Capítulo III



¿Cuál de ellos?

Mientras caminaban a lo largo de la calle, Cartwright preguntó:

—¿Se le ocurre a usted algo, Satterthwaite?

—¿Y a usted, sir Charles? —preguntó a su vez Satterthwaite. Daba la sensación de no querer emitir ningún juicio hasta el último momento.

—Están equivocados, Satterthwaite. Todos están equivocados. Se les ha metido el mayordomo entre ceja y ceja. Para ellos, solo él puede ser el asesino. No, no es eso. No debemos pasar por alto aquella otra muerte, la que ocurrió en mi casa.

—¿Todavía cree que las dos muertes están relacionadas entre sí?

Satterthwaite hizo la pregunta como si ya la hubiese contestado afirmativamente.

—Por fuerza tienen que estar relacionadas. Todo señala en esa dirección. Ahora debemos encontrar el factor común, alguien que estuviese presente en ambas ocasiones.

—Sí —convino Satterthwaite—. Pero no será tan fácil como parece. Tenemos demasiados factores comunes. ¿Se ha fijado, Cartwright, en que casi todos los que asistieron a su fiesta estaban también en la de sir Bartholomew?

Sir Charles asintió.

—Claro que me he fijado. ¿Se da usted cuenta de las deducciones que se pueden sacar?

—No le sigo, Cartwright.

—¡Diablos! Usted cree que todo ha sido mera coincidencia, ¿verdad? Pues no, fue premeditado. ¿Por qué todos los que presenciaron la primera muerte estuvieron también presentes en la segunda? ¿Casualidad? ¡Nada de eso! Era un plan, un plan de Tollie.

—¡Oh!, es posible.

—Es verdad. Usted no conocía a Tollie tan bien como yo. Era un hombre que solo seguía sus propios impulsos. Además, era muy paciente. En todos los años que le traté, nunca le vi burlarse de ninguna opinión, por descabellada que pareciera. Ahora, fíjese en esto: Babbington es asesinado en mi casa. Sí, asesinado, no voy a andarme con rodeos. Tollie se burla de mis sospechas, pero él también las tiene. Ahora bien, él no habla de ellas. No, ese no es su sistema. Poco a poco, en su mente va reconstruyendo el suceso. No me imagino sobre quién recaerían sus sospechas. Sin duda creía que alguno de los presentes era el autor del crimen y preparó un plan para descubrir quién era.

—¿Qué me dice usted de los demás huéspedes, los Eden y los Campbell?

—Solo para despistar.

—¿Cuál cree usted que era el plan?

Cartwright se encogió de hombros de una manera exagerada. En aquel momento era Aristide Duval, aquel cerebro privilegiado del servicio secreto. Al andar, cojeaba del pie izquierdo.

—¿Cómo saberlo? No soy adivino, no tengo la menor idea. Pero había un plan y, si fracasó, fue porque Tollie no creía que el criminal fuese tan listo. Él golpeó el primero.

—¿Él, dice usted?

—O ella. El veneno es un arma más propia de una mujer que de un hombre.

Satterthwaite guardó silencio. Sir Charles continuó:

—¿Piensa usted como yo o bien está con la opinión pública y cree que el mayordomo es el asesino?

—¿Cómo explica usted lo del mayordomo?

—No he pensado en él. En mi opinión, no tiene la menor importancia. Puedo sugerir una explicación.

—¿Cuál?

—Supongamos que la policía tiene razón: Ellis es un malhechor y trabaja con una banda. Ha logrado el empleo mediante documentos falsos. Luego, Tollie es asesinado. ¿Cuál es la situación de Ellis? Un hombre ha sido asesinado y, en su misma casa, hay un sujeto conocido por la policía y cuyas huellas dactilares figuran en el archivo de Scotland Yard. Naturalmente, lo primero que hace es desaparecer.

—¿Por el pasadizo secreto?

—¡Qué va! Sale de la casa mientras uno de esos policías estaba echando una cabezadita.

—Sí, eso parece lo más probable.

—Bueno, ahora dígame usted cuál es su opinión.

