El teléfono de Snook empezó a sonar y al mismo tiempo alguien golpeó con fuerza la puerta delantera del bungalow.
Se acercó a la ventana de la sala, separó dos listones de la persiana y atisbo afuera. Tres soldados negros esperaban en la veranda: un teniente, un cabo y un soldado raso, todos con las boinas de manchas negras y castañas del regimiento de Leopardos. El cabo y el soldado llevaban las inevitables metralletas colgadas del hombro, y además lucían expresiones que Snook había visto muchas veces antes en otras partes del mundo. Estaban examinando la casa con la mirada estimativa, vagamente posesiva, de hombres a los que se les ha encomendado el empleo de toda la fuerza necesaria para el logro de sus cometidos. Mientras él observaba, el teniente llamó de nuevo a la puerta y retrocedió un paso esperando que la abrieran.
— Un minuto — gritó Snook mientras se dirigía al teléfono, lo levantaba y respondía dando su nombre.
— Habla el doctor Boyce Ambrose — dijo la voz—. Acabo de llegar de Estados Unidos. ¿Se ha comunicado con usted mi secretaria para explicarle por qué estoy aquí?
— No. Las comunicaciones internacionales no funcionan demasiado bien en estas latitudes.
— Oh, bien… Espero que usted imagine qué me ha traído a Barandi, señor Snook. ¿Puedo ir a la mina para hablar con usted? Estoy muy…
Las palabras de Ambrose fueron ahogadas por golpes aún más perentorios en la puerta del frente. Parecían culatazos, y Snook pensó que el próximo paso consistiría en volar la cerradura a tiros.
— ¿Está en Kisumu? — preguntó.
— Sí.
— ¿En el Commodore?
— Sí.
— Espere allí y trataré de comunicarme con usted… Es que ahora tengo visitas en la puerta.
Snook oyó el comienzo de una protesta mientras colgaba el teléfono, pero lo que más le preocupaba era ese grupo impaciente en la puerta. Había estado esperando alguna reacción del coronel Freeborn ante su campaña publicitaria, y ahora quedaba por ver hasta qué punto arreciaba el temporal. Corrió a la puerta y la abrió de par en par, parpadeando al sol de la mañana.
— ¿Es usted Gilbert Snook? — el teniente era un joven altanero de ojos coléricos.
— Sí.
— Ha tardado mucho tiempo en llegar a la puerta.
— Bueno… Yo pienso que vosotros la habéis estado golpeando mucho tiempo — dijo Snook con esa obtusidad artera que practicaba desde hacía muchos años, y que según sabía exasperaba a los oficiales, especialmente cuando no hablaban el inglés como lengua materna.
— Ese no es el… — el teniente se interrumpió después de comprender el peligro de comprometerse en un intercambio verbal—. Acompáñenos.
— ¿Adónde?
— Se me requiere no darle esa información.
Snook sonrió como un maestro decepcionado por la falta de comprensión de un niño.
— Hijo, yo acabo de hacerlo.
El teniente miró a sus hombres, y en la cara se le notó que llegaba el momento de una decisión difícil.
— Tengo órdenes de llevarle a Kisumu para que vea al presidente Ogilvie — dijo por fin—. Tenemos que partir de inmediato.
— Tendría que habérmelo dicho desde un principio — le reprochó Snook.
Descolgó una chaqueta ligera, salió y cerró la puerta a sus espaldas. Fueron hasta un jeep con techo de lona, hicieron sentar a Snook en el asiento trasero, al lado del cabo, y el vehículo arrancó de inmediato. Casi en seguida Snook vio dos Land Rovers identificados con el letrero 'Servicio de Prensa Panafricana’. Cuando pasaron frente a la boca de la mina advirtió con interés que los cuatro vehículos blindados que la noche anterior estaban frente a la alambrada ya no se encontraban allí. Algunos hombres deambulaban entre los edificios, pero los tubos de evacuación que se perdían serpeando hacia el sur eran traslúcidos en vez de estar opacados por el polvo de desecho, lo cual demostraba que abajo no se estaba excavando.
Snook sabía que anteriormente la mina jamás había interrumpido la producción un solo día, e imaginó que en alguna parte aumentaban las presiones económicas. El conflicto era entre los viejos y los nuevos africanos, entre las ambiciones modernas y los temores ancestrales. El presidente Ogilvie y el coronel Freeborn eran hombres de la misma catadura, aventureros cuyo nervio y falta de escrúpulos les había permitido rapiñar una óptima porción del cadáver de África. Ogilvie, especialmente, difundía la noción de que Barandi tenía una economía de base amplia con sus exportaciones de flores y extracto de piretro, café, soja y algunos productos electrónicos, pero eran las minas de diamante las que habían dado existencia al país y las que le permitían subsistir. Snook podía imaginar la creciente irritación del presidente ante el cierre de la Mina Nacional Número Tres.
Sin embargo, lo interesante era que Ogilvie y Freeborn aún no tenían una idea cabal acerca de aquello con lo que se enfrentaban, acerca del vigor de la resolución de los mineros de no bajar nuevamente a los túneles. Una cosa era desdeñar los fantasmas como producto de la histeria colectiva sin haberlos visto, pero otra era encontrarse en un túnel oscuro a kilómetros de la superficie y observar el desfile de figuras calladas y relucientes con cabezas que giraban lentamente y bocas que se torcían respondiendo a emociones desconocidas. Con el aire brillante de la mañana soplando alrededor, y dentro de un vehículo motorizado con sus ruidos y olores y su pintura cascada, la esencia de la normalidad humana, aún a él le costaba creer en los fantasmas.
Permaneció callado durante todo el accidentado trayecto hasta Kisumu y el nuevo complejo de oficinas gubernamentales, que se extendía más allá de la ciudad en una zona ajardinada de más de ochenta hectáreas. La arquitectura cubista era suavizada y modificada por bosquecillos de palisandros, palmeras y castaños del Cabo. Cerca del centro del complejo se alzaba la residencia presidencial, rodeada por una laguna lo suficientemente ornamental como para simular su encubierta misión de foso de una fortaleza. El jeep atravesó un puente, se detuvo ante la entrada principal de la residencia, y un minuto más tarde Snook era conducido a una habitación con ventanas altas, maderas lustrosas y cristales de Murano. El presidente Ogilvie estaba de pie ante un escritorio cerca de una de las ventanas. Era un cincuentón de labios delgados y nariz estrecha, rasgos que a los ojos de Snook le daban el aspecto de un caucásico maquillado de negro. La ropa era exactamente igual a la que Snook le había visto en los retratos: traje azul, camisa blanca de cuello duro, corbata estrecha de seda azul. Snook, que normalmente no reparaba en esos detalles, advirtió de pronto lo desaliñado de su propia vestimenta.
— Siéntese, señor Snook — dijo Ogilvie con voz seca y carente de inflexión—. Creo que ya conoce al coronel Freeborn, ¿verdad?
Snook se volvió y vio a Freeborn de pie en un rincón en sombras, los brazos cruzados.
— Sí, ya conozco al coronel — dijo Snook sentándose en una silla.
Freeborn separó los brazos, duros y nudosos bajo las mangas cortas de la camisa del uniforme, y el pomo de oro del bastón brilló como un sol en miniatura.
— Cuando hable con el presidente utilice el tratamiento adecuado.
Ogilvie levantó una mano delgada.
— Olvídalo, Tommy. Estamos aquí para hablar de negocios. Ahora, señor Snook… ¿Gilbert, verdad? Usted comprenderá que nos enfrentamos con un problema. Un problema muy caro…
Snook cabeceó.
— Me doy cuenta.
— Hay una tendencia que sostiene que usted es el responsable.
— No lo soy — Snook echó una mirada fugaz a Freeborn—. De hecho, cuando hace un par de días hablé con esa tendencia en un despacho, le di buenos consejos sobre cómo evitar el problema. No los escuchó.
— ¿Cuáles eran esos consejos?
— Los fantasmas sólo se ven con gafas de magniluct. Se debe instalar una iluminación convencional, quitar las gafas a los mineros, y solucionado… Ahora es demasiado tarde, naturalmente.
— ¿Usted sigue insistiendo en que esos fantasmas existen de veras?
— Señor presidente, los he visto y los he fotografiado — Snook, que en su entusiasmo se había inclinado hacia adelante, se reclinó y lamentó haber aludido a las fotografías.
— Eso me lleva a otro punto — dijo Ogilvie, extrayendo un cigarro delgado de una caja, y sentándose en una esquina del escritorio para acercarse al encendedor—. El coronel Freeborn me informó que usted extrajo la película de la cámara en presencia de él, y que no había ninguna imagen registrada. ¿Cómo explica eso?
— No tengo explicación — dijo simplemente Snook—. Lo único que puedo sugerir es que la radiación que nos permite ver a los fantasmas tarda mucho tiempo en registrarse en el negativo.
— Pamplinas — afirmó Ogilvie sin énfasis alguno, estudiando a Snook con los ojos entornados.
Snook tuvo entonces la clara sensación de que los rodeos habían terminado y que ahora se ceñirían al verdadero objeto de la entrevista.
— No entiendo mucho de estas cosas — dijo—, pero ahora que han empezado a llegar investigadores científicos de Estados Unidos a Kisumu, comprenderemos mejor de que se trata.
— ¿Ha hablado usted con alguna de esas personas?
— Sí… Luego me encontraré con el doctor Ambrose — Snook resistió la tentación de añadir que si no asistía a la cita se suscitarían comentarios. Sabía que él y Ogilvie estaban comunicándose en dos niveles, uno de los cuales no necesitaba palabras.
— El doctor Ambrose — Ogilvie pasó por detrás del escritorio, se sentó y anotó algo en una libreta—. Como usted sabe, me interesa alentar a los turistas a que visiten Barandi, pero sería un craso error incitarlos a venir aquí con ideas exageradas acerca de lo que el país puede ofrecerles. Dígame, Gilbert, ¿usted trucó esas fotografías?
Snook se mostró perplejo.
— No sabría cómo hacerlo, señor presidente. Pero aunque supiera…, ¿con qué propósito?
— Esa es otra cosa que no logro entender — Ogilvie sonrió resignadamente—. Si pudiera atribuirle un motivo…
— ¿Cómo llegaron las fotos a manos de la prensa? — intervino Freeborn desde su rincón.
— Bien, eso fue culpa mía — repuso Snook—. Esa noche vine a la ciudad a echarme un trago y me topé con Gene Helig, el hombre de la Asociación de Prensa. Nos pusimos a hablar de los fantasmas. Luego recordé que me había metido los rollos en el bolsillo y los saqué. Pueden imaginarse mi sorpresa cuando Gene vio imágenes en una película.
Ogilvie rió sin humor.
— Puedo imaginármelo.
Snook decidió retroceder a un terreno más firme.
— Lo principal, señor presidente, es que estos presuntos fantasmas sí existen, y que los mineros no bajarán hasta donde están ellos.
— Eso es lo que piensan — dijo Freeborn.
— Yo no creo en los fenómenos sobrenaturales — continuó Snook—. Creo que tiene que haber una explicación llana para las cosas que se han visto, y pienso que el único modo eficaz de solucionar el problema es descubrir esa explicación. En este momento el mundo entero tiene los ojos puestos en Barandi, y…
— No insista en ese particular — Ogilvie empezaba a sonar aburrido—. Ha metido las narices en un montón de asuntos sin ninguna autoridad… ¿Está dispuesto a actuar como enlace oficial si yo permito una investigación científica en la mina?
— Lo haría con gusto — Snook se esforzó por ocultar su sorpresa.
— De acuerdo. Vaya a ver a ese doctor Ambrose, y conéctese con Cartier, el administrador de la mina. Y mantenga plenamente informado al coronel Freeborn. Eso es todo — Ogilvie hizo rotar la silla giratoria y sopló una bocanada de humo hacia la ventana más próxima.
— Gracias, señor presidente — Snook se puso de pie y sin mirar en la dirección del coronel se apresuró a salir de la habitación. La entrevista con el presidente había ido mejor de lo que podía haber esperado, y sin embargo tenía la perturbadora sensación de que le habían manipulado.
Freeborn esperó unos segundos para asegurarse de que Snook se hubiera marchado, antes de avanzar hacia la luz.
— Las cosas andan mal, Paul — dijo—. Las cosas andan mal cuando un mero experto en tuercas como ese puede entrar y salir de aquí pisoteando nuestras leyes.
— ¿Crees que habría que pegarle un tiro?
— ¿Para qué gastar balas? Una simple bolsa de plástico en la cabeza es más satisfactoria…, y da muchísimo tiempo para el arrepentimiento.
— Sí, pero lamentablemente nuestro experto en tuercas, por accidente o por sagacidad, ha hecho todo cuanto debía hacer para conservar el pellejo — el presidente Ogilvie se incorporó y atravesó la habitación de un extremo al otro, dejando una estela de nubes de humo azul, con aires de empresario que discute un plan de ventas—. ¿Qué sabes acerca de él?
— Lo que sé ciertamente es que debí eliminarle hace tres años, cuando tuve la oportunidad — Freeborn levantó el bastón en un acto reflejo, y se insertó el pomo de oro en el hueco del cráneo.
— Sin embargo el hombre se las trae, Tommy. Por ejemplo, esa sugerencia que te hizo acerca de quitar a los mineros las gafas de magniluct era bastante atinada.
— Habría implicado toda una nueva instalación eléctrica para la mina. ¿Tienes idea de cuánto costaría eso hoy en día? Sería distinto si tu central nuclear hubiera empezado a funcionar cuando debía.
— La nueva instalación habría sido una bagatela comparada con el costo de un cierre prolongado… En todo caso, lo que importa no es sólo el dinero — Ogilvie giró sobre los talones y encañonó al coronel con el cigarro—. El dinero me importa muy poco, Tommy. Tengo más del que nunca podré gastar. Lo único que ahora deseo para este país, Barandi, el país que yo inventé, es que lo acepten legalmente en las Naciones Unidas. Quiero entrar en ese edificio de Nueva York y ver mi bandera flameando allá arriba entre las otras. Por eso las minas de diamante tienen que seguir trabajando. Porque sin ellas Barandi no duraría un año.
Freeborn cerró los ojos un momento mientras buscaba las palabras apropiadas. En el pasado ya había sufrido la megalomanía del presidente, y no le gustaba. La idea de que el líder de su país soñara con izar un trapo en una ciudad extranjera más allá del océano, mientras a pocos kilómetros de distancia las fuerzas hostiles rodeaban las fronteras, le colmaba de impaciencia y consternación. Pero estaba acostumbrado a ocultar lo que pensaba y a tomarse su tiempo. Incluso había aprendido a tolerar que el presidente se llevara a la cama rameras blancas y asiáticas, pero se acercaba el día en que él estaría en condiciones de dar a Barandi el gobierno firme que necesitaba. Entretanto, tenía que mantener y consolidar su propio poder.
— Comparto tus sueños — dijo lentamente, imprimiendo sinceridad a la voz—, pero por eso mismo tenemos que adoptar ahora las medidas decisivas, antes de que la situación se deteriore aún más.
Ogilvie suspiró.
— No me he ablandado, Tommy. No me opongo a que sueltes tus Leopardos entre la chusma de la Número Tres. Pero no podemos hacerlo en las narices de los observadores extranjeros. El primer paso lógico es sacarlos del país.
— Pero acabas de autorizarles a entrar en la mina.
— ¿Qué más podía hacer? Snook tenía razón cuando dijo que el mundo entero nos está observando — de pronto Ogilvie se relajó y sonrió, tomó la caja de cigarros del escritorio y se la ofreció a Freeborn—. Pero el mundo se cansa pronto de observar una parte de África tras otra… Eso deberías saberlo tan bien como yo.
Freeborn aceptó un cigarro.
— ¿Y mientras tanto?
— Mientras tanto quiero que tú, extraoficialmente, desde luego, le dificultes la vida a nuestra pequeña comunidad científica extranjera. No te entrometas ni llames la atención sobre el asunto, simplemente hazles la vida difícil.
— Entiendo — Freeborn sintió renacer su confianza en el presidente—. ¿Y qué hacemos con ese hombre de la Asociación de Prensa, Helig? ¿Lo quitamos de en medio?
— Ahora no… Es demasiado tarde para corregir ese error en concreto. Simplemente, mantenle bajo observación.
— Me haré cargo de todo.
— Perfecto. Y algo más… Tendremos que negar el acceso a nuevos visitantes extranjeros. Encuentra alguna razón válida para cancelar todos los permisos de entrada.
Freeborn arrugó el ceño con gesto reflexivo.
— ¿Una epidemia de viruela?
— No. Eso podría ser un obstáculo para el comercio. Es mejor una emergencia militar. Supongamos que nos ataca alguno de nuestros viejos vecinos. Discutiremos los detalles durante el almuerzo.
Freeborn encendió el cigarro, inhaló profundamente, y luego sonrió con algo que se aproximaba a un genuino placer.
— ¿La técnica Gleiwitz? Todavía tengo una reserva de prisioneros molestos.
El presidente Ogilvie, la imagen de un empresario formalmente trajeado de azul, asintió con un cabeceo.
— Gleiwitz.
La sonrisa de Freeborn se transformó en una discreta risotada. Jamás había sido estudiante de historia europea, pero el nombre de Gleiwitz, una mota en el mapa cerca de la frontera polaca de Alemania, le era familiar porque había sido el escenario de una maniobra nazi que tanto él como Ogilvie habían emulado más de una vez en sus propias carreras. Allí, en agosto de 1939, la Gestapo había escenificado un falso ataque de los polacos a la radioestación alemana y como testimonio visible del crimen de sus vecinos, había sembrado la zona con cadáveres de hombres a los que vistieron con uniformes del ejército polaco y asesinaron después. El incidente había sido esgrimido por la propaganda como justificación para la invasión a Polonia.
El coronel Freeborn lo consideraba un magnífico ejemplo de táctica militar.
La mente de Snook aún bullía de suspicacia acerca de las reacciones del presidente Ogilvie cuando se apeó del taxi en el hotel Commodore. Era casi mediodía y el sol colgaba del cielo como una lámpara sin pantalla. Se zambulló en el prisma de sombra bajo el toldo del hotel, entró en el vestíbulo con pisos en desnivel, e ignorando una señal del conserje se metió en el bar. Ralph, el barman más antiguo, le vio llegar y sin decir una palabra tomó un vaso de un cuarto, lo llenó de ginebra Tanqueray hasta la mitad y después le echó agua helada hasta el borde.
— Gracias, Ralph — Snook se sentó en un taburete, apoyó los codos en la superficie de cuero acolchado del mostrador y sorbió un largo trago terapéutico. Sintió cómo el líquido frío le bajaba hasta el estómago. Ralph, asumiendo la expresión de amarga simpatía que siempre empleaba con las víctimas de una resaca, preguntó:
— ¿Una mañana difícil, señor Snook?
— Horrorosa.
— Después de eso se sentirá mejor.
— Lo sé — Snook bebió otro sorbo. Ya había representado muchas veces la misma escena con idéntico diálogo, y le consolaba saber que Ralph era lo bastante comprensivo para no alterar la rutina. Era prácticamente el único tipo de comunicación que Snook disfrutaba.
Ralph se inclinó sobre el mostrador y bajó la voz.
— Allá hay dos personas que quieren verle.
Snook se volvió hacia la dirección indicada y vio a un hombre y una mujer observándole con vacilante ansiedad, y la frase «la genio hermosa» le vino a la mente. Formaban una buena pareja: los dos jóvenes e inmaculados, los perfiles exquisitamente cincelados y la tez clara, pero lo que llamó la atención de Snook fue la mujer. Era delgada, de ojos grises e inteligentes y labios carnosos, fría y sensual a un tiempo; y Snook temió repentinamente que todo su modo de vida haya sido un error, que si hubiera optado por vivir en las deslumbrantes ciudades de occidente el premio habría sido algo como aquello. Levantó el vaso y caminó hacia la mesa, perturbado por los celos que le despertaba el hombre que se incorporó para saludarle.
— ¿Señor Snook? Soy Boyce Ambrose. Hablamos por teléfono — le dijo mientras se estrechaban las manos.
Snook asintió.
— Llámeme Gil.
— Quiero presentarle a Prudence Devonald. La señorita Devonald es de la UNESCO. En realidad, creo que también ella está interesada en hablar con usted.
— Este debe ser mi día de suerte — dijo mecánicamente Snook mientras se sentaba, advirtiendo que la pareja no estaba casada como de algún modo había supuesto. Notó que la muchacha le echaba un vistazo de franca estimación, y por segunda vez en el día reparó en el hecho de que su vestimenta era apenas aceptable, y sólo porque el material era indestructible.
— No es su día de suerte — dijo Prudence—. En realidad, podría ser todo lo contrario. Una de las cosas que tengo que hacer en Barandi es controlar su facultad para ejercer la docencia.
— ¿Qué facultad?
— Eso es lo que mi oficina querría saber — ella hablaba con una abierta hostilidad que entristeció a Snook, y que también le impulsó a reaccionar como de costumbre.
— ¿Trabaja para una agencia de detectives? — se enfrentó a los ojos de ella sin titubeos—. ¿Y de quién depende usted? ¿Del despacho, o del archivo?
— En inglés — dijo ella con insultante dulzura—, la palabra 'oficina' también designa al personal que trabaja en ella.
— Y también el cuarto de baño — dijo Snook, encogiéndose de hombros.
— Precisamente iba a pedir otra ronda de Homosexual Harolds — se apresuró a intervenir Ambrose, dirigiéndose a Snook—. Ya sabe… Camp Harrys. ¿Usted quiere beber algo más?
— Gracias. Ralph conoce mi especialidad.
Mientras Ambrose se dirigía al mostrador, Snook se reclinó cómodamente, miró a Prudence y concluyó en que era una de las mujeres más bellas que había conocido. Si había alguna imperfección en aquel rostro era la levísima curvatura hacia adentro de los dientes de arriba, pero por alguna razón esto servía para reforzar la impresión aristocrática que ella le causaba. «Me gustas — pensó—. Eres una perra, pero me gustas.»
— Tal vez deberíamos empezar de nuevo — dijo—. Parece que hay un punto en el que hemos arrancado mal.
Prudence casi sonrió.
— Quizá sea culpa mía… Debí imaginar que a usted le avergonzaría responder a mis preguntas en presencia de un tercero.
— No me avergüenza — Snook se permitió fingir cierta sorpresa ante esa ocurrencia—. Y para que vayamos entendiéndonos, no responderé a ninguna de sus preguntas.
Los ojos grises le lanzaron una mirada fulminante, pero en ese momento Ambrose volvió a la mesa con los Camparis y la ginebra. Depositó las bebidas y examinó el talón de venta con una expresión de sorpresa.
— Creo que hay un error — dijo—. Esta ronda ha costado el triple de la anterior.
En respuesta, Snook levantó el vaso en un brindis.
— Es culpa mía. Pido la ginebra en vasos de cerveza para ahorrarme los viajes de ida y vuelta al mostrador — miró de soslayo a Prudence—. Me dan vergüenza.
Ella frunció los labios.
— Me interesaría saber cómo puede beber así y continuar con sus tareas docentes.
— A mí me interesaría aún más — intervino Ambrose fervorosamente— oír su relato de…
Snook le silenció levantando la mano.
— Un momento, Boyd.
— Boyce.
— Perdón… Boyce. A mí lo que más me interesaría es saber por qué esta dama insiste en entrometerse en mi vida privada.
— Soy de la UNESCO — Prudence extrajo una placa plateada de la cartera—. Lo cual significa que el sueldo de usted proviene de…
— Mi sueldo — interrumpió Snook— consiste principalmente en un cajón de ginebra y una bolsa de café cada dos semanas. El dinero me lo gano reparando motores de automóviles en los alrededores de la mina. Entretanto enseño inglés a los mineros las noches en que ya no les queda dinero para los placeres de la carne. Estas ropas que llevo puestas son las mismas que me dieron cuando llegué hace tres años. A menudo como alimentos enlatados, y me cepillo los dientes con sal. Bebo demasiado, pero por lo demás soy un prisionero modelo. Ahora bien, ¿hay algo más que le interese saber sobre mí?
Prudence pareció consternada, pero no cedió.
— ¿Dice usted que es un prisionero?
— ¿Y qué otra cosa, sino?
— ¿Un refugiado político, tal vez…, mejor? Creo que tuvo algo que ver con el episodio del avión de caza que desapareció de Malaq.
Snook meneó la cabeza enfáticamente.
— El piloto del caza sí es un prisionero político. Yo era un pasajero que creía que íbamos en la dirección contraria, y estoy prisionero aquí porque me negué a encargarme del mantenimiento del avión para el ejército barandí — Snook reparó alarmado que había descubierto todas sus cartas a una mujer a la que acababa de conocer.
— Incluiré todo esto en mi informe — Prudence acercó la placa plateada a su boca, revelando que también era un magnetofón, y torció los labios en una mueca divertida—. ¿Su nombre se escribe tal como suena?
— Es un nombre gracioso, ¿verdad? — dijo Snook, recobrando la compostura—. Muy astuto de su parte haber decidido nacer en una familia llamada Devonald.
A Prudence se le encendieron las mejillas.
— No he querido…
Snook desvió la mirada.
— Boyce, ¿qué pasa aquí? ¿Usted también es de la UNESCO? He venido aquí porque creía que le interesaba lo que hemos visto en la mina.
— Estoy investigando por mi cuenta y me interesa muchísimo lo que usted ha visto — Ambrose dirigió a Prudence una mirada de reproche—. He conocido a la señorita Devonald por pura coincidencia… Tal vez si concertáramos citas por separado…
— No hace falta… Me callaré la boca durante un rato — dijo Prudence, y de pronto Snook vio en ella a la estudiante que fuera hasta no hacía mucho tiempo. Empezó a sentirse como un legionario veterano decidido a ensañarse con un recluta inexperto.
— Gil, ¿tiene usted idea de lo que vio realmente en la mina? — Ambrose golpeó a Snook en la rodilla para acaparar su atención—. ¿Sabe lo que ha descubierto?
— He visto unas cosas que parecían fantasmas — Snook estaba acabando su más reciente descubrimiento acerca de Prudence Devonald; su perfil, ahora distenso, le inspiraba una angustia oscura relacionada con lo transitorio de la belleza, de la vida misma. Era su primera experiencia consciente de esa percepción, y no le resultó precisamente halagüeña.
— Lo que vio usted — dijo Ambrose— eran los habitantes de otro universo.
Las palabras tardaron unos segundos en adquirir relieve dentro de la mente de Snook, y luego él empezó a formular preguntas. Veinte minutos más tarde se reclinó en el asiento, respiró profundamente y notó que se había olvidado de la ginebra. Bebió otro sorbo, tratando de reconciliarse con la idea de que estaba sentado en la encrucijada de dos mundos. Una vez más, en el espacio de una sola hora, le obligaban a pensar en categorías nuevas, a dejar lugar en su vida para nuevos conceptos.
— Tal como usted lo expone — le dijo a Ambrose—, tengo que creerle… Pero, ¿ahora qué?
La voz de Ambrose adoptó una firmeza que antes no había tenido.
— Creí que el paso siguiente era muy obvio. Tendríamos que establecer contacto con esos seres…, encontrar un modo de hablarles.