Capítulo 3

En la primavera de 1996 el paso del Planeta de Thornton se estaba borrando de la memoria de la gente que se había alarmado más en el momento en que se acercó a la Tierra. En realidad había pasado a través del ojo de aguja cósmico que era el intersticio entre la Tierra y la Luna, pero tal como habían predicho diversas autoridades, los efectos físicos habían sido nulos en lo concerniente al hombre de la calle. Así como el objeto se había reducido de tamaño hasta alcanzar el de cualquier otro planeta, también su significación había disminuido para el ser humano medio que continuaba enfrentando la tarea de sobrevivir en un mundo cada vez más hambriento y convulso. El Planeta de Thornton aún era visible para cualquiera que se interesara en ponerse gafas de magniluct para contemplarlo, pero la novedad de mirar de vez en cuando hacia abajo y observar un astro azul que resplandecía a través de toda la masa de la Tierra no era más que eso: una novedad. No brindaba alimento ni calor y no tenía ningún valor práctico, de manera que quedó relegada a la categoría de curiosidad astronómica en el mismo plano que las auroras y las estrellas fugaces.

La situación era diferente en la comunidad científica mundial. La misma naturaleza del intruso espacial impedía observarlo y estudiarlo, pero mucho antes que el Planeta de Thornton pasara de largo, había resultado obvio que era atraído por el sol. Descendiendo en ángulo a través del plano de la elíptica, se había zambullido en la órbita de Mercurio, acelerando constantemente, luego había girado alrededor del sol y se había retirado de nuevo a los oscuros suburbios del sistema solar. Esa conducta no era en absoluto compatible con la de un planeta hecho de materia hadrónica normal, pero los cálculos revelaban que había adoptado una órbita de precesión muy elíptica con un período de poco más de veinticuatro años. Los elementos de la órbita eran tales que se suponía que el planeta volvería a visitar la Tierra cuando hubiera completado cuatro revoluciones, o sea poco menos de un siglo después de la primera aparición.

Esta información escandalizó a los científicos de diversas disciplinas, pues utilizando los datos disponibles para un ejercicio teorético todos habrían declarado que un cuerpo antineutrínico tenía que atravesar el sistema solar en línea recta, sin ser afectado en absoluto por la atracción gravitacional del sol. La mayoría se pasmaba al ver toda la ciudadela de la ciencia humana amenazada por un desaprensivo y casual visitante del infinito; otros aceptaban con entusiasmo el nuevo desafío al intelecto del hombre. Y unos pocos rechazaban por completo la interpretación de los datos, negando que el Planeta de Thornton tuviera algún viso de realidad objetiva.

Por su parte, Gilbert Snook sabía sin sombra de duda que el Planeta de Thornton existía realmente. Le había mirado el rostro lívido y ciego, y había sufrido el derrumbe de todo su modo de vida.

Había varias cosas que a Snook le disgustaban respecto de su nueva carrera en la república de Barandi, instituida hacía nueve años, aunque tenía que admitir que muchos de los problemas los había provocado él mismo. El primero se había suscitado un minuto después que el Skywhip frenara en la pista de la principal base militar de Barandi, en la costa norte del lago Victoria.

El teniente Charlton, tras una charla apresurada por la banda de comunicaciones local, había logrado prepararse una amable recepción. Y cuando se supo que estaba ofreciendo a Barandi el regalo de un avión de combate en buenas condiciones, más sus propios servicios como piloto, la recepción se elevó a una ceremonia estatal en miniatura con la presencia de varios oficiales de alto rango y sus esposas.

El tardío descubrimiento de diamantes en el oeste de Kenya había provocado la aceleración local de un proceso mundial: el resquebrajamiento de las naciones en unidades políticas cada vez más pequeñas a medida que se hacía imposible la centralización del gobierno. Barandi era uno de los tantos pequeños estados de la región que vacilaban en el límite de la legalidad, y estaba hambriento de equipo defensivo para consolidar su posición. En consecuencia, había imperado una inconfundible atmósfera de satisfacción, casi de alegría, en el grupo flamante que se congregó para saludar a los benefactores enviados por los cielos del norte.

