Capítulo XV



Telón

Poirot estaba sentado en un sillón. Todas las luces de la habitación estaban apagadas, excepto una lámpara de pantalla rosada que proyectaba su suave luz sobre el detective. Había algo simbólico en aquella escena. Sir Charles, Satterthwaite y Egg, que componían el auditorio, se encontraban en la penumbra.

El belga hablaba muy despacio, pues parecía dirigirse más a sí mismo que a sus oyentes.

—Reconstruir el crimen es lo primero que intenta hacer todo detective. Para reconstruirlo, es preciso ir colocando detalle sobre detalle, igual que se coloca una carta sobre otra cuando se trata de construir un castillo de naipes. Si los detalles no se acoplan bien, hay que empezar de nuevo el castillo o, de lo contrario, se derrumbará.

»Como dije el otro día, hay tres tipos diferentes de mentes: primero, están las dramáticas, las mentes productivas que ven de antemano los resultados que se pueden obtener con materiales adquiridos mediante sus observaciones, así como las que reaccionan fácilmente ante los sucesos dramáticos. Después, están los jóvenes románticos y, por último, la mente prosaica, la que no sabe ver el mar azul y la dorada mimosa de un decorado, porque no es capaz de sustraerse a la idea de que aquello es tan solo papel pintado.

»Voy, pues, mes amis, al asesinato de Stephen Babbington, ocurrido el pasado agosto. Aquella noche, sir Charles sugirió la posibilidad de que el clérigo hubiese sido asesinado. Yo no estuve de acuerdo. No creía, en primer lugar, que se pudiera asesinar a un hombre como Stephen Babbington. Y, segundo, que fuese factible administrar un veneno a una persona determinada en las condiciones en las que se había hecho aquella noche.

»Reconozco que sir Charles tenía razón y que yo estaba equivocado. Estaba equivocado porque miraba el crimen desde un punto de vista completamente falso. Hace solo veinticuatro horas que he descubierto cómo debía enfocarse. Se lo contaré y verán cómo el asesinato de Babbington es lógico y posible.

»Pero, de momento, dejaremos esto y recorrerán paso a paso el mismo sendero que yo he recorrido. La muerte del clérigo Babbington es el primer acto de nuestro drama. En este caso, cayó el telón cuando todos salimos de Crow's Nest.

»Lo que yo llamo el segundo acto empezó en Montecarlo, cuando Satterthwaite me enseñó la noticia de la muerte de sir Bartholomew. Aquello demostraba claramente que yo estaba equivocado y que sir Charles tenía razón. Babbington y Strange habían sido asesinados y los dos asesinatos formaban parte de un mismo plan. Más tarde, un tercer crimen completó la serie: el asesinato de la señora de Rushbridger. Por lo tanto, lo que necesitamos es una teoría razonable que relacione las tres muertes. Los tres crímenes fueron cometidos por la misma persona, quien, por fuerza, tenía que beneficiarse con ellos.

»Debo decir que lo que más me extrañaba era que la muerte del médico ocurriese después de la del clérigo. El análisis de las tres muertes, sin hacer distinciones de tiempo ni de lugar, parecía indicar que el asesinato de sir Bartholomew era lo que se podría llamar el más importante o principal, y que los otros dos eran secundarios, el efecto de las relaciones que existiesen entre esas personas y sir Bartholomew. Sin embargo, como les dije antes, los crímenes no se presentan como uno quisiera. Primero murió Babbington y, algún tiempo después, Strange. Lo más lógico era, por tanto, que el segundo crimen fuese una consecuencia del primero y, por consiguiente, tendríamos que examinar el primero para hallar la clave de los tres.

»Sin embargo, me sentía inclinado hacia la posibilidad de que se hubiera producido una equivocación. ¿No sería acaso a sir Bartholomew a quien se deseaba envenenar en Crow's Nest y la muerte de Babbington era solo el resultado de un error? Pero me vi forzado a abandonar aquella idea. Cualquiera que conociese un poco más íntimamente a sir Bartholomew debía saber que no le gustaban los cócteles.

