Capítulo I



Sir Charles recibe una carta

Satterthwaite había llegado aquel mismo día a Montecarlo, concluida la temporada social, pues la Riviera en septiembre era su lugar predilecto.

Estaba sentado en los jardines, gozando del maravilloso sol, leyendo el Daily Mail de hacía dos días.

De pronto, un titular atrajo su atención: EXTRAÑA MUERTE DE SIR BARTHOLOMEW STRANGE, y leyó la noticia:


Sentimos anunciar a nuestros lectores la muerte de sir Bartholomew Strange, el célebre neurólogo. Sir Bartholomew daba una fiesta en su casa de Yorkshire. Al empezar la celebración, parecía gozar de perfecta salud. Sin embargo, al terminar la cena, ocurrió el accidente. Estaba hablando con sus amigos, bebiendo un vaso de oporto, cuando le dio un ataque y murió antes de que pudiesen prestarle los auxilios médicos. El fallecimiento de sir Bartholomew será muy sentido. Era...


A continuación había una descripción de las actividades realizadas por sir Bartholomew.

Satterthwaite dejó el periódico. Aquella noticia le había impresionado desagradablemente. Le asaltó el recuerdo del médico tal como lo había visto la última vez: fuerte, risueño, rebosante de salud. Y ahora estaba muerto. Algunas palabras parecían haberse destacado del texto y se agitaban en la mente del señor Satterthwaite: «Bebiendo un vaso de oporto», «le dio un ataque», «muerto antes de que pudiesen prestarle los auxilios médicos».

Oporto en lugar de cóctel, pero, de todas maneras, tenía una curiosa semejanza con aquella otra muerte ocurrida en Cornualles. Ante los ojos de Satterthwaite reapareció el rostro convulso del anciano párroco.

Suponiendo que al fin y al cabo...

Levantó la cabeza y vio a sir Charles que se acercaba.

—¡Hombre, Satterthwaite! No sabe usted lo que me alegro de verle. Precisamente en estos momentos pensaba en usted. ¿Se ha enterado de lo del pobre Tollie?

—Ahora lo estaba leyendo.

Sir Charles se dejó caer en una silla junto a Satterthwaite. Llevaba un inmaculado traje de playa. Nada de pantalones de franela gris y jerséis viejos. Ahora era un sofisticado deportista del sur de Francia.

—Fíjese usted, Satterthwaite. Tollie era el hombre más sano que he conocido. Nunca había estado enfermo. Tal vez sea una tontería, pero ¿no le recuerda esto lo de...?

—¿Lo que ocurrió en Loomouth? Sí, claro que me lo recuerda. Quizá nos equivoquemos. La coincidencia puede ser solo superficial. Al fin y al cabo, las muertes repentinas ocurren muy a menudo y por un sinfín de causas.

Sir Charles movió impaciente la cabeza.

—Acabo de recibir una carta de Egg Lytton Gore.

Satterthwaite esbozó una sonrisa.

—¿Es la primera que recibe de ella?

—No, recibí otra apenas llegué aquí dándome algunas noticias. No la contesté. La rompí. No quise contestarle. La muchacha no se ha dado cuenta de las cosas, pero yo no quiero convertirme en un idiota.

Satterthwaite se pasó la mano por la boca para ocultar una sonrisa.

—¿Y ésta?

—Ésta es muy distinta. Es una llamada de socorro.

—¿Una llamada de socorro?

—Estaba en la fiesta cuando ocurrió el suceso.

—¿Quiere usted decir que estaba en casa de Strange en el momento en que murió?

—Sí.

—¿Qué dice de esto?

Sir Charles sacó un sobre de su bolsillo, dudó un momento y al final se lo tendió.

—Léala usted mismo.

Satterthwaite sacó la carta del sobre.


Estimado sir Charles:

No sé cuándo llegará esta carta a sus manos. Confío en que será pronto. Estoy muy asustada y no sé qué hacer. Probablemente ya se habrá usted enterado por los periódicos de la muerte de sir Bartholomew. Ha muerto de la misma forma que el señor Babbington. No puede ser una coincidencia. No, no puede serlo. Estoy muy asustada.

¿Vendría usted para ayudarme? Desde el principio, usted sospechó que había algo anormal en la muerte de el señor Babbington y ahora es su propio amigo el que ha sido asesinado. Tengo la sensación de que si no viene usted, nadie descubrirá nunca la verdad. En cambio, estoy segura de que usted la descubriría. Lo siento en mis huesos.

