Capítulo I



Crow's Nest

El señor Satterthwaite, sentado en la terraza de Crow's Nest («nido del cuervo»), contemplaba cómo su anfitrión, sir Charles Cartwright, subía por el sendero que conducía al mar.

Crow's Nest era un bungalow de primera, sin entramados de madera, gabletes o cualquier otro adorno tan del gusto de los constructores de segunda. Era una construcción sólida, pintada de blanco y engañosa en cuanto al tamaño porque era realmente mucho más grande de lo que parecía. Debía su nombre a su situación, muy alta, sobre la bahía de Loomouth. Uno de los lados de la terraza, protegido por una sólida balaustrada, daba a un acantilado que caía hasta el mar. Crow's Nest distaba una milla de la ciudad. La carretera se alejaba de la costa y luego ascendía lenta y serpenteante muy por encima del nivel del mar. A pie se llegaba en siete minutos por el empinado sendero de los pescadores, camino por el que subía en aquellos momentos sir Charles Cartwright.

Sir Charles era un hombre de mediana edad, bien proporcionado y de rostro bronceado por el sol. Llevaba unos viejos pantalones de franela gris y un jersey blanco. Su paso era ligero y oscilante, y andaba con los puños cerrados. Nueve de cada diez personas dirían al verlo: «Marino retirado, el aspecto es inconfundible». La décima persona, sin duda más perspicaz, vacilaría un momento, extrañada por algo indefinible que se apreciaba en él. Y tal vez entonces recordara una escena: la cubierta de un buque, pero no de un buque de verdad, sino de uno cuya cubierta estaba acotada por unos pesados cortinajes. Sobre ella, un hombre, Charles Cartwright, se encontraba de pie, iluminado por una luz muy fuerte que no era la del sol. El balanceo del cuerpo y las manos semicerradas acaso le recordaran también la voz agradable y bien timbrada de un marino y caballero inglés, que decía: «No, señor, siento mucho no poder contestar esa pregunta».

Entonces caía el telón, se encendían las luces de la sala, la orquesta arrancaba con un ritmo sincopado y unas muchachas, con unos lazos exagerados en el pelo, voceaban: «¡Bombones! ¡Limonada!». El primer acto de La llamada del mar, con Charles Cartwright en el papel de comandante Vanstone, había terminado.

El señor Satterthwaite miró hacia abajo y sonrió.

Era un hombre menudo y enjuto, mecenas de las artes y el teatro, un esnob manifiesto pero agradable, a quien nunca dejaban de convocar a las fiestas de la alta sociedad. Su nombre aparecía invariablemente en toda lista de invitados. Además, tenía una viva inteligencia y era un gran observador. En aquel momento murmuró, moviendo la cabeza:

—No, realmente nunca me lo hubiese imaginado.

Sonaron unos pasos en la terraza y volvió la cabeza. El hombre fornido de pelo gris que cogió una silla y se sentó llevaba claramente impresa en el rostro, inteligente y bondadoso, las palabras «médico» y «Harley Street». Sir Bartholomew Strange había triunfado en su carrera. Era un famoso especialista en enfermedades nerviosas y acababan de hacerle caballero en la lista de distinciones conferidas en el día del cumpleaños del rey. Se acercó un poco más al señor Satterthwaite y le preguntó:

—¿Qué es lo que nunca se hubiese imaginado usted?

Satterthwaite, sonriendo, le señaló al hombre que subía a toda prisa por el camino del acantilado.

—Nunca hubiese creído que sir Charles pudiera permanecer feliz tanto tiempo en este exilio.

