Capítulo XI



Poirot da una fiesta

Poirot escuchaba atentamente, sentado en un cómodo sillón de su habitación del Ritz.

Egg estaba apoyada en el respaldo de una silla, sir Charles frente a la chimenea y Satterthwaite, sentado un poco más lejos, observaba el grupo.

—Es un fracaso absoluto —opinó Egg.

—No, exagera usted. En lo que se refiere al señor Babbington, no han conseguido gran cosa, es verdad, pero han logrado otras informaciones muy sugerentes —le corrigió Poirot.

—La señorita Wills sabe algo —afirmó sir Charles—. Juraría que está enterada de algo importante.

—El capitán Dacres tampoco tiene la conciencia muy tranquila. Y la señora Dacres tiene una apremiante necesidad de dinero. Sir Bartholomew frustró la posibilidad de conseguir lo que necesitaba.

—¿Qué le parece el relato del joven Manders? —preguntó Satterthwaite.

—Muy curioso, todo ello muy impropio de Strange.

—¿Quiere usted decir que es mentira? —intervino sir Charles.

—Hay tantas clases de mentiras —contestó Poirot—. Esa señorita Wills ha escrito una obra para la señorita Sutcliffe, ¿verdad?

—Sí. Se estrenará el próximo viernes por la noche.

—¡Ah!

Guardó otra vez silencio.

—Díganos qué es lo que debemos hacer ahora —le apremió Egg.

—Solo una cosa: pensar.

—¿Pensar? —exclamó la joven. En su voz había cierto tono de disgusto.

—Eso mismo. ¡Pensar! Con el pensamiento se alcanzan a resolver todos los problemas.

—¿No podemos hacer algo?

—A usted solo le gusta la acción, ¿verdad, mademoiselle? Claro que todavía hay cosas que hacer. Tenemos, por ejemplo, ese pueblo, Gilling, donde el señor Babbington vivió durante muchos años. Puede usted investigar allí. Según me ha dicho, la madre de la señorita Milray vive allí y está paralítica. Una paralítica suele enterarse de todo. Oye todo lo que se dice y no olvida nada. Interróguela y quizá saque algo en limpio, ¿quién sabe?

—¿Usted no va a hacer nada? —insistió Egg.

—¿Hace usted hincapié en que debo ser más activo? Eh bien, se hará lo que usted desea. Solo que no saldré de este lugar. Estoy muy bien aquí. Pero voy a contarle lo que haré. Daré una fiesta. Eso es muy elegante, ¿verdad?

—¿Una fiesta?

Précisément, y a ella invitaré a la señora Dacres, a su marido, a la señorita Sutcliffe, a la señorita Wills, al señor Manders y a su encantadora madre, mademoiselle.

—¿Y a mí?

—Claro, a usted también. Todos los que están aquí presentes quedan incluidos en la invitación.

—¡Hurra! —gritó Egg—. No me ha defraudado usted, monsieur Poirot. Algo importante ocurrirá en esa fiesta, ¿verdad que sí?

—Ya lo veremos. Pero no se haga demasiadas ilusiones. Ahora déjeme un momento con sir Charles, quiero pedirle consejo sobre algunos asuntos.

Mientras Egg y Satterthwaite aguardaban junto al ascensor, la joven dijo, arrobada:

—¡Es estupendo, parece una novela de misterio! Estarán en la fiesta todos los sospechosos y, al final, monsieur Poirot descubrirá al culpable.

—¡Ojalá! —contestó Satterthwaite.

La fiesta tuvo lugar el lunes por la tarde. Todos acudieron a la invitación. La encantadora e indiscreta señorita Sutcliffe se echó a reír mientras dirigía una mirada a su alrededor.

—Parece el salón de una araña, monsieur Poirot. Todos hemos acudido como moscas. Estoy segura de que va usted a hacernos un maravilloso resumen de esos crímenes y que luego, de pronto, señalándome a mí, dirá: «Ella es la culpable». «Sí», repetirán los demás, «ella los mató». Entonces yo me echaré a llorar y, como soy muy sugestionable, confesaré que soy la criminal. Oh, monsieur Poirot, estoy muy asustada.

Quelle histoire! —exclamó Poirot mientras servía el jerez. Le ofreció una copa—. Esta es una reunión amistosa. No hablemos de asesinatos, matanzas ni veneno. La, la! Esas cosas estropean el paladar.

Ofreció una copa a la señorita Milray, que había acompañado a sir Charles y estaba de pie con una terrible expresión en la cara.