»Otra posibilidad: ¿se quería envenenar acaso a otro invitado y no al párroco? No conseguí encontrar ninguna prueba que confirmara esta suposición. Me vi obligado, pues, a aceptar la conclusión de que era a Babbington a quien se intentó asesinar, pero enseguida tropecé con un obstáculo: la aparente imposibilidad de llevar a buen término ese propósito.

»Uno puede empezar una investigación con cualquier hipótesis. Suponiendo que Stephen Babbington hubiera bebido un cóctel envenenado, ¿quién tuvo la oportunidad de envenenarlo? A primera vista, me pareció que solo dos personas podían haber hecho aquello (las que manejaron las copas) y eran sir Charles Cartwright y la camarera Temple. Pero aunque cualquiera de ellos tuvo opción de introducir el veneno en la copa, ninguno de los dos tuvo la oportunidad de dirigir esa copa en particular a la mano del señor Babbington. Temple tal vez lo hubiera podido hacer tendiéndole hábilmente la bandeja. No es fácil, pero era factible. Sir Charles también lo hubiera podido hacer cogiendo la copa en cuestión y entregándosela. Pero nada de eso ocurrió. Parecía como si la casualidad, y nada más que la casualidad, hubiera puesto aquella copa en manos de Babbington.

»Sir Charles y la camarera eran los encargados de los cócteles. ¿Estaba alguno de ellos en la abadía de Melfort? No. ¿Quién tuvo más oportunidades de echar el veneno en el oporto de sir Bartholomew? Ellis, el mayordomo fugitivo, y su ayudante, la camarera. Pero no debía descartarse la posibilidad de que uno de los invitados lo hubiese hecho. Era arriesgado, pero no imposible, que uno de los huéspedes entrara en el comedor y echase la nicotina en el oporto.

»Cuando volví a Crow's Nest, ustedes habían hecho una lista de los que coincidieron en las dos fiestas. Les diré ahora que los cuatro nombres que encabezaban la lista, el capitán Dacres y su mujer, la señorita Sutcliffe y la señorita Wills, los descarté enseguida.

»Era imposible que ninguna de esas cuatro personas supiera de antemano que iba a encontrar en la cena a Babbington. El empleo de la nicotina como veneno indica una preparación cuidadosa. Había otros tres nombres en la lista: lady Mary Lytton Gore, su hija y Oliver Manders. Aunque no probables, esos tres eran posibles. Vivían en la localidad, podían tener motivos para matar al clérigo y aprovechar la noche de la fiesta para llevar a cabo su plan.

»Por otra parte, no encontré ninguna evidencia de que alguno de ellos hubiera realizado tal cosa.

»Creo que Satterthwaite razonó poco más o menos como yo y fijó sus sospechas en Manders. Realmente, Manders era el más sospechoso de todos. Aquella noche en Crow's Nest parecía preso de una gran excitación. Además, hacía poco tiempo que había tenido una disputa con Babbington. Coincidían también las extrañas circunstancias de su llegada a la abadía de Melfort y su fantástica historia sobre una carta de Strange, más la declaración de la señorita Wills de que tenía un recorte de periódico que hablaba de la nicotina como veneno.

»Manders era, sin duda, la persona que debía ocupar el primer lugar en la lista de los siete sospechosos.

»Pero de pronto tuve una sensación muy curiosa: era lógico y evidente que la persona que cometió los crímenes tenía que ser una persona que hubiera estado presente en las dos ocasiones. En otras palabras: una de las siete personas de la lista. Sin embargo, yo tenía la sensación de que aquello ya había sido previsto y preparado por el asesino. Cualquier persona sensata tenía que pensar así. Comprendí que estaba contemplando no la realidad, sino una especie de escenificación hábilmente dispuesta. Tratándose de un criminal inteligente, había comprendido que todo aquel que apareciese en la lista sería sospechoso y, por lo tanto, evitaría figurar en ella.

»Más claro: el asesino de Babbington y de sir Bartholomew estaba presente en las dos ocasiones, pero de un modo poco evidente.

«¿Quiénes habían estado en la primera fiesta y no en la segunda? Cartwright, Satterthwaite, la señorita Milray y la señora Babbington.

