Capítulo XIII



La señora de Rushbridger

Antes de tomar el tren, Poirot y Satterthwaite tuvieron una breve entrevista con la señorita Lyndon, la secretaria de sir Bartholomew, que aunque deseaba ayudar en lo posible al esclarecimiento de los hechos, no tenía nada importante que contarles. La señora de Rushbridger aparecía en el registro de enfermos de sir Bartholomew, pero no había nada en su ficha que pudiera servirles.

Los dos hombres llegaron al sanatorio alrededor de las once. La criada que abrió la puerta parecía muy excitada. Satterthwaite pidió hablar con la directora.

—No sé si podrá verles a ustedes esta mañana —dijo la muchacha.

Satterthwaite sacó una tarjeta y escribió en ella unas palabras.

—Haga el favor de entregarle esto.

Les hicieron pasar a una sala. Al cabo de unos minutos apareció la directora. La habitual serenidad de su rostro había desaparecido.

Satterthwaite se levantó.

—Creo que se acordará usted de mí. Estuve aquí, pocos días después de la muerte del doctor Strange, con sir Charles Cartwright.

—Claro que me acuerdo, señor Satterthwaite. Entonces sir Charles preguntó por la pobre señora de Rushbridger. ¡Qué coincidencia!

—Permítame que le presente a monsieur Hércules Poirot.

Poirot se inclinó y la directora respondió al saludo de una manera automática.

—Dicen ustedes que han recibido un telegrama. ¡No lo entiendo! Me parece todo muy misterioso. Sin embargo, no creo que tenga nada que ver con la muerte del doctor. No cabe duda de que en todo esto anda mezclado algún loco. Para mí es la única explicación. ¡Y tener aquí a la policía! ¡Es algo terrible!

—¿La policía? —preguntó Satterthwaite, sorprendido.

—Sí, está aquí desde las diez de la mañana.

—¿La policía? —repitió Poirot.

—Espero que ahora podremos ver a la señora de Rushbridger —dijo Satterthwaite—. Desde el momento en que nos ha hecho venir...

La directora le interrumpió.

—¡Oh, señor Satterthwaite! ¡Entonces no lo saben ustedes!

—¿Qué es lo que no sabemos? —preguntó el detective.

—¡Pobre señora de Rushbridger! ¡Ha muerto!

—¿Ha muerto? Mille tonnerres! Eso lo explica todo. Debí comprenderlo. ¿Cómo murió?

—Es algo muy misterioso. Recibió por correo una caja de bombones de licor. Tomó uno, al parecer tenía un gusto horrible, pero como le cogió por sorpresa, se lo tragó. Ni siquiera se le ocurrió escupirlo.

Oui, oui. Además, cuando el líquido llega a la garganta ya es muy difícil.

—Como le digo, se lo tragó y, enseguida, llamó a una enfermera, que acudió corriendo, pero no pudimos hacer nada. A los pocos minutos, había muerto. El doctor llamó a la policía, que, en cuanto llegó, examinó los bombones. Todos los de la bandeja superior estaban envenenados, los de abajo eran buenos.

—¿Qué veneno se empleó?

—Creen que es nicotina.

—Sí. ¡Otra vez la nicotina! ¡Qué audacia!

—¡Hemos llegado demasiado tarde! —lamentó Satterthwaite—. Nunca sabremos lo que tenía que contarnos, a no ser que se confiase a alguien.

—No hubo ninguna confidencia —manifestó el detective.

—Preguntemos —insistió Satterthwaite—. Tal vez alguna de las enfermeras...

—Pregunte usted —asintió Poirot. Pero no parecía tener la menor esperanza de éxito.

Satterthwaite se volvió hacia la directora, quien enseguida mandó llamar a las dos enfermeras que habían cuidado de la señora de Rushbridger, pero ninguna de ellas añadió nada a lo que ya sabían. La señora de Rushbridger no había hablado nunca de la muerte de sir Bartholomew y no sabían nada del telegrama.

A petición de Poirot, fueron conducidos al cuarto de la difunta, donde encontraron al inspector Crossfield. Satterthwaite le presentó a Poirot.

Los dos hombres se acercaron a la cama y contemplaron a la muerta. Aparentaba unos cuarenta años, tenía los cabellos negros y el cutis muy pálido. Su rostro no era apacible, pues conservaba aún las huellas de la agonía.

—¡Pobre mujer!

Miró a Poirot. El pequeño belga tenía una expresión muy extraña que hizo estremecer a Satterthwaite.

—Alguien se enteró de que iba a hablar y la mató. La mataron para evitar que hablase —opinó el mecenas.

—Sí, eso es.

—La mataron para evitar que nos contase lo que sabía.

—O lo que no sabía. Pero no perdamos tiempo. Hay muchas cosas que hacer. No debe haber más crímenes. Tenemos que intentarlo.

—¿Encaja esto en la idea que usted tiene de la identidad del criminal?

—Sí, encaja. Además, me doy cuenta de una cosa: el asesino es mucho más peligroso de lo que yo creía. Hemos de ir con cuidado.

Crossfield les siguió fuera de la habitación y les pidió el telegrama que habían recibido. Había sido enviado desde la oficina de correos de Melfort. Al preguntar allí, les dijeron que lo había llevado un chiquillo. La joven encargada de enviar los telegramas lo recordó porque el texto citaba la muerte de sir Bartholomew Strange, asesinado.

Después de comer con el inspector y de despachar un telegrama a sir Charles, se reanudó la investigación.

