Capítulo 11

Regresaron al coche en silencio, cada cual encerrado en el solitario reducto de sus pensamientos, y cargaron los diversos materiales del equipo. Al llegar a la superficie Snook no se había sorprendido de ver el cielo encapotado, anticipo de las lluvias de temporada que durarían aproximadamente dos semanas. Era como si el mundo estuviera tratando de adaptarse a su visión de Averno, disponiéndose a recibir a los visitantes. Tiritó y se frotó las manos, descubrió así que tenía la mano y el antebrazo derechos entumecidos y cansados. El grupo subió al coche, con Ambrose al volante, y el pesado silencio se prolongó hasta que atravesaron el portón de entrada a la mina.

— El teléfono de Gil está fuera de servicio — dijo Ambrose, vuelto hacia Helig—. Supongo que lo primero que tendríamos que hacer es pedirle a usted que nos consiga otro.

Helig sonrió con complacencia y bajó los párpados más que de costumbre.

— No es necesario, muchacho. Estoy acostumbrado a que los teléfonos sufran averías misteriosas dondequiera que voy en estos días… Así que he traído un trasmisor de radio — se palpó el bolsillo de la chaqueta—. Pasaré mi artículo a través de un colega de Matsa. Todo lo que necesito es sentarme veinte minutos en paz.

— Eso no será difícil de arreglar. ¿Escribirá el artículo antes, para que yo lo revise?

— Lo siento… No es mi método de trabajo.

— Creí que preferiría que le controlara la nomenclatura científica…

— Ya he tomado todas las medidas necesarias — Helig miró provocadoramente a Ambrose—. Además, la nomenclatura científica no es importante… Aquí lo que vale es la noticia.

Ambrose se encogió de hombros y conectó los limpiaparabrisas cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a estrellarse contra los sucios cristales. El polvo se disolvió momentáneamente en dos borrones pardos que desaparecieron cuando la lluvia arreció. Hubo otro silencio que duró hasta que llegaron al bungalow, y en ese instante Ambrose se volvió en el asiento y le tocó la rodilla a Quig. El joven, que había estado cabeceando con los ojos cerrados, se sobresaltó.

— ¿Dijiste que tenías un amigo en el laboratorio de la nueva planta de energía? — le preguntó Ambrose.

— Sí. Jack Postlethwaite. Terminó la carrera al mismo tiempo que Benny y yo.

— ¿Estás seguro de que tiene una máquina Moncaster en el laboratorio?

— Creo que sí. ¿No es algo parecido a un generador de señales, salvo que produce diferentes campos de radiación?

— Exacto — Ambrose tomó las llaves de encendido del panel del coche y se las arrojó a Quig—. Des, quiero que tú y Benny toméis mi coche, vayáis hasta la planta ahora mismo y le alquiléis esa máquina a tu amigo.

A Quig se le aflojó la mandíbula.

— Pero esos artefactos valen una fortuna… Y éste ni siquiera es propiedad de Jack.

Ambrose abrió su cartera, sacó un billete de mil dólares y lo tiró en el regazo de Quig.

— Eso es para tu amigo, en pago por dos días de alquiler. Habrá la misma cantidad para que os la repartáis entre vosotros, siempre que consigáis la máquina. ¿De acuerdo?

— Ya lo creo que sí — Quig se escabulló fuera del coche mientras Culver asentía vigorosamente, dio la vuelta hasta la portezuela del conductor y bailoteó bajo la lluvia esperando a que Ambrose se apeara.

— No tan aprisa — le dijo Ambrose—. Todavía tenemos que bajar el equipo.

Snook, que había presenciado la transacción con interés, observó a Ambrose mientras bajaban los instrumentos. Durante la noche el científico parecía haber envejecido unos años, tenía la piel más tensa alrededor de los ojos y la boca, y se movía con la crispada energía de un hombre con la mente en llamas. En cuanto el coche se marchó colina abajo con Quig al volante, Ambrose miró a Snook con una sonrisa amarga.

— Vayamos adentro — dijo—. Le espera un interrogatorio agotador.

Snook permaneció apoyado contra una columna de madera de la veranda.