Lamentablemente, Snook había opacado el brillo de la ocasión volviéndose hacia Charlton en cuanto los dos pisaron tierra, para asestarle el puñetazo más enérgico de su vida. Si su intención se hubiera limitado a dejarle inconsciente, habría apuntado hacia el plexo solar o la mejilla de Charlton, pero le dominaba el irreprimible deseo de estropearle la cara al piloto, de modo que le golpeó brutalmente entre los ojos. El resultado consistió en dos manchas negras de oso panda y una nariz tremendamente hinchada, lo que contribuyó a arruinar notablemente la imagen pública de Charlton como pulcro oficial de aviación.

Eso había sucedido casi tres años atrás, pero en los días en que se sentía deprimido, Snook se animaba un poco recordando cómo las actividades sociales de Charlton habían sido coartadas por su aspecto grotesco durante las primeras semanas en su país adoptivo.

La vida de Snook había sufrido aún más restricciones, por supuesto. Había soportado dos días en prisión mientras Charlton trataba de decidirse a no guardarle rencor, un día de interrogatorios acerca de sus actividades políticas y otro mes de confinamientos después que dejó en claro que no tenía intenciones de encargarse del mantenimiento del Skywhip ni de ningún otro avión de Barandi. Finalmente le liberaron, le advirtieron que no intentara largarse del país, y en vista de sus aptitudes técnicas le encomendaron la tarea de educar a los tribeños analfabetos que trabajaban en las minas al oeste de Kisumu.

Snook creía que su puesto era una especie de ficción urdida como parte de un plan para jerarquizar a Barandi ante los ojos de la UNESCO, pero se las había ingeniado para tolerar la rutina e incluso descubrir ciertos aspectos de esa vida que le resultaban agradables. Uno de ellos era una abundante provisión de excelente café árabe, del que Snook se habituó a beber cuatro tazas grandes todas las mañanas antes de pensar en el trabajo.

Este era el momento del día, al filo del alba, cuando más disfrutaba de la soledad, así que cuando un ruido molesto le llegó desde la boca de la mina siguió bebiendo obcecadamente la cuarta taza. El problema, fuera cual fuese, no parecía demasiado serio. Contra un trasfondo de voces alborotadas se oía el chillido agudo de lo que parecía un hombre propenso a la histeria. Snook sospechó que alguien era víctima de una fiebre o había bebido demasiado. En cualquiera de ambos casos, no le concernía: contagiarse pestes y emborracharse eran casi pasatiempos nacionales en Barandi.

Al pensar en el alcohol, Snook evocó sus excesos solitarios de la noche anterior. Dejó la pequeña cocina del bungalow, entró en la sala y encontró dos botellas vacías y un vaso. Ver la segunda botella le consternó un poco: estaba casi seguro de que las dos botellas no habían estado llenas el día anterior, pero el hecho de que abrigara una pequeña duda era prueba suficiente de que había estado bebiendo demasiado. Sentía llegado el momento de trasladarse a otra parte del mundo, pese al pasaporte y otras dificultades.

Snook salió a la parte trasera, y estaba partiendo ceremonialmente las botellas verdes entre los otros fragmentos brillantes del cubo de basura cuando advirtió que aún oía a lo lejos la voz solitaria, y por primera vez reparó en el tono atemorizado. De nuevo sintió las extrañas aunque familiares turbulencias de la precognición. Se oyó pasos al lado de la casa y George Murphy, superintendente de la mina, apareció corriendo. Murphy era negro, ex habitante de Kenya, pero el nuevo nacionalismo barandí despreciaba los nombres swahili como una reliquia del pasado digna de figurar junto a las danzas tribales y los souvenirs de madera tallada para los turistas, así que todos los ciudadanos tenían un nombre inglés para uso oficial y general.