«¿Podría alguna de esas cuatro personas encontrarse en la abadía de Melfort desempeñando otro papel que el que le correspondía, o sea el de invitado? Sir Charles y Satterthwaite estaban en el sur de Francia. La señorita Milray, en Londres, la señora Babbington en Loomouth. Por lo tanto, lo más lógico era que las sospechas recayeran sobre la señorita Milray y la viuda Babbington. Pero ¿podía presentarse la señorita Milray en la abadía de Melfort sin que la reconociese alguno de los invitados? Es una de esas mujeres que no se olvidan con facilidad. Por eso llegué a la conclusión de que no se encontraba en la abadía. El caso de la señora Babbington era exactamente el mismo.

»¿Podría suponerse que Satterthwaite o sir Charles hubieran estado en Melfort sin ser reconocidos? Satterthwaite tal vez, porque ninguno de ellos le conocía íntimamente. En cuanto a sir Charles, nos hallamos ante un caso muy distinto. Todos los invitados le conocían desde hacía años y era, por lo tanto, imposible que pasara inadvertido. Pero era un actor acostumbrado a interpretar toda clase de papeles. Ahora bien, ¿qué papel hubiera desempeñado allí?

»Fue entonces cuando pensé en Ellis, el mayordomo.

»Un personaje muy misterioso el tal Ellis. Un hombre que aparece de no se sabe dónde quince días antes del crimen y después se esfuma sin que se consiga hallar el menor rastro de él. ¿Cómo logra Ellis desaparecer de tal manera? Sencillamente, porque Ellis no existe. Ellis no es real, es una ficción, el resultado de una hábil caracterización.

»¿Era eso posible? Los criados de Melfort conocían a Cartwright y sir Bartholomew era amigo suyo de toda la vida. Sin embargo, los criados no suponían ningún peligro en el caso de que llegaran a reconocerlo: diciendo que se trataba de una broma, estaba solucionado. Pero pasados quince días sin ser reconocido y sin despertar ninguna sospecha, podía obrar con entera seguridad. A propósito de esto, recordé lo que dijeron los criados sobre el mayordomo. Era "casi un caballero", había servido "en casas muy buenas", debido a lo cual estaba enterado de muchos e interesantes escándalos sociales. Todo ello no daba ninguna pista. Sin embargo, Alice, la camarera, hizo una declaración muy significativa. Dijo: "Hacía las cosas de manera muy distinta a los mayordomos que he conocido". Cuando me repitieron estas palabras, comprendí que mis sospechas se confirmaban por completo.

»Ahora bien, el caso de sir Bartholomew era distinto por completo. No es lógico creer que sir Charles llegara a engañarlo. Por lo tanto, el doctor Strange estaba enterado de quién era su mayordomo. Tenemos varias pruebas de esto. Una de ellas la notó enseguida Satterthwaite. Se trataba de la broma que el médico le gastó al mayordomo, cosa insólita en él, diciéndole: "Eres un mayordomo de primera, Ellis". Solo se comprende que sir Bartholomew hablara así a un criado en el caso de que ese criado fuese sir Charles y el otro estuviera en el secreto.

»Sin duda la personificación de Ellis se trataba de una broma convenida entre ambos, acaso fuese una apuesta y, al final de la cena, descubrirían a los invitados la verdadera personalidad del mayordomo que les había estado sirviendo. Así se explica el buen humor de sir Bartholomew y su anuncio de una sorpresa. Fíjense que, en el caso de que cualquiera de los invitados hubiese reconocido al mayordomo, sir Charles hubiera estado aún a tiempo de retirarse y entonces nada hubiera ocurrido. Todo se reduciría a una broma entre los dos amigos. Pero nadie reconoció al mayordomo con sus patillas, sus ojos oscurecidos por la belladona y la marca en la muñeca. Una idea sutil esa de la marca de nacimiento, pero que falló debido a lo poco que la gente se fija en esas cosas. Dicha mancha estaba destinada a completar la personalidad de Ellis y, durante todos aquellos días, ¡nadie se fijó en ella! La única que la notó fue la señorita Wills, que más que una mujer es un lince.