— Quedémonos aquí afuera un minuto.

— ¿Porqué?

— Porque podemos hablar con más comodidad que en la casa. Usted sabe, por supuesto, que los jóvenes Quig y Culver y el amigo darán con los huesos en la cárcel, o algo peor, si los pescan llevándose esa máquina. La planta es propiedad del estado.

— No los pescarán — dijo Ambrose con toda soltura, abrió un paquete de cigarrillos e invitó a Snook.

— ¿Necesita esa máquina para traer a los avernianos a la Tierra?

— Sí. Les sería imposible si no les ayudamos preparándoles un entorno adecuado. Hoy también tendré que conseguir una provisión de hidrógeno.

— ¿Por qué tanta prisa? — Snook miró duramente la cara de Ambrose por encima del fulgor azul y transparente de la llama del encendedor—. ¿Por qué tiene que intentarlo cuando todas las condiciones son inapropiadas?

— No estoy de acuerdo con usted en lo referente a las condiciones, Gil… Nunca volverán a ser tan buenas. Usted sabe que mañana el punto muerto superior estará a un par de metros del suelo, pero a partir de entonces Averno asomará constantemente a través de la superficie de la Tierra. Será como una gran cúpula baja que se eleva quinientos metros cada día. Podrá parecerle que no es mucho, pero se trata de una tangente que prácticamente equivale a cero, o sea que el borde de la cúpula se extenderá en todas las direcciones a una velocidad tremenda.

«Es verdad que habrá otros dos puntos muertos más bajos, uno al norte del ecuador y otro al sur, pero estarán huyendo constantemente del ecuador, y será difícil instalar un equipo en uno de ellos y conservar el contacto con el punto correspondiente en Averno. Esta, precisamente ésta, es la única oportunidad en que nos encontraremos frente a un movimiento unidireccional… — Ambrose interrumpió la acalorada exposición, y su mirada se cruzó con la de Gil—. Pero no eran esas las condiciones a que se refería usted, ¿verdad?

— No.

— Usted me preguntaba por qué quiero intentarlo aquí, atascados en medio de ninguna parte, rodeados por un ejército de matones que nos despacharían sin el menor escrúpulo.

— Algo por el estilo — dijo Snook.

— Bien. Una razón es que a nadie le gustará hoy la idea de que una raza de superhombres de otro mundo aproveche nuestros magros recursos para entrar en éste. Lo más probable es que la ONU vete el proyecto sólo por razones de cuarentena, así que lo mejor sería presentarlo como un hecho consumado. La oportunidad es demasiado buena como para desperdiciarla — Ambrose aplastó con el dedo una gota de lluvia en forma de cúpula que se deslizaba por la barandilla.

— ¿Cuál es la otra razón?

— Yo fui el primero que se metió en esto. Yo llegue primero. Es mío, Gil. Y lo necesito. Esta es mi única oportunidad de ser la persona que me propuse ser hace mucho tiempo…, ¿me entiende?

— Creo que sí. ¿Pero eso significa que no le importa que otros salgan perjudicados?

— No quiero que nadie salga perjudicado… Además, no creo que pudiera ahuyentar a Des y a Benny ni amenazándoles con un arma.

— Yo pensaba más bien en Prudence — dijo Snook—. ¿Por qué no se vale de su influencia sobre ella y la saca del país?

— Esa mujer toma sus propias decisiones, Gil — dijo Ambrose despreocupadamente mientras se volvía hacia la puerta—. ¿Qué le hace pensar que tengo alguna influencia sobre ella?

— Pero ha dormido con ella, ¿verdad? — Snook no pudo ocultar la amargura de su voz—. ¿O eso ya no cuenta?

— Es todo lo que he hecho: dormir con ella… Esa mañana estaba demasiado agotado para… — Ambrose miró a Gil con nuevo interés—. Fue una suerte haber estado fuera de combate; quién sabe de qué escena me habré librado…

— ¿Cómo?