—¿La mía? ¡Oh, es la misma que la suya! El mayordomo me parece una pista falsa. Creo que sir Bartholomew y el pobre Babbington fueron asesinados por la misma persona.

—¿Por uno de los invitados?

—Sí, por uno de los invitados.

Durante unos instantes, los dos hombres guardaron silencio. Al fin, Satterthwaite preguntó:

—¿Quién supone usted que fue?

—¡Por Dios, Satterthwaite! ¿Cómo voy a saberlo?

—Así que no lo sabe. Pensé que tal vez tendría usted alguna idea, aunque fuese estrafalaria, alguna sospecha.

—Pues no la tengo. —Se quedó pensativo unos instantes y luego continuó—: Cuando lo pienso detenidamente, creo que ninguno de ellos ha podido cometer ese crimen.

—Me imagino que su teoría es cierta. Debemos descartar a algunas personas definitivamente: la señora Babbington, usted, yo y Manders.

—¿Manders?

—Su entrada en escena fue accidental. No había sido invitado ni se le esperaba, lo que le descarta por completo del círculo de sospechosos.

—También debemos excluir a aquella escritora: Anthony Astor.

—No, esa señorita estaba allí. Es la que se llama Muriel Wills, de Tooting.

—¡Es verdad! Me había olvidado de que se llamaba Wills.

Guardó silencio unos instantes. Satterthwaite era bastante bueno leyendo los pensamientos de la gente. Calibró con mucha precisión lo que estaba pasando por la mente del actor. Cuando éste volvió a hablar, el señor Satterthwaite se congratuló.

—Me parece que tiene usted razón, Satterthwaite. No creo que sir Bartholomew sospechara de nadie en particular, aunque lady Mary y Egg estaban allí. Quizá quiso representar una reconstrucción de la primera muerte. Quizá sospechaba de alguien y quiso que hubiese otros testigos para confirmarlo o algo por el estilo.

—O algo por el estilo —aceptó Satterthwaite—. Solo nos cabe elucubrar a estas alturas. Sí, las Lytton Gore están fuera de toda sospecha, lo mismo que usted, la señora Babbington, Oliver Manders y yo. Entonces, ¿quién queda? ¿Angela Sutcliffe?

—¿Angie? ¡Imposible! Era amiga de Tollie desde hacía muchos años.

—Entonces serán los Dacres. En realidad, Cartwright, usted sospecha de los Dacres. Podía habérmelo dicho cuando se lo he preguntado.

Sir Charles miró a su amigo, que estaba radiante.

—Supongo que sí. Si he de serle franco, tampoco sospecho de ellos. A lo sumo, parecen un poco más culpables que los demás. Lo que pasa es que no los conozco íntimamente. Pero, la verdad, no llego a comprender por qué Freddie Dacres, que se pasa la vida en el hipódromo, y Cynthia, que no hace otra cosa que diseñar trajes carísimos para mujeres, iban a matar a un insignificante clérigo.

Movió la cabeza. De pronto, su rostro se iluminó.

—¡Está la señorita Wills! Me había vuelto a olvidar de ella. ¿Qué hay en esa mujer para que continuamente la esté olvidando? Es la mujer más sospechosa que he visto en mi vida.

Satterthwaite sonrió.

—Imagino que puede aplicársele el famoso verso de Burns: «Como un niño que no quiere perderse nada». Creo que esa mujer se fija en todo. Tiene una mirada muy inteligente. Creo que todo lo ocurrido digno de percibirse en este suceso lo ha notado la señorita Wills.

—¿Cree usted?

—Lo que debemos hacer ahora es comer algo. Luego iremos al sanatorio y veremos qué se puede descubrir.

—Parece que le interesa a usted mucho todo esto, Satterthwaite —dijo sir Charles, sonriendo.

—Investigar un crimen no es algo nuevo para mí. En una ocasión en que se estropeó mi coche y me hallaba en una posada solitaria...

—Recuerdo —le interrumpió sir Charles con su alta y clara voz de actor— que, durante una gira que hice en 1921...

Sir Charles se impuso.

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