Capítulo VI



Cynthia Dacres

Los salones de exhibición de la casa de modas Ambrosine Ltd. eran muy simples en apariencia. Las paredes eran de un blanco marfil que hacía juego con una gruesa alfombra central de un colorido casi neutro, así como los cortinajes y tapicerías. Los cromados brillaban por todas partes y una de las paredes destacaba por su diseño geométrico azul intenso y amarillo limón. La decoración era obra de Sydney Sandford, el más reciente y joven decorador del momento.

Egg, sentada en un sillón de diseño muy moderno, que recordaba el de un dentista, miraba indiferente el desfile de las modelos, a cual más bonita. Quería demostrar que, para ella, cincuenta o sesenta libras (el precio de uno de aquellos vestidos) era una fruslería.

A su lado, la señora Dacres, tan maravillosamente irreal como siempre, le hacía la propaganda, como dijo Egg más tarde.

—¿Le gusta este? Los lazos en los hombros son muy graciosos, ¿verdad? Además, la línea del pecho queda realzada con delicadeza. No, en ese rojo no lo tengo, pero debo tenerlo en un nuevo color, como el mostaza, que le gustará. ¿Le gustaría un color burdeos? Un poco absurdo, ¿no? Demasiado estridente y ridículo. Los vestidos simplemente no deben ser demasiado serios.

—Es muy difícil decidirse. Nunca había podido comprarme un vestido bueno hasta ahora, siempre habíamos estado mal de dinero. Recuerdo lo maravillosa que estaba usted aquella noche en Crow's Nest y pensé: Ahora que tengo dinero para gastar, iré a ver a la señora Dacres para que me aconseje. ¡No sabe usted lo que la admiré aquella noche!

—Querida, es usted muy amable. A mí me encanta vestir a la juventud. ¡Es tan importante que las muchachas no vistan de forma vulgar! Supongo que entiende lo que quiero decir.

Tú sí que no tienes nada de vulgar, pensó Egg.

—Usted tiene mucha personalidad —continuó Dacres—. Debe llevar algo que no sea vulgar. Yo le aconsejo trajes sencillos, que apenas destaquen, ¿comprende? ¿Desea usted varios modelos?

—Quisiera comprar cuatro trajes de noche y un par de tarde, además de uno o dos informales, o algo así.

La melosidad de la señora Dacres aumentó. Por fortuna, no sabía que el saldo de la cuenta de Egg en aquel momento era exactamente de quince libras y doce chelines, y que tenían que durarle hasta diciembre.

Nuevas muchachas desfilaron ante Egg. En los intervalos de conversación sobre la moda, Egg introducía otros temas.

—Supongo que no habrá usted vuelto a Crow's Nest, ¿verdad?

—No, no podría. ¡Me impresionó tanto! Aquello fue terrible. Siempre he pensado que Cornualles está tan lleno de arte. No puedo resistir a los artistas. Son siempre tan raros.

—Fue un asunto demoledor, ¿no cree? El pobre señor Babbington era tan entrañable.

—Una pieza de época, yo lo imagino así —contestó la señora Dacres.

—Había visto anteriormente al señor Babbington, ¿verdad?

—¿El anciano que murió? No, creo que no.

—Me parece recordar que él me dijo que la había visto a usted, no en Cornualles, sino en un pueblo llamado Gilling.

—¿Gilling? —La mirada de la señora Dacres era vaga—. No, Marcelle —añadió dirigiéndose a una empleada—, el modelo de Jenny, Petit scandale, es el que he pedido y después aquel otro azul Patou.

—¿No le parece extraordinario que asesinaran a sir Bartholomew?

Pero la señora Dacres, atenta solo a su negocio, continuó:

—¡Querida, fue algo que no se puede describir! A mí me ha venido de perlas. Toda clase de mujeres horribles vienen a encargarse vestidos solo por la sensación de ver a alguien que estaba presente en el momento del crimen. Este modelo azul Patou es perfecto para usted. Fíjese en todos estos inútiles y ridículos volantes, hacen que sea adorable. Juvenil sin que llegue a cansar. Sí, la muerte del pobre sir Bartholomew ha sido un regalo del cielo para mí. Existe la remota posibilidad de que yo sea la asesina. He procurado que corra el rumor. Vienen unas mujeres gordísimas y me miran con los ojos desorbitados. Y entonces...

Se interrumpió al ver que entraba una norteamericana descomunal, sin duda una cliente importante.

Mientras la recién llegada exponía sus carísimos deseos con toda claridad, Egg se las compuso para marcharse discretamente, diciéndole a la joven que había reemplazado a la señora Dacres que quería reflexionar antes de decidirse.

Cuando salió a Bruton Street, miró el reloj. La una menos veinte. No tardaría en poner en marcha su segundo plan.

Fue dando un paseo hasta Berkeley Square y luego volvió lentamente sobre sus pasos. A la una en punto miraba atentamente el escaparate de una tienda de arte chino.

La señorita Doris Sims salió muy deprisa a Bruton Street y torció en dirección a Berkeley Square. Al pasar por delante de la tienda oyó una voz a su lado.

—Perdone —dijo Egg—, ¿podría hablar con usted momento?

La joven se volvió, sorprendida.

—Es usted una de las maniquíes de Ambrosine, ¿verdad? Me fijé en usted esta mañana. Espero que no se ofenderá si le digo que tiene el tipo más bonito y perfecto que he visto en mi vida.

Doris Sims no se ofendió. Solo estaba un poco extrañada.

—Es muy amable de su parte, madame.