—¡Ni yo! —El médico soltó una carcajada—. Conozco a Charles desde la infancia. Estuvimos juntos en Oxford. Siempre ha sido igual: mejor actor en la vida privada que en el escenario. Charles siempre actúa, no puede evitarlo, es como su segunda naturaleza. No sale de una habitación sino que hace un mutis, y siempre tiene preparada una frase. Pero también le gusta cambiar de papel. Hace dos años se retiró de los escenarios diciendo que quería disfrutar de la tranquila vida rural y satisfacer su afición por el mar. Entonces se vino aquí y mandó construir esta casa, su idea de una casa modesta, y ya lo ve usted: tres cuartos de baño y todos los últimos adelantos. A mí me pasó lo mismo que a usted, Satterthwaite: nunca creí que esta nueva chifladura durase tanto. Después de todo, Charles es humano y necesita a su público. Dos o tres capitanes retirados, unas cuantas viejas y un cura no es suficiente auditorio. Pensé que su papel de tipo sencillo aficionado al mar no duraría más de seis meses. Francamente, creí que se cansaría pronto y que de aquí se iría a Montecarlo a interpretar el papel del hombre hastiado del mundo o el de un hacendado en Escocia. Charles es muy versátil.

El médico calló. Había sido una larga parrafada. En sus ojos se reflejaban el afecto y la diversión mientras contemplaba al amigo ignorante de sus comentarios. En un par de minutos estaría con ellos.

—Sin embargo —continuó sir Bartholomew—, es evidente que estábamos equivocados, pues su atracción por la vida sencilla persiste.

—Un hombre que dramatiza todos sus actos es malinterpretado a veces. Uno no lo toma en serio cuando es sincero.

—Sí —asintió el médico pensativo—, eso es verdad.

Sir Charles subió a la carrera los escalones que conducían a la terraza y saludó a sus amigos con un sonoro «¡Hola!».

—El Mirabelle se ha superado —exclamó—. Debió venir usted, Satterthwaite.

Este meneó la cabeza. Había sufrido ya demasiadas veces los efectos de cruzar el Canal con mal tiempo para hacerse ilusiones sobre la resistencia de su estómago. Aquella mañana, desde su dormitorio, había contemplado el Mirabelle.

Soplaba una fuerte brisa y Satterthwaite dio gracias a Dios fervorosamente por hallarse en tierra firme.

Sir Charles se acercó al ventanal del salón y pidió que trajeran las bebidas.

—Deberías haberme acompañado, Tollie. ¿Acaso no te pasas la vida en Harley Street diciendo a tus pacientes lo beneficioso que es pasar unas semanas junto al mar?

—La gran ventaja de un médico consiste en que él no está obligado a seguir sus propios consejos.

Charles se echó a reír. Inconscientemente, aún seguía interpretando el papel de lobo de mar. Era un hombre muy apuesto, bien proporcionado, de rostro enjuto y risueño. El toque de gris en las sienes le daba una gran distinción. Tenía el aspecto de lo que realmente era: en primer lugar, un caballero; luego, un actor.

—¿Has ido solo?

—No —sir Charles se volvió para coger la copa que le traía una doncella en una bandeja—. He tenido un tripulante. Para ser exacto, la joven Egg.

Algo en su voz hizo que Satterthwaite lo mirara con viveza.

—¿La señorita Lytton Gore? Es una navegante muy experta, ¿verdad?

Charles se echó a reír con un deje de pesar.

—Consigue que me sienta como un marinero de agua dulce, pero gracias a ella aprendo.

Mil ideas cruzaron por la mente de Satterthwaite. Me pregunto si Egg Lytton Gore... Tal vez sea por esto por lo que él no se ha cansado aún... Está en una edad peligrosa... A esas alturas de la vida siempre hay una muchacha que...

—¡El mar! —continuó el actor—. No hay nada comparable. ¡Oh, sí! El sol, el viento, el mar y la humilde choza que es tu hogar.

Contempló encantado la casa blanca que estaba a su espalda, con tres cuartos de baño, agua caliente y fría en todos los dormitorios, lo más nuevo en calefacción central, luces y aparatos eléctricos de todo tipo, y una servidumbre formada por doncella, ama de llaves, cocinera y pinche de cocina. Realmente, la interpretación que sir Charles daba a la vida sencilla era un poco exagerada.

Una mujer alta y muy fea salió de la casa y se acercó a ellos.

—Buenos días, señorita Milray.

—Buenos días, sir Charles —Inclinó la cabeza ante los otros dos caballeros a modo de saludo—. Le traigo el menú de la cena por si desea usted cambiar algo.