»¿Qué ocurrió después? Sir Bartholomew murió. Esta vez, la muerte no se consideró natural e intervino la policía. Interrogaron a Ellis y a todos los demás que estaban en la casa. Aquella misma noche, Ellis salía por el pasadizo secreto y, dos días más tarde, se paseaba por los jardines de Montecarlo dispuesto a asombrarse con la noticia de la muerte de su amigo.

»Esto era teoría, nada más. Yo no tenía ninguna prueba, si bien todo lo ocurrido confirmaba mis sospechas. Mi castillo de naipes estaba perfecta y sólidamente construido. Lo de las cartas de chantaje que se descubrieron en la habitación del mayordomo no indicaba nada, puesto que fue el mismo sir Charles quien las descubrió.

»Tenemos luego lo de la supuesta carta de Strange a Manders, diciéndole que hiciese ver que le había ocurrido un accidente. ¿Había algo más sencillo para sir Charles que escribirla en nombre de su amigo? Si Manders no hubiese destruido la carta, sir Charles, en su papel de mayordomo, lo habría hecho al cepillar el traje del joven. Precisamente aprovechó aquel servicio para meter en la cartera de Oliver el recorte de periódico.

»Y ahora, vayamos a la tercera víctima, la señora de Rushbridger. ¿Cuándo oímos hablar de esa señora por primera vez? Pocos momentos antes de aquellas palabras de sir Bartholomew a Ellis diciéndole que era un perfecto mayordomo. Por lo tanto, era preciso a toda costa alejar la atención de todos respecto al proceder de sir Bartholomew, que implicaba cierta familiaridad con un criado. Después, sir Charles, en sus funciones detectivescas, preguntó enseguida cuál era el recado que Ellis le dio al médico. Inmediatamente, sir Charles procura atraer sobre aquella mujer desconocida toda la atención, apartándola del mayordomo. Por eso fue al sanatorio a interrogar a la directora. Utiliza a la señora de Rushbridger como una pista falsa.

»Pasemos a examinar el papel desempeñado por la señorita Wills en este drama. Esta señorita tiene una personalidad muy curiosa. Es uno de esos seres que pasan inadvertidos en todas partes. No es guapa, ni ingeniosa, ni simpática. Se venga del mundo con su pluma. Tiene el arte de saber reproducir en el papel los caracteres. No sé si hubo algo en el mayordomo que llamó la atención de la señorita Wills, pero estoy seguro de que ella fue la única persona en la mesa que se fijó en él. A la mañana siguiente, su insaciable curiosidad le hizo husmear por todos los rincones de la casa. Entró en la habitación de los Dacres e invadió los dominios de la servidumbre, sin duda por intuición.

»Era la única que inquietaba un poco a sir Charles. Por eso quiso ser él quien la interrogara. Al final de la entrevista, estaba ya tranquilo y muy satisfecho de que ella hubiese advertido la marca en la muñeca del mayordomo cuando, de pronto, ocurrió la catástrofe. No creo que hasta aquel momento la señorita Wills asociase a Ellis, el mayordomo, con Cartwright. Sin duda notó que Ellis se parecía a alguien, pero sin poder concretar quién. Como ya he dicho, era muy observadora y, cuando el mayordomo le presentó las fuentes con la comida, ella se fijó, no en su rostro, sino en las manos que sostenían la fuente.

»No se le ocurrió entonces que Ellis fuera sir Charles, pero mientras él estaba hablando, se dio cuenta de repente de que sir Charles era Ellis. Por eso le pidió que le ofreciera la bandeja. No para descubrir si la marca estaba en la muñeca izquierda, sino para estudiar sus manos. ¡Y las manos de sir Charles sostenían la bandeja de la misma forma que Ellis!

»Así fue cómo descubrió la verdad, pero se trata de una mujer muy particular y guardó para sí su descubrimiento. Tal vez no estuviera segura de que sir Charles había asesinado a su amigo. Se había disfrazado de mayordomo, es verdad, pero eso no quería decir que hubiera de ser por fuerza un asesino. Muchos inocentes guardan silencio a veces porque hablar les colocaría en una situación desagradable y difícil, hasta llegarles a producir serios perjuicios.