Además, hay otra cosa. Estoy inquieta por alguien. No es que tenga nada que ver con este asunto, pero ¡pasan cosas tan extrañas! No soy capaz de expresarme bien por carta. ¿Verdad que vendrá? Usted lo descubrirá todo. Tengo la seguridad de que será así.

Suya,

EGG


—¿Qué le parece? —preguntó el actor impaciente—. Un poco incoherente, desde luego. Se nota que la escribió deprisa. ¿Qué impresión le causa a usted?

Satterthwaite dobló con cuidado el papel antes de contestar.

Estaba de acuerdo en que la carta era incoherente, pero no en que esta hubiera sido escrita deprisa. A él le parecía más bien una carta muy meditada, destinada a estimular la vanidad del actor, su caballerosidad y sus instintos deportivos. Conocedor del temperamento de sir Charles, Satterthwaite se olía un cebo.

—¿Quién cree usted que es ese alguien al que se refiere?

—Supongo que Manders.

—¿Es que también estaba allí?

—Por lo visto. Tollie no le conoció hasta que se vieron en mi casa. No sé por qué le invitaría a su fiesta. No puedo imaginarlo.

—¿Daba a menudo fiestas así?

—Tres o cuatro al año, alguna siempre por estas fechas.

—¿Pasaba mucho tiempo en Yorkshire?

—Tenía allí un sanatorio o una casa de salud. Compró la abadía de Melfort y la transformó en un sanatorio.

—Me gustaría saber quiénes eran los demás invitados.

Su amigo sugirió que tal vez la lista vendría en algún periódico y organizaron una búsqueda entre ambos. Sir Charles exclamó:

—¡Aquí están! —y leyó en voz alta—: «Entre los invitados a la fiesta estaban: lord y lady Eden, lady Mary Lytton Gore, sir Jocelyn y lady Campbell, el capitán Dacres y su esposa y la señorita Sutcliffe, la famosa actriz».

Los dos hombres se miraron un tanto asombrados.

—Los Dacres y Angela Sutcliffe —murmuró sir Charles—, pero no dicen ni una palabra de Oliver Manders.

—-Compremos el Continental Daily —propuso Satterthwaite—. Tal vez diga algo más.

Compraron un ejemplar y sir Charles lo hojeó.

—¡Dios mío, Satterthwaite! ¡Escuche esto!


EL CASO DE SIR BARTHOLOMEW STRANGE

En la encuesta que tuvo lugar hoy por el fallecimiento de sir Bartholomew Strange, el jurado entregó el veredicto de muerte causada por envenenamiento con nicotina, sin que se haya logrado descubrir cómo o quién le administró el veneno.


—¡Envenenado con nicotina! No suena como la clase de cosa que pudiese matar tan de repente. No sé, no entiendo nada.

—¿Qué va usted a hacer?

—¿Que qué voy a hacer? Pues coger esta misma noche el Tren Azul.

—Me parece que yo haré lo mismo.

—¿Usted? —Sir Charles se volvió hacia él, sorprendido.

—Sí, esas cosas me han gustado siempre. Además, conozco al jefe de policía de allí, el coronel Johnson. Nos será útil.

—¡Muy bien, hombre! Corramos a la agencia a sacar los billetes.

Satterthwaite, en vista de los acontecimientos, dijo para sí: Por fin la muchacha ha conseguido lo que se proponía: hacerle volver. Me gustaría saber cuánto hay de verdad en su carta. Decididamente, Egg Lytton Gore era una oportunista.

Mientras su amigo iba a las oficinas de Wagon Lits, Satterthwaite fue a dar un paseo por los jardines. Todos sus pensamientos estaban absorbidos por el problema de Egg Lytton Gore. Admiraba sus recursos, su poder de atracción. Pero, por otra parte, su espíritu anticuado le hacía ver con malos ojos que una muchacha tomase la iniciativa en asuntos del corazón.

Como ya se ha dicho, era un hombre observador. De pronto, cuando más embebido estaba en sus pensamientos respecto a las mujeres y a Egg Lytton Gore en particular, murmuró:

—¿Dónde he visto yo esa cabeza tan rara?

El propietario de aquella cabeza estaba sentado en un banco y miraba pensativo a lo lejos. Era un hombre con unos mostachos que estaban en desproporción con su estatura.

A su lado, un chiquillo inglés, saltando ora sobre un pie ora sobre el otro, pisoteaba el macizo de lobelias más cercano.