Sir Charles lo cogió y murmuró:

—Vamos a ver: «Melón, consomé frío, filetes de lenguado, becada, soufflé surprise, canapés Diana...». No, está todo muy bien, señorita Milray. Los invitados llegarán en el tren de las cuatro y media.

—Ya he mandado a Holgate que vaya a la estación. A propósito, sir Charles, si no tiene usted inconveniente, sería mejor que yo cenase con ustedes esta noche.

Él la miró asombrado, pero al fin dijo cortésmente:

—Con mucho gusto, señorita Milray, pero...

La señorita Milray explicó lentamente el porqué de su propuesta.

—Si yo no ceno con ustedes, sir Charles, serán trece a la mesa y hay mucha gente supersticiosa.

Por el tono de su voz se deducía que ella no tendría el menor problema en sentar a trece personas a cenar durante toda su vida.

—Creo que todo está arreglado —siguió el ama de llaves—. También le he dicho a Holgate que vaya a buscar con el coche a lady Mary y los Babbington. ¿Desea el señor algo más?

—No. Eso es todo.

La mujer se retiró con una cierta sonrisa altiva.

—¡Esta sí que es una mujer notable! —proclamó sir Charles—. A veces tengo miedo de que aparezca y me cepille los dientes.

—Es la eficiencia personificada —convino Strange.

—Hace seis años que está a mi servicio —explicó sir Charles—. Primero, en Londres, como secretaria, y luego aquí, como una especie de gobernanta o ama de llaves. Lo organiza todo con la precisión de un reloj. Lo terrible es que me va a dejar.

—¿Por qué?

—Dice —sir Charles arrugó la nariz en señal de duda— que su madre ha quedado inválida. Yo no lo creo. Esta clase de mujeres no tienen madre. Para mí que surgen por generación espontánea de alguna máquina. No, no, hay algún otro motivo.

—Seguramente —manifestó el médico— será porque la gente murmura.

—¿Que la gente murmura? —El actor se mostró asombrado—. ¿De qué puede murmurar?

—Mi querido Charles, sabes muy bien lo que es la murmuración.

—¿Quieres decir que hablan de nosotros dos? ¿Con esa cara y a su edad?

—Debe de tener unos cincuenta años.

—Creo que no —reflexionó Charles—. Pero, hablando en serio, Tollie, ¿te has fijado en su cara? Es cierto que tiene dos ojos, una nariz y una boca, pero no es lo que llamarías una cara, una cara femenina. Ni la solterona más retorcida y chismosa del pueblo podría relacionar la pasión sexual con un rostro como el suyo.

—Desconoces la imaginación de una solterona inglesa.

Sir Charles movió la cabeza.

—No lo creo. La señorita Milray tiene un aire de siniestra respetabilidad que incluso una solterona inglesa debe reconocer. Es la virtud y la responsabilidad personificadas, y es condenadamente útil. Siempre he escogido a mis secretarias por ser más feas que un pecado.

—Una sabia precaución.

Sir Charles se quedó pensativo unos instantes. Para distraerlo, sir Bartholomew le preguntó:

—¿Quiénes vienen esta tarde?

—Angie, para empezar.

—¿Angela Sutcliffe? Muy bien.

Satterthwaite se inclinó hacia delante, ansioso por enterarse de quiénes eran los invitados. Angela Sutcliffe era una conocida actriz, célebre por su talento y belleza, quien, sin ser joven, ejercía un poderoso encanto sobre el público. Había sido mencionada muchas veces como la sucesora de la gran Ellen Terry.

—También vendrán los Dacres.

Satterthwaite asintió. La señora Dacres era la dueña de la casa Ambrosine Ltd., el célebre establecimiento de modas. En todos los programas de las obras de teatro se leía: «Los vestidos que lucirá la señora Blank en el primer acto son de la casa Ambrosine Ltd., Brook Street». Su marido, el capitán Dacres, era, según decía él mismo, en su lenguaje de apostador, un caballo sorpresa. Pasaba la mayor parte del tiempo en las carreras y, años atrás, había participado como jinete en el Grand National. Circularon rumores de que hubo algo raro, sin que nadie supiese exactamente el qué. No se hizo ninguna investigación o, por lo menos, si se hizo, no trascendió. Sin embargo, a la más mínima mención del nombre de Freddie Dacres, la gente enarcaba ligeramente las cejas.