»Como ya he dicho, la señorita Wills se guardó para ella su descubrimiento. Pero sir Charles estaba muy inquieto. No le había gustado nada aquella expresión de malicia satisfecha que advirtió en el rostro de la escritora al salir de la habitación. Ella sabía algo. ¿Qué era? ¿Le afectaba? No podía estar seguro. Desde luego, comprendió que era algo relacionado con Ellis. Primero, Satterthwaite. Después, la señorita Wills. Era preciso apartar la atención de aquel punto y enfocarlo hacia otra parte. Y pensó un audaz y sencillo plan con el cual pensaba desconcertar a todos.

»El día de mi fiesta, sir Charles debió de levantarse temprano para ir a Yorkshire. Allí, vestido con harapos, entregó el telegrama a un muchacho para que lo enviara. Después, volvió a la ciudad a tiempo de desempeñar el papel que yo le había señalado en mi drama. Pero aún hizo otra cosa: envió una caja de bombones a una mujer a quien nunca había visto y de la cual no sabía nada.

»Ya saben ustedes lo que ocurrió aquella tarde. Por la inquietud de sir Charles, yo estaba casi seguro de que la señorita Wills tenía algunas sospechas. Cuando sir Charles interpretó "su escena de la muerte", yo estuve observando el rostro de la señorita Wills y vi su expresión de asombro. Entonces comprendí que la señorita Wills sospechaba que sir Charles era el asesino y, al ver que a su vez caía envenenado como los demás, creyó que sus deducciones habían sido equivocadas.

»Pero si la señorita Wills sospechaba de sir Charles, la señorita Wills estaba en peligro. Quien ha matado ya dos veces no vacilaría en matar de nuevo. Entonces yo hice una advertencia. Luego, aquella misma noche, hablé por teléfono con la señorita Wills y, por consejo mío, a la mañana siguiente se fue de su casa sin decir adonde iba. Desde entonces ha vivido en un hotel. Que yo tenía razón al temer por su vida lo prueba el hecho de que sir Charles fuera a Tooting la tarde siguiente a su regreso de Gilling. Pero llegó tarde: el pájaro había volado.

»Entretanto, desde su punto de vista, el plan había salido bien. La señora de Rushbridger, que según el telegrama tenía algo importante que contarnos, murió asesinada antes de que pudiera hablar. ¡Qué dramático! ¡Qué novelesco! De nuevo entraba en el juego la tramoya teatral con todos sus efectivos.

»Pero yo, Hércules Poirot, no me llevé ninguna desilusión. Satterthwaite dijo que habían asesinado a la mujer para que no hablara. Yo asentí. Él siguió diciendo que la habían matado antes de que pudiera decirnos lo que sabía. Y ya entonces le contesté: "O lo que no sabía". Estoy seguro de que esto le extrañó. En aquel momento, debía haber descubierto la verdad. La señora de Rushbridger fue asesinada porque no podía decirnos nada. Porque no tenía nada que ver con el crimen. Para serle de alguna utilidad a sir Charles tenía que morir. Por eso la señora de Rushbridger, una inocente extranjera, fue asesinada.

»Sin embargo, con ese aparente triunfo, sir Charles cometió un error propio de un niño. El telegrama fue enviado a mi nombre, al hotel Ritz, siendo así que la señora de Rushbridger no sabía una palabra de que yo intervenía en el asunto. En aquel pueblo nadie lo sabía. ¡Fue un error increíble!

»Eh bien, ya conocía la identidad del asesino, pero me faltaba conocer el motivo del primer crimen.

»Reflexioné y, de nuevo, más claro que nunca, comprendí que la muerte de sir Bartholomew era el crimen que interesaba verdaderamente al asesino. ¿Qué razón podía tener Cartwright para asesinar a su amigo? ¿Qué motivo tendría para ello? Después de meditar mucho, lo encontré.

