacar nada en limpio de todo esto.

—Muy poco, realmente.

—Confiemos en Alice.

Alice era una mujer muy seria, de ojos oscuros. Aparentaba unos treinta años. Estaba muy dispuesta a hablar.

No creía en la culpabilidad del señor Ellis. Era demasiado caballero. La policía había sugerido la idea de que tal vez fuese solo un ladrón, pero Alice estaba segura de que no lo era.

—¿Está usted convencida de que era un honrado y típico mayordomo? —preguntó sir Charles.

—No, típico no. No se parecía a ninguno de los mayordomos que yo conozco. Lo hacía todo de una manera muy distinta.

—Usted no cree que él envenenase a su señor, ¿verdad?

—No sé cómo hubiera podido hacerlo. Yo servía la cena con él y no hubiera tenido la oportunidad de poner nada en la comida de sir Bartholomew sin que yo lo viera.

—¿Y en la bebida?

—Fue sirviendo de las botellas. Primero, jerez con la sopa. Luego, vino del Rin y clarete. Si hubiera habido algo en el vino, se hubiesen envenenado todos los que bebieron. El señor no tomó nada diferente de los demás invitados. Con el oporto, pasó lo mismo: todos los caballeros bebieron y algunas señoras también tomaron algunas copitas.

—¿Se llevaron todas las copas en una bandeja?

—Sí, yo sostenía la bandeja y el señor Ellis las recogía. Luego llevó la bandeja a la despensa y allí estuvieron hasta que la policía las hizo examinar. Las copas de oporto estaban todavía en la mesa, pero la policía no encontró nada en ellas.

—¿Está usted segura de que el doctor no tomó o bebió algo que no tomaran o bebieran los que le acompañaban?

—Que yo viese, no. Estoy segura de que no.

—¿Nada que le diera alguno de los invitados?

—¡Oh, no!

—¿Sabe usted algo de cierto pasadizo secreto que hay en algún sitio de la casa?

—Uno de los jardineros me contó no sé qué de un pasadizo. Creo que llega hasta el bosque, donde hay algunas paredes y ruinas, pero yo nunca he visto ningún acceso en la casa.

—¿Lo conocía Ellis?

—No, estoy segura de que no sabía nada de ese pasadizo.

—¿Quién cree usted, Alice, que mató a su señor?

—No tengo la menor idea. No puedo sospechar de ninguno de los invitados. Más bien creo que fue un accidente.

—Muchas gracias, Alice.

—Si no fuese por la muerte de Babbington —opinó sir Charles cuando la muchacha se retiró—, podríamos creer que la criminal fue ella. Es una muchacha muy atractiva. Además, estaba en el comedor. Pero no, no es factible. Está el asesinato de Babbington. Además, Tollie nunca se fijó en las mujeres guapas, no era ese tipo de hombre.

—Pero tenía cincuenta y cinco años —le recordó Satterthwaite.

—¿Por qué lo dice?

—Es la edad en que los hombres suelen perder la cabeza por una mujer. Aunque nunca lo hayan hecho antes.

—Hombre, Satterthwaite, ¡que yo estoy cerca de los cincuenta y cinco!

—Ya lo sé.

Ante la mirada de su amigo, sir Charles bajó los ojos y el rubor invadió su rostro.

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