— Nuestra señorita Devonald no es tan desaprensiva en cuestiones sexuales como gusta de hacer creer a los demás. En cuanto usted intenta tratarla como una mujer, ella empieza a comportarse como un hombre. Y no como cualquier hombre… Como el general George S. Patton, diría yo — Ambrose caminó hacia la puerta de la casa y luego regresó—. ¿Y usted, Gil? ¿Usted va a abandonarme?

— No. Me quedaré con usted.

— Gracias. Pero…, ¿por qué?

Snook esbozó una breve sonrisa.

— ¿Querrá creerme que es porque me gusta Felleth?


Hacia la última década del siglo XX el nivel de vida había disminuido considerablemente, incluso en los países más avanzados. La predicción de Orwell de que la gente no podría costearse más que lujos se había cumplido ampliamente. Por ejemplo, era difícil obtener un pescado realmente comestible; la Organización Mundial de la Salud, solemnemente y al parecer con toda convicción, había reducido a la mitad el cálculo hecho a mediados de siglo del número de gramos de proteínas de primera clase que un adulto necesitaba cotidianamente para mantenerse sano.

Las comunicaciones, por otra parte, eran excelentes; el satélite sincrónico y el diodo de germanio aseguraban que prácticamente cualquier persona del planeta pudiera estar al tanto de un acontecimiento relevante a los pocos minutos de que hubiera ocurrido. Sin embargo, sólo era posible irradiar la información, no la comprensión, y muchos sostenían que la gente en general habría logrado más tranquilidad, y sin duda más felicidad, sin la lluvia incesante de noticias que la bombardeaban desde el cielo. El logro principal de la industria de las telecomunicaciones, aseguraban, consistía en que ahora era posible producir en minutos el mismo desorden que décadas antes habría requerido días.

El relato de Gene Helig de los hechos de la Mina Nacional Número Tres de Barandi estuvo en manos de su colega en el pequeño estado vecino de Matsa antes de las ocho de la mañana, hora local. Y diez minutos después ya había sido retransmitido al despacho de la Asociación de Prensa en Salisbury, Rhodesia. Como los dos periodistas involucrados tenían las más altas credenciales profesionales, la historia fue aceptada sin preguntas y trasmitida vía satélite a varias metrópolis, incluidas Londres y Nueva York. Desde allí fue distribuida a través de las agencias especializadas en los más diversos campos; étnica, geografía política y cultural, ciencias exactas, etc. Hasta ese momento, el mensaje original había sido análogo a la salida de corriente de rejilla de una válvula termiónica, un minúsculo hilillo de electrones, pero sus características fueron de pronto amplificadas por la plena potencia de las agencias de noticias internacionales, y empezó a circular masivamente de polo a polo atosigando a los diversos medios. Y tal como en el caso de las válvulas termiónicas, el exceso de amplificación condujo inevitablemente a la distorsión.

La reacción fue casi inmediata.

Las tensiones habían aumentado en los países ecuatoriales donde se había visto a los avernianos, y la noticia de que los 'fantasmas' inmateriales planeaban transformarse en invasores sólidos, sustanciales, materiales, arrastró a la gente a las calles. La línea que dividía el día de la noche en la Tierra — y que también marcaba el punto de emergencia del planeta averniano y sus habitantes— avanzaba hacia el oeste a lo largo del ecuador a una velocidad aproximada de menos de 1.700 kilómetros por hora, de modo que los rumores de la amenaza que presuntamente representaba la precedían de lejos. Mientras el sol de la mañana se filtraba a través de las nubes de lluvia que cubrían Barandi, la oscuridad que aún se prolongaba en Ecuador, Colombia y tres de los nuevos países que ocupaban el norte del Brasil fue perturbada aquí y allá por los clásicos síntomas del pánico. Y muy al norte, en Nueva York, miembros de varias comisiones especiales de las Naciones Unidas fueron levantados de las camas.


El presidente Paul Ogilvie leyó atentamente los resúmenes informativos y los memorandos que el secretario personal le había dejado sobre el escritorio. Luego apretó un botón del intercomunicador y ordenó:

— Quiero ver inmediatamente al coronel Freeborn.