Se oyó un profundo suspiro. Cartwright se levantó y se acercó a la chimenea. Allí, con los brazos en jarras, miró altivo a Poirot. Su actitud, Satterthwaite así lo hubiera dicho, era la de aquella escena en que lord Eaglemount mira con desprecio al canallesco procurador que ha conseguido formular contra él una acusación de fraude. Irradiaba dignidad y desprecio.

—Tiene usted una imaginación extraordinaria, monsieur Poirot. En todo lo que ha dicho, no hay una sola palabra de verdad. ¿Cómo se las ha arreglado para componer esa sarta de mentiras? No lo sé. Pero siga, me interesa. ¿Qué motivo tendría yo para asesinar a un hombre al que conocía desde la infancia?

Poirot, el pequeño burgués, miró al aristócrata. Habló despacio, pero con firmeza.

—Sir Charles, los belgas tenemos un proverbio que dice: «Cherchez la femme». Ahí fue donde encontré yo el motivo. Le había visto a usted con la señorita Lytton Gore. Era evidente que usted la amaba con esa terrible y absorbente pasión que a los hombres maduros suelen inspirarles las jovencitas.

»Usted la amaba y ella, como observé, sentía por usted la misma admiración que por un héroe. No tenía más que hablar y hubiera caído en sus brazos. Sin embargo, usted no habló. ¿Por qué?

»Le dijo a su amigo, Satterthwaite, que era usted muy torpe y que no se daba cuenta del amor que por usted sentía su amada. De ese modo, quería usted hacerle creer que suponía a la señorita Lytton Gore enamorada de Manders. Pero yo sé, sir Charles, que un hombre de mundo como usted, con su larga experiencia galante, no puede equivocarse con las mujeres. Sabía pues perfectamente lo que sentía la señorita Lytton Gore. Entonces, ¿por qué no se casaba con ella, si estaba usted deseando hacerlo?

»Indudablemente, debía haber algún obstáculo. ¿Qué obstáculo era ese? No podía ser otro que el de estar ya casado. Sin embargo, todos le creían soltero. El matrimonio, por lo tanto, debió celebrarse cuando usted era muy joven, antes de llegar a ser un actor famoso.

»¿Qué le pasó a su mujer? Si vivía aún, ¿cómo no se sabía nada de ella? Si se trataba de una separación, había un remedio, el divorcio. En el caso de que fuera católica, o bien de las que desaprueban el divorcio, se la conocería a pesar de vivir separada de usted desde hacía tiempo.

»Pero hay dos tragedias para las cuales la ley no concede ninguna solución. La mujer con quien usted se casó podría estar cumpliendo una sentencia en alguna cárcel, o bien estar en un manicomio. En ninguno de esos dos casos obtendría usted el divorcio.

»Si eso había ocurrido en su juventud, nadie estaría enterado de ello y, por lo tanto, podría casarse con la señorita Lytton Gore sin confesarle la verdad. Bien, ahora supongamos que lo sabía una persona, un amigo que le conocía de toda la vida: sir Bartholomew. Strange era un médico honrado. Sin duda sentía por usted una gran piedad y quizá hubiera visto con buenos ojos que tuviera una amante, pero no habría consentido su bigamia ni que engañara a una inocente. Para llegar a casarse con la señorita Lytton Gore, sir Bartholomew debía ser eliminado.

Sir Charles se echó a reír.

—¿Y el pobre Babbington? ¿Es que también él estaba enterado?

—Eso fue lo que creí al principio. Pero enseguida vi que no había ninguna prueba que confirmase mi suposición. Además, me encontraba de nuevo con el obstáculo que mencioné antes: aun siendo usted quien echó la nicotina en el cóctel, no le habría sido posible en modo alguno hacérselo tomar en aquellos momentos a una persona determinada.

»Este era mi rompecabezas cuando, de pronto, una palabra que pronunció la señorita Lytton Gore me dio la solución.

»El veneno no estaba destinado precisamente al señor Babbington, sino a cualquiera de los invitados con tres excepciones: la señorita Lytton Gore, a la que ya se cuidó usted de entregar una copa inofensiva, usted y Strange, quien, como usted sabía, no probaba los cócteles.

Satterthwaite, horrorizado, lanzó un grito.