— Buenos días Gil — el saludo de Murphy parecía tranquilo, pero el jadeo del pecho bajo la camisa de corderoy mostraba que había estado corriendo. Su aliento olía a chicle de menta.

— Jambo, George. ¿Qué ocurre? — Snook bajó la tapa del cubo para ocultar su colección de esmeraldas artificiales.

— Es Harold Harper.

— ¿Es él quien arma tanto alboroto?

— Sí.

— ¿Qué… Un toque de horror?

Murphy parecía perturbado.

— No estoy seguro, Gil.

— ¿Qué quieres decir?

— Harper no bebe demasiado… Pero afirma haber visto un fantasma — Murphy era un hombre maduro e inteligente, y era obvio que le disgustaba decir lo que decía, pero estaba dispuesto a pasar el mal trago.

— ¡Un fantasma! — Snook rió brevemente—. Es asombroso lo que puedes ver a través del fondo de un vaso…

— No creo que haya bebido. El capataz lo habría notado, ¿no crees?

Snook sintió más interés.

— ¿Quieres decir que estaba en la mina cuando ocurrió?

— Sí. Terminaba el turno de noche en el nivel más bajo.

— ¿Y cómo era el… fantasma?

— Bien, cuesta un poco entender a Harper… Está muy alterado.

— Debes tener alguna idea. ¿Se trata de una dama con un largo vestido blanco, o algo así?

Murphy hundió las manos en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros y se balanceó sobre los talones.

— Harper dice que una cabeza surgió del suelo rocoso y luego se hundió nuevamente.

— Eso es nuevo para mí — Snook no podía resistirse a ser insidioso—. Una vez conocí a un fulano que veía gansos de cuello largo que le salían de abajo de la cama…

— Te he dicho que Harper no había bebido.

— No hace falta que estés empinando el codo hasta el momento en que empiezas a delirar.

— No soy experto en esas cosas — Murphy empezaba a perder la paciencia—. ¿Puedes venir a hablarle? Está fuera de sus cabales y el médico está en la Número Cuatro.

— ¿En qué puedo ayudarle? No soy médico.

— Por alguna razón Harper te respeta. Por alguna razón piensa que eres su amigo.

Snook veía que el superintendente se estaba enfureciendo, pero su deseo de no comprometerse era tan intenso como de costumbre. Harper asistía a varias de sus clases y en algunas ocasiones se había quedado después de la hora para discutir problemas que le interesaban especialmente. Era un estudiante aplicado, pero muchos de los mineros estaban ávidos de conocimientos y a Snook no le convencía la idea de que eso le obligara a preocuparse por ellos y salir corriendo cada vez que a alguno le sangrara la nariz.

— Harper y yo nos llevamos bien — dijo Snook, firme en sus trece—. Simplemente pienso que en un caso como éste no puedo ayudarle.

— Yo tampoco — Murphy se volvió para largarse, su voz reveló que reprobaba la actitud de Snook—. Tal vez Harper sea simplemente un chiflado… O quizá sus Amplite tienen algún problema.

De pronto Snook sintió un escalofrío.

— Un momento. ¿Harper estaba usando gafas Amplite cuando vio… la cosa?

— ¿Y cuál es la diferencia?

— No sé… Me parece raro, eso es todo. ¿Qué problema puede haber con las gafas de magniluct?

Murphy titubeó. Obviamente comprendía que había interesado a Snook, y se vengaba escatimando la información.

— No sé qué problema pueden tener. Fallas en el material, tal vez. Reflejos extraños.

— George, ¿de qué estás hablando?

— Este no es el primer incidente que hemos tenido esta semana. El martes a la mañana un par de hombres que dejaban el tumo de la noche dijeron haber visto una especie de pájaro revoloteando en el último nivel. Por si quieres saberlo, habían bebido — Murphy se dispuso a marchar—. No te robo más tiempo.

Snook evocó el pavor inhumano que había sentido en aquel momento, hacía casi tres años, cuando había observado el rostro moteado y resplandeciente del Planeta de Thornton cerniéndose sobre la Tierra. El instinto le incitó a preguntarse si Harold Harper, tan poco preparado como él, no se habría enfrentado a lo desconocido.