Sacó un cigarro de la caja plateada del escritorio y se consagró al ritual de quitarle la banda, cortar el extremo sellado y asegurarse de que el tabaco prendiera bien. Conservó las manos absolutamente firmes durante toda la operación, pero no se ocultaba a sí mismo que la noticia que acababa de leer le había dejado pasmado. Su otro yo, el que se aferraba obstinadamente al viejo nombre tribal con el que se había iniciado en la vida, sentía una profunda inquietud ante la idea de que los fantasmas deambularan entre los árboles de la laguna, y la perspectiva de que se fueran a materializar como cuerpos sólidos olía aún más claramente a magia. El hecho de que intervinieran artefactos de física nuclear no impedía que la magia fuera magia: saber que los médicos-brujos empleaban técnicas psicológicas no contribuía a volverlos inofensivos.

En otro nivel de su conciencia, Ogilvie estaba perturbado por la convicción de que lo ocurrido en la mina constituía una amenaza para su seguridad presente y todos sus planes para el futuro. Le gustaba tener cincuenta trajes caros y una flota de coches exclusivos; disfrutaba de la comida y el vino exquisitos, y de las mujeres exóticas que importaba como cualquier otro artículo de lujo; y ante todo, saboreaba la creciente aceptación de Barandi entre los otros países del mundo, la inminencia de su aceptación total como miembro de las Naciones Unidas. Barandi era su creación personal, y el reconocimiento oficial de la ONU equivaldría al sello de aprobación de la Historia para Paul Ogilvie.

Tenía más que perder que cualquier otro habitante del país, y sus instintos estaban proporcionalmente agudizados: le estaba resultando obvio que el asunto del Nivel Tres había sido enfocado erróneamente. Medidas rápidas y severas en un principio habrían puesto punto final al problema, pero ahora era demasiado tarde, y el peligro residía en que Freeborn perdiera los estribos a la vista de todo el mundo. Ahora que lo pensaba, el coronel Freeborn se estaba transformando en un anacronismo y un estorbo en varios sentidos…

El intercomunicador zumbó suavemente y el secretario anunció la llegada del coronel.

— Que pase — dijo Ogilvie, cerrando por el momento un archivo mental.

— Buenas tardes, Paul — Freeborn entró en la gran oficina con un aire de furia apenas controlada. Los brazos con largos músculos de esclavo de galeras relucían bajo las mangas cortas de la camisa del uniforme, cargados de alta tensión.

— ¿Has visto esto? — Ogilvie tocó las hojas que descansaban sobre el secante.

— Tengo mis copias.

— ¿Qué piensas?

— Pienso que ya hemos perdido demasiado tiempo en delicadezas, y que éste es el resultado. Es hora de que entremos allí y…

— Quiero decir, qué piensas de estas criaturas de otro mundo que presuntamente vendrán a través de una máquina.

Freeborn quedó sorprendido.

— No pienso nada al respecto… En parte, porque no creo en cuentos de hadas, pero sobre todo, porque voy a sacar a esos wabwa blancos de la mina a puntapiés antes de que nos cueste más tiempo y dinero.

— No podemos actuar con apresuramiento — dijo Ogilvie examinando la ceniza del cigarro—. Acabo de recibir un mensaje de Nueva York anunciando que las Naciones Unidas enviarán un equipo de investigadores.

— ¡Naciones Unidas! ¡Naciones Unidas! Es todo lo que te oigo decir últimamente, Paul — Freeborn cerró el puño alrededor del pomo dorado del bastón—. ¿Qué te ha ocurrido? Este es nuestro país… No dejamos entrar a nadie si no se nos antoja.

Ogilvie suspiró, soltando una chata nube de humo gris que ondeó sobre la madera lustrada del escritorio.

— Todo puede ser llevado con diplomacia. La gente de la ONU quiere que el doctor Ambrose interrumpa lo que está haciendo, sea lo que fuere, lo cual nos viene de perillas. De paso, ¿intentó tu amigo Snook establecer contacto contigo y mantenerte al corriente, tal como habíamos convenido?

— No he recibido mensajes de él.

— ¡Ahí tienes! Olvidó su misión, y eso me autoriza a decirle a él y al doctor Ambrose que se vayan de la mina. Y estaremos satisfaciendo los deseos de la ONU.