—¡Eso es una barbaridad! ¿Qué es lo que pretendía? ¡No tiene sentido!

Poirot se volvió hacia él. En su voz había un tono de triunfo.

—¡Ya lo creo que lo tiene! ¡Y muy curioso! Es la primera vez en mi vida que me encuentro ante un motivo semejante para un crimen. El asesinato de Babbington no era más que un ensayo general.

—¿Qué?

—Sí, sir Charles era un actor y seguía sus inclinaciones teatrales. Ensayó su crimen antes de cometerlo. Ninguna sospecha recaería sobre él. La muerte de ninguno de los que estaban allí le beneficiaría. Además, como ya hemos comprobado, no se podría probar que hubiera envenenado a una persona determinada. El ensayo, amigos míos, salió muy bien. Babbington muere y nadie sospecha nada. Tiene que ser sir Charles quien induce a los demás a sospechar y siente una gran alegría al ver que no le queremos tomar en serio. La sustitución de la copa se llevó también a cabo sin el menor tropiezo. Podía estar seguro de que, cuando llegase la hora de actuar de verdad, todo saldría a la perfección.

»Como ya saben ustedes, los hechos tomaron un rumbo distinto. En la segunda fiesta se hallaba presente un médico, quien inmediatamente sospechó que se trataba de un envenenamiento. Fue entonces cuando sir Charles trató por todos los medios de dar importancia a la muerte de Babbington. Era preciso que se considerara la muerte de sir Bartholomew como una consecuencia del primer asesinato. Toda la atención debía ser dirigida hacia el motivo de la muerte de Babbington y no hacia alguno para cometer el asesinato del doctor Strange.

»Pero hay una cosa en la que sir Charles no se fijó. La eficiencia de la señorita Milray. Ella sabía que su jefe tenía la afición de hacer experimentos químicos en la torre del jardín. La secretaria había pagado una factura de una solución de nicotina para rociar los rosales y advirtió que una parte del líquido había desaparecido sin saber cómo. Cuando leyó que el señor Babbington había muerto envenenado con nicotina, llegó enseguida a la conclusión de que sir Charles había extraído el alcaloide puro de la disolución para los rosales.

»La señorita Milray no sabía qué hacer, había conocido al clérigo Babbington siendo una chiquilla y, por otra parte, estaba enamorada profunda e intensamente, como solo puede estarlo una mujer fea, de su jefe.

»Al fin, se decidió a destruir los aparatos de sir Charles. Éste estaba tan seguro de su éxito que nunca lo creyó necesario. La señorita Milray se marchó a Cornualles y yo la seguí.

Sir Charles se echó a reír otra vez. Parecía más que nunca un gran señor a quien un ratoncito se hubiera atrevido a molestarle.

—¿Son unos viejos cacharros de química todas las pruebas que usted posee? —preguntó desdeñoso.

—No. Aquí está su pasaporte indicando las fechas en que usted volvió y salió de Inglaterra. Y luego está la prueba de que en el manicomio de Harverton County hay una mujer llamada Mary Mugg, esposa de Charles Mugg.

Durante todo el relato, Egg había permanecido inmóvil y silenciosa como una estatua. Por fin se movió. Un ligero grito, casi un ahogado quejido, salió de sus labios.

Sir Charles se volvió hacia ella en un gesto teatral.

—Egg, tú no creerás ni una palabra de esa absurda historia, ¿verdad?

Y se echó a reír.

Egg avanzó despacio, como hipnotizada. Fijó una interrogadora y angustiosa mirada en los ojos de su amado. De pronto, antes de llegar a él, vaciló, cerró los ojos, pareció buscar algo donde apoyarse y, al fin, lanzando un grito, cayó de rodillas ante Poirot.

—Pero... ¿es verdad? ¿Es verdad eso?

El detective puso sus manos en los hombros de la joven y dijo cariñosamente:

—¡Es verdad, mademoiselle!

El silencio solo era quebrado por los sollozos de la muchacha. En unos momentos, sir Charles envejeció varios años.

—¡Maldito sea! —gritó.

En toda su carrera teatral jamás había salido de sus labios una maldición tan espontánea. Luego, abandonó la habitación.

