Capítulo I



La señora Babbington

La señora Babbington se había trasladado a una casa de pescadores cerca del puerto. Esperaba a una hermana que llegaría de Japón dentro de seis meses. Hasta entonces, no podía hacer ningún plan para el futuro. Dio la casualidad de que la casa estaba desocupada y la alquiló por seis meses. La conmoción que recibió por la muerte de su marido fue demasiado brusca y no tuvo fuerzas para marcharse de Loomouth. Stephen Babbington y ella habían vivido en el pueblo durante diecisiete años. Todo aquel tiempo había transcurrido feliz y apacible para ellos, a pesar del dolor que les produjo la muerte de su hijo Robin. En cuanto a sus demás hijos, Edward estaba en Ceilán; Lloyd, en Sudáfrica y Stephen era tercer oficial en el Angolia. Escribían a su madre con frecuencia, pero no estaban en disposición de ofrecerle un hogar ni su compañía. Margaret Babbington estaba, pues, muy sola.

Lo que no significa que estuviese inactiva. Siempre estaba ocupada en la parroquia porque el nuevo vicario era soltero, y el resto del día lo pasaba en el jardín de su casa, cuidando las plantas. Era una mujer para quien las flores formaban parte de su vida.

Una tarde, mientras trabajaba en el jardín, oyó que abrían la verja y, al alzar la mirada se encontró con Cartwright y Egg.

Margaret no se sorprendió al ver a Egg. Sabía que la muchacha y su madre tenían que volver pronto, pero sí le extrañó verla acompañada de sir Charles. Había corrido el rumor de que se había ido del pueblo para siempre. Los periódicos publicaron la noticia de su marcha al sur de Francia. En el jardín de Crow's Nest se veía un letrero que rezaba: EN VENTA. Nadie, pues, esperaba el regreso de sir Charles.

La señora Babbington apartó un mechón que le caía sobre la sudorosa frente y luego se miró las manos llenas de tierra.

—Siento no darles la mano. Ya sé que debería trabajar con guantes. Algunas veces me los pongo, pero siempre acabo quitándomelos. Las cosas se hacen mucho mejor con las manos desnudas.

Les hizo entrar en la casa. El salón era pequeño, pero confortable. En las paredes colgaban fotografías y por todas partes se veían jarrones con crisantemos de diversos colores.

—¡Es una sorpresa verle a usted por aquí, sir Charles! Creí que se había marchado de Crow's Nest para siempre.

—Yo también lo creía, señora Babbington, pero a veces el destino es más fuerte que nosotros.

La viuda no contestó. Se volvió hacia Egg, quien se anticipó a la pregunta.

—No hemos venido solo de visita de cortesía. Sir Charles y yo tenemos que decirle algo muy importante. No quisiéramos apenarla.

La mujer miró muy seria a sus dos visitantes.

—Ante todo —dijo Cartwright—, me interesa saber si ha recibido usted alguna comunicación del Ministerio del Interior.

La señora Babbington asintió.

—Bueno, eso hará menos penoso lo que tenemos que decirle.

—¿Han venido ustedes por la orden de exhumación?

—Sí. Comprendo que para usted debe de ser una cosa muy triste.

El tono simpático de Cartwright serenó a la viuda.

—No crea usted que me emociona demasiado. Para mucha gente, la idea de la exhumación es algo espantoso. Sin embargo, no es el cuerpo muerto lo que importa. Mi pobre marido está ahora en un lugar mucho más apacible, donde nadie turbará su reposo. No, no ha sido eso lo que me ha conmovido, sino la idea, la terrible idea de que Stephen no muriese de muerte natural. ¡Parece imposible!

—Comprendo que le suceda esto. A nosotros nos pasó lo mismo al principio.

—¿Qué quiere decir con lo de «al principio», sir Charles?

—Pues que la misma noche en que murió su marido, sospeché que aquella muerte no era natural. Sin embargo, como a usted, la idea me pareció tan descabellada y absurda que la deseché inmediatamente.

—Yo también lo pensé —intervino Egg.

—¿Tú también? —La señora Babbington miró, extrañada, a la joven—. ¿Tú pensaste que alguien podía haber asesinado a mi marido?

Era tan grande la incredulidad que se reflejaba en su voz, que ninguno de los dos visitantes sabía cómo proseguir. Al fin, Cartwright volvió a tomar la palabra.

—Como usted sabe, señora Babbington, me marché al extranjero. Me encontraba en el sur de Francia, cuando leí en los periódicos que mi amigo sir Bartholomew Strange había muerto en circunstancias semejantes a las de su marido. Además, recibí una carta de la señorita Lytton Gore contándomelo todo.

Egg asintió.

—Se celebraba una fiesta. Egg estaba en ella y dice que ocurrió todo exactamente igual. Murió a los dos o tres minutos.

Margaret meneó la cabeza desconsolada y lentamente.

—No puedo comprenderlo. ¡Sir Bartholomew era un hombre tan bueno! ¿Quién desearía ningún mal a esos dos hombres? Tiene que ser una equivocación, no cabe duda.

—Se ha comprobado, sir Bartholomew murió envenenado.

—Entonces, ha sido cosa de un loco.

—Señora Babbington, quiero desentrañar el misterio que rodea a esas dos muertes. Quiero descubrir la verdad. Creo, pues, que no hay tiempo que perder. En cuanto la noticia de la exhumación se haga pública, nuestro criminal estará alerta. Supongamos, para ahorrarnos tiempo, que el resultado de la autopsia es que su marido murió envenenado. ¿Sabían ustedes algo sobre el empleo de la nicotina pura?

—Yo empleo una solución de nicotina para rociar los rosales. No sabía que fuese veneno.

—Supongamos que en los dos casos se empleara el alcaloide puro. Los envenenamientos por nicotina no son corrientes.