—¡No hagas eso, niño! —le reprendía de cuando en cuando su madre, que leía una revista de modas.

—Es que no sé qué hacer, mamá —contestaba el chiquillo.

En aquel momento, el hombre se volvió hacia la madre y entonces Satterthwaite le reconoció.

—¡Monsieur Poirot! ¡Qué sorpresa más agradable!

Poirot se puso en pie y le saludó ceremoniosamente.

Enchanté, monsieur.

Se estrecharon las manos y Satterthwaite se sentó junto al detective.

—Parece que todo el mundo está en Montecarlo. No hace ni media hora que me he encontrado con Cartwright y ahora me encuentro con usted.

—¿Sir Charles está también aquí?

—Sí, navega. ¿Sabía usted que cerró su casa de Loomouth?

—No, no lo sabía. Es una sorpresa.

—No para mí. Cartwright es de esos hombres que no son capaces de vivir mucho tiempo alejados del mundo.

—En eso estoy de acuerdo con usted, pero mi sorpresa es por otra causa. A mí me dio la sensación de que sir Charles tenía un motivo particular para permanecer en Loomouth. Un motivo muy encantador, ¿verdad? ¿Tengo razón o no? Aquella mademoiselle de nombre tan gracioso: Egg[3], ¿verdad?

Los ojos del detective brillaron risueños.

—¿Se fijó usted en ello?

—¡Claro que sí! Siento debilidad por los enamorados. Me parece que usted también la siente. ¡La jeunesse es tan encantadora!

—Entonces, supongo que ya se habrá dado usted cuenta de que la razón que obligó a sir Charles a marcharse de Loomouth. Fue una huida.

—¿De la señorita Egg? ¿Por qué huyó si está enamorado de ella?

—¡Ah! Usted no conoce la mentalidad anglosajona.

—Desde luego, es un buen sistema. Huye de una mujer y ella te seguirá. Sin duda. Como hombre de gran experiencia que es, sabe el resultado.

Satterthwaite sonrió divertido.

—No, no fue ese el motivo. Pero ahora cuénteme, ¿qué está usted haciendo aquí? ¿Está de vacaciones?

—Mis vacaciones son permanentes. He tenido mucha suerte en la vida. Ahora soy rico. Me he retirado de mi profesión y me dedico a recorrer el mundo.

—¡Magnífico!

N'est-ce pas?

—Mamá —dijo en aquel momento el niño inglés—, ¿es que no hay nada que hacer aquí?

—¡Querido! —le reprochó la madre—. ¿No te parece bastante haber salido al extranjero y gozar del calor del sol de este país?

—Sí, ¡pero no se puede hacer nada!

—¡Corre, juega, acércate al mar!

Maman —dijo una niña francesa apareciendo de repente—, joue avec moi.

La madre francesa levantó la vista del libro que estaba leyendo.

Amuse toi avec ta balle, Marcelle.

Obediente, la chiquilla francesa hizo botar la pelota, pero su carita siguió más seria que nunca.

Je m'amuse. —añadió Poirot con una expresión extraña. Luego, como contestando a algo que leyó en el rostro de Satterthwaite, continuó—: Pues sí, es usted muy sagaz. Estoy haciendo lo que usted piensa. Sepa que en mi casa éramos muy pobres. Éramos muchos hermanos y todos tuvimos que marcharnos a recorrer mundo. Yo entré en la policía. Trabajé de firme y, poco a poco, fui ascendiendo en el cuerpo hasta conseguir una reputación internacional. Al final, me tuve que retirar. Después vino la guerra. Fui herido. Llegué a Inglaterra como un triste refugiado. Una bondadosa señora me invitó a hospedarme en su casa. A los pocos días moría, no de muerte natural, sino asesinada. Eh bien, puse mi cerebro en acción y descubrí al asesino. Comprendí que aún no estaba acabado. No, al contrario, me encontraba mejor que nunca. Entonces empecé mi segunda carrera, la de investigador privado, en Inglaterra. He resuelto varios casos desconcertantes. ¡Ah, monsieur, he vivido! La psicología humana es maravillosa. Poco a poco me fui haciendo rico, hasta que llegó un día en que me dije que, cuando tuviera el dinero necesario, por fin habría llegado la hora de realizar todos mis sueños.