A las seis de la tarde, dieron con el muchacho que lo había llevado. El chiquillo explicó enseguida lo que sabía. El telegrama le fue entregado por un hombre andrajoso. Le dijo que una mujer de la casa del parque se lo había tirado desde una ventana junto con dos medias coronas. El hombre, temiendo verse envuelto en algún asunto turbio, se fue del pueblo y le dio al muchacho dos chelines y seis peniques, diciéndole que se quedase con el cambio.

La policía se encargaría de buscar a aquel hombre. Como no tenían nada más que hacer allí, Poirot y Satterthwaite volvieron a Londres.

Era medianoche cuando llegaron a la ciudad. Egg había vuelto a su casa, pero sir Charles los recibió y los tres hombres discutieron lo ocurrido.

Mon ami, déjese guiar por mi experiencia. Solo una cosa puede resolver este asunto: el cerebro y nada más que el cerebro. Ir de un lado a otro de Inglaterra esperando que una u otra persona nos diga lo que deseamos saber no sirve para nada. Todos esos absurdos métodos son propios de un aficionado. La verdad solo llega a descubrirse aguzando la inteligencia.

Sir Charles lo miró, escéptico.

—Entonces, ¿qué va usted a hacer?

—Pensar. Únicamente les pido veinticuatro horas para pensar.

Cartwright movió la cabeza, sonriendo.

—¿Descubrirá usted pensando lo que le hubiera dicho esa mujer de haber vivido?

—Creo que sí.

—Me parece un poco difícil. Sin embargo, siga usted su método. Si logra ver claro a través de esos misterios, podrá más que yo. Por mi parte, ya estoy harto, lo confieso. Además, tengo cosas más importantes que hacer.

Tal vez esperaba que le preguntasen al respecto. Si era así, fue una esperanza fallida. Satterthwaite le miró interesado, pero Poirot siguió sumido en sus pensamientos.

—Bueno, renuncio a mi participación en este asunto —añadió el actor—. ¡Ah! Estoy muy inquieto por la señorita Wills.

—¿Qué le pasa?

—Se ha marchado.

Poirot lo miró fijamente.

—¿Se ha marchado? ¿Adonde?

—Nadie lo sabe. Al recibir su telegrama, me puse a pensar infinidad de cosas. Como ya les dije una vez, estaba convencido de que esa mujer sabía algo que no nos quiso contar, por lo que se me ocurrió que lo último que podía hacer antes de retirarme era hacerle hablar. Entonces cogí el coche y me fui a su casa. Eran las nueve y media cuando llegué allí. Al preguntar por ella, me dijeron que había salido esta mañana para pasar el día en Londres, por lo menos, eso fue lo que dijo. Por la tarde recibieron un telegrama diciéndoles que no volvería hasta dentro de un par de días y que no se inquietasen.

—¿Estaban inquietos?

—Me pareció que sí. Además, no se había llevado ningún equipaje.

—¡Qué extraño!

—Sí, parece como si... No sé... Yo no estoy tranquilo.

—Yo la avisé. Les avisé a todos. ¿Recuerdan que les dije: «Hablen ahora»?

—Sí, sí. ¿Cree usted acaso que también ella...?

—Tengo mis ideas. De momento, prefiero no discutirlas.

—Primero el mayordomo, ahora la señorita Wills. ¿Dónde está Ellis? Es inconcebible que la policía no haya logrado echarle el guante.

—No han buscado su cuerpo donde es lógico encontrarlo —replicó el detective.

—Entonces está usted de acuerdo con Egg. ¿Cree que ha muerto?

—Ellis no volverá a ser visto con vida.

—¡Dios mío! —gritó Cartwright—. ¡Es una pesadilla, es algo incomprensible!

—Al contrario, es sumamente lógico.

—¿Está usted seguro?

—¡Claro que sí! Yo tengo un espíritu sereno, metódico.

—No le comprendo.

Satterthwaite miró con curiosidad al detective.

—¿Puede decirme qué clase de espíritu es el mío? —preguntó sir Charles un poco molesto.

—El suyo es un espíritu de actor, sir Charles, creador y original, por lo cual ve en todo valores dramáticos. El del señor Satterthwaite es de espectador: observa los caracteres, sabe adaptarse al ambiente. Pero el mío es más prosaico, más vulgar, ve las cosas sin escenografías dramáticas ni candilejas.

—Lo que quiere decir es que debemos dejarle a solas.

—Sí, esa es la idea: durante veinticuatro horas.

—Mucha suerte, pues, y buenas noches.

Mientras bajaban por la escalera, Cartwright le dijo al señor Satterthwaite en un tono desabrido:

—Este hombre se tiene en demasiado buen concepto.

Satterthwaite sonrió. Le duele que otro acapare toda la atención, pensó.

—¿Qué quería usted decir con aquello de que tenía otras cosas que hacer, sir Charles? —preguntó.

En el rostro del actor reapareció la misma tímida expresión que cuando en Hanover Square esperaba los aplausos del público, expresión que Satterthwaite conocía muy bien.

—Pues... ¡ejem! La señorita Egg y yo...

—¡Hombre, le felicito!

—Claro que le llevo bastantes años.

—¡Ella es quien tiene la última palabra, y si ella no le da importancia...!

—Es usted muy amable, Satterthwaite. Se me había metido en la cabeza que estaba enamorada de Oliver Manders.

—No sé qué pudo hacerle creer eso.

—De todos modos, no lo estaba —terminó sir Charles con convicción.

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