Freeborn se desplomó en una silla y se apoyó la frente en una mano.

— Te lo juro, Paul… Esto me está poniendo enfermo. No me importa Ambrose, pero tengo que capturar a ese hombre, Snook. Si enviara a los Leopardos de regreso a…

— ¿Estás seguro de que podrían controlarle, Tommy? Acabo de oír que cuando va armado con un cubierto de plástico puede vencer a un pelotón de Leopardos.

— Me he enterado de eso hace poco y todavía no he tenido tiempo de investigar, pero al parecer, hubo un incidente, un incidente trivial, donde intervinieron tres de mis hombres.

— ¿Y un oficial, verdad?

Freeborn no levantó la cabeza, pero empezó a latirle una vena en la sien.

— ¿Qué quieres que haga?

— Conecta de nuevo la línea telefónica de Snook — dijo Ogilvie—. Quiero hablarle ahora mismo — se inclinó en el sillón y observó que Freeborn sacaba del bolsillo de la camisa una pequeña radio militar, advirtiendo divertido que aún para detalles tan ínfimos el coronel se comunicaba en un código preestablecido. Un minuto más tarde Freeborn cabeceó y guardó la radio. Ogilvie pidió al secretario que le pusiera en comunicación con Snook. Observaba con aire pensativo las ventanas barridas por la lluvia, presentando deliberadamente el aspecto de un hombre que domina sin esfuerzo las circunstancias, hasta que le comunicaron que Snook estaba al aparato.

— Buenas tardes, Snook — dijo—. ¿Está usted con el doctor Ambrose?

— No, señor. Ha bajado a la mina a instalar el instrumental.

Freeborn se movió inquieto cuando oyó la voz de Snook por el altavoz conectado al teléfono.

— En ese caso — dijo Ogilvie—, tendré que tratar con usted, ¿verdad?

— ¿Hay algún problema, señor? — Snook sonaba servicial, dispuesto a colaborar.

Ogilvie rió apreciativamente, admirando el modo en que Snook realizaba los primeros movimientos del combate.

— Parece haber varios problemas. No me gusta tener que escuchar la BBC para enterarme de lo que ocurre en mi país. ¿Qué ha pasado con nuestro convenio de que usted informaría al coronel Freeborn de todas las novedades en la mina?

— Lo siento, señor… Los acontecimientos se han precipitado; todos estos días mi teléfono estuvo fuera de servicio. De hecho, esta llamada suya es la primera que recibo en días. No entiendo cómo ha sucedido. Hasta ahora, nunca había tenido problemas con el teléfono. Quizá sea algo relacionado con…

— ¡Snook! Vayamos al grano. ¿Qué es ese rumor acerca de un plan para que nuestros presuntos fantasmas se materialicen en carne y hueso?

— ¿Es lo que han dicho por la radio?

— Usted sabe que sí.

— Bien, eso es jurisdicción del doctor Ambrose, señor. Yo ni siquiera entiendo cómo podría ser semejante cosa.

— Yo tampoco — dijo Ogilvie—, pero parece que algunos de los consejeros científicos de la ONU se han tomado el asunto en serio, y les disgusta tanto como a mí. Enviarán un par de investigadores con quienes cooperaré absolutamente. Entretanto, el doctor Ambrose debe suspender todas las actividades, ¿está claro?

— Muy claro, señor. De inmediato me pondré en contacto con el doctor Ambrose.

— Hágalo — Ogilvie colgó el teléfono y se quedó golpeteándolo con la uña—. Tu amigo Snook es escurridizo como una anguila — comentó con Freeborn—. ¿Cuántas veces me ha llamado 'señor'?

Freeborn se puso de pie haciendo girar el bastón.

— Será mejor que vaya a la mina para asegurarme de que se largan.

— No. Quiero que los Leopardos se retiren y quiero que tú te quedes en Kisumu, Tommy… Snook te pone nervioso con mucha facilidad. No quiero más contratiempos de los que he tenido — Ogilvie escrutó a Freeborn con ojos melancólicos y especulativos—. Además, ambos concordamos en que toda esta historia de los visitantes de otro mundo es un ridículo cuento de hadas.

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