Satterthwaite se levantó de la silla, pero Poirot movió la cabeza.

—¡Va a escapar! —gritó Satterthwaite.

—No, solo quiere efectuar un mutis definitivo. Uno lento, ante los ojos del mundo, o el rápido de los escenarios.

Se abrió poco a poco la puerta y alguien entró en la habitación. Era Manders. Su habitual expresión de hastío había desaparecido. Estaba muy pálido y demacrado.

Poirot se inclinó sobre la joven.

—Vamos, mademoiselle —dijo con suavidad—, aquí tiene a un amigo que la llevará a su casa.

Egg se levantó. Miró hacia Oliver, pero tardó unos segundos en verlo. Al fin, se acercó a él vacilante.

—¡Oliver, llévame a casa, llévame con mamá! Anda, vamos.

El joven le rodeó el talle cariñosamente con el brazo y la condujo hasta la puerta.

—Sí, Egg, vamos con tu madre.

Las piernas de la muchacha le temblaban tanto que casi no podía caminar. Entre Oliver y Satterthwaite la sostenían. Al llegar junto a la puerta, hizo un esfuerzo y se desprendió de ellos.

—Ya estoy bien —anunció.

A un gesto de Poirot, Oliver volvió a entrar en la habitación.

—¡Sea bueno con ella! —le dijo el detective.

—Lo seré. Ella es lo que más quiero en el mundo. Mi amor por Egg me ha convertido en un ser amargado y cínico. Pero ahora seré otro. Estoy dispuesto a esperar y quizá algún día no muy lejano...

—Lo creo. Estoy seguro de que ya empezaba a quererlo cuando llegó el artista y la deslumbró. La admiración por un héroe es un peligro para las jóvenes. Algún día, Egg se enamorará de un amigo y entonces edificará su felicidad sobre una roca.

Miró sonriente al joven, mientras este salía de la habitación.

Inmediatamente después, entró Satterthwaite. Parecía satisfecho.

—Poirot, ¡es usted un hombre realmente maravilloso!

—No es nada más que una tragedia en tres actos y ahora acaba de caer el telón.

—Perdone, pero... —empezó Satterthwaite, pero Poirot le interrumpió.

—¿Quiere usted que le aclare algo?

—Sí. Quisiera saber una cosa.

—Diga.

—¿Por qué unas veces habla correctamente el inglés y otras no?

Poirot se echó a reír.

—Se lo voy a explicar. Es verdad que soy capaz de hablar el inglés correctamente. Pero, amigo mío, hablar mal el idioma de ustedes es muy útil en mi profesión. La gente le desprecia a uno diciendo: «Extranjero, ni siquiera sabe hablar inglés». Yo no pretendo que mi presencia intimide a nadie. Al contrario, me gusta parecer ridículo ante todos. Además, procuro hacerme el fanfarrón para que el compatriota de ustedes piense: Un sujeto tan jactancioso no puede valer gran cosa. Este es el punto de vista inglés, pero está equivocado. Inspirando confianza a los culpables, ellos mismos se descubren. Además, hablar así se ha convertido para mí en una costumbre.

—Es usted más astuto que una serpiente. —opinó Satterthwaite. Calló durante unos instantes, como reflexionando sobre el caso, y añadió—: Creo que mi papel en este asunto no ha sido muy brillante.

—Al contrario. Usted fue quien se dio cuenta de ese importante detalle de las palabras que sir Bartholomew le dijo al mayordomo; usted descubrió el poder de observación de la señorita Wills. En realidad, habría llegado a resolver usted solo el misterio, a no ser porque su espíritu tiende a lo dramático.

Satterthwaite quedó encantado ante aquella insinuación.

De pronto, le asaltó una idea.

—¡Dios mío! —gritó—. ¡Ahora que lo pienso! ¡El cóctel envenenado por ese canalla podría habérselo bebido cualquiera! ¡Incluso yo mismo!

—Hay algo más terrible que usted no ha tenido en cuenta —dijo Poirot.

—¿El qué?

—Que podría habérmelo tomado yo —contestó el detective.

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