—También vendrá Anthony Astor.

—¡Caramba, la autora de Dirección única! Vi dos veces esa obra. Tuvo un éxito enorme —afirmó Satterthwaite.

Estaba radiante al poder demostrar que sabía que Anthony Astor era una mujer.

—¡Eso es! —dijo sir Charles—. No recuerdo su verdadero nombre, creo que es Wills. La he visto una sola vez. La he invitado para complacer a Angela. Estos son todos los invitados.

—¿Y del vecindario? —preguntó el médico.

—¡Ah, sí! Los vecinos son los Babbington, o sea el párroco, que es un tipo simpático, y su esposa, una mujer sumamente agradable. Me enseña jardinería. También vendrán lady Mary y Egg. Nadie más. ¡Ah, se me olvidaba! Un joven llamado Manders, es periodista o algo por el estilo. Es un buen muchacho. Esto completa la lista.

El señor Satterthwaite era un hombre metódico. Repasó la lista:

—La señorita Sutcliffe, uno; los Dacres, tres; Anthony Astor, cuatro; lady Mary y su hija, seis; el párroco y su mujer, ocho; el periodista, nueve; y nosotros tres, doce. Usted o la señorita Milray han contado mal, sir Charles.

—¿La señorita Milray?, imposible —aseguró el dueño de la casa—. Esa mujer no se equivoca nunca. Déjeme pensar. ¡Tiene usted razón, me he olvidado de uno! Por cierto, que si él se enterara tendría un disgusto terrible. Es el sujeto más vanidoso que he conocido.

Satterthwaite parpadeó. En su opinión, los hombres más presuntuosos del mundo eran los actores, sin exceptuar a Charles Cartwright. Que la sartén llamase negro al cazo le hizo reír.

—¿Quién es? —preguntó.

—Un hombre famosísimo de quien seguramente habrá oído usted hablar. Es un belga llamado Hércules Poirot.

—¿El detective? —exclamó Satterthwaite—. Le conozco. Es un hombre muy notable.

—Es todo un personaje —aseguró sir Charles.

—No le conozco en persona —dijo sir Bartholomew—, pero he oído hablar mucho de él. Hace tiempo que se retiró de la profesión, ¿verdad? Seguramente, la mayor parte de lo que me han contado es pura leyenda. Bueno, Charles: espero que no tengamos ningún crimen este fin de semana.

—¿Por qué dices eso? ¿Porque vamos a tener a un detective aquí? Eso sería como empezar la casa por el tejado, ¿no te parece, Tollie?

—Bueno, al fin y al cabo, no es más que una teoría.

—¿Cuál es su teoría, doctor? —preguntó Satterthwaite.

—Pues que los acontecimientos van a las personas y no las personas a los acontecimientos. ¿Por qué unas personas tienen vidas emocionantes y otras tediosas? ¿Debido a lo que las rodea? ¡No! Un hombre podría ir hasta el fin del mundo sin que nada le sucediese. La semana anterior a su llegada, una revolución asolará las calles de la ciudad a la que él se dirige y se producirá un trágico terremoto al día siguiente de su partida. Si tiene pasaje para un barco que ha de hundirse, surgirá un imprevisto que le impedirá tomarlo. En cambio, a otro que vive tranquilamente en Balham y cada día se dirige a la City le pueden ocurrir infinidad de cosas. Se verá involucrado con una banda de gángsteres y bellas chicas o ladrones de coches. Hay gente que parece atraer los naufragios. Hasta paseando en barca por un estanque les ha ocurrido algo. Por eso, hombres como Hércules Poirot no tienen que preocuparse por buscar crímenes porque los crímenes acuden a ellos.

—En este caso —opinó Satterthwaite—, quizá sea una suerte que la señorita Milray nos acompañe en la cena para que no seamos trece a la mesa.

—Bueno —exclamó sir Charles—, tendrás tu crimen, Tollie, ya que lo deseas tanto, pero con la condición de que yo no sea el cadáver.

Los tres hombres entraron riendo en la casa.

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