—Usted parece tener muy buen carácter —siguió Egg—. Por eso voy a pedirle un favor. ¿Quiere usted venir a comer conmigo al Berkeley o al Ritz y permitirme que le explique de qué se trata?

Doris aceptó sin pensárselo dos veces. Era curiosa y le gustaba comer bien.

Una vez sentadas a la mesa y ordenada la comida, Egg entró en detalles.

—Confío en que no le dirá nada a nadie. Estoy escribiendo un artículo sobre las profesiones femeninas. Quiero que me lo cuente todo sobre el negocio de la moda.

Doris sufrió una pequeña decepción, pero explicó todo lo referente a las horas de entrada y salida, sueldo, ventajas e inconvenientes de aquel trabajo.

Egg iba tomando nota en una libreta.

—Es usted muy amable. ¡Todo esto es nuevo para mí! Voy corta de dinero y conseguir trabajar en un periódico no me vendría nada mal. Tuve mucha cara —añadió con un tono confidencial—, entrando en la tienda como si fuera a comprar infinidad de modelos. Solo tengo algunas libras que me tienen que durar hasta Navidad. Supongo que la señora Dacres se pondrá como una fiera si llega a enterarse.

—¡Ya lo creo!

—¿Lo hice bien? —preguntó Egg—. ¿Parecía tener dinero?

—Lo hizo usted maravillosamente, señorita Lytton Gore. Madame está convencida de que va a comprarle usted muchas cosas.

—Pues me parece que va a sufrir una decepción.

Doris se echó a reír. Disfrutaba con la comida y le caía bien la anfitriona. Puede ser una señorita de la alta sociedad, pero no se da aires. Es de lo más natural, se dijo.

Establecidas unas cordiales relaciones, Egg no tuvo ninguna dificultad en hacer hablar a su compañera sobre su patrona.

—Siempre he creído —comentó Egg—, que la señora Dacres es un mal bicho.

—A ninguna de nosotras nos gusta, pero es muy lista, por supuesto, y tiene cabeza para el negocio. No es como algunas señoras de la alta sociedad que ponen una casa de modas y acaban en la ruina porque las amigas les compran vestidos y no se los pagan. No se fía ni un pelo, pero es bastante justa y tiene muy buen gusto. Sabe lo que es bueno y consigue que la gente se lleve lo que más le conviene a su estilo.

—Supongo que debe ganar un dineral.

En el rostro de Doris apareció una expresión resabiada.

—No soy quien para opinar, ni me gusta el cotilleo.

—Por supuesto. Continúe.

—Pero ya que me lo pregunta, creo que el negocio no va muy bien. Hace poco vino un caballero judío a ver a madame y, por otro par de cosas que he visto, me parece que trata de conseguir un préstamo con la esperanza de que el negocio se reanime. A veces, sabe usted, señorita Lytton Gore, tiene un aspecto terrible. Parece desesperada. No sé qué aspecto tendría sin el maquillaje. No creo que duerma mucho por las noches.

—¿Y su marido?

—¡Es una verdadera calamidad! Es un tipo poco de fiar. No es que lo veamos mucho. Los demás no están de acuerdo conmigo, pero creo que ella todavía le quiere. Por supuesto se han dicho muchas cosas desagradables.

—¿Qué cosas?

—No me gusta repetir los rumores.

—No, claro, hace bien. Pero, entre nosotras...

—Bueno, verá: entre las muchachas han corrido algunos rumores sobre un joven muy rico y algo desquiciado. No exactamente chalado, pero más o menos algo así. Madame le iba detrás dispuesta a cazarlo. Quizá él la hubiese sacado del apuro, siempre es fácil obtener dinero de un tonto, pero le recomendaron que hiciera un crucero marítimo, así de repente.

—¿Quién se lo ordenó, un médico?

—Sí, uno de Harley Street. Creo que el mismo médico que asesinaron en Yorkshire, envenenado, según dicen.

—¿Sir Bartholomew Strange?

—Sí, ese era su nombre. Madame estaba en la fiesta y las chicas dijimos entre nosotras, en broma, claro está, que a lo mejor madame lo mató para vengarse. Pero eso es una tontería.

—Sí, desde luego. Son cosas de muchachas. Lo comprendo. Sin embargo, la señora Dacres responde a mi idea de una asesina: dura y desalmada.

—Es muy dura y tiene un mal genio terrible. Cuando se enfada, ninguna de nosotras se atreve a acercarse. Dicen que su marido le tiene miedo. No me extrañaría.

—¿La ha oído usted hablar alguna vez de alguien llamado Babbington, o de Gilling, un pueblo en Kent?

—No recuerdo haber oído nunca esos nombres.

Doris miró el reloj y lanzó una exclamación.

—¡Oh! Tengo que darme prisa. Voy a llegar tarde.

—Adiós y muchas gracias por aceptar la invitación.

—Ha sido un placer para mí, se lo aseguro. Adiós, señorita Lytton Gore. Espero que el artículo sea un éxito. Ya lo leeré.

Puede esperar sentada, pensó Egg mientras pedía la cuenta.

Luego, anotó en la libreta en la que se suponía que escribiría su artículo:

Cynthia Dacres. Probables dificultades financieras. Descrita como persona de «carácter perverso». A un joven (rico) con el cual se cree que tenía una aventura, sir Bartholomew le aconsejó un viaje por mar. No mostró ninguna reacción a la mención de Gilling o a la de que Babbington la conocía.

No es gran cosa, se dijo Egg. Hay un posible motivo de asesinato, pero muy endeble. Tal vez monsieur Poirot saque algo en limpio. Yo no soy capaz.

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