Apoyó una mano en la rodilla de Satterthwaite y continuó:

—Amigo mío, ¡ay del día en que sus sueños se hagan realidad! Esa chiquilla que está junto a nosotros seguramente ha soñado también en ir al extranjero, en el placer que eso le proporcionaría y en lo distinto que sería todo en otro país. ¿Me comprende usted?

—Sí, sí. Eso quiere decir que usted no se divierte.

—¡Eso es!

Satterthwaite guardó silencio unos instantes. Parecía un duende. Él era uno de ellos. Su cara se contrajo impulsivamente. Vaciló. ¿Debería o no debería decírselo? Al final, lentamente, desdobló el periódico que llevaba en la mano.

—¿Ha visto usted esto, monsieur Poirot?

Le señaló la noticia de la muerte de sir Bartholomew.

El detective cogió el periódico. Satterthwaite le miraba mientras lo leía. No se operó ningún cambio en su rostro, pero el inglés tuvo la impresión de que su cuerpo se estremecía como el de un fox-terrier cuando husmea un nido de ratas.

Poirot leyó dos veces la noticia, luego dobló el periódico y se lo devolvió a Satterthwaite.

—Es muy interesante.

—Sí. Por lo visto, sir Charles tenía razón y nosotros estábamos equivocados, ¿no le parece?

—Sí, parece que nos equivocamos, lo confieso. ¿Quién hubiese creído que un hombre tan bondadoso, tan simpático, pudiese ser asesinado? ¡Bueno, aquella vez me equivoqué! Pero también es posible que esta otra muerte no fuese más que una coincidencia. En la vida ocurren coincidencias muy extrañas. Yo mismo conozco algunas que le sorprenderían.

Se detuvo un momento y luego continuó:

—Quizá el instinto le dijese la verdad a sir Charles. Es un artista y, por lo tanto, un hombre sensible, impresionable, que siente las cosas sin que pueda explicar por qué las siente. Me gustaría saber dónde está ahora.

—Pues en las oficinas de Wagon Lits. Él y yo volvemos a Inglaterra esta misma noche.

—¡Ah, ah! ¡Qué celo tiene nuestro sir Charles! ¿Se ha decidido, por fin, a interpretar el papel de policía aficionado? ¿O hay alguna otra razón?

Satterthwaite no contestó. Sin embargo, Poirot pareció deducir una respuesta convincente de su silencio.

—Comprendo. Los brillantes ojos de mademoiselle andan por medio. No es solo el crimen lo que le atrae, ¿verdad?

—Ella le ha escrito pidiéndole que vuelva.

—Me preguntaba... ¡Ahora sí que no lo entiendo! —empezó a decir.

Pero Satterthwaite lo interrumpió.

—¿No entiende a las muchachas inglesas modernas? No me extraña. Yo mismo tampoco las entiendo. Una muchacha como la señorita Lytton Gore...

Ahora fue Poirot quien le interrumpió.

—Perdone. No me ha entendido usted bien. Comprendo a la perfección a la señorita Lytton Gore. He conocido a muchas chicas así. Usted las llama «modernas», pero no es verdad. Son más bien... ¿cómo lo diría...?, antiguas.

Satterthwaite estaba anonadado. Al final llegó a la conclusión de que él y solo él entendía a Egg. El prepotente extranjero no sabía nada sobre los sentimientos de las jóvenes inglesas.

Poirot siguió hablando en un tono soñador:

—El conocimiento de la naturaleza humana puede ser una cosa muy peligrosa.

—Al contrario, una cosa muy útil —corrigió Satterthwaite.

—Tal vez, pero depende del punto de vista.

—Bueno. —Satterthwaite sufría una gran decepción. Había echado el anzuelo, pero el pez no había picado. Comprendiendo que su conocimiento de la naturaleza de aquel hombre era deficiente, acabó diciendo—: Le deseo unas agradables vacaciones.

—Gracias.

—Espero que cuando vaya usted a Londres me visitará —Sacó una tarjeta—. Esta es mi dirección.

—Es usted muy amable, señor Satterthwaite. Será un gran placer.

—Adiós y bon voyage.

Satterthwaite se alejó. Poirot le miró durante unos instantes y luego se enfrascó otra vez en la contemplación del Mediterráneo. Así permaneció durante diez minutos.

El chiquillo inglés reapareció.

—Mamá, ya he mirado el mar. ¿Qué hago ahora?

¡Qué admirable pregunta!, se dijo Poirot.

Se puso de pie y se alejó lentamente en dirección a las oficinas de Wagon Lits.

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