El día empezó a ir mal para Boyce Ambrose ya desde el desayuno.
Su novia, Jody Ferrier, se había quedado todo el fin de semana en la casa que la familia Ambrose tenía cerca de Charleston, lo cual había sido espléndido, salvo que en deferencia al célebre puritanismo de la madre de Ambrose, habían dormido en cuartos separados. Ese arreglo significó pasar más de dos días en compañía de Jody sin poder disfrutar de ninguno de los juegos amorosos en los que ella se destacaba tan deliciosa y naturalmente. Ambrose podía prescindir del sexo y dos días y tres noches de abstinencia no le habían perturbado particularmente. Pero la experiencia le había llamado la atención sobre un hecho alarmante.
Jody Ferrier, la muchacha con la cual había prometido casarse, hablaba demasiado. No sólo hablaba demasiado, sino que ninguno de los temas en los que se embarcaba revestía para él el menor interés. Y peor; cada vez que él había intentado desviar la conversación hacia un terreno más fructífero, ella, con la habilidad de un experto, la había encauzado nuevamente hacia comentarios sobre la moda, el valor de los bienes raíces y las genealogías de importantes familias de Charleston. Estos eran momentos en que, si hubieran estado solos en un apartamento, Ambrose la habría silenciado con el anticuado método de los manoseos físicos y de hecho durante el fin de semana Ambrose había llegado a sospechar que lo que a él le había parecido una relación profundamente sexual no había sido más que una prolongada lucha para silenciar a Jody.
El domingo por la noche sus presentimientos acerca del proyectado matrimonio rodaban cuesta abajo, sumiéndole en el malhumor y el aislamiento. Se había acostado muy temprano y esperaba con ansiedad su jornada laboral en el planetario. Sin embargo, por la mañana surgió algo inesperado. Jody era sagaz, además de rica y hermosa, y al parecer durante la noche había deducido correctamente los pensamientos de él. En el desayuno había anunciado, por primera vez desde que se conocían, que siempre había sentido una ardiente curiosidad acerca de cuanto se relacionara con la astronomía, y se propuso satisfacerla pasando el día en el planetario. La idea, una vez que germinó, pareció florecer en la mente de Jody.
— ¿No sería maravilloso que de algún modo pudiera ayudar a Boyce con su vocación? — le había dicho a la madre de Ambrose—. Simplemente como voluntaria, desde luego… Tal vez dos o tres tardes por semana. Algún puesto subalterno. No me importaría que fuera ínfimo, con tal de contribuir a que la gente percibiera las maravillas del universo.
El planteo había impresionado a la madre de Ambrose, que juzgó espléndido que el hijo y la futura nuera compartieran los mismos intereses intelectuales. Estaba segura de que Jody encontraría alguna ocupación útil en el planetario, quizá trabajando en relaciones públicas. En cuanto a Ambrose, Jody le había defraudado. Se consideraba a sí mismo un indiscutible experto en todos los aspectos de la simulación; después de todo, la había transformado en una carrera. Anteriormente había sentido un rencoroso respeto por la honestidad de su novia, a la que el trabajo de Ambrose le importaba un rábano abiertamente. «Muy bien, le seguiré la corriente… — había pensado—, con tal que ella nunca diga 'años-luz' en el futuro.»
Había callado durante la primera parte del viaje al planetario, optando por escuchar la radio, y esto había dado a Jody la oportunidad de manifestar su conciencia cósmica.
— Si la gente llegara a comprender lo insignificante que es la Tierra — decía—, si tan sólo entendiera que es apenas una mota de polvo en el universo, habría menos guerras y menos mezquindades, ¿no es verdad?
— No sé — repuso Ambrose, decidido a ser implacable—. Podría ocurrir todo lo contrario.
— ¿Qué quieres decir, querido?
— Si todos empezaran a pensar que la Tierra es insignificante, podrían decidir que nada de lo que hacen puede cambiar mucho las cosas y entonces dedicarse aún con más entusiasmo al saqueo y la rapiña.
— ¡Oh, Boyce! — rió Jody, incrédula—. ¡No lo dices en serio…!
— Claro que sí. A veces me preocupo y pienso si los espectáculos del planetario no estarán incitando a la raza humana a desatarse, en realidad.