—No sé ni una palabra de eso. Sin embargo, creo que los grandes fumadores pueden terminar así.

—¿Fumaba su marido?

—Sí.

—Ahora, escúcheme bien. Usted ha demostrado incredulidad ante la sugerencia de que alguien pudiera desearle mal alguno a su marido. ¿Quiere decir con eso que no tenía ningún enemigo?

—Estoy segura de que Stephen no tenía enemigos. Todo el mundo le quería. A veces, la gente se burlaba un poco de él —Sus ojos se humedecieron—. ¡Le asustaban tanto las innovaciones! Pero todo el mundo le quería. Era imposible no querer a Stephen.

—Supongo que su marido no habrá dejado mucho dinero.

—No, casi nada. Stephen no era ahorrador. Enseguida lo gastaba todo. Yo siempre le reñía por eso.

—¿Tenía esperanzas de recibir alguna herencia? ¿Era, acaso, heredero de alguna propiedad?

—¡Oh, no! Stephen no tenía apenas familia, solo una hermana que está casada con un sacerdote en Northumberland, pero andan mal de dinero. Todos los demás murieron.

—No parece, pues, que haya nadie que se beneficiara económicamente con su muerte.

—No, desde luego.

—Volvamos otra vez a lo de los enemigos. Usted dice que no tenía ninguno, pero probablemente pudo tenerlos de joven.

—Lo creo muy improbable. Mi marido no era de naturaleza pendenciera. Se llevaba bien con todo el mundo.

—Perdone usted la pregunta. —Sir Charles carraspeó—. Cuando se casó con usted, ¿la quería algún otro hombre?

Hubo un perceptible parpadeo en los ojos de la viuda.

—Stephen era el vicario auxiliar de mi padre. Fue el primer hombre joven que vi cuando llegué a casa de regreso del colegio. Nos enamoramos enseguida. Estuvimos comprometidos durante cuatro años. Luego se fue a Kent y pudimos casarnos. Nuestro amor fue muy sencillo y muy feliz.

Ahora le tocó a Egg interrogarla.

—¿Cree usted, señora Babbington, que su marido había visto, antes de la fiesta, en alguna otra ocasión, a alguno de los invitados de sir Charles?

—¡Claro! Puesto que estaban ustedes, su madre y el joven Oliver Manders.

—Sí, pero quiero decir a alguno de los demás.

—Cinco años atrás habíamos visto los dos a Angela Sutcliffe en un teatro de Londres. Tanto Stephen como yo estábamos muy emocionados al saber que íbamos a verla de cerca.

—¿No la volvieron a ver después?

—No. Nunca habíamos tenido ocasión de tratar a ningún actor o actriz hasta que el señor Cartwright vino aquí, lo que causó mucho revuelo. No creo que sir Charles alcance a imaginar lo que su llegada aquí significó: un soplo de romanticismo en nuestras vidas.

—¿No conocía al capitán y a la señora Dacres?

—¿Aquel hombre que solo hablaba de caballos y la señora que llevaba un traje tan bonito? No. Ni tampoco a la otra mujer, esa que escribe obras de teatro. ¡Pobre muchacha, desentonaba!

—¿Está usted segura de que no había visto antes a ninguno de los invitados?

—Estoy completamente segura, como también lo estoy de que Stephen tampoco sabía quiénes eran. Siempre habíamos ido juntos a todas partes. No salíamos el uno sin el otro.

—¿Él no le dijo nada antes, nada en absoluto, de las personas que iban a encontrar en casa de sir Charles o bien cuando las vio? —insistió Egg.

—Antes no me dijo nada, excepto que esperaba pasar una velada divertida. Cuando llegamos allí, no tuvo tiempo.

El rostro de la mujer se descompuso.

—Perdóneme usted —dijo Cartwright rápidamente— por molestarla de esta manera. Pero es que estamos convencidos de que tiene que haber algún motivo. Si pudiéramos descubrirlo. Tiene que haber una razón que justifique ese horrible y absurdo crimen.

—Lo comprendo. Si fue un asesinato, debe existir algún motivo. Pero no lo conozco ni me imagino cuál puede ser.

Durante unos minutos, reinó un profundo silencio en el salón. Luego, Charles preguntó:

—¿Puede usted hacerme un breve resumen de la vida de su marido?

La mujer tenía una memoria privilegiada para recordar fechas. Las notas que tomó Cartwright fueron las siguientes:

Stephen Babbington, nacido en Islington, Devon, en 1868. Estudió en el colegio de St. Paul y después en Oxford. Recibidas las órdenes menores, ocupó una plaza en la parroquia de Hoxton, en 1891. Fue ordenado sacerdote en 1892. Desde 1894 a 1899 ejerció como vicario de Islington, Surrey, como auxiliar del reverendo Vernon Lorrimer. Se casó con Margaret Lorrimer en 1899 y pasó a ocupar la parroquia de Gilling, Kent. En 1916 fue trasladado a la de St Petroch, Loomouth.

—Espero que esto nos sirva para empezar. Creo que donde acaso obtengamos algo es en Gilling. Antes de ocupar esa parroquia, me parece muy improbable que anteriormente su marido llegara a conocer a ninguno de los que fueron invitados a mi fiesta.

La señora Babbington se estremeció.

—¿Cree usted de veras que alguno de ellos...?

—No me atrevo a pensar nada. Bartholomew vio y sospechó algo, y murió de la misma manera, y cinco...

—Siete —corrigió Egg.

—Sí, siete de los invitados estaban presentes también. Uno de ellos debe ser el culpable.

—¿Por qué? ¿Qué interés tendría ninguno de ellos en matar a Stephen?

—Eso —dijo sir Charles— es lo que estamos tratando de averiguar.

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