— Si esperas me pondré las botas — le dijo a Murphy—. Bajaré a la mina contigo.


La Mina Nacional Número Tres de Barandi era una de las más modernas del mundo, y tenía pocos de los andamiajes asociados con las excavaciones tradicionales. La fosa principal era perfectamente circular vista transversalmente, pues la había abierto un proyector parasónico montado sobre rieles que convertía la arcilla y la roca que enfocaba en polvo monomolecular. Al margen de los diversos mecanismos elevadores, lo que más llamaba la atención en la boca de la mina era el serpeante racimo de tubos de evacuación que arrojaba el polvo producido por los proyectores manuales de los mineros. Luego era enviado mediante cañerías a una planta procesadora cercana, donde servía como subproducto para la elaboración de cemento de primera calidad.

Algo que la mina tenía en común con todas las otras que brindaban el mismo material precioso era un sistema de seguridad muy estricto. Su función docente permitía a Snook recorrer libremente el círculo exterior de edificios y depósitos administrativos, pero jamás había atravesado el único portón de la alambrada que rodeaba la boca de la mina. Miró a su alrededor con interés mientras los guardias armados examinaban sus documentos. Un jeep militar con el emblema del gobierno barandí, una estrella y una espada, estaba aparcado frente al barracón para registro de los mineros. Snook le señaló el vehículo a Murphy.

— ¿Un visitante ilustre?

— El coronel Freeborn. Nos visita una vez por mes para controlar personalmente los procedimientos de seguridad — Murphy se palmeó la mandíbula con fastidio—. Justo hoy se nos presenta este problema…

— ¿Es un hombre corpulento con una hendidura en un lado del cráneo?

— Exacto — Murphy miró a Snook con curiosidad—. ¿Le conoces?

— Le vi una sola vez… Hace mucho.

Snook había sido entrevistado por varios oficiales del ejército el día del interrogatorio, después de llegar a Barandi, pero recordaba vividamente al coronel Freeborn. Le había preguntado detalladamente acerca de sus razones para negarse a colaborar con la aviación barandí, y había cabeceado reflexivamente cada vez que Snook daba una respuesta deliberadamente obtusa. Al fin Freeborn le había dicho sin ningún rodeo: «Soy un hombre importante en este país, un amigo del presidente, y no tengo tiempo para perderlo con extranjeros blancos, y con usted menos que ninguno. Si no empieza a responder cabalmente a mis preguntas, tendrá que salir de esta oficina con un cráneo igual al mío.» Había enfatizado esta declaración empuñando el bastón y encajándose el pomo de oro en la depresión cóncava de la cabeza rapada. La pequeña demostración había persuadido a Snook de que lo más prudente era colaborar, y todavía le irritaba pensar que le habían intimidado en forma tan rotunda en el lapso de diez segundos. Desechó ese recuerdo por considerarlo improductivo.

— Ya no oigo a Harper — dijo—. Tal vez se ha serenado.

— Espero que sí — replicó Murphy. Le guió por la arcilla dura y resquebrajada hasta un edificio móvil con una cruz roja en el flanco… Subieron la escalinata de madera y entraron en una sala de recepción, desnuda salvo por algunas sillas y carteles de la Organización Mundial de la Salud. Harold Harper, un hombre de hombros anchos pero muy delgado, de unos veinticinco años, estaba echado en una de las sillas, y dos asientos más allá un enfermero negro le vigilaba con desapego profesional. Al ver a Snook, Harper torció la boca en una sonrisa, pero no habló ni se movió.

— He tenido que ponerle una inyección, señor Murphy — dijo el enfermero.

— ¿Sin autorización del médico?

— Fue una orden del coronel Freeborn.

Murphy suspiró.

— La autoridad del coronel no se extiende a los problemas médicos.

— ¿Está bromeando? — la cara del enfermero era una caricatura de la indignación—. No quiero que me abollen la cabeza.

— Quizá la inyección ha sido buena idea — dijo Snook, adelantándose y arrodillándose frente a Harper—. Eh, Harold. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué es esa cháchara del fantasma?

La sonrisa de Harper se esfumó.

— He visto un fantasma, Gil.

— Has tenido suerte… Yo nunca he visto uno en toda mi vida.

— ¿Suerte? — la mirada de Harper se desvió y pareció concentrarse en algo más allá de los límites del cuartucho.

— ¿Qué has visto exactamente, Harold?

Harper habló con voz somnolienta, articulando alguna que otra palabra en swahili.

— Estaba en el Nivel Ocho…, el extremo del conducto sur… La arcilla amarilla se terminó, yo seguía golpeteando la roca… Necesitaba reorientar el proyector, pero sabía que el turno estaba a punto de terminar… Me volví y vi algo en el suelo, una cúpula pequeña, como la parte superior de un coco… Brillaba, pero yo podía ver a través… Traté de tocarlo, no había nada. Me quité las Amplite para ver mejor; ya sabes cómo es, lo haces mecánicamente. Pero allí no hay ninguna iluminación, sin las gafas no veía nada… Así que me las puse de nuevo y…, y… — Harold se interrumpió y respiró pesada y entrecortadamente; movió ligeramente los pies, como si todavía le acosara el instinto de huir.

— ¿Qué viste, Harold?

— Había una cabeza… Mi mano estaba dentro de la cabeza…

— ¿Qué clase de cabeza?

— No era humana…, ni de animal… De este tamaño — y Harper arqueó los dedos como si sostuviera una pelota—. Tres ojos…, todos juntos cerca de la parte superior… Una boca bien abajo… Mi mano estaba dentro de la cabeza, Gil. Bien adentro.

— ¿Sentiste algo?

— No. Simplemente retiré la mano. Estaba contra el extremo del conducto. No podía escapar, así que me quedé allí sentado…

— ¿Qué ocurrió después?

— La cabeza giró un poco… La boca se movió, pero no se oyó nada… Después se hundió en la roca. Desapareció.

— ¿Había un agujero en la roca?

— No había ningún agujero — Harper le clavó una vaga mirada de reproche—. He visto un fantasma, Gil.

— ¿Podrías mostrarme el sitio exacto?

— Claro que sí — Harper cerró los ojos y volvió ligeramente la cabeza—. Pero puedes apostar a que no lo haré. No bajaré allí otra vez. Jamás… — se reclinó en la silla y se puso a bostezar.

— ¡Usted! ¡Florence Nightingale! — Murphy clavó el grueso índice en el hombro del enfermero—. ¿Cuál fue la dosis que le inyectó a este hombre?

— Se pondrá bien — dijo definitivamente el enfermero—. No es la primera vez que aplico un sedante.

— Por el bien de usted, espero que se reponga. Pasaré cada hora para cerciorarme… Así que mejor le acuesta y le cuida bien — el superintendente, con ese aire de corpulencia y eficacia que le daba el corderoy, estaba genuinamente preocupado por Harper, y Snook, raro en él, sintió la repentina calidez de la simpatía y el respeto.

— Escucha, George — dijo en cuanto salieron—. Lamento haber vacilado tanto en venir. No me di cuenta de la situación de Harper.

Murphy sonrió, completando así el lazo humano.

— Está bien, Gil. ¿Crees en lo que te ha dicho?

— Parece un disparate, pero a pesar de todo siento que le creo. Ha sido por las gafas. Cuando se las quitó no pudo ver la cabeza o lo que haya sido…

— Eso me hizo pensar en alguna falla en las gafas.

— A mí me hizo pensar que lo que vio Harper es muy real, aunque no sé cómo explicarlo. ¿Todos los mineros usan gafas Amplite?

— Todos. Reducen el consumo de luz eléctrica en un noventa por ciento, y ya sabes cuál es el problema energético, ahora que están a punto de renunciar a la planta nuclear…

— Lo sé — Snook entornó los ojos para observar cómo el sol trepaba verticalmente desde detrás de las montañas del este. Una de las cosas que le disgustaban de la franja ecuatorial era la falta de variación en el trayecto diario del sol. Lo imaginó siguiendo un surco en el firmamento, metido en una zanja.

Una hilera de hombres se había agrupado ante la entrada del ascensor. Empezaban el turno, y Snook advirtió que algunos le sonreían y le saludaban agitando la mano. Uno le tendió el casco de seguridad amarillo y señaló la entrada de la mina, y los compañeros echaron a reír cuando Snook meneó exageradamente la cabeza.

— Se les ve animados — le dijo Murphy—. Los rumores circulan rápido en una mina, y los hombres que el martes por la mañana creyeron ver pájaros han difundido la historia. Este asunto de Harper ya se ha propagado por todo el campamento, y cuando esta noche él vaya al bar y beba unas copas…

— ¿De qué tienen miedo?

— Hace diez años casi todos estos hombres eran pastores y granjeros. El presidente Ogilvie los uniformó a todos como ganado, les puso nombres ingleses, proscribió las lenguas bantúes en favor del inglés, los vistió con camisa y pantalón…, pero no los ha cambiado en absoluto. Nunca les ha gustado bajar a las minas, y nunca les gustará.

— Bien se podría decir que después de diez años…

— En lo que a ellos respecta, abajo es otro mundo. Un mundo al que no les corresponde entrar. Todo lo que necesitan para negarse a entrar de nuevo es un indicio, sólo un indicio, de que los verdaderos habitantes de ese mundo se oponen a la presencia de ellos allí.

— ¿Qué ocurriría entonces?

Murphy sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y le ofreció uno a Snook. Los encendieron y se miraron a través de los complejos trazos de humo.

— Esta mina, sola — dijo Murphy—, produjo el año pasado más de cuarenta mil kilates métricos. ¿Qué piensas que ocurriría?

— ¿El coronel Freeborn?

— Exactamente… Ocurriría el coronel Freeborn. En la actualidad el gobierno paga a estos hombres un salario vital, y les ofrece comodidades como asistencia médica, aunque sólo haya un médico calificado para atender cuatro minas, y educación gratis, aunque el maestro sea un mecánico de aviación sin trabajo — los ojos de Murphy titilaron mientras Snook se inclinaba en una rígida reverencia—. El sistema no es muy costoso, y los consejeros del presidente lo aprovechan como propaganda, pero si los mineros trataran de negarse a trabajar el coronel Freeborn introduciría otro sistema. Este país siempre ha producido buenos esclavos, ¿lo sabías?

Snook estudió un instante el cigarrillo blando y aromático entre sus dedos.

— ¿No te arriesgas un poco al hablarme así?

— No lo creo. Me preocupo de conocer al hombre con el que hablo.

— Es muy halagüeño de tu parte — replicó cautelosamente Snook—. Pero, ¿te ofenderías si sigo pensando que me lo dices por algún motivo?

— Ofenderme no… Me ganarías la mano, tal vez — el superintendente soltó una risa estridente que parecía incompatible con ese torso sólido, y el olor a menta de su aliento llegó hasta Snook—. A la gente le caes bien porque eres honesto. Y porque no le haces el juego a nadie.

— Sigues halagándome, George.

Murphy tendió las manos.

— Lo que acabo de decir es importante. Mira, si investigas este asunto del fantasma y descubres alguna explicación tranquilizadora, los hombres la aceptarán. Y estarás haciéndoles un gran favor.

— Si lo dice el maestro tiene que ser cierto.

— En este caso, así son las cosas — asintió Murphy.

— Me interesa — Snook se volvió hacia las estructuras de acero que encubrían la entrada al hueco vertical de tres kilómetros—. Pero por lo que sé, allá abajo no se permiten las visitas…

— Tú eres un caso privilegiado. Hace un rato hablé con Alain Cartier, el administrador de la mina. Ya te ha firmado una autorización especial.

Загрузка...