Voila!—exclamó cuando hubo terminado de servirla—. Olvidemos la ocasión en que nos conocimos. Comamos y bebamos alegremente, tal vez mañana habremos muerto. Ah, malheur! He vuelto a nombrar la muerte. Señora —se inclinó ante la señora Dacres—, me permito desearle suerte y felicitarla por el traje tan bonito que lleva.

—Ésta por ti, Egg —dijo sir Charles.

—¡Salud! —dijo Freddie Dacres.

Todos hablaban. Había un ambiente de forzada alegría, todo el mundo trataba de aparentar alegría y despreocupación, pero el único que estaba alegre de verdad era Poirot.

—Prefiero mil veces el jerez a los cócteles, mil millones de veces al whisky. Ah, quelle horreur el whisky! Bebiendo whisky se destroza uno el paladar. Para apreciar los delicados vinos de Francia, nunca, absolutamente nunca... ¡Ah! Qu'est-ce qu'ily a?

Un extraño sonido, algo así como un grito ahogado, le interrumpió. Todos se volvieron hacia sir Charles, quien, con el rostro convulso, se había puesto en pie. De sus manos se escurrió la copa que sostenía, dio unos pasos vacilantes y al fin se desplomó.

Durante unos segundos, reinó en la habitación un profundo silencio. Luego, Angela lanzó un grito, mientras Egg se inclinaba sobre el caído.

—¡Charles! —gritó—. ¡Charles!

Satterthwaite la sostuvo.

—¡Dios mío! —exclamó lady Mary—. ¡Que no sea otro crimen!

—¡También ha sido envenenado! —sollozó la actriz—. ¡Esto es espantoso, Dios mío, esto es espantoso!

Se desplomó sobre el sofá, histérica.

Poirot se había hecho cargo de la situación y estaba arrodillado junto al caído. Los demás, puestos en pie, aguardaban a que terminase el reconocimiento. Al fin, se levantó y se limpió mecánicamente los pantalones. Miró a su alrededor. Volvía a reinar un profundo silencio, quebrantado solo por los convulsivos sollozos de Angela Sutcliffe.

—Amigos míos... —empezó el detective.

Egg le interrumpió con violencia.

—¡Es usted un loco! Vea lo que ha conseguido con su absurda comedia. Es muy importante, muy listo, lo sabe todo y ha permitido que ocurriese esto. ¡Otro asesinato ante sus propias narices! Si hubiera dejado que las cosas siguieran su curso, esto no hubiera sucedido. Ha sido usted quien ha matado a Charles. Usted... usted...

Se detuvo, incapaz de encontrar la palabra apropiada.

Poirot movió la cabeza.

—Es verdad, mademoiselle, lo confieso. He sido yo quien ha matado a sir Charles. Pero soy un criminal muy particular. Puedo matar y puedo devolver la vida.

Se volvió y, con otro tono de voz, dijo:

—Lo ha hecho usted muy bien, sir Charles. ¡Le felicito! Será cuestión de levantar otra vez el telón.

El actor se levantó y, riéndose, se inclinó burlonamente. Egg lanzó un grito.

—¡Monsieur Poirot, es usted un... es un bruto!

—¡Charles —exclamó Angela—, eres el mismísimo diablo!

—Pero, ¿por qué?

—¿Por qué demonios?

—¿Cómo?

—Señoras y señores, les pido perdón por el susto que les he dado —dijo Poirot—. Esta pequeña farsa era necesaria para demostrarles a ustedes, y de paso demostrarme a mí mismo, un hecho que mi razón daba como cierto. Escuchen. Entre las copas de esta bandeja, he colocado una con una cucharada de agua, como si fuese nicotina. Las copas son iguales a las de sir Charles y sir Bartholomew. Debido al grueso del cristal, el líquido que se ha echado dentro no se distingue ya que es incoloro. Imaginemos, pues, la copa de oporto de sir Bartholomew; una vez colocada la bandeja en la mesa, alguien echó dentro de una copa una cantidad suficiente de nicotina pura. Esto estaba al alcance de cualquiera: el mayordomo, la camarera o alguno de los invitados o invitadas, que bajó un momento y entró en el comedor cuando no había nadie. Llegan los postres, se sirve el oporto, la copa se llena y sir Bartholomew bebe y muere. Esta noche hemos simulado una tercera tragedia: le pedí a sir Charles que hiciese el papel de víctima y lo ha hecho a la perfección. Ahora, supongamos por un momento que no se trata de una farsa, sino de algo real. Sir Charles ha muerto. ¿Qué es lo primero que haría la policía?

—Pues coger la copa, desde luego —señaló Angela, e indicó el lugar donde esta había caído—. Usted no ha puesto más que agua, pero si llega a ser nicotina...

—Supongamos que fuera nicotina —Poirot empujó la copa con la punta del pie—. ¿Cree usted que la policía haría analizar la copa y que encontrarían en ella restos de nicotina?

—Seguro.

Poirot negó lentamente con la cabeza.

Todos le miraron.

—Vean, esa copa no es la de sir Charles —anunció y, sonriendo orgulloso, sacó otra del bolsillo—. La copa de sir Charles es esta. Se trata, como ustedes ven, de la teoría de los juegos de manos. La atención no puede estar en dos sitios a la vez. Para hacer mi truco he necesitado atraer la atención de todos hacia otro lugar. Bien, pues basta un momento especial, psicológico. Cuando sir Charles cae muerto, todos tratan de aproximarse al caído y nadie, nadie en absoluto, mira a Hércules Poirot, quien en aquel momento cambia las copas y nadie lo nota. Esto, como ustedes ven, demuestra mi teoría. Un momento así tuvo lugar en Crow's Nest y otro en la abadía de Melfort. Por eso no se encontró nada en la copa del cóctel ni en la del oporto.

—¿Quién hizo el cambio, entonces? —preguntó Egg.

—Eso todavía hemos de descubrirlo.

—¿No lo sabe?

El detective se encogió de hombros.

Los invitados empezaron a mostrar deseos de marcharse. Sus maneras se volvieron frías al comprender que se habían burlado de ellos. Poirot los detuvo.

—Un momento, por favor. Tengo que decirles una cosa más. Esta tarde hemos hecho una comedia. Pero esta comedia podría repetirse dentro de poco y convertirse en una tragedia. Tal vez el asesino lo hará por tercera vez. Me dirijo a todos los aquí presentes. Si alguno de ustedes sabe algo que pueda ser de utilidad a la policía, le ruego que hable ahora. Guardar silencio en estos momentos resultaría peligroso, tanto, que la muerte sería el resultado de ese silencio. Repito otra vez que si alguien sabe algo, que lo diga ahora mismo.

A sir Charles le hizo el efecto que el requerimiento de Poirot iba dirigido especialmente a la señorita Wills. Si fue así, no obtuvo ningún resultado. Nadie dijo una palabra. Con un suspiro, Poirot dejó caer la mano.

—¡Que sea lo que Dios quiera! Yo ya les he avisado, no puedo hacer nada más. Recuerden que callar es peligroso.

Los invitados se fueron retirando.

Egg, sir Charles y Satterthwaite se quedaron.

Egg no había perdonado a Poirot. Estaba sentada, silenciosa, con el rostro como la grana y expresión iracunda en los ojos. No miraba para nada a sir Charles.

—Ha sido un trabajo condenadamente limpio, Poirot —dijo Cartwright.

—¡Asombroso! —exclamó Satterthwaite—. Nunca hubiera creído que se pudiese hacer ese cambio ante mi vista sin darme cuenta.

—Por eso no me confié a nadie. Solo así saldría bien el experimento.

—¿Ha sido esa la única razón que le ha impulsado a usted a planear esta comedia?

—Verá usted, no. Tenía otra.

—¿Sí?

—Deseaba ver la expresión de cierta persona en el momento en que sir Charles caía muerto.

—¿De quién? —preguntó Egg.

—¡Ah! Ese es mi secreto.

—¿Vigilaba usted a esa persona? —dijo Satterthwaite.

—Sí.

—¿Y bien?

El detective no contestó.

—¿No va usted a decirnos lo que vio?

—Vi una expresión de sorpresa.

Egg contuvo la respiración.

—¿Quiere usted decir que sabe quién es el asesino?

—Si así le place a usted, mademoiselle...

—Entonces, ¡es que ya lo sabe todo!

—No, al contrario, no sé nada. No sé por qué Stephen Babbington fue asesinado. Lo único que sé es que no puedo probar nada. Todo depende de eso, del motivo del asesino para matar a Stephen Babbington.

Llamaron a la puerta y entró un botones con un telegrama.

El detective lo abrió. La expresión de su rostro cambió instantáneamente. Tendió el telegrama a sir Charles.

Egg se apresuró a mirar por encima del hombro del actor. El telegrama decía lo siguiente:


Venga a verme enseguida, puedo proporcionarle valiosa información sobre la muerte de sir Bartholomew.

MARGARET DE RUSHBRIDGER


—¡La señora de Rushbridger! —gritó sir Charles—. Luego teníamos razón. Tiene algo que ver con el crimen.

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