— Qué disparate — Jody guardó silencio un instante para sopesar el humor de Ambrose, y así él pudo oír con más atención las noticias que la radio transmitía con claridad.
— …asegura que los fantasmas son seres reales que sólo pueden ser vistos con la ayuda de gafas de magniluct. La mina de diamantes está en Barandi, una de las pequeñas repúblicas africanas aún no admitidas en las Naciones Unidas. Reales o no, los fantasmas han causado…
— Te he oído decir docenas de veces que la única justificación real de la astronomía es…
— Déjame escuchar eso… — interrumpió Ambrose.
— …un corresponsal científico dice que el Planeta de Thornton, que pasó cerca de la Tierra en la primavera de 1993, es el otro único ejemplo conocido de…
— Eso es otra cosa… Tu madre dice que las conferencias que diste acerca del Planeta de Thornton eran las mejores.
— Por Dios, Jody, estoy tratando de oír algo.
— ¡Está bien, no tienes por qué gritarme!
— …nuevas teorías acerca de la estructura atómica del sol. América Latina; la disputa entre Bolivia y Paraguay dio anoche un nuevo paso hacia un enfrentamiento armado cuando…
Ambrose apagó la radio y se concentró en la tarea mecánica de conducir. Durante la noche había nevado y la carretera, que había sido totalmente despejada, parecía una mancha de tinta china en medio de un paisaje de cartón blanco.
Jody le apoyó una mano en la rodilla.
— Sigue escuchando la radio… Me callaré.
— Ahora sigue hablando… No escucharé la radio — Ambrose pensó que su actitud era injusta—. Lo siento, Jo.
— ¿Siempre estás irritable por la mañana?
— No siempre. Pero el problema de ser un astrónomo oportunista es que odio que me recuerden que otros están trabajando en serio.
— No te entiendo. Tu trabajo es importante.
La mano de Jody siguió avanzando por el muslo de Ambrose, enviándole un cosquilleo que le traspasó la entrepierna. Él meneó la cabeza, pero se sintió agradecido por ese acercamiento íntimo que le recordaba que había otros valores en la vida además de los del laboratorio. Se propuso relajarse y trató de disfrutar del resto del viaje hasta el agradable y moderno edificio donde trabajaba. El aire era diáfano y brillante después de la nevisca, y cuando bajaron del coche para entrar en la oficina al lado de la cúpula, Ambrose ya se sentía mejor. Jody estaba rubicunda y vivaz como la muchacha de un anuncio de alimentos dietéticos, y él se sintió absurdamente orgulloso cuando se la presentó a su secretaria y administradora, May Tate.
Dejó juntas a las dos mujeres y entró en su despacho privado para ver qué comunicación se había filtrado mediante los diversos sistemas que llegaban a su escritorio. En la cima de la pila había una fotocopia donde May había señalado con un círculo de tinta brillante una de las novedades principales. Ambrose leyó la historia simple y exagerada de cómo un maestro canadiense con el poco elegante nombre de Gil Snook había bajado a una mina de diamantes de Barandi y había tomado la fotografía de un grotesco 'fantasma' y, mientras permanecía en el lujo acogedor de su oficina, empezó a sentir un malestar.
Al parecer, surgía de una serie de factores. Ante todo, se sentía culpable por haber traicionado su propio potencial académico. En el pasado esta culpa se había manifestado como celos del astrónomo aficionado que, en recompensa a años de esfuerzos anónimos, había tenido el privilegio de dar nombre a un planeta. Y aquí, representado por unas pocas líneas impresas, había otro ejemplo del mismo tipo. «¿Cómo es posible que un oscuro maestro con un nombre ridículo haya estado en el lugar indicado en el momento indicado? — se preguntaba Ambrose— ¿Y cómo había sabido este hombre hacer lo indicado para adquirir renombre internacional?» No se mencionaba que Snook tuviera alguna clase de conocimiento científico… ¿Por qué él, nada menos que él, había sido escogido para realizar un hallazgo importante?
Para Ambrose no había duda alguna de que lo sucedido en esa oscura república africana era importante, aunque de momento no se hallaba en condiciones de decir cuál era la verdadera significación del acontecimiento. El informe contenía dos detalles que llamaban su atención; uno de ellos era que las visiones espectrales aparecieran justo antes del alba. Ambrose tenía nociones firmes de geografía, y por eso sabía que Barandi se hallaba en el ecuador de la Tierra.
Como astrónomo, al margen de su oportunismo, sabía también que la Tierra era como una cuenta que se deslizaba a lo largo del extenso hilo de collar que era la órbita. El hilo no entraba y salía de la superficie del globo en posiciones fijas, como en las cuentas ordinarias: estos dos puntos trazaban una perezosa curva hacia arriba y abajo de la zona tórrida de la Tierra mientras el planeta completaba una vuelta diaria sobre su eje. Y en esta época del año, fines del invierno en el hemisferio norte, cuando amanecía en Barandi — y despertaban los fantasmas— el punto de intersección orbital 'delantero' atravesaría invisible la diminuta república. El instinto advertía a Ambrose que no se trataba de una coincidencia.
El segundo detalle era que las apariciones sólo se tornaban visibles con gafas de magniluct, y en opinión de Ambrose esto las relacionaba de algún modo con el paso del Planeta de Thornton, casi tres años atrás.
Se sentó en su lugar frente al escritorio. Intuía acontecimientos inminentes. Se sentía molesto, con frío, pero extrañamente entusiasmado. Algo le estaba ocurriendo dentro de la cabeza, justo detrás de los ojos; un hecho inusitado y extraño acerca del cual sólo había leído en relación con otros pocos hombres. Se cruzó de brazos sobre la madera lustrosa del escritorio, apoyó la frente en ellos y se quedó absolutamente inmóvil. Por primera vez en su vida el doctor Boyce Ambrose enfrentaba el fenómeno de la inspiración. Y cuando irguió la cabeza sabía exactamente porqué las apariciones se habían presentado en los niveles inferiores de la Mina Nacional Número Tres de Barandi.
Jody Ferrier entró en la oficina un minuto más tarde y encontró a Ambrose pálido y frío detrás del escritorio.
— ¡Boyce, querido! — exclamó con voz crispada—. ¿Estás bien?
Él la miró con ojos divertidos.
— Estoy bien, Jo — dijo lentamente—. Sólo que… creo que tengo que irme a África.
El viaje a Barandi fue difícil para Ambrose, pese a su dinero y las muchas relaciones familiares.
Al principio había proyectado hacer un vuelo supersónico de Atlanta a Nairobi, y quizás alquilar un avión pequeño para cubrir los trescientos kilómetros restantes. Este plan fue desechado por consejo de la agencia de viajes, pues las relaciones entre Kenya y la recién integrada Confederación de Repúblicas Africanas Socialistas del Este eran particularmente tensas en esos momentos. Ambrose había aceptado la situación filosóficamente y recordó que Kenya y otros países habían cedido valiosos territorios a la confederación. Pensó entonces en Addis Abeba, pero le informaron que Etiopía estaba a punto de montar una operación militar contra la Confederación con el propósito de reconquistar la frontera meridional, y que todos los vuelos comerciales entre ambos países pronto serían suspendidos.
Al fin había volado en un jet supersónico incómodamente atestado que le dejó en Dar-es-Salaam, Tanzania, donde tuvo que esperar siete horas para conseguir un asiento en un destartalado aparato de turbopropulsión. Este le había llevado a la nueva 'ciudad' de Matsa, en la república del mismo nombre, que era el país limítrofe de Barandi en el oeste. Ahora estaba esperando en el aeropuerto un vuelo a Kisumu, y empezaba a dudar del impulso que le había incitado a irse de Estados Unidos.
Con el advenimiento de la peligrosa década de los noventa, la gran época del turismo había terminado. Ambrose era hombre de fortuna y sin embargo rara vez había viajado al exterior, y aun así sólo para conocer países estables como Inglaterra e Islandia. Mientras esperaba bajo el resplandor tórrido de la galería, con sus dioramas de cadenas montañosas y relucientes autopistas de ferrocemento, alentaba una creciente xenofobia. Muchos de los viajeros que esperaban parecían periodistas o fotógrafos, presumiblemente atraídos a Barandi por el mismo imán; pero la vaga sensación de camaradería que inspiraban era más que frustrada por el constante desfile de soldados negros con uniforme de fajina de mangas cortas, y ametralladora. Hasta el aspecto flamante del edificio inquietaba a Ambrose; le recordaba que se hallaba en una parte del mundo donde las instituciones no estaban afianzadas, donde las cosas que no estaban presentes el día anterior quizá fueran barridas el día de mañana.
Había encendido un cigarrillo y vagabundeaba en un pequeño círculo solitario, sin perder de vista el equipaje, cuando reparó en una muchacha alta y rubia, serena y con aplomo, con blusa blanca y falda verde lima. Parecía tan fuera de lugar como un anuncio de ropa británica exclusiva; Ambrose echó un vistazo a su alrededor esperando ver cámaras y luces instaladas en la sala. Sin embargo, la muchacha estaba sola y toleraba impasible las miradas de los hombres que tenía cerca. Ambrose, fascinado y deseoso de actuar como protector de la bella dama, tampoco pudo evitar mirarla. Estaba llenándose los ojos con el espectáculo cuando ella sacó un cigarrillo, se lo acercó a los labios y se quedó mirando la cartera con el ceño a medio fruncir. Ambrose se adelantó y le ofreció fuego.
— Lo he visto tan a menudo en las viejas películas de televisión — dijo—, que al hacerlo en la vida real me siento ridículo.
Ella encendió el cigarrillo, le observó con los tranquilos ojos grises y luego sonrió.
— No se preocupe… Lo hace muy bien. Y realmente necesitaba fumar — el acento era inglés; un inglés culto, pensó Ambrose.
— Conozco esa sensación — continuó, envalentonado—. Esperar en los aeropuertos me deprime.
— Yo lo hago tan a menudo que ya ni lo noto.
— ¿Oh? — no acostumbrado a tratar con muchachas británicas, Ambrose procuró vanamente asignarle a aquella una ocupación: ¿actriz? ¿azafata? ¿modelo? ¿millonaria? Dejó de rumiar cuando ella soltó una risa divertida que mostraba unos dientes perfectos que se curvaban ligeramente hacia adentro. La perplejidad de Ambrose se agudizó.
— Lo siento — dijo ella—, pero parecía usted tan sorprendido… Tal vez le guste que todo el mundo llevara etiquetas que indiquen la ocupación.
— Lo siento. Yo simplemente… — Ambrose se apartó, pero ella le detuvo tocándole el brazo.
— En realidad, sí tengo una etiqueta. Una placa, mejor dicho. Pero nunca la uso porque es un objeto tonto y el alfiler me estropea la ropa — la voz se había vuelto más cálida—. Trabajo para la UNESCO.
Ambrose ensayó una de sus mejores sonrisas.
— Si usa placa debe ser investigadora.
— Se podría decir que sí. ¿Para qué va usted a Barandi?
— Yo también soy investigador — Ambrose deliberó con su conciencia sobre si debía presentarse como físico o como astrónomo, y finalmente añadió una vaga calificación— : Científico.
— ¡Qué interesante! ¿Va a la caza de fantasmas? — la absoluta falta de ironía en la voz recordó a Ambrose las burlas incrédulas de Jody y su madre cuando les comunicó su plan de visitar Barandi.
— Pero en este momento — le respondió asintiendo—, sólo estoy a la caza de algo bien helado para beber. ¿Me acompaña?
— Encantada — la muchacha le dirigió una sonrisa directa que alteró todas las opiniones de Ambrose sobre África, los viajes al extranjero y el diseño de los aeropuertos. Los galardones potenciales del trotamundos, concluyó, compensaban de sobra los peligros e incomodidades. Dejando que el equipaje cuidara de sí mismo, escoltó a la muchacha hasta el bar del piso superior, puerilmente complacido ante las miradas rencorosas de los hombres que habían presenciado toda la escena.
Mientras bebían Camparis helados con soda, Ambrose se enteró de que ella se llamaba Prudence Devonald. Había nacido en Londres, estudiado economía en Oxford, viajado extensamente con el padre, que estaba en el Foreing Office, e ingresado en la UNESCO hacía tres años. Ahora venía en representación de la Comisión Económica para África, para visitar los nuevos estados africanos que habían solicitado la aceptación de la ONU y verificar si el dinero que se les había donado con fines educativos era invertido apropiadamente. Ambrose se quedó intrigado cuando supo que el viaje de Prudence a Barandi no era asunto de rutina, sino por las noticias sensacionalistas acerca de la Mina Nacional Número Tres. Barandi estaba empeñada en una pertinaz autopromoción como uno de los miembros más progresistas de la CEARS, con un alto nivel educativo para todos los ciudadanos. El caso es que la oficina de Prudence se había sorprendido ante la noticia de que un hombre llamado Gilbert Snook — que no tenía ningún título docente y había estado implicado en el robo de un avión militar de otro país— estuviera aparentemente a cargo de la escuela de la mina. El problema era delicado, porque ciertos sectores presionaban para suspenderle a Barandi las subvenciones. La misión de ella era investigar la situación, especialmente en lo que se refería a Gilbert Snook, y presentar un informe confidencial.
— Es toda una responsabilidad, para alguien de la edad de usted — comentó Ambrose—. ¿No será que secretamente es una mujer sin sentimientos?
— No es ningún secreto — las exquisitas facciones de Prudence adoptaron un aire impersonal, como las de un robot hermoso pero tremendamente funcional—. Tal vez tendríamos que dejar en claro que he sido yo quien me lo he 'ligado' a usted hace unos minutos. Y no a la inversa.
Ambrose pestañeó.
— ¿Quién ha hablado de 'ligar'?
— ¿Y cómo prefiere llamarlo? ¿Cuál es el modismo que corresponde, en Estados Unidos?
— De acuerdo… Pero, ¿se puede saber para qué me ha 'ligado'?
— Necesito un hombre que me escolte hasta Barandi, para ahorrarme el problema de tener que esquivar tantas compañías indeseables. Y le he elegido a usted — bebió un sorbo, los ojos grises brillando con firmeza por encima del borde de la copa.
— Gracias — Ambrose consideró las palabras de Prudence y descubrió una migaja de consuelo—. Es bueno saber que no soy una compañía indeseable.
— Oh, es usted muy deseable… Mucho más que un científico ordinario.
Ambrose se sintió culpable de una especie de engaño.
— Suponiendo que exista un espécimen tal como el científico ordinario — dijo—, ¿qué le hace pensar que no soy uno de ellos?
— En primer lugar, tiene un reloj pulsera por el que ha pagado no menos de tres mil dólares. ¿Prosigo?
— No se moleste — Ambrose, pillado por sorpresa, no pudo evitar una frase pomposa—. Me interesa el valor de las cosas, no el precio.
— Wilde.
Ambrose titubeó un instante; pensó simplemente que ella había soltado una interjección admirativa, y de pronto comprendió.
— ¿Eso lo dijo Oscar Wilde?
Prudence cabeceó.
— Algo por el estilo. En El abanico de lady Windermere.
— Qué lástima… Hace años que lo vengo diciendo como si fuese una ocurrencia propia — sonrió amargamente—. Dios sabrá a cuántos he convencido que poseo cierta cultura literaria.
— No se preocupe… Estoy segura de que posee muchas otras cualidades — Prudence se inclinó hacia adelante y, sin necesidad, le tocó el dorso de la mano—. Me gusta su sentido del humor.
Ambrose la miró de hito en hito y decidió ser cauto ante la persona decidida y mordaz que habitaba aquel cuerpo tan esencialmente femenino. El rostro de Prudence no se había alterado, pero él descubrió que ahora podía verlo de dos maneras diferentes que revelaban dos caracteres diferentes, como un cuadro op art donde los cambios de percepción transforman lo alto en profundo. Estaba intrigado, impresionado y fascinado al mismo tiempo, y por esa razón la idea de que se lo 'ligaran', le utilizaran y lo descartaran lo irritaba más que nunca.
— ¿Qué ocurriría si yo me negara a acompañarla hasta Barandi?
— ¿Por qué iba a negarse?
— Porque usted no me necesita.
— Pero acabo de explicarle que sí le necesito… Para ahuyentar a los indeseables. Es la función de una escolta.
— Lo sé, pero…
— ¿Abandonaría usted a cualquier otra muchacha en la misma situación?
— No, pero…
— Entonces, ¿por qué a mí?
— Porque… — Ambrose sacudió la cabeza, desorientado.
— Le diré porqué, doctor Ambrose — la voz de Prudence era baja pero firme—. Porque yo no me presto al juego. Usted sabe a qué juego me refiero. Cada vez que una mujer indefensa acepta las cortesías de un caballero existe siempre el sobreentendido, aun si rara vez se lo toma en serio, de que si todo funciona favorablemente ella le recompensará poniéndose a su disposición. Ahora bien; usted me gusta, y es posible que si estamos en Barandi el tiempo suficiente, y si usted es sagaz, terminemos por acostarnos juntos… Pero no sería para agradecerle que me haya abierto la puerta o llevado la maleta hasta el avión. ¿Soy clara?
— Clara como la ginebra — Ambrose bebió un largo sorbo—. Es esa una expresión británica, ¿verdad?
— De acuerdo… La igualdad no es grata — Prudence sacó otro cigarrillo y aceptó que se lo encendieran—. Cuénteme qué hará con esos fantasmas. ¿Exorcizarlos?
— En este caso no hay exorcismo posible — dijo serenamente Ambrose.
— ¿De veras? ¿Tiene una teoría?
— Sí… He venido aquí para comprobarla.
Prudence se estremeció con un entusiasmo que a Ambrose le resultó gratificante.
— ¿Explica por qué sólo pueden ser vistos con esas gafas especiales? ¿Y por qué se elevan y vuelven a hundirse en el suelo?
— ¡Vaya! Ha prestado atención a las noticias.
— ¡Desde luego! Vamos… No me tenga sobre ascuas.
Ambrose se refrescó las yemas de los dedos en el rocío que perlaba la copa.
— Es un poco difícil. Usted sabe que a los artistas no les gusta mostrar un cuadro hasta que está terminado. Bien, los científicos son iguales en lo que respecta a sus pequeñas teorías. No les gusta presentarlas al público hasta que han atado todos los cabos sueltos.
— Lo comprendo — Prudence fue imprevistamente dócil—. Esperaré ansiosamente a que la transmitan por radio.
— Ah, demonios — dijo Ambrose—. ¿Cuál es la diferencia? Sé que estoy en lo cierto. Es algo complicado, pero si quiere, intentaré explicárselo.
— Por favor — Prudence se adelantó en la silla hasta que sus rodillas tocaron las de Ambrose.
— ¿Se acuerda del Planeta de Thornton? — dijo él, tratando de ignorar la distracción—. ¿Aquel presunto mundo fantasma que se acercó a la Tierra hace tres años?
— Recuerdo los tumultos… En esa época yo estaba en Ecuador.
— Todos recuerdan los tumultos, pero lo que realmente tiene a los físicos despistados es que el Planeta de Thornton fuera capturado por el sol. Está compuesto de materia anti-neutrínica y por lo tanto debió atravesar el sistema solar en línea recta sin volver jamás. El hecho de que adoptara una órbita ha desconcertado a muchos, y todavía se afanan imaginando nuevos conjuntos de interrelaciones para explicar el hecho. Pero la explicación más simple es que dentro de nuestro sol existe otro, compuesto del mismo tipo de materia que el Planeta de Thornton. Un sol de antineutrinos dentro de nuestro sol hadrónico.
Prudence frunció el ceño.
— Por debajo de las grandes palabras, parece que usted está diciendo que dos cosas pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. ¿Es eso posible?
— En la física nuclear, sí. Si en un campo hay un rebaño de ovejas, ¿le impide eso llevar allí un rebaño de vacas?
— Por favor, evitemos esas ocurrencias a lo Will Rogers.
— Lo siento… Es difícil saber hasta dónde llegar con las analogías. Lo que estoy diciendo es que si hay un sol de antineutrinos centralizado en nuestro propio sol, sería muy fácil que existiera un planeta de antineutrinos centralizado en la Tierra. ¿Quién es Will Rogers?
— Usted no había nacido. ¿Lo de un mundo dentro del otro lo dice en serio?
— Absolutamente. Es ligeramente más pequeño que la Tierra y por eso, aunque hiciera mucho tiempo desde la invención del magniluct, no nos habríamos enterado del mundo interior. La superficie se hallaría a muchos kilómetros por debajo de la nuestra.
Prudence arrojó el cigarrillo sin fumar en un cenicero de pie.
— …y este mundo interior es habitado por fantasmas.
— Bien, fantasmas es una palabra muy poco científica, pero esa es la idea. Para los habitantes de ese mundo nosotros seríamos los fantasmas. La gran diferencia es que como la Tierra es más grande, nosotros habitamos la estratosfera de ellos… Así que es improbable que jamás nos hayan detectado.
— ¿Entonces qué es lo que ha ocurrido? ¿Es algo relacionado con…?
Ambrose asintió.
— El Planeta de Thornton está compuesto de la misma materia que nuestro mundo interior, y por lo tanto le ha afectado de manera muy intensa. Tan intensa como para alterarle la órbita. Por eso el mundo interior ha empezado a asomar a través de la superficie de la Tierra. Ambos mundos se están distanciando paulatinamente — miró al lado de la cara soñadora y fascinada de Prudence y vio la imagen temblorosa de un jet que carreteaba entre las vaharadas de calor—. Creo que ese es nuestro avión.
— No hay necesidad de darse prisa… Además, aún no me lo ha contado todo — Prudence le observaba con lo que parecía franca admiración. Ambrose se resistía a quebrar el hechizo del momento, y sin embargo su memoria le advertía que había otra Prudence Devonald, egoísta y pragmática, que tal vez le acicateaba por razones personales.
— ¿Le interesa la astronomía?
— Muchísimo.
Él sonrió.
— ¿Alguna vez dice «a años-luz en el futuro»?
Prudence soltó un suspiro tolerante.
— ¿Es ése su pons asinorum personal?
— Supongo que sí. Lamento…
— No se disculpe, doctor. ¿Bastará con que le diga que un año-luz es una medida de distancia, o tendré que darle la equivalencia en metros?
— ¿Qué más le interesa saber?
— Todo — dijo Prudence—. Si hay un mundo interior que ahora asoma a la superficie de la Tierra, según la expresión de usted, ¿por qué los fantasmas se elevan hasta donde se les puede ver y luego se hunden de nuevo hasta perderse de vista?
— Estaba deseando que no me hiciera esa pregunta.
— ¿Por qué? ¿Le desmorona la teoría?
— No, pero es difícil explicarlo… sin diagramas. Si usted traza un círculo, y luego traza otro círculo dentro del primero, un poco descentrado, de tal modo que ambos se toquen en el lado izquierdo, eso le dará una idea de las actuales posiciones relativas de ambos mundos.
— Eso parece bastante simple.
— Lo es porque el diagrama es estático. El hecho es que la Tierra rota sobre su eje una vez al día. y aparentemente el mundo interior hace lo mismo, de modo que ambos círculos estarían girando. Si usted hace una marca en el punto de contacto, y hace rotar ambos círculos, descubrirá que la marca del círculo interno se hunde debajo del mismo punto en el círculo externo. Cuando ambos círculos hayan rotado medio giro, el punto interno se habrá hundido a una distancia máxima por debajo del punto externo, y si el girar prosigue, se irán acercando de nuevo gradualmente. Por eso los fantasmas han sido avistados sólo alrededor del alba… Para que los puntos vuelvan a coincidir hay que esperar veinticuatro horas.
— Entiendo — Prudence hablaba con la voz maravillada de una niña.
— Además de hacer rotar los círculos, también es necesario hacer que el de adentro se mueva hacia la izquierda. Esto significa que en vez de coincidir una vez por día, el punto interior comenzará a alejarse cada vez más del punto exterior.
— Es hermoso — jadeó Prudence—. Todo encaja.
— Lo sé — Ambrose se sentía de nuevo halagado.
— ¿Es usted el primero en enunciar esta tesis?
Ambrose rió.
— Antes de irme de casa escribí un par de cartas para certificar que me pertenecía, pero pronto será de dominio público. Los fantasmas se difundirán; en poco tiempo más serán visibles en la superficie y ya no será necesario bajar a una mina de diamantes para verlos. Entonces el círculo emergente crecerá con mucha rapidez. Al principio las visiones se limitarán a las regiones ecuatoriales, lugares como Borneo y Perú. Luego se extenderán al norte y al sur, más allá de los trópicos, a las zonas templadas.
Prudence parecía pensativa.
— Eso causará cierto revuelo.
— Usted es maestra en el arte de leer entrelineas — dijo Ambrose